Maten al león (6 page)

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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

BOOK: Maten al león
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—Nada de que te vas atrás —le dice a Cussirat—, te vienes junto a mí, adelante, que tengo que darte un recado morrocotudo.

Cussirat obedece, desganado, se despide de Pereira con sonrisa leve y cortesía minúscula, da la vuelta al coche y se sienta entre don Carlitos y el chofer. Con ruido de portezuelas, y exclamaciones de sus ocupantes, el Dussemberg arranca, repleto. Ángela, ocupada en liberar una sombrilla que ha quedado presa entre las piernas de Malagón y las enaguas de la poetisa, ni se despide ni mira a Pereira, que se queda poniéndose el sombrero, mirándolos partir, más satisfecho que resentido.

Después, Pereira lanza un suspiro realista y echa a andar entre la plebe. Las madres, desgreñadas, sudorosas, malhumoradas, llevando en los brazos niños meados, gritan como generales tratando de reunir sus huestes para emprender la retirada; los hombres beben los fondos de aguardiente que quedan en las botellas; los últimos coches salen del llano dando tumbos. Pereira se detiene y vuelve los ojos al Blériot, que está solitario, a medio llano. Martín Garatuza, con una estopa, le limpia las chorreadas de aceite con el cariño que un caballerango le pondría a un pura sangre sudoroso.

IX. TENTACIÓN PASAJERA

—Espero que comprendas, Pepe, lo que esto significa —le dice don Carlitos a Cussirat, antes de llegar a Palacio—. Para los dos. Para ti y para mí.

Se arregla el fistol de la corbata. Cussirat no contesta. Va mirando por la ventanilla del Dion-Button las calles mal iluminadas, los perros flacos, los charcos perpetuos. Mirándolos y reconociéndolos.

—Es un honor ser candidato del Partido Moderado —prosigue don Carlitos—, no lo niego. Pero si el Mariscal te manda llamar, no es para saludarte. Te aseguro que va a echarte una proposición bien gorda. Te quiere comprar. Y en estos casos, Pepe, oye la voz de la experiencia, la voz de un hombre que ha sufrido mucho, y que te dice: «mas vale pájaro en mano, que ciento volando». A no ser que un milagro ocurra, las elecciones las tienes perdidas. En cambio, si aceptas la proposición del Mariscal, cualquiera que sea, sales ganando tú, y salgo ganando yo, por haberte traído. Es un favor que le hago al Mariscal y que yo me encargare de que no se le olvide. Si no aceptas la proposición, cualquiera que sea, tú te quedas a la deriva, de candidato de un partido agonizante, y yo quedo mal.

—¿Por qué queda mal, don Carlitos? Usted cumple con traerme.

—Porque así es la política, muchacho. Yo soy tu padrino, y soy responsable de lo que tú hagas.

Las escaleras de Palacio son de mármol, imitación de las de algún caserón veneciano. Don Carlitos y Cussirat, vestidos de oscuro, cuello duro, sombrero en mano, suben por ellas conducidos por un ujier.

—Ya verás —dice don Carlitos—, es muy campechano.

Cussirat, en vez de contestar, bosteza, poniéndose una mano sobre la boca. La voz de Belaunzarán lo desconcierta y lo hace tropezar.

—¡Bienvenidos!

Belaunzarán está parado al final de la escalera, sonriente, agarrándose las solapas de un traje gris, impecable, que le da a su cuerpo el contorno de un torpedo. Don Carlitos, triunfal, pega un brinco y da un gritito antes de hacer la presentación.

—Mi Mariscal, es un honor traerle aquí a este pollo sinvergüenza. El Ingeniero Cussirat, el señor Presidente de la República, don Manuel Belaunzarán.

Belaunzarán estrecha la mano de Cussirat con la sencillez propia de los que están en el candelero. El otro le corresponde de la misma manera, porque sabe que Belaunzarán usara charreteras, pero nació en un petate.

