Read Matar a Pablo Escobar Online
Authors: Mark Bowden
Por encima de la cabecera de su cama gigantesca se extendía un barroco retrato de la Virgen María realizado sobre mayólica. Y al lado de la cama se alzaban pilas de un libro que el propio Escobar había mandado imprimir y encuadernar, donde aparecían cientos de caricaturas suyas de distintos periódicos.
En los muros colgaban fotografías de Pablo, de su familia y de sus secuaces recluidos en La Catedral, todas ellas tomadas en la espléndida cena de Navidad que Pablo celebró en la discoteca y el bar de la prisión. También se veían instantáneas del capo posando junto a algunas de las más grandes estrellas del fútbol colombiano. Una de ellas, enmarcada, lo mostraba perfectamente disfrazado de Pancho Villa, y en ella era evidente que se lo estaba pasando en grande. En otra, se los veía a él y a su sicario Popeye vestidos de gánsteres de los años de la Ley Seca con ametralladoras Thompson.
Los agentes de la DEA detallaron todo lo encontrado e incluso ellos mismos también se permitieron posar para sus propios álbumes de fotos: risueños como niños que invaden el cobertizo donde tiene su cuartel general la pandilla rival. Posaron sentados en la cama de Pablo, luciendo una de las gorras de piel que la madre le había regalado por su cumpleaños, y que él mismo llevaba puesta en una fotografía que había sido portada de la revista
Semana.
Se trataba de las sobras de lo que los investigadores colombianos se habían llevado, pero ayudaban a redondear el fascinante perfil de un hombre que claramente disfrutaba de su papel de forajido célebre, y que a la vez luchaba con uñas y dientes por defender en público su inocencia. Era el tipo de hombre que se tomaba infinitas molestias para borrar toda evidencia de su pasado criminal, que alegaba ser inocente de delitos de narcotráfico, pero que, por otra parte, se disfrazaba de forajido famoso y colgaba en las paredes de su despacho fotografías de él mismo tomadas por la policía al arrestarle. Los objetos abandonados por Pablo delataban el alegre cinismo que ocultaba su figura pública de hombre inocente acosado injustamente por la justicia. Aquellos detalles sugerían una personalidad que creía en el crimen como un fenómeno normal, una sana salida para su imparable ambición, de modo análogo a su papel de padre dedicado y amante esposo que además pagaba a prostitutas adolescentes y reinas de concursos de belleza para satisfacer su mayor apetito sexual. Pablo estipulaba que el Gobierno y que las autoridades policiales no eran más que legítimos rivales en una continua partida de ajedrez.
Utilizando aquella nueva información y sus propios archivos, la CÍA preparó un escueto «perfil psicológico» del célebre fugitivo: un resumen que intenta, apenas ocultando su desprecio, dar una somera idea del mundo interior del nuevo objetivo militar. Cualquiera que estuviese familiarizado con Pablo lo habría considerado francamente obvio: «Escobar tiene una gran dificultad en controlar su agresividad extrema». El perfil estaba en lo cierto, pero acababa con una sugerencia escalofriante de cómo se lo podría hacer salir a la luz:
Escobar parece poseer un sentimiento paternal profundo y verdadero por sus hijos, y se describe a la más joven, Manuela, como la favorita. Los padres de Escobar fueron raptados en una ocasión por una banda rival y Escobar aparentemente no escatimó esfuerzos para liberarlos. Acaso la preocupación por la segundad de sus padres o la de sus hijos pudiera superar en prioridad a las rigurosas medidas de seguridad que tan conscientemente guarda, pero esto último no puede afirmarse.
Una semana después de que Pablo se hubiera fugado, la corte colombiana rechazó una apelación interpuesta por sus abogados. Con esta apelación esperaban que la fuga fuera considerada una consecuencia legítima de quien actúa porque teme por su vida. Pero ya no había vuelta atrás ni arreglo posible. El trato de Pablo con el Gobierno carecía totalmente de validez.
Así que, una vez más, Pablo se vio obligado a llevar una vida de fugitivo, sólo que esta vez sus sabuesos estarían apoyados por Estados Unidos. Durante los seis meses siguientes, la operación secreta norteamericana llegaría a emplear más de cien personas, transformando a la embajada de Bogotá en el destacamento de la CÍA más grande del mundo.
Todos los hombres implicados en aquella cacería humana sabían que sólo acabaría de una manera. Y Escobar también era consciente de esto. Algo que todos comprendían pero que nadie expresaba en voz alta. Los colombianos habían perdido la paciencia y se negaban a juzgarlo o a encerrarlo. Y Pablo ya les había demostrado lo inútil que resultaría. No podía ser extraditado, pues su política de «plata o plomo» había hecho de la no extradición un derecho constitucional. Así pues, ahora los perseguidores no se andarían con pequeñeces.
Cuando lo encontraran lo matarían. Lo cual era ya una práctica común en toda Suramérica y que, como todo fenómeno cultural, tenía su propia expresión lingüística, la denominada ley de Fuga.
