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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (25 page)

BOOK: Memorias de Adriano
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De pie junto a una ventana de la casa de Arriano, frente a la noche sembrada de astros, meditaba en la frase que los sacerdotes egipcios habían hecho grabar en el ataúd de Antínoo: Obedeció la orden del cielo. ¿Sería posible que el cielo nos intimidara sus órdenes y que los mejores de entre nosotros las escucharan allí donde el resto de los hombres sólo percibe un silencio aplastante? La sacerdotisa eleusina y Chabrias lo creían así. Hubiera querido poder darles la razón. Volvía a ver con el pensamiento aquella palma de la mano alisada por la muerte, tal como la había contemplado por última vez la mañana del embalsamamiento; las líneas que antaño me inquietaran ya no se veían; ocurría con ellas lo que con las tabletas de cera en las cuales se borra la orden cumplida. Pero esas afirmaciones de lo alto iluminan sin infundir calor, como la luz de las estrellas, y la noche en torno es aún más sombría. Si el sacrificio de Antínoo había sido pesado a mi favor en alguna balanza divina, los resultados de aquel horrible don de sí mismo no se manifestaban todavía; sus beneficios no eran los de la vida, y ni siquiera los de la inmortalidad. Apenas me atrevía a buscarles un nombre. A veces, a raros intervalos, un débil resplandor palpitaba fríamente en el horizonte de mi cielo, sin embellecer al mundo ni a mí mismo; seguía sintiéndome más lacerado que salvado.

Por aquel entonces Cuadrato, obispo de los cristianos, me envió una apología de su fe. Había yo tenido por principio mantener frente a esa secta la línea de conducta estrictamente equitativa que siguiera Trajano en sus mejores días; acababa de recordar a los gobernadores de provincia que la protección de las leyes se extiende a todos los ciudadanos, y que los difamadores de los cristianos serían castigados en caso de que los acusaran sin pruebas. Pero toda tolerancia acordada a los fanáticos los mueve inmediatamente a creer que su causa merece simpatía. Me cuesta creer que Cuadrato confiara en convertirme en cristiano; sea como fuese, se obstinó en probarme la excelencia de su doctrina, y sobre todo su inocuidad para el Estado. Leí su obra; mi curiosidad llegó al punto de pedir a Flegón que reuniera noticias sobre la vida del joven profeta Jesús, fundador de la secta, que murió víctima de la intolerancia judía hace unos cien años. Aquel joven sabio parece haber dejado preceptos muy parecidos a los de Orfeo, con quien suelen compararlo sus discípulos. A través de la monocorde prosa de Cuadrato, no dejaba de saborear el encanto enternecedor de esas virtudes de gente sencilla, su dulzura, su ingenuidad, la forma en que se aman los unos a los otros; todo eso se parecía mucho a las hermandades que los esclavos o los pobres fundan por doquiera para honrar a nuestros dioses en los barrios populosos de las ciudades. En el seno de un mundo que, pese a todos nuestros esfuerzos, sigue mostrándose duro e indiferente a las penas y a las esperanzas de los hombres, esas pequeñas sociedades de ayuda mutua ofrecen a los desventurados un punto de apoyo y una confrontación. Pero no dejaba por ello de advertir ciertos peligros. La glorificación de las virtudes de los niños y los esclavos se cumplía a expensas de cualidades más viriles y más lúcidas. Bajo esta inocencia recatada y desvaída adivinaba la feroz intransigencia del sectario frente a formas de vida y de pensamiento que no son las suyas, el insolente orgullo que lo mueve a preferirse al resto de los hombres y su visión voluntariamente deformada. No tardé en cansarme de los argumentos capciosos de Cuadrato y de esos retazos de filosofía torpemente extraídos de los escritos de nuestros sabios. Chabrias, siempre preocupado por el culto que debe ofrecerse a los dioses, se inquietaba ante los progresos de esa clase de sectas en el populacho de las grandes ciudades; temía por nuestras antiguas religiones, que no imponen al hombre el yugo de ningún dogma, se prestan a interpretaciones tan variadas como la naturaleza misma y dejan que los corazones austeros inventen si así les parece una moral más elevada, sin someter a las masas a preceptos demasiado estrictos que en seguida engendran la sujeción y la hipocresía. Arriano compartía estos puntos de vista; pasamos toda una noche discutiendo el mandamiento que exige amar al prójimo como a uno mismo; yo lo encontraba demasiado opuesto a la naturaleza humana como para que fuese obedecido por el vulgo, que nunca amará a otro que a sí mismo, y tampoco se aplicaba al sabio, que está lejos de amarse a sí mismo.

