—Esperad —gritó Belryeth—. ¡No podéis dejarme así! Matadme como lo habéis matado a él.
Todos bajaron los ojos hacia ella, y luego se miraron entre sí.
—Sería mucho más apropiado dejaros con vida —dijo Max.
—¡Bárbaros! —gritó ella—. ¡Pagaréis por esta indignidad!
No le hicieron el más mínimo caso. Félix envolvió a Claudia con uno de los ropones negros que se habían quitado las hechiceras, la recogió, se la echó sobre un hombro, y salió a paso rápido tras el Matador. Max se puso la sobrevesta de uno de los Infinitos, y se unió a ellos.
En la cámara exterior, los Infinitos estaban muertos, aunque también lo estaban los esclavos enanos cuyos cuerpos yacían por toda la habitación, con grandes heridas hechas por las largas espadas de los elfos oscuros. Por su parte, los Infinitos habían sido arrastrados al suelo y muertos a golpes. Ninguno de ellos tenía ya cara. El suelo de mosaico era un lago de sangre.
Arrodillado en medio del lago estaba Farnir, con la cabeza de su padre sobre el regazo. El joven enano estaba casi muerto, con una herida en el pecho de la que salían burbujas rojas cada vez que respiraba. Birgi había muerto, con una herida en un costado que le llegaba hasta la espina dorsal.
Farnir alzó la mirada. Había lágrimas en sus ojos.
—¿Hemos salvado el Viejo Mundo? —preguntó.
Gotrek lo miró, y luego desvió la vista hacia la puerta que conducía a la escalera.
—Lo haremos, barbanueva. Descansa en paz.
—Sí —dijo el esclavo—. Sí, qué bien… —Cerró los ojos, se desplomó sobre el cuerpo de su padre y murió.
Gotrek inclinó la cabeza.
—Que Grungni os dé la bienvenida a sus salones.
Continuaron a paso rápido. Chapoteando por el lago de sangre hasta la escalera. A Félix le resultaba imposible apartar de la mente la cara de Farnir mientras subían los interminables tramos de escalones. El joven enano había pasado casi toda su vida como esclavo de los druchii. No había visto nada del mundo, salvo el interior del arca negra y, sin embargo, había estado encantado de morir por su patria y por una idea del honor que sólo conocía a través de unas pocas viejas historias que le había contado su padre. Había muerto para proteger la libertad de toda una raza, una cosa que él mismo no había conocido.
Para cuando llegaron a lo alto de la escalera siguiendo el rastro de manchas de sangre dejado por Heshor, Max gateaba, Félix tenía las piernas como si fueran de gelatina, e incluso Gotrek, que sufría las consecuencias del último golpe descomunal que el demonio le había dado en el pecho, resollaba y se enjugaba sangre de la boca con el dorso de una mano.
Unos pocos escalones antes del final, el Matador se detuvo. De la habitación de arriba les llegaron voces gorjeantes y sonido de movimientos apresurados.
—Deja a la muchacha y prepara la espada, humano.
Félix hizo lo que le ordenaba y dejó a Claudia al cuidado de Max, para después inspirar profundamente varias veces con el fin de cobrar ánimo. Luego, cuando Gotrek asintió, ambos salieron corriendo y entraron en el dormitorio druchii.
Una multitud de esclavos, rameras y guardias de la casa de placer se arremolinaban en torno a lo que parecía una camilla situada en el centro de la habitación. Varios de ellos se volvieron ante la irrupción de Gotrek y Félix, y Jaeger vio que la camilla era, de hecho, un diván bajo, y que en él yacía Heshor, con el Arpa de Destrucción aferrada contra sí, mientras un esclavo intentaba vendarle la herida de la pierna.
Los guardias gritaron y cargaron contra Gotrek y Félix, mientras un mayordomo vociferaba órdenes y cuatro fornidos esclavos humanos alzaban el diván por las cuatro esquinas y corrían hacia la puerta, con las putas y los esclavos chillando tras ellos.