El verano de 1992 tocaba su fin, y los soldados, agentes, espías, pilotos, técnicos e informáticos norteamericanos estaban comenzando a familiarizarse con un personaje que había crispado a los colombianos durante casi una década. En septiembre, más de un mes después de su fuga, Pablo ya se sentía lo suficientemente seguro como para dejarse entrevistar por Radio Cadena Nacional. Echando mano a un discurso laberíntico y desafiante, Pablo negó una vez más su vida criminal. El periodista comenzó la entrevista con preguntas difíciles, pero rápidamente fue presa del carisma indiscutible del capo y la transmisión degeneró en la aduladora entrevista a un personaje de la farándula. Pablo mintió con fluidez y afabilidad. Estuvo filosófico, humilde y agudo. No parecía un hombre que se jugaba la vida a cada instante. Su tono de voz hizo enfurecer a sus perseguidores, que lo tomaron como una provocación.
—¿Lamenta haberse sometido a la justicia hace un año? —le preguntó el periodista.
—No, lo que sí lamento es haberme escapado —dijo, y pasó a explicar que lo había hecho porque temía por su vida—. ¿Se escaparía uno cuando ha llegado a una cárcel en la que se ha dejado encerrar voluntariamente?
—¿Era usted quien daba las órdenes en la cárcel?
—No, no daba las órdenes... [pero] no era un prisionero cualquiera: yo era el resultado de un plan de paz que no le costó demasiado al Gobierno [...]. En pocas palabras, ellos me dieron una prisión digna y condiciones especiales, que habían sido acordadas previamente entre el Gobierno, mis abogados y yo.
Pablo le quitó importancia a los lujos y a las fiestas de las que había gozado en La Catedral:
—Aunque fuera la mansión más hermosa del mundo, si uno no es libre de moverse porque hay guardias armados en las torres y soldados, seguirá siendo una cárcel —dijo Pablo—. Pero tampoco voy a dejar de aceptar la responsabilidad en el sentido de que permití colocar cortinas y algunos muebles lujosos y poco corrientes. Y estoy dispuesto a pagar por aquel error aceptando la celda más humilde de cualquier prisión de Antioquia, siempre y cuando se respeten mis derechos y se me garantice que no seré trasladado por ningún motivo.
—¿Vale su cabeza más que los mil millones de pesos que ofrece el Gobierno y más que los quinientos millones de pesos que ofrece Estados Unidos?
—Parece que mi problema se ha vuelto un asunto político, y podría llegar a influir en la reelección del presidente de Estados Unidos.
—En la actualidad, usted ha vuelto a ser el hombre más buscado del mundo. Lo buscan las autoridades colombianas, otros servicios secretos, los agentes de la DEA, el cártel de Cali, antiguos cómplices suyos, desertores de su organización y las víctimas directas e indirectas de sus acciones terroristas... De todos ellos ¿a quién teme más? ¿Cómo se defiende de ellos?
—No temo a mis enemigos porque sean más poderosos. Mi destino ha sido tener que enfrentarme a situaciones difíciles, pero siempre lo hago con dignidad.
—¿Qué es la vida para usted?
—Un período lleno de sorpresas agradables y desagradables.
—¿Alguna vez ha tenido miedo a morir?
—Nunca pienso en la muerte.
—Cuando escapó, ¿pensó en la muerte?
—Cuando escapé pensé en mi esposa, mis hijos, mi familia y todas las personas que dependen de mí.
—¿Cree en Dios y en el más allá? ¿En el cielo y el infierno?
—No me gusta hablar acerca de Dios públicamente. Para mí, Dios es algo personal y privado [...]. Creo que todos los santos me ayudan, pero mi madre reza por mí al Niño Jesús de Atocha y por eso le construí una capilla en el Barrio Pablo Escobar. La pintura más grande de la prisión era una imagen del Niño Jesús de Atocha.
—¿Por qué motivos se hubiera dejado matar?
—Por mi familia y por la verdad.
—¿Acepta haber cometido algún crimen o mandado matar a alguien?
—Esa respuesta sólo podría dársela a un sacerdote que me confiese.
—¿Cómo cree que acabará para usted todo esto?
—Nunca se sabe, pero espero que todo salga bien.
—Si dependiera de usted, ¿cómo le gustaría acabar su vida?
—Me gustaría morir de pie en el año 2047.
—¿En qué circunstancias cometería suicidio?
—Nunca he pensado en ese tipo de soluciones.
—De las cosas que ha hecho, ¿de cuáles está orgulloso y de cuáles se avergüenza?
—Estoy orgulloso de mi familia y de mi gente. Nada de lo que haya hecho me avergüenza.
—¿A quién odia y por qué?
—En mis conflictos intento no acabar odiando a nadie.
—¿Qué consejo les daría a sus hijos? ¿Qué haría si alguno de ellos se dedicara a actividades delictivas o criminales?
—Sé que mis hijos me aman y entienden mi lucha. Siempre deseo lo mejor para ellos.