Por lo demás el pensamiento de nuestros filósofos me parecía igualmente limitado, confuso o estéril. Tres cuartas partes de nuestros ejercicios intelectuales no pasan de bordados en el vacío; me preguntaba si esa creciente vacuidad se debería a una disminución de la inteligencia o a una decadencia del carácter; sea como fuere, la mediocridad espiritual aparecía acompañada en casi todas partes por una asombrosa bajeza del alma. Había encargado a Herodes Ático que vigilara la construcción de una red de acueductos en la Tróade; se valió de ello para derrochar vergonzosamente los denarios públicos. Llamado a rendir cuentas, respondió con insolencia que era lo bastante rico para cubrir el déficit; su riqueza misma era un escándalo. Su padre, muerto poco antes, se había arreglado para desheredarlo discretamente, multiplicando las dádivas a los ciudadanos de Atenas; Herodes rehusó redondamente pagar los legados paternos, de donde resultó un proceso que dura todavía.

En Esmirna, Polemón, mi familiar de antaño, se permitió arrojar a la calle a una diputación de senadores romanos que había creído poder contar con su hospitalidad. Tu padre Antonino, el más bondadoso de los hombres, perdió la paciencia; el estadista y el sofista acabaron yéndose a las manos; aquel pugilato indigno de un futuro emperador lo era aún más de un filósofo griego. Favorino, el ávido enano a quien había colmado de dinero y honores, repartía por todas partes epigramas a mi costa. De hacerle caso, las treinta legiones que mandaba eran mis únicos argumentos válidos en las justas filosóficas que tenía la vanidad de sostener, y donde él se cuidaba de dejar la última palabra al emperador. Con ello me tachaba a la vez de presunción y de tontería, presumiendo por su parte de una rara cobardía. Pero los pedantes se irritan siempre de que conozcamos tan bien como ellos su mezquino oficio. Todo servia de pretexto a sus malignas observaciones. Había hecho yo incluir en los programas escolares las obras demasiado olvidadas de Hesíodo y de Ennio; los espíritus rutinarios me atribuyeron inmediatamente el deseo de destronar a Homero y al límpido Virgilio, a quien sin embargo citaba sin cesar. Con gentes así no se podía hacer nada.

Arriano valía más. Me gustaba hablar con él de cualquier cosa. Había guardado un recuerdo deslumbrado y grave del adolescente de Bitinia. Yo le agradecía que colocara aquel amor, del que había sido testigo, al nivel de las grandes pasiones recíprocas de antaño. Hablábamos de él algunas veces, pero nunca jamás se dijera una mentira, tenía a veces la impresión de que nuestras palabras se teñían de una cierta falsedad; la verdad desaparecía bajo lo sublime. También Chabrias terminó por decepcionarme; había tenido por Antínoo la ciega abnegación de un anciano esclavo por su joven amo, pero tanto lo ocupaba el culto del nuevo dios, que parecía haber perdido casi por completo el recuerdo del ser viviente. Por lo menos Euforión, mi servidor negro, lo había visto todo de más cerca. Arriano y Chabrias me eran muy queridos y no me sentía en nada superior a esos dos hombres tan honrados, pero a veces me parecía ser el único que se esforzaba por seguir teniendo los ojos abiertos.

Sí, Atenas era siempre bella, y no lamentaba haber impuesto disciplinas griegas a mi vida. Todo lo que poseemos de humano, de ordenado y lúcido, a ellas se lo debemos. Pero a veces me decía que la seriedad algo pesada de Roma, su sentido de la continuidad y su gusto por lo concreto habían sido necesarios para transformar en realidad lo que en Grecia seguía siendo una admirable concepción del espíritu, un bello impulso del alma. Platón había escrito La República y glorificado la idea de lo Justo, pero sólo nosotros, instruidos por nuestros propios errores, nos esforzábamos penosamente por hacer del Estado una máquina capaz de servir a los hombres, con el menor riesgo posible de triturarlos. Griega es la palabra filantropía, pero el legista