—Nos conocemos de oídos —explica Belaunzarán a don Carlitos, sonriéndole a Cussirat, para darle a entender que los dos son celebridades.

—Mucho gusto —dice Cussirat.

Don Carlitos, que quiere subrayar lo apoteótico de la presentación que acaba de hacer exclama:

—¡Ustedes dos me hacen sentirme un pobre diablo!

Belaunzarán mira a don Carlitos, condescendiente, dándole, en mente, la razón y, levantando la mano en dirección a un corredor, les dice a sus visitantes:

—Pasen por aquí.

El ujier comprende que sus servicios están de más; mientras los otros tres se alejan por el corredor, entre bronces fin de siglo, el baja por la escalera, llega a su cuchitril, se sienta frente a su mesa, y se duerme instantáneamente.

El Presidente y sus visitantes se han instalado en el despacho particular del tirano; Belaunzarán en un sillón alto, en donde la panza no le estorba a las piernas; don Carlitos y Cussirat en los extremos de un sofá chaparro, de cuero marroquí. Belaunzarán dice un discursillo preparado, pero corto, que hace abstracción de la candidatura de Cussirat, y versa sobre la importancia que tiene la llegada de un avión a Arepa.

—Este hecho abre nuevos caminos al progreso —dice.

Mientras Belaunzarán habla, don Carlitos pone atención lela, y Cussirat, medio ausente, recorre el cuarto con la mirada. Ve a la luz de la lámpara con colguijes de cuentas, el gran escritorio, propio de un Pantagruel del cerebro, en donde no se ha hecho más que firmar edictos, leyes inicuas y sentencias de muerte; colgado de la pared, al dueño, con la Bandera Nacional al pecho y, sobre una repisa, el busto del mismo, encuerado, hercúleo y rejuvenecido, en mármol italiano.

Belaunzarán sigue con su cuento, y llega al punto:

—El momento ha llegado de emprender la creación de una Fuerza Aérea Arepana.

Los ojos de Cussirat dejan de moverse, y se fijan en el que habla. Don Carlitos se yergue, con el corazón paralizado y los ojos brillantes.

Viendo al toro preparado, Belaunzarán se perfila para dar la estocada.

—Quiero que usted se encargue de todo —le dice a Cussirat—. Lo nombro Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea, con grado de Vicealmirante del Aire. Se va a Europa, por cuenta del Gobierno, y compra seis aviones de caza, los que mejor le parezcan. Don Carlitos no puede contenerse, y dice:

—¡Pepe, te dije que te convenía venir!

Belaunzarán se pone de pie, cruza las manos a su espalda, da unos pasitos, se detiene, se vuelve a Cussirat, y le pregunta:

—¿Qué le parece?

Cussirat está extrañado.

—¿Cuál es el objeto?

—¿De formar una Fuerza Aérea? —Belaunzarán cambia de postura, echa los brazos adelante y los cruza sobre el pecho, para explicar lo evidente—. Ingeniero, su viaje lo demuestra, no solo que en avión se puede llegar a Arepa, sino que de Arepa se puede llegar a muchas partes en avión. Con una escuadrilla estaríamos en situación de reivindicar nuestros derechos territoriales.

—¿Se refiere usted a la isla de la Huanábana? —pregunta Cussirat.

—Y la Corunga —contesta Belaunzarán.

—¡Y las islas Golondrinas! —agrega don Carlitos—, que en tiempos de los españoles eran jurisdicción de la Regencia de Santa Cruz de Arepa.

Cussirat no contesta inmediatamente dejando abierta la posibilidad de que el argumento le parezca una estupidez.

—Pero una Fuerza Aérea —dice, por fin, Cussirat— cuesta mucho dinero, ¿no sería un descalabro económico para el país?

—Todo está calculado —dice Belaunzarán—. Formar una Fuerza Aérea es más barato que comprar un crucero, y es más espectacular. Por otra parte, es un factor de prestigio, que tarde o temprano redundara en beneficio nuestro.

