Se volvió a mirar al mayordomo.
—¡Guiot! ¡El enano tiene un hacha!
El mayordomo se puso lúcido e hizo una vigorosa reverencia.
—Os pido disculpas, monsieur, pero no quiso, y yo no pensé… eh, quiero decir que, impedido como está, no puede…
—Eres tú quien está impedido, Guiot —le espetó Euler—. Por la cobardía. —Suspiró y agitó una mano para despedirlo—. Muy bien, haz que Harald y Jochen traigan comida y bebida para nuestros huéspedes. Puedes retirarte.
—Oui, monsieur. Lo siento, monsieur. —El mayordomo volvió a inclinarse y se marchó.
Euler recuperó la sonrisa al volverse hacia Félix.
—Herr Jaeger —dijo, mientras avanzaba y le tendía una mano—. Me alegro de conoceros al fin.
—El placer es mío, herr Euler —repuso Félix, y le estrechó la mano.
—Os pido disculpas por mi estallido de cólera —continuó Euler—. Y a vos, maestro enano. Vuestra presencia me ha sorprendido, eso es todo. Por favor, ¿queréis sentaros?
Hizo un gesto hacia las sillas de frágil aspecto. Félix se sentó con cuidado, asegurándose de que sus botas y hebillas no arañaran nada.
Gotrek se dejó caer en otra como si el exquisito objeto fuera un banco de taberna. Euler se encogió al oírla crujir, pero mantuvo la sonrisa.
—Debo decir, herr Jaeger —dijo—, que me sorprende veros aquí, y antes de tiempo, además. Por las cartas de vuestro padre, esperaba recibir la visita de abogados o asesinos a sueldo, no de un miembro de la familia. —Rió entre dientes—. Bueno, supongo que el anciano caballero acabó por ver que le había hecho una sabia oferta.
—¿Qué le hicisteis una oferta? —Félix frunció el entrecejo—. Disculpad, herr Euler. ¿De qué oferta habláis? Mi padre no dijo nada de una oferta.
La ancha frente de herr Euler se frunció.
—Pues le ofrecí comprar una participación en Jaeger e Hijos y, como está haciéndose mayor, ayudarlo con la dirección de la oficina central, además de hacerme cargo de abrir una nueva oficina en Marienburgo para facilitar los tratos con los comerciantes de allende los mares.
Félix alzó las cejas al oír esto, y volvió la mirada hacia Gotrek. Si las cosas se ponían difíciles, iba a necesitar su apoyo. El Matador clavaba los ojos en el suelo sin prestar la más mínima atención, y descansaba el brazo escayolado sobre el regazo. Félix esperaba que estuviera prestando la atención suficiente como para adoptar un aspecto amenazador cuando llegara el momento.
—Mi padre me contó algo ligeramente distinto —dijo Félix, al cabo—. Lo llamó chantaje, en lugar de oferta. Dijo que vos teníais una carta que pretendíais enseñarles a las autoridades de Altdorf si él no os daba una mayoría de acciones que os permitieran controlar Jaeger e Hijos.
Se oyeron pasos en el corredor y entraron dos hombres, uno con un servicio de café de plata y el otro con una bandeja de tartitas de mermelada. Aunque llevaban jubones y calzones negros con puntillas en los puños y cintas en las rodillas, Félix pensó que jamás había visto dos lacayos menos convincentes. Eran muy corpulentos y ambos medían bastante más de metro ochenta de altura, con abultados músculos que tensaban el terciopelo de los uniformes, el cabello recogido en coletas embreadas, y caras que presentaban las cicatrices de una vida de combates. Las manos del hombre que llevaba el servicio de café eran casi tan grandes como la bandeja que sostenían en equilibrio.
Félix volvió a mirar a Gotrek, que continuaba mirando al suelo y no parecía darse cuenta de la presencia de aquellos dos titanes que avanzaron con extremo cuidado por el laberinto de delicadísimos muebles de la habitación. Éstos depositaron el refrigerio en la mesa que había entre Félix y Euler. Guiot, el mayordomo, se mantenía en la puerta.
