Mataelfos (26 page)

Read Mataelfos Online

Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Mataelfos
7.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Félix desvió los ojos hacia Gotrek. El Matador miraba ferozmente al skaven con nueva aversión, y luchaba con mayor fuerza contra las cuerdas que lo herían.

El skaven no le prestaba atención a ninguno de los dos. Continuaba desvariando, paseándose de un lado a otro ante ellos, con las patas y la cola temblando, perdido en sus recuerdos.

—Entonces ¿no me seguisteis hasta el norte para desbaratar todos mis intentos de capturar la máquina voladora de los excavadores de la tierra? ¿No retorcisteis-contaminasteis a mi sirviente-esclavo y lo volvisteis contra mí cuando volasteis hasta los desiertos del Caos? ¿No me arrebatasteis-quitasteis la máquina cuando mi magia la había capturado? —La criatura se apretaba la frente con ambas patas delanteras—. ¡Imposible! ¡Imposible que no me conozcáis! ¡Imposible que sea todo casualidad! ¡Toda mi vida! ¡Toda mi vida!

Con un lamento sollozante, el viejo skaven comenzó a rebuscar furiosamente dentro de su ropón, registrando bolsillos y mangas, y finalmente levantó un pequeño frasco de piedra, con manos temblorosas. Le quitó el tapón, vertió un montoncito de destellante polvo en la cavidad formada entre el pulgar y el primer dedo de una de las patas delanteras, y luego lo inhaló a través del desigual agujero húmedo que le hacía las veces de nariz.

Tras ingerir la sustancia, el skaven tembló aún con más fuerza que antes, y los escoltas de negra armadura retrocedieron un paso, nerviosos, pero luego, con una última sacudida, los temblores cesaron, el viejo se irguió y realizó una inspiración profunda, aunque irregular.

Se volvió a mirarlos, sereno y compuesto, con un hilo de sangre y moco cayéndole de la nariz sin que se diera cuenta, mientras los contemplaba ferozmente con ojos de fuego verde.

—Si ése es el caso, entonces mi vergüenza-furia es aún mayor, y por tanto también lo serán vuestros sufrimientos. Conoceréis agonía-miedo como jamás ha soportado ningún morador de la superficie y, sin embargo, mediante mi magia, seréis curados para volver-volver a torturaros, hasta que compartáis toda mi tortura-desesperación…

—Eh… os pido perdón, hombre rata —intervino Aethenir, con voz temblorosa—■, pero ¿significa eso que me habéis capturado por acci…?

—¿Os atrevéis a interrumpir? —le chilló el skaven, que se volvió bruscamente—. ¡Estoy hablar-hablando, miserable orejas-punta!

—En efecto —respondió Aethenir—. Pero, eh… dado que vuestro odio parece estar dirigido hacia mis compañeros y no hacia mí, tal vez podríais ser tan magnánimo como para permitirme regresar a la nave en la que…

—¿Qué me importan a mí tus deseos? —le chilló el vidente—. ¡Eres mío-mío y puedo hacer contigo lo que me plazca! —Fue cojeando hasta el elfo y lo miró de arriba abajo mientras se acariciaba el canceroso mentón—. Ha sido un accidente que te atraparan, sí-sí. Tu desgracia es tener pelaje amarillo como el más alto. Pero yo nunca-nunca he experimentado con un orejas-punta. Nunca he hecho pasar a uno por mis laberintos ni le he dado venenos. Nunca he cortado-tijereteado su carne para examinar sus órganos. —Se inclinó hacia el elfo, y su destrozada nariz casi tocó la de alto caballete del elfo—. Serás el primero.

Aethenir se encogió, entre arcadas, cuando el skaven se apartó de él y le habló a la escolta con furiosos chilliditos.

—Típico de un elfo —gruñó Gotrek por un lado de la boca—. Sólo piensa en sí mismo.