Gotrek segó la vida de los guardias como si fueran altos pastos. Incluso Félix mató a uno; no podía decirse que fueran los luchadores de élite que habían sido los Infinitos. A pesar de todo, el combate los retrasó, y para cuando el último guardia cayó bajo el hacha de Gotrek, con la cabeza colgando de un jirón de piel del cuello, la improvisada camilla de Heshor ya había salido por la puerta.
Gotrek fue tras ella con paso decidido. Félix miró detrás de sí. Max estaba saliendo por la abertura de la plataforma del lecho. Claudia le rodeaba los hombros con un brazo, pero caminaba por sus propios medios.
—Ve —le dijo Max—. Ya os alcanzaremos.
Félix asintió y partió apresuradamente tras Gotrek. Salieron corriendo al pasillo, justo a tiempo de ver a los esclavos y el diván desaparecer por la escalera de hierro del otro lado.
Cargaron tras ellos, aunque Gotrek resollaba y Félix se sentía como si tuviera un yunque sobre el pecho. En lo alto de la escalera vieron a los porteadores de Heshor corriendo por el largo corredor hacia el vestíbulo, y se lanzaron a perseguirlos, pero estaba claro que la hechicera escaparía de la casa de placer antes de que le dieran alcance.
Gotrek frenó en seco, echó atrás el brazo del hacha, y la lanzó. El arma recorrió el pasillo girando sobre los extremos y se clavó con un golpe horrendo en la espalda del esclavo que llevaba la esquina posterior izquierda del diván. El esclavo gritó y se desplomó. Su esquina del diván cayó y Heshor chilló y soltó el arpa para sujetarse. El instrumento rebotó por el suelo de mármol, sonoramente.
Los otros esclavos gritaron de miedo y continuaron corriendo, al tiempo que estabilizaban el diván. Heshor gritó órdenes y señaló el arpa que quedaba atrás, pero no le hicieron caso y salieron corriendo por la puerta abierta.
Segundos después, Gotrek y Félix salían con estrépito al vestíbulo octogonal. Gotrek arrancó el hacha de la espalda del esclavo muerto y corrió con Félix hacia la puerta, pero cuando salieron como una tromba al pequeño porche delantero, se detuvieron en seco. La calle estaba ocupada por lo que parecía ser todas las compañías de lanceros del arca negra, formadas en ordenadas filas y todas mirando hacia la fachada de la casa de placer. En el centro, junto a un druchii impe-
rioso que llevaba una elaborada armadura y que Félix dedujo que era el señor Tarlkhir, comandante del arca, Heshor se encontraba sentada en el diván y señalaba a Gotrek con un dedo tembloroso.
Gotrek rió entre dientes y preparó la goteante hacha.
—Enemigos sin cuenta… —dijo con una sonrisa salvaje.
A una orden de Tarlkhir, los druchii bajaron las lanzas y comenzaron a avanzar.
Félix se volvió a mirar, a través de la puerta, el arpa que aún sonaba sobre el suelo de mármol, cerca del vestíbulo, y ese sonido parecía, extrañamente, estar aumentando en lugar de disminuir.
—Gotrek —dijo—. Espera. Tal vez debamos destruir primero el arpa, por si logran pasar.
Gotrek gruñó, pero dado que veía la lógica de la sugerencia, retrocedió de un salto, giró sobre sí y avanzó hacia el arpa.
—Cierra con llave, humano.
Félix cerró y echó la llave a la puerta justo cuando los primeros druchii comenzaban a subir los escalones de la casa, y luego fue hacia el Matador; estaba mirando el arpa, que ahora sonaba aún con más fuerza y danzaba sobre las baldosas del suelo. Félix percibía las vibraciones en los pies. El vestíbulo resonaba con tales armónicos que hacían que Félix tuviera ganas de reventarse los oídos.
—Qué cosa más inmunda —dijo Gotrek, en el momento en que las astas de las lanzas golpeaban la puerta, detrás de ellos.