—No fue chantaje, herr Jaeger —replicó Euler, paciente, mientras cogía una tartita—. No siento ninguna afición por los sucios asuntos en que una vez se mezclaron nuestros padres, y sólo quiero enderezar las cosas. Lo que yo sugerí fue que si vuestro padre me permitía comprar una parte de Jaeger e Hijos, enmendaríamos, juntos, nuestro mutuo pasado de delincuencia. Pero que si rechazaba mi oferta y continuaba violando la ley imperial, no me quedaría otra alternativa, como ciudadano respetuoso de la ley, que denunciarlo ante las autoridades competentes.
Félix frunció los labios, ya que el tono santurrón de Euler le rechinaba. Al parecer, su primera impresión de aquel hombre había sido correcta, y era un pirata, después de todo.
—Ya veo.
Los dos gigantes retrocedieron hasta ambos lados del hogar, donde permanecieron a disposición de su amo.
—Pero todo esto está fuera de discusión, dado que habéis venido —dijo Euler, sonriente—. ¿Habéis traído los documentos? ¿Habéis decidido el valor de las participaciones?
Félix tosió, y maldijo mentalmente a su padre por ponerlo en una situación semejante. Detestaba ese tipo de confrontación. Su hermano Otto habría sido mucho más adecuado que él para este cometido. Habría sabido con total exactitud el tipo de velada amenaza que debía utilizar.
—Herr Euler, habéis malinterpretado el propósito de mi visita. No he venido a venderos ninguna participación de la empresa de mi padre. He venido a recuperar la carta.
La sonrisa de Euler desapareció como si jamás hubiera existido. Le lanzó una mirada a la caja fuerte que descansaba sobre el aparador de detrás del escritorio, y luego dejó la tartita en el plato con un gesto frío.
Félix continuó.
—Antes de que digáis nada, debo deciros que mi padre me ha autorizado a ofreceros una suma muy generosa a cambio de la carta.
Euler soltó una risa que pareció un ladrido.
—¿Qué es un solo pago comparado con los ingresos constantes que me proporcionaría una participación? No, gracias, herr Jaeger. Vuestro padre tiene sólo un modo de resolver esta dificultad, y es a mi modo. Le quedan diecisiete días. Mientras no esté dispuesto a vender, no tenemos nada más de qué hablar. Podéis marcharos.
Félix suspiró. Era en esta parte del proceso cuando su padre esperaba, sin duda, que él empezara a destrozar cosas hasta que Euler le entregara la carta, pero la verdad era que no le apetecía. El hombre era vil, pero no más que su padre, y Félix nunca había amedrentado a nadie por nada en toda su vida. No era un ladrón, que era como se sentía en este caso. Resultaba embarazoso. Si al menos tuviese algún otro tipo de influencia… Si pudiera hacerle a Euler la misma jugarreta que Euler le había hecho a su padre…
Se detuvo. Bueno, ¿y por qué no?
—Lamento oíros decir eso, herr Euler —dijo, al fin—. Porque esperaba no tener que recurrir también yo al chantaje.
—¿Qué disparate es ése? —preguntó Euler.
Félix tragó y se lanzó.
—Bueno, la correspondencia circula en dos direcciones. También mi padre tiene una carta del vuestro, en la que admite estar implicado en las mismas actividades que mi padre y, además, que os ha introducido a vos también en el negocio.
—¿A qué actividades se refiere? —gritó Euler.
Félix no tenía ni idea.
—Es mejor no mencionarlas en voz alta, ¿no os parece? —dijo—. Aunque hayan pasado tantos años. —Le sonrió a Euler con lo que esperaba que pareciese astucia—. Mi padre quiere aseguraros que, si lo hacéis caer, os encontraréis ahogándoos en la misma cloaca… y vos tenéis mucha más vida que él para perder. Pero, si estáis dispuesto a renunciar a vuestra carta, él está dispuesto a renunciar a la suya. Podemos hacer un intercambio y concluir pacíficamente este asunto.