—Yo no pienso en mí mismo —discutió Aethenir, mientras uno de los guardias salía a toda velocidad de la habitación por orden del skaven viejo—. Sino en mi deber. ¿Acaso no le prometí a Rion que no permitiría que nada me impidiera corregir el daño que había causado? —Rechinó los dientes—. Debo recuperar esa terrible arma, o la destrucción de Ulthuan caerá sobre mi cabeza. Seguro que un enano no se resentirá conmigo porque haga todo lo posible para restablecer mi honor.

—Los elfos no tienen honor que restablecer —gruñó Gotrek.

Justo en ese momento, el viejo skaven se volvió a mirar a Aethenir.

—¿Qué-qué? ¿Terrible arma? ¿Qué es?

Al elfo se le desorbitaron los ojos cuando el hombre rata avanzó hacia él.

—No… no sé a qué os referís. No he dicho nada de ningún arma. Habéis oído mal.

—No he oído mal —dijo el skaven—. No-no. He oído perfectamente.

En ese preciso momento regresó el guardia con la coraza; debajo de un brazo llevaba una caja que parecía enteramente hecha de hueso, con toda la superficie cubierta de glifos toscamente tallados. El guardia corrió hacia el viejo, le hizo una reverencia y le tendió la caja de hueso.

El viejo skaven abrió el cierre de la caja que parecía haber sido hecho con un hueso de dedo humano, y abrió la tapa. En el interior, Félix vio que había una aterrorizadora colección de instrumentos de acero y latón, ninguno muy limpio. El viejo los acarició con una mano, luego escogió uno y lo alzó. Parecía un escalpelo, pero con filo dentado, y el óxido lo teñía de color naranja. El skaven se volvió hacia el alto elfo y le enseñó los dientes en una parodia de sonrisa.

—Ahora, orejas-punta —siseó—, ahora vas a decir-decir lo que he oído mal.

Félix tuvo que admitir que Aethenir aguantó mucho más de lo que él había esperado, pero al final se quebrantó, como Félix temía. Se mantuvo fuerte ante los cuchillos, sierras y llamas, e incluso cuando le pusieron en un dedo una anilla que aumentaba la presión mediante un tornillo hasta que se lo partía. Incluso continuó callado cuando le pusieron en la cabeza una jaula llena de ratas enfermas, y sólo murmuraba un interminable encantamiento élfico que le permitía retirarse a una cámara interior de la mente donde no lo alcanzaban los atroces dolores de la carne.

Félix apartó la mirada cuando comenzaron las torturas, aunque oír los sonidos era casi tan malo como mirar. El listo skaven servía a dos propósitos con el tratamiento que estaba dando al elfo: extraerle información mientras, al mismo tiempo, intentaba engendrar el terror en los corazones que se enfrentarían después con sus atenciones. Félix no podía hablar por Gotrek, pero con él sí que estaba funcionando. Con cada gemido y alarido del elfo, un terror helado se filtraba dentro de su corazón. Sentía cada corte, preveía cada vuelta de tornillo.

«¡Decídselo! ¡Decídselo!», tenía ganas de gritar, para hacer que aquello acabara.

Por supuesto, sería peor cuando el skaven se pusiera a trabajar con él y Gotrek, porque el vidente no quería información ninguna de ellos. No habría nada que pudieran decirle para hacer que se detuviera. La tortura en sí sería la meta de la criatura, y a Félix no se le ocurría ninguna manera para escapar de ella.

Fue cuando el arrugado hombre rata atacó directamente la mente de Aethenir, untándole una relumbrante pasta verde de piedra de disformidad en los ojos que le mantenía abiertos, y atacándolo luego con hechizos que lo hicieron salir entre alaridos de su fortaleza mental, el pobre elfo se quebró finalmente, susurrando y sollozando palabras en idioma élfico que Félix se alegró de no entender.

—Haced que se detengan —le sollozó, al fin, al hechicero skaven—. Haced que se marchen. Están comiéndose mi conocimiento… comiéndoselo.

—Haré que se marchen si hablas-hablas —dijo el skaven.

Y, finalmente, Aethenir habló, llorando.

—Se llama Arpa de Destrucción —gimió, mientras Gotrek le gruñía maldiciones—. Un arma que puede causar terre-

motos… olas de marea… elevar valles y hacer descender montañas. Los druchii tienen intención de usarla contra la bella Ulthuan.