Cussirat, pensativo, se hunde en el cuero marroquí; Belaunzarán enciende un puro; don Carlitos no cabe en sí de alegría.

—¡Qué buenas noticias! —dice.

Y Belaunzarán:

—En su viaje a Europa, Ingeniero, usted mismo contrataría seis pilotos.

—Con dos bastaría —advierte Cussirat—. Me ayudarían a adiestrar pilotos Arepanos.

Belaunzarán, que va rumbo al baño, se para en seco.

—Eso nunca —abre la puerta del baño, puro en boca, y conforme desabrocha un botón de la bragueta, dice entre dientes—. En el caso de una revolución, no quiero que seis calaverones vengan a bombardearme la casa.

Al terminar la frase, la puerta se cierra. Don Carlitos y Cussirat están a solas.

—¡Qué oportunidad, muchacho! —dice don Carlitos—. ¡No la desaproveches!

—¡Pero si yo vine aquí a otra cosa! ¡Vine a ser candidato presidencial!

—¡Qué candidato presidencial, ni que ojo de hacha!

¡No seas frívolo! Piensa: ¡Comandante en Jefe!

¡Vicealmirante del Aire! ¡Vas a ser el hombre más importante de Arepa!

El ruido del agua del excusado le ahoga el entusiasmo, y lo obliga a guardar silencio y a pensar en otra cosa. La puerta se abre. Belaunzarán entra, abrochándose la bragueta y preguntando:

—Bueno, ¿qué me dice?, ¿acepta?

Cussirat, que está fumando un English oval, inhala antes de contestar. Don Carlitos, impaciente, lo hace por él:

—Claro que acepta!

Cussirat suelta el humo perezosamente:

—Necesito tiempo para pensarlo.

—¿Cuánto tiempo? ¿Veinte minutos? ¿Treinta? —lo acosa Belaunzarán, lleno de dinamismo.

—Dos días —dice Cussirat.

Belaunzarán hace un mohín de impaciencia, pero se resigna pronto.

—Bueno, se los concede. Venga a verme aquí, pasado mañana a esta misma hora.

Cussirat y don Carlitos bajan por la escalera desierta. Don Carlitos, cargante, aguijonea a Cussirat:

—Dime que sí, Pepe. Dime que si vas a decirle que sí.

Cussirat se detiene un momento en la escalera, mira, benévolo, a los ojos expectantes del otro, sonríe melancólico y dice:

—Voy a decirle que…

La distinción y la belleza de su rostro se quiebran por un momento, al meter la lengua entre labio y dientes y hacer el sonido de un pedo monumental; al tiempo que, con destreza que nadie hubiera sospechado, mueve ambos brazos y las manos en una seña soez. El ánimo de don Carlitos pasa del escandallo a la postración. Hunde el pecho, suelta los hombros, baja los ojos, las cejas se le van de lado, la boca se le entreabre. Cussirat recobra la compostura y sigue bajando la escalera.

—Vamos al Casino —dice.

El vejete lo sigue, alicaído. Y más alicaído iría si supiera que desde el antepecho, entre los querubines y la penumbra, Belaunzarán, que lo ha visto todo, los contempla apretando la mandíbula y alzando una ceja. Cuando se pierden de vista da media vuelta y echa a andar, meditabundo, cruzando las manos a la espalda, por el pasillo oscuro. Lo que comienza como un paseo filosófico, se convierte en una embestida feroz, cuando Belaunzarán se da cuenta cabal de la afrenta de que ha sido objeto.

Deja atrás el Salón de Acuerdos, el Salón Chino, el Despacho Particular, y el Salón Verde, se detiene ante la última puerta del pasillo, y la abre con violencia.

Desde el butacón en donde ha estado leyendo El Mundo y dormitando, Cardona alza los ojos y se estremece. Belaunzarán entra, como un elefante enloquecido, dando un portazo.