Los ojos de Euler echaban chispas. Se acarició el redondo mentón con dedos regordetes.
—El astuto viejo cabrón… Creo que estaría dispuesto a morir en el oprobio y la pobreza sólo para poder verme arruinado también a mí. —De repente, pareció ocurrírsele algo. Miró a los corpulentos sirvientes, y luego otra vez a Félix—. ¿Tenéis esa carta aquí?
Félix abrió más los ojos. No se le había pasado por la cabeza que Euler fuera a recurrir a la violencia. A pesar del tamaño de sus sirvientes, continuaba siendo un hombre respetable que vivía en una calle respetable. No iría a intentar nada en su propia casa, ¿verdad?
—Eh… no la llevo encima —replicó—. La dejé en la posada, pues pensaba que os mostraríais razonable y que no la necesitaría. Si llegamos a este extremo, iré a buscarla.
Euler sonrió.
—No necesitáis molestaros. Enviaré a un sirviente a buscarla mientras esperáis aquí.
Félix le lanzó una mirada a Gotrek. Parecía que continuaba sin prestar atención. ¿Acaso no percibía la tensión que se acumulaba en el ambiente?
—No es ninguna molestia, herr Euler —le aseguró, al tiempo que se ponía de pie—. Regresaremos, ¿digamos que en una hora?
—Lo siento, herr Jaeger —dijo Euler, que también se levantó—. Debo insistir en que os quedéis aquí. —Les hizo un gesto con la cabeza a los dos corpulentos hombres, que echaron a andar hacia la puerta.
Félix gruñó, ahora colérico. Estaba a punto de meterse en una pelea por algo con lo que no había querido tener nada que ver desde el principio. Maldijo a Euler y también a su padre.
—Lamentaréis retenernos contra nuestra voluntad, mein herr—dijo—. Mi compañero no es alguien con quien pueda jugarse a la ligera.
Euler miró a Gotrek, y Félix siguió la dirección de su mirada. El Matador era una visión capaz de inspirar miedo y respeto, con aquel corpachón de fibrosos músculos que ocultaba completamente la silla que ocupaba, y la temible cresta y arremolinados tatuajes que emanaban una exótica amenaza. Por supuesto, habría resultado aún más impresionante si no hubiera escogido aquel momento para abrir la boca y roncar como una cadena al pasar por una polea.
Euler rió.
—Aterrorizador. —Apartó de él los ojos y les hizo un gesto a los lacayos—. Llevadlos a la bodega.
Los brutos avanzaron. Félix tocó a Gotrek con un codo. El Matador masculló algo pero no despertó.
—¿Me obligaréis a entregar la carta, herr Euler? —dijo, dándole un codazo más fuerte a Gotrek.
Euler soltó un bufido.
—¿Cómo podréis entregar lo que ya no tenéis?
Los lacayos estaban más cerca.
—Bueno, señores —dijo el de la izquierda, al que le faltaba la oreja derecha—. Acompañadnos sin armar alboroto y no tendremos que romper nada.
—¡Gotrek! —gritó Félix, al tiempo que le daba un fuerte codazo en un hombro.
El Matador despertó sobresaltado, e instintivamente intentó coger el hacha. El repentino movimiento fue demasiado para la delicada silla, que se partió en una docena de sitios, y Gotrek cayó al suelo en medio de un reguero de astillas.
—¡Vándalos! —gritó Euler—. ¡Le enviaré a vuestro padre la factura de los desperfectos!
Gotrek se puso en pie al instante, con los puños cerrados y volviendo la cabeza de un lado a otro como un oso soñoliento.
—¿Quién me ha empujado? —gruñó.
—¡Ellos! —dijo Félix, que retrocedió y señaló a los dos lacayos.
Gotrek se volvió hacia los hombres, parpadeando y mirándolos con ferocidad.