Félix estaba de acuerdo. La nota que iba en aumento era un aullido discordante que hería los oídos, y su retorcido cuerpo negro en forma de «U» vibraba tanto ahora que los bordes se veían borrosos. Las cuerdas translúcidas temblaban como hilos de saliva.
Félix retrocedió cuando Gotrek alzó el hacha por encima de la cabeza para descargar un tremendo golpe sobre ella.
Desde el corredor púrpura les llegó una voz débil.
—¡Matador, no!
Gotrek y Félix volvieron la cabeza. Max avanzaba cojeando por el corredor, con Claudia tambaleándose junto a él.
—¡Si la rompes, las energías que quedarán en libertad podrían matarnos a todos! —dijo Max.
Gotrek alzó una ceja.
—¿De verdad? —En su fea cara apareció una sonrisa malévola—. Qué bien.
Se inclinó para intentar coger el arpa, pero tenía problemas para alcanzarla. Sus gruesos dedos se detenían a centímetros de ella, como si una pared invisible les impidiera continuar, y le temblaban la mano y el brazo. Maldijo. Comenzó a caer polvo del techo de la cámara, desprendido por las vibraciones del arpa, y los braseros que rodeaban la estancia se zarandeaban golpeteando dentro de los nichos y escupían chispas.
—Magia inmunda.
Max miró el arpa con miedo.
—Han pulsado las cuerdas. Está dejando en libertad su poder.
Gotrek enseñó los dientes y obligó a su brazo a descender, con los músculos hinchados y las venas sobresaliéndole en el cuello y los antebrazos, y luego cerró la mano sobre el vibrante marco del arpa, que continuó vibrando y los dedos se le volvieron borrosos al volverse él hacia la puerta, que se sacudía a causa de los golpes de las lanzas de los druchii.
—Ábrela, humano —dijo con los dientes apretados.
Félix miraba fijamente el arpa. Ahora repiqueteaban guijarros y mortero junto con el polvo que caía, y ya podía sentir las vibraciones en el pecho y el corazón como si se encontrara junto a una compañía de timbales. Las rodillas le temblaban. No podía ni imaginar qué se debía sentir al tenerla en la mano.
—¡Humano!
Félix reaccionó y corrió hacia la puerta. Quitó el cerrojo, abrió y se apartó de un salto. Una ola de lanceros druchii entró dando traspiés al perder el equilibrio, y Gotrek se estrelló contra ellos, lanzando tajos con el hacha en una mano, mientras en la otra sujetaba la rugiente arpa.
Los soldados druchii retrocedieron ante el brutal ataque sediento de sangre de Gotrek y el horrible ruido del instrumento, recularon hasta el pie de la escalera con las manos en los oídos, y dejaron muertos a diez de sus compañeros en igual número de segundos. Gotrek salió y volvió la vista hacia Heshor, que lo miraba fijamente desde el diván situado al otro lado de la calle, junto al comandante Tarlkhir.
—¡Aquí tienes tu arpa, bruja! —bramó, alzándola. Daba la impresión de que aquella cosa estaba haciéndole caer la carne del brazo a fuerza de sacudidas—. Ven a buscarla.
La arrojó al suelo del porche, ante sí.
Posiblemente no fue una de las mejores ideas del Matador.
El arpa rebotó con estrépito sobre las losas del suelo, y una onda expansiva como la de un impacto de mortero sacudió el edificio y los derribó a todos al suelo. Los globos de luz bruja de la araña del vestíbulo estallaron y los rociaron de esquirlas de cristal. Por las paredes enlucidas se abrieron grietas, y el humeante crisol que era el símbolo de la casa saltó de los ganchos de los que colgaba y se estrelló en el suelo, derramando por los adoquines sangre hirviendo. La calle fue bombardeada por trozos de piedra y tejas de pizarra negra. Las piedras derribaron numerosos lanceros. El suelo sobre el que yacía Félix se partió y se sacudió. El arpa le resonaba en los oídos como cien campanas. Su espada sonaba como si la estuvieran golpeando con una maza, y se sacudía con tal fuerza que apenas podía sujetarla. Tenía el estómago revuelto. El corazón le latía con una fuerza tremenda dentro del pecho.