El viejo skaven miró más allá del elfo mientras digería la información, rascándose distraídamente una zona de piel escamosa del cuello, meditando.

—Un arma grandiosa en verdad —dijo, al fin—. ¡Qué no podrían hacer los skavens con un arma semejante! ¡Qué no podría hacer yo con un arma semejante! ¡Las madrigueras de los moradores de la superficie se hundirían, y en su lugar ascenderían-subirían ciudades skaven! ¡Eso le demostraría al consejo la grandiosidad de mi poder! ¡Se inclinarían-humillarían ante mí! ¡Al fin me alzaría-regresaría a mi verdadero nivel!

Sus ojos enfocaron a Aethenir.

—¿Dónde está esa arpa? —le espetó—. ¡Rápido-rápido! ¡Tengo que conseguirla!

Dio la impresión de que el alto elfo iba a resistir otra vez, pero el viejo skaven sólo tuvo que alzar la mano que relumbraba con fuego verde para que volviera a hablar, balbuceando de miedo:

—Una nave druchii la lleva hacia el norte. La custodian seis poderosas hechiceras. Su destino podría ser Naggaroth, o la propia Ulthuan.

El skaven asintió y comenzó a pasearse.

—La nave que vimos sin que nos viera. Pequeña-pequeña, fácil tomarla. Pero seis hechiceras. —Pareció vacilante—. Los orejas-punta son grandiosos en los caminos de la magia. Casi iguales que los skavens. El remolino… ¿Podría yo, siendo quien soy, haber creado semejante…? —Sacudió la cabeza como para borrar el pensamiento—. Tiene que haber alguna arma-truco que yo pueda desplegar y que… —Sus ojos cayeron repentinamente sobre Gotrek y Félix. Calló mientras los medía con la mirada, y luego les volvía otra vez la espalda, enfadado.

—No —dijo—. ¡Nunca-nunca! No cuando por fin los tengo. He esperado esto durante demasiado tiempo. Son míos, míos para hacer con ellos lo que me plazca. —Miró a Aethenir—. Y sin embargo… y sin embargo, ¿lograré poder con la venganza? ¿No es mejor usarlos como instrumentos para reclamar mi antigua posición? Es mejor, ¿verdad?, volverlos contra mis enemigos, como mis enemigos los volvieron contra mí en otros tiempos. ¡Sí-sí! ¡Es el estilo skaven! Ellos aplastarán-matarán a los contaminados orejas-punta, y yo recogeré-sacaré el arpa de los restos del naufragio. —Miró a los cautivos y se le escapó una risilla sibilante—. ¡Seréis el queso de la trampa!

Se volvió a mirar a los guardias y les habló con los chilliditos propios de su idioma. Ellos hicieron una reverencia y fueron hasta un armario metálico que había en un rincón de la estancia.

Cuando regresaron junto a los prisioneros, llevaban sacos de cuero que tenían los bordes incrustados de porquería verde.

Félix abrió los ojos, y entonces parpadeó de asombro. Por encima de él navegaban nubes blancas por un cielo azul. Sintió una fresca brisa en una mejilla, y un balanceo suave como si se encontrara tendido en una hamaca. Esto era una clara mejoría respecto a la húmeda cámara de tortura en la que hat>ía despertado la vez anterior. ¿Estaban libres? ¿Se había producido algún increíble milagro? ¿Había sido todo un sueño?

De súbito volvió el dolor, peor que nunca, cegándolo con su salvaje intensidad, y estuvo a punto de desmayarse. Cuando lo hubo controlado, levantó la cabeza con el cuidado con que un hombre alzaría una jarra llena hasta el borde, temeroso de que el más ligero movimiento derramara parte del contenido. Volvía a tener la visión distorsionada, como si mirara el mundo en un espejo imperfecto; la náusea y el vértigo amenazaban con abrumarlo cada vez que movía la cabeza.

Intentó sentarse y se dio cuenta de que aún tenía atados pies y manos. Con muchos gruñidos y maldiciones logró por fin incorporarse sobre un codo y mirar alrededor. Se le cayó el alma a los pies.

