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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (80 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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Roger, Melody y sus dos hijos menores pasaban una temporada en
Grossvenor Manor.
Como Dugan, el jefe de jardineros, aseguraba que el lago se había congelado y el hielo estaba firme, decidieron llevar a los niños a patinar. Tía Pola y Rafaela, encinta de Horatio, habían preferido permanecer junto al hogar en el despacho.

—No te alejes, Emmie —le pidió Furia.

Mimita, siempre miedosa, no le soltaba la mano. Su hija, en cambio, que patinaba con destreza a pesar de su corta edad, se distanciaba hacia el centro del lago.

Melody soltó un alarido, Roger gritó el nombre de Emerald y Artemio cesó de respirar cuando la vieron desaparecer en un hueco. Le dio la impresión de que le tomaba horas alcanzar el sitio en donde había caído su hija. No sabía lo que hacía, ni siquiera se daba cuenta de que la llamaba de continuo. Metía el brazo hasta el hombro tratando de encontrarla. El agua estaba turbia y atestada de plantas acuáticas, y resultaba imposible ver. El hielo se tiñó de rojo mientras sus puños asestaban golpes para partirlo, ensanchar el hueco y poder sumergirse. No la perdería. No a ella. "¡Dios mío, por favor, devuélvemela!" Después, Melody le diría que había rezado en voz alta y que había repetido "Devuélvemela" varias veces. En ese instante, en el cual su corazón y sus pulmones parecía que se habían detenido, él sólo pensaba en que no regresaría a la casa con el cuerpo de Emmie para ponerla en brazos de su madre. No regresaría. Le arrebataría la pistola que, sabía, Roger siempre escondía en su barragán y se volaría la tapa de los sesos.

Emmie emergió del hueco y cayó en sus brazos como si el lago mismo la hubiese expulsado. Estaba helada y no respiraba. La pegó a su pecho y corrió en dirección al parque; nunca supo cómo logró cruzar la superficie de hielo sin resbalar y caer de bruces. Durante esa carrera desesperada, en la que su hija yacía entre sus brazos medio muerta, se le presentó el rostro del padre Ciríaco, fallecido en el año veinticuatro. "Recuerda, hijo." Su voz sonó tan clara como si lo tuviese enfrente. "Recuerda el capítulo cuatro, del Segundo Libro de Reyes, versículos treinta y dos a treinta y cinco." La claridad lo encegueció. Sus piernas siguieron corriendo de manera mecánica; su mente, en cambio, lo había conducido de regreso al convento de la Merced, al momento en que dos sacerdotes sacaban a Serapio, medio ahogado, del aljibe. "¡No respira!", se horrorizó el padre Cosme. Ciríaco, que conservaba la calma, se recostó sobre el cuerpo del negrito y le sopló siete veces en la boca, como lo había hecho el profeta Elíseo para resucitar a un bebé muerto.

Blackraven extendió su enorme gabán en el césped, y Artemio acomodó a Emmie sobre él. Se quitó la chaqueta empapada, en tanto Melody, ayudada por su hijo Arthur, le quitaba el abrigo a la niña. Furia se recostó sobre su hija. Sintió que alguien lo cubría con algo. Le abrió la boquita azulada y sopló dentro de ella siete veces, mientras, con la mano bajo las ropitas mojadas, le friccionaba el pecho porque acababa de recordar que de ese modo Rafaela había traído a la vida a Mimita.

Emmie tosió y escupió agua. Furia la envolvió en el abrigo de Blackraven y corrió a la casa. Dugan ya había enviado por el médico.

—Tienes que hacerla entrar en calor poco a poco —le explicó Roger, en tanto subían de tres en tres los escalones del pórtico—. ¡Espera para sumergirla en agua caliente!

Irrumpieron en la casa como un huracán. Artemio llamó a gritos al mayordomo, pidió que prepararan la tina, mantas, ladrillos calientes. Rafaela y tía Pola corrieron al vestíbulo y quedaron de una pieza al ver a Roger, Melody y Artemio dirigirse a la planta alta con Emmie en brazos. Rafaela se precipitó tras ellos.

—Cayó en el lago —le explicó Melody, llorando.

—¡Desnúdate, Rafaela! —le exigió Artemio—. Emmie necesita tu calor.

Blackraven y Melody se deslizaron fuera de la habitación. Artemio, Rafaela y la niña quedaron solos.

—¡Busca mi ungüento de alcanfor! En el primer cajón del
boudoir.