—¡Estúpido enano! —gritó Heshor en reikspiel—. Entrégala antes de que te sepulte en escombros. Sólo yo puedo detenerla. Sólo yo puedo salvarte.
Gotrek se levantó, riendo, mientras a su alrededor continuaban cayendo piedras.
—¿Salvar a un Matador? ¡Os arrastraré a todos conmigo! —Recogió el hacha y comenzó a alzarla. Heshor chilló. Los soldados druchii retrocedieron para intentar alejarse. Un bloque de piedra del tamaño de una vaca cayó de lo alto y aplastó a tres de ellos.
Gotrek rió como un maníaco y alzó el hacha por encima de la cabeza, pero justo cuando comenzaba a descargar el golpe, pasó junto a él algo brillante que cayó desde lo alto, y desplazó el arpa a un lado. El hacha de Gotrek le erró al arpa e hizo pedazos el mármol negro del porche.
Gotrek arrancó el hacha de la piedra, maldiciendo, y le dirigió otro tajo al arpa, pero ésta saltó al aire como una marioneta a la que tiran de los hilos, y el hacha le pasó silbando por debajo. Félix se quedó boquiabierto al ver que el instrumento continuaba ascendiendo. Estaba enganchado por una saeta de ballesta provista de garfios, y se mecía al extremo de un cordel de seda gris.
Félix y Gotrek siguieron al arpa, que subió a toda velocidad hacia el tejado. Heshor y el comandante Tarlkhir gritaron y señalaron. Cuando estaba a medio camino, golpeó contra la pared de la casa, y esta vez el impacto sacudió toda el arca y la hizo resonar como un tambor gigante. La calle ascendió bruscamente y descendió, derribándolos a todos sobre el empedrado, y el rugiente latido que inundó el aire ahogó incluso los sonidos de las rocas de media tonelada que se desprendían del techo y reducían a pulpa a los druchii que estaban en la calle. Desde las profundidades del arca les llegaban sonidos como de truenos sordos, y un profundo rugido tectónico.
Félix miró hacia arriba a través de la lluvia de escombros que caían del techo de la cueva, en busca del arpa. Entonces la vio: una destellante chispa colgada de la flecha con garfios que se la había llevado, arrastrándose, rebotando y golpeando contra los tejados de las casas de placer que se estremecían y desmoronaban, detrás de unas negras siluetas flacas que huían.
—¡Skavens! —gritó Félix, al tiempo que los señalaba.
—Tras ellos —rugió Gotrek.
Heshor y el comandante Tarlkhir les gritaban lo mismo a sus soldados, y las compañías de lanceros druchii echaron a correr a toda velocidad calle adelante, tras las sombras que brincaban.
Gotrek y Félix corrieron tras ellos, pero al cabo de poco quedó claro que era un imposible. Los skavens ya habían desaparecido de la vista, y había miles de lanceros druchii en el camino, todos intentando hacer lo mismo.
Gotrek se detuvo al llegar a la primera intersección, y observó cómo las fuerzas de Heshor y Tarlkhir desaparecían ante ellos.
—Esto no servirá de nada —gritó.
—No —gritó Félix.
Aunque el arpa ya no se encontraba cerca, las paredes y las calles que los rodeaban continuaban estremeciéndose con ensordecedoras vibraciones que iban en aumento. Era como encontrarse dentro de la nariz de un gigante que roncaba. En torno a ellos caían bloques de piedra y estalactitas afiladas como lanzas. El arpa sonaba cada vez con más fuerza, con resonancias cada vez más y más poderosas, hasta lograr que el mundo entero se hiciera pedazos. El arca sólo sería el principio, vio con claridad Félix. Cuando quedara destruida, el arpa caería hasta el fondo oceánico, donde continuaría vibran-