Estaban, en efecto, libres. El suave balanceo que percibía eran las olas chapoteando contra el casco de un pequeño bote de remos, hecho de madera. No había skavens a la vista. Lo único que podía ver, en cualquier dirección, era el infinito océano de un gris frío. Aethenir estaba tendido en el fondo del bote, boca abajo, atado igual que Félix, pero con Gotrek los skaven no habían corrido ningún riesgo. Aún estaba sujeto a la tubería como antes, al despertar. Pero ahora yacía atravesada sobre el banco del remero. El Matador pendía de ella como un carnoso, y feo pollo en un espetón.

—El cuchillo —dijo el Matador, con voz enronquecida.

—¿Eh? —preguntó Félix, mirando en torno—. ¿Qué cuchillo?

Una daga curva, oxidada y mugrienta, había sido clavada en el borde del bote para fijar un trozo de vitela a la madera.

—No la dejes caer —dijo Gotrek.

—No lo haré —dijo Félix, y se le cayó. Por suerte, repiqueteó dentro del bote en lugar de caer al agua. El trozo de vitela plegado se posó junto a ella. Félix lo recogió y desdobló. Frunció el ceño.

—¿Qué es? —preguntó Gotrek.

—Una nota. —Félix tenía problemas para leer aquellos garabatos—. Druchii… vienen. Luchad… bien.

Félix gimió, luego recogió la daga y comenzó a avanzar hacia el enano. Arrastrarse en postura encorvada por un bote que se bamboleaba, con las muñecas y los tobillos atados y una daga en las manos, no era tarea fácil, y en más de una ocasión se fue hacia delante y estuvo a punto de ensartarse antes de llegar hasta Gotrek y comenzar a cortarle las cuerdas.

—Cobardes —dijo, mientras las vueltas de cuerda comenzaban a caer—. No se atrevieron a soltarnos aunque estábamos inconscientes.

—Sí —convino Gotrek—. Éstos luchan desde retaguardia.

—Desde debajo del agua.

Tras un minuto más de cortar, las pesadas cuerdas acabaron por romperse y Félix pasó al fino cordel gris. Lo cortó con mayor rapidez, y al cabo de poco Gotrek cayó pesadamente sobre el fondo del bote. Gruñó, luego cerró los ojos y se quedó tendido en el sitio, masajeándose los brazos, en los que tenía crueles abrasiones, y flexionando los dedos de las manos para restablecer la circulación.

Félix se volvió hacia Aethenir y comenzó a cortar las cuerdas que le rodeaban las muñecas. Hizo una mueca de dolor al mirar las heridas del elfo. Por su aspecto, Aethenir parecía que tenía que estar muerto. El viejo skaven lo había despojado de su belleza y le había hecho cosas terribles. Su cara era una masa de tajos, tenía la nariz partida y ambos ojos ennegrecidos, la piel del antebrazo derecho estaba negra y cubierta de ampollas de quemaduras, los dedos meñiques y anulares doblados en ángulos antinaturales, y Félix sabía que bajo los ropones manchados de sangre del elfo se ocultaban más atrocidades.

Aethenir dio un respingo y sollozó al caer la última de las cuerdas, y luego abrió los ojos.

—El demonio me ha matado —gimió.

—Lo habría hecho si tú tuvieras el más leve rastro de honor —respondió Gotrek, tendido en el fondo del bote—. Pero, por el contrario, hablaste.

Félix frunció el ceño al oír eso. Las palabras de Gotrek parecían un poco injustas. El elfo había resistido durante mucho tiempo, mucho más de lo que habría resistido Félix. Él no estaba seguro de haber podido soportar la mitad de lo que había aguantado el elfo, pero no se atrevió a decir nada. Gotrek lo consideraría un débil.

Other books

Gay for Pay by Kim Dare
Finding Harmony by Jomarie Degioia
Courage in the Kiss by Elaine White
Calico Palace by Gwen Bristow
Aunt Dimity Down Under by Nancy Atherton