—¿Qué significan su mujer y sus hijos para usted?
—Son mi mayor tesoro.
—¿Admite ser un mafioso? ¿Le molesta que digan eso de usted?
—Los medios de comunicación me han llamado eso miles de veces. Si eso me afectara, ya me habrían encerrado en un manicomio.
—¿Qué es lo que más le enfada y le hace perder el control?
—Uno puede enfadarse, pero no se debe perder el control. Lo que me hace enfadar son la hipocresía y las mentiras.
—¿Acepta que lo llamen «narcotraficante» o «criminal», o le da igual?
—Tengo la conciencia tranquila, pero respondería como lo hizo Cantinflas: «Es absolutamente inconcluyente».
—Se dice que usted siempre logra lo que desea...
—No lo he dicho, pero si así fuera, la vida sería color de rosa y yo me encontraría tomando café en la plaza de Rionegro o en el parque de Envigado. Lucho sin descanso, pero he sufrido mucho.
—¿Cuál es la clave para su inmenso poder?
—No tengo ningún poder especial. Lo único que me da fuerzas para seguir luchando es la energía de la gente que me quiere y me apoya.
—Con respecto a la corrupción, ¿hasta qué punto la hay en el Gobierno?
—La corrupción existe en todos los países del mundo. Lo importante sería averiguar sus causas para poder evitarla y acabar con ella.
—¿De qué se arrepiente?
—Todo ser humano comete errores, pero no me arrepiento de nada porque todo lo acepto como experiencia y todo lo malo lo canalizo para obtener de ello algo positivo.
—Si naciera otra vez, ¿qué haría? ¿Qué repetiría y a qué se dedicaría ?
—No haría aquello que creí que saldría bien y salió mal, y repetiría todo lo que ha sido bueno y agradable.
—¿Qué dijeron su mujer e hijos cuando usted estaba en prisión y qué pensaban de sus actividades?
—Me quieren y siempre me han apoyado. Y aceptan mi causa porque la conocen y la entienden.
—¿Se considera usted un hombre corriente, o alguien de una inteligencia excepcional?
—Soy un ciudadano normal, nacido en el pueblo de El Tablazo, municipalidad de Rionegro.
—¿Alguna vez ha consumido usted drogas?
—Soy un hombre absolutamente saludable. No fumo y no bebo. Aunque con respecto a la marihuana, le respondo lo mismo que dijo Felipe (González, el presidente del Gobierno español, cuando se le preguntó al respecto.
—¿No cree que fue un error por su parte haberse metido en la política?
—No, no creo que haya sido un error. Estoy seguro de que si hubiese participado en las siguientes elecciones habría ganado a todos los políticos de Antioquia por mayoría abrumadora.
—¿Por qué tiene tanto dinero? ¿Qué hace con él? ¿Es su fortuna tan inmensa como se dice en las revistas internacionales?
—Mi dinero obedece a la función social que yo cumplo. Está claro y todos lo saben.
—Si tuviera que describirse a sí mismo, ¿qué diría? ¿Quién es para usted Pablo Escobar?
—Es muy difícil describirse a uno mismo. Prefiero que me analicen otros y que otros me juzguen.
—¿Por qué se dedicó al narcotráfico?
—En Colombia algunos lo hacen como protesta y otros por ambición.
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—¿Se cree más grande que Al Capone?
—No soy muy alto, pero creo que Al Capone era uno o dos centímetros más bajo que yo.
—¿Se considera el hombre más poderoso de Colombia, el más rico o uno de los más poderosos?
—Ni lo uno ni lo otro.
—¿Le pareció un elogio que la revista
Semana
lo describiera como un Robin Hood?
—Era un punto de vista interesante y me produjo cierto sosiego.
—¿Es de temperamento orgulloso y violento?
—Aquellos que me conocen saben que tengo un gran sentido del humor, y siempre tengo una sonrisa a flor de labios, incluso en los momentos más difíciles. Y le diré algo: siempre canto cuando me ducho.
Octubre de 1992-octubre de 1993
El 30 de enero de 1993, una bomba estalló en Bogotá, abrió un cráter de varios metros de profundidad en el asfalto y la acera, y arrancó como de un inmenso mordisco parte de una tienda de libros. Incluso para el hartazgo de violencia en la capital asediada, aquello fue una pesadilla. Se estimó que la bomba de la librería contenía unos ciento diez kilos de dinamita. Dentro de la tienda se hallaban bandadas de niños con sus padres comprando útiles escolares para el nuevo curso; tras la explosión, lo que quedó fueron miembros arrancados por todas partes. Murieron veintiuna personas en total y setenta más resultaron heridas. Bill Wagner el jefe del destacamento de la CÍA en Colombia, sintió el golpe del espanto al atravesar el cordón policial y enfrentarse a las consecuencias del atentado. En una boca de tormenta por la que corría la sangre vio la mano amputada de un niño y pensó: «Voy a encargarme de que matemos a este hijo de puta aunque sea lo último que haga en esta vida».