—¡Se acabo! ¡No habrá Fuerza Aérea! ¡Con este petimetre no se puede tratar! ¡Le propongo nombrarlo Vicealmirante del Aire, me contesta que necesita tiempo para pensarlo, dos días! Se los concede, y unos minutos después, cuando va bajando la escalera, le dice al tercerón que lo trajo, que me va a contestar… prrrt! —emite el pedo ficticio y tuerce las manos en réplica exacta de la seña que hizo Cussirat. Cardona se ruboriza. Belaunzarán prosigue:

—¡Si prrrt es su respuesta, prrrt le voy a dar!

X. JUERGA Y DESPUÉS

En el Casino están de juerga. En el comedor de los socios se ha arreglado y consumido una cena, para festejar el regreso de Pepe Cussirat. Sobre la mesa redonda, se ha puesto mantel blanco y cubiertos para doce; se ha comido, se ha bebido y se ha manchado el mantel con la tinta de los chipirones, la salsa de pollo a la galopina y la mousse de chocolate. Andrés Arrechederre, gachupín cerrado venido a Maitre d'hotel en el Casino de Puerto Alegre, levanta las botellas vacías de Chablis y Valpolicella, ayudado por Pablito el Pendejo, que saca, en una bandeja, los restos del comelitón, para dejar a los señores en la intimidad del café, los habanos, el Martell y la cháchara de Malagón.

—Cuando se caso el Rey Narizotas, la cosa fue del otro jueves: bomba en la Gran Vía, bomba en San Antonio, y bomba en la sacristía. No lo matamos, pero ha de haber pasado una noche de bodas fenomenal.

Pepe Cussirat, Coco Regalado, Paco Ridruejo y el Caballo González, amigos desde la infancia y tarambanas de la última camada, juntan sus carcajadas con las de sus predecesores: don Miguel Barrientos, muy mejorado de la pierna, don Bartolomé González, padre del Caballo, y don Casimiro Paletón, que ha dejado el traje negro y se ha vestido de bohemio. Don Carlitos sonríe desganado, porque, con la bilis, se le ha indigestado la cena. Bonilla y el señor de la Cadena, que son modelos de civismo, ponen caras reprobatorias. Don Ignacio Redondo, que fue monárquico en sus mocedades, antes de venir a Arepa, y ahora es timorato, le dice a Malagón:

—¿Y por una mala noche que le dio al Rey, acabo usted con sus huesos en Arepa?

Malagón se pone de pie, y mirando el candil de prismas, dice:

—Tierra bendita, que no me vio nacer.

Una carcajada y aplausos patrióticos.

—¿Valió la pena? —pregunta Redondo.

Los jóvenes abren la boca y fingen ofenderse, por el insulto a su patria que la pregunta implica. Malagón contesta que considera un privilegio haber llegado a estas tierras, y Redondo, batiéndose en retirada, acaba jurando que se siente «arepano como el que más».

Bonilla y el señor de la Cadena se ponen de pie, para despedirse.

—Es hora de recogernos —explica Bonilla, que no bebe gota, cuando alguien los urge a quedarse. Acercándose a Cussirat, le dice—: Mañana, con calma, hablaremos de su campana, Ingeniero.

Don Carlitos, verde, dice:

—Yo me voy con ustedes.

Redondo, que no quiere meter más la pata, y que se siente de más, también se va.

Sin caras largas, la fiesta se alegra.

—¡Qué nos traigan putas! —pide Coco Regalado.

—¡Si, que nos las traigan! —piden varios, aplaudiendo.

—Si nos las traen —advierte don Bartolomé al Caballo—, a tu madre, chitón, o dejas de ser socio del Casino.

Otra carcajada.

—Pierda cuidado mi padre —dice el Caballo, que ha salido en Don Juan Tenorio—, que en esta boca no entran moscas.

Pepe Cussirat toma la iniciativa y llama a Andresillo, que es procurador general, y le dice de encargar putas a la casa de doña Faustina.

—Que nos traigan a la Princesa —ordena Paletón, en conocedor— para que baile una jota.

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