—Ven con nosotros, borrachín —dijo el de la derecha, que tenía la nariz rota—. Duerme la mona en la bodega, ¿te parece? —Posó una mano enorme sobre un hombro de Gotrek.
Gotrek balanceó el brazo escayolado y volvió a romper la nariz del hombre. El lacayo retrocedió con paso tambaleante, bramando y aferrándose la cara, cayó de espaldas por encima de la mesa baja y la hizo astillas.
—¡Oye, aquí! —dijo Una Oreja, que le lanzó un puñetazo al enano.
El golpe le hizo girar la cabeza a Gotrek, pero esto sólo lo puso furioso. Gruñó y le dio al lacayo un puñetazo en el estó-
mago que lo hizo doblarse por la mitad, para luego empujarlo hacia una consola que estalló en pedazos bajo el peso del hombretón.
—¡Saqueadores! —gritó Euler—. ¡Guiot! ¡Llama a Uwe y los otros! ¡Haz venir a los Boinas Negras! ¡Deprisa!
El mayordomo bretoniano hizo una reverencia y se volvió en dirección a la puerta. Félix corrió hacia él. Lo último que necesitaban era que se presentara la guardia. Euler le cerró el paso de un salto, al tiempo que giraba el puño del bastón y sacaba un estoque.
—No, herr Jaeger —dijo, apuntando con el arma al pecho de Félix.
Jaeger retrocedió un paso, y luego arrojó a la cara de Euler un jarrón estaliano que había sobre una mesa. Cuando el otro levantó el estoque para desviarlo, Félix se lanzó hacia él y lo derribó al suelo, donde le inmovilizó el brazo de la espada con una rodilla, mientras le daba puñetazos en la cara. El comerciante se sacudía y retorcía bajo él con sorprendente fuerza.
—¡Harald! ¡Jochen! —llamó Euler, mientras luchaba por recobrar la libertad del brazo con que esgrimía la espada.
Pero los dos lacayos estaban ocupados. Por el rabillo del ojo, Félix vio que Nariz Rota volvía a estar de pie, con la sangre corriéndole por la cara, y acometía a Gotrek con los restos de la mesa baja. Detrás de él, Una Oreja se sujetaba el estómago y vomitaba sobre un juego de ajedrez de mármol.
—Gotrek —gritó, mientras le daba a Euler un codazo en un ojo—. ¡Olvídalos! ¡La caja fuerte! ¡Ábrela! —Si Euler estaba dispuesto a rebajarse a la más pura villanía, él no tendría ningún apuro en robarle.
Gotrek le dio un cabezazo en la nariz a Nariz Rota, y lo apartó a un lado de un empujón. Se volvió a mirar la caja fuerte mientras el hombretón se desplomaba en el suelo, detrás de él.
—No hay manera de forzarla —dijo el Matador, con el ceño fruncido—. Es obra de enanos. Necesitarás una llave.
Euler logró quitar la mano de la espada de debajo de la rodilla de Félix, pero éste volvió a pillársela y la estrelló contra el suelo. Se le abrió la mano y la espada salió despedida, rebotando por la alfombra. Cuando Euler se estiró para recuperarla, Félix vio un llavero que llevaba sujeto al cinturón. Se lo quitó de un tirón y se lo lanzó a Gotrek.
—¡Prueba con éstas!
Gotrek atrapó el llavero pero, cuando comenzaba a rodear el escritorio hacia la caja fuerte, se oyó un atronar de botas en el pasillo y un torrente de hombres corpulentos irrumpió en la habitación.
Gotrek y Félix se volvieron a mirarlos. Eran seis, todos vestidos con el mismo uniforme de lacayo que llevaban Harald y Jochen, y al parecer todos de la misma progenie: corpulentos matones enormes de mandíbula cuadrada y con cicatrices, todos armados con garrotes y cachiporras. Uno tenía un garfio en lugar de una mano. Guiot se asomaba nerviosamente a la habitación, por detrás de ellos.