Furia se lo entregó, y Rafaela tomó una porción del linimento. Con la niña debajo de ella, cubriéndola con las piernas y el torso, le sobó la piel con enérgicas fricciones, embadurnándose ella en el proceso de tan pegada que se mantenía al cuerpo de Emmie. Furia envolvió la
cabeza
de su hija con una toalla seca y le masajeó las manos hasta imprimirles un color rojo. Winthorp llamó a la puerta. Cuatro domésticas entraron con lo solicitado. Varias mantas cayeron sobre Rafaela y la pequeña, y tres ladrillos al rojo, envueltos en gruesas bayetas, fueron ubicados al pie de la cama. Se avivaron las llamas moribundas en el hogar y se arrastró la enorme tina de cobre desde la habitación contigua. Poco a poco, las mejillas de Emmie se tiñeron de rubor, sus labios abandonaron la tonalidad azulada y
cesó
de temblar; su respiración ya no era corta ni superficial sino más regular y profunda.

El alivio le aflojó las piernas, y Furia cayó de rodillas junto a la cabecera y descansó la frente en el brazo de su mujer.

—No sé cómo está viva —admitió—. Estuvo varios minutos bajo el agua.

—Artemio, quítate esas ropas frías y mojadas. Por favor, no quiero que enfermes.

Furia volvió medio desnudo a la cama al escuchar a Rafaela saludar a la niña.

—Hola, tesoro mío.

Emmie abría sus ojos turquesa de modo desmesurado, como si no reconociera las caras que la circundaban.

—Hola, cariño —dijo Furia, y se recostó junto a ella, por fuera de la pila de cobertores. La besó en la frente, una y otra vez, y en las mejillas regordetas y en las manitos.

Emmie se echó a llorar con un sonido extraño, como rasposo, y se aferró al cuello de su padre.

—Shhh, cariño —la apaciguó Furia—. No llores, mi amor. Ya pasó. Ya estás bien, con mami y papi. ¿Por qué lloras? ¿Qué te angustia, mi amor? —la niña no contestó.

Llamaron a la puerta. Furia se levantó y fue a ver de quién se trataba. El doctor Merryweather acababa de llegar. El médico debió esperar unos minutos en el corredor hasta que Rafaela y Furia se adecentaran. Después de la revisión, Merryweather admitió su desconcierto: la niña había transcurrido demasiados minutos bajo el agua helada para estar viva. Aún quedaba esperar que no se revelaran daños cerebrales. Recomendó un baño de agua caliente, sorbos de caldo y descanso. Regresaría al día siguiente para estudiar la evolución de la paciente.

Emmie aún seguía conmocionada y silenciosa cuando su mamá y su tía Melody la acomodaron en la tina y comenzaron a acariciarle el cuerpo con unas esponjas marinas; le hablaban en voz baja; la niña sólo las miraba, a veces echaba vistazos a su padre y a su tío Roger, que, apartados, analizaban la extraña manera en que Emmie había emergido por el hueco.

Después del baño y enfundada en un camisón y en largas medias de lana, Emmie regresó a la cama de sus padres.

—¿Estás cómoda, cariño? —le preguntó Melody, y la niña asintió.

Se trataba del primer signo de comprensión. Los semblantes tensos de los adultos se relajaron.

—Emmie, ¿recuerdas que pasó? —le preguntó Artemio, y la niña volvió a asentir—. Anda, difne qué te ocurrió.

—Me caí en el lago —habló con fluidez, sin dudar.

—¿Cómo saliste del agua, cariño?

—Mi hermano Sebastián me sacó.

Rafaela se llevó una mano a la boca y trastabilló hacia atrás. Melody ahogó un sollozo y sujetó el antebrazo de Roger. El rostro de Furia empalideció de manera súbita. Nadie había hablado con Emmie acerca de Sebastián, ella desconocía la existencia de su hermano mayor. Por otra parte, como el servicio doméstico no estaba al tanto de la historia del primogénito del conde, resultaba imposible que la niña lo hubiese sabido por medio de algún sirviente indiscreto.

—¿Sebastián te sacó? —la voz de Roger quebró el mutismo.

—Sí, me tomó de la mano y me dijo: "Por aquí, Emmie".

—¿Cómo sabes que era tu hermano Sebastián? —insistió Roger.

—Porque él me lo dijo. Se parece a papi. Mami, ¿por qué llora papi?

Furia barrió sus lágrimas con el dorso de la mano y sonrió a su hija.

—No lloro, cariño. Estoy bien.

—Antes de ayudarme a salir, Sebastián me dijo: "Dile a papá que lo quiero".

Furia dio media vuelta y abandonó la habitación. Emmie quedó a cargo de Roger y de Melody cuando Rafaela salió tras su esposo. Lo halló en el corredor, apoyado contra la pared, mordiéndose el puño lastimado para no romper en gritos amargos y asustar a la niña. Rafaela lo abrazó, y la contención no fue posible.

Furia aflojó el abrazo en torno a su hija y la observó dormir. No la habían perdido, y, aunque siempre quedaría el misterio sin resolver, a Artemio le gustaba pensar que un ángel llamado Sebastián la había salvado por el bien de la pequeña y, sobre todo, el de sus padres. También le gustaba pensar que Sebastián aún permanecía entre ellos.

Al otro día del accidente, se resolvió el misterio del hueco en el lago. Furia, Blackraven y Dugan comprobaron que había sido abierto por la mano del hombre.

—Buenos días, excelencia —el viejo Dugan entró en el despacho aplastando la boina y sin levantar la vista—. ¿Cómo amaneció la niña Emerald?

—Muy bien, Dugan. ¿Qué has averiguado ?

—Ayer, Eamonn y Gael vieron a Eoin, el nuevo caballerizo, asándose unas truchas en el bosque. Suponemos que fue él quien, durante la noche anterior, abrió el hueco en el hielo para pescarlas.

El lago de
Grossvenor Manor
adquirió fama en la región por las excelentes truchas que allí se criaban. Furia había introducido su cría tiempo atrás, con gran éxito, y penaba con severidad la pesca furtiva pues atentaba contra el ciclo de reproducción de los peces. A los arrendatarios de
Grossvenor Manor
se les entregaban varias truchas por familia al comienzo de la época de pesca.

—¿Dónde se encuentra el nuevo caballerizo?

—Está en su hora de descanso, excelencia. Duerme.

Furia abandonó su escritorio y caminó hacia un armario donde guardaba las armas. Tomó una escopeta de dos cañones.

—Llévame con el tal Eoin.

Eoin levantó los párpados y descubrió algo oscuro sobre el puente de su nariz. Intentó apartarlo, como si se tratara de una mosca, y la cosa se enterró hasta arrancarle lágrimas. En medio de la confusión, le pareció reconocer las facciones de Dugan y del conde de Grossvenor suspendidas sobre él.

—Mi hija casi muere ayer a causa del hueco que abriste en el lago. Quiero que recojas tus pertenencias y te largues de mi propiedad
ahora.
Agradece que esté viva, de lo contrario, ya nadie podría reconocerte. Vete lejos. Si vuelvo a verte cerca de alguna de mis propiedades, te volaré la cabeza —giró la cara para hablarle a Dugan—: Asegúrate de que salga de
Grossvenor Manor
en media hora.

Furia devolvió a Emmie a la cama y la besó en la frente antes de abandonar su dormitorio. Caminó con ansiedad devorando el largo del corredor; Rafaela lo esperaba para tomar un baño.

A diferencia de los anteriores condes de Grossvenor, los actuales no dormían en habitaciones separadas. La de la condesa, conectada a la de su esposo a través de un amplio vestidor, funcionaba como sala de baño y laboratorio para la fabricación de perfumes y cosméticos. Los aromas que emergían de allí inundaban el ala de los dormitorios.

Artemio encontró a Rafaela en bata, inclinada sobre la tina, vertiendo unas gotas de aceite en el agua.

—¿De qué es?

—De melisa, para apaciguarnos.

Cruzó la estancia y entró en el vestidor. Se desnudó y se cubrió con un salto de cama antes de regresar a la habitación contigua. Rafaela ya se hallaba dentro de la tina de cobre, forrada con lienzos de seda blanca. Sus brazos y su cabeza descansaban sobre el borde, en lánguido abandono. Furia se introdujo y permaneció de pie frente a ella. Sus párpados se elevaron con lentitud y una sonrisa tierna despuntó poco a poco en sus labios.

—Ven, esposo mío. Te he añorado el día entero —se incorporó para acariciarle el pene y los testículos—. ¿Me has echado de menos tú a mí?

—Hasta la pregunta ofende, señora Furia.

Se acomodaron como de costumbre, él apoyado en la pared de la tina, ella sobre el pecho de él. Hablaron en voz baja sobre las trivialidades de la jornada: las ocurrencias de Emerald, el resfrío de Mimita, los avances de Horatio, los problemas de los arrendatarios, las noticias de Buenos Aires —ese día habían recibido carta de Lupe Moreno—, la gota de Winthorp, hasta caer en un cómodo silencio. Amaban la noche porque los reencontraba. Volvían a ser uno.

Rafaela fijó la vista en el escudo de la casa de Lacy diseñado en escayola sobre el marco de la contraventana. El
moto
se distinguía claramente en la base y en el estandarte que portaba el dragón.


Quis tu ipse sis memento.
Recuerda quién eres —tradujo, sin necesidad—. Amor mío, ¿quién eres? ¿Artemio Furia o Sebastian de Lacy?

—Por nacimiento, soy Sebastian de Lacy, aunque en mi fuero íntimo me siento más Artemio Furia. De todos modos, si quieres acertar con mi identidad, piensa en mí como en el hombre de Rafaela de las flores. Ése soy yo, porque sin ti, Rafaela, no soy nada.

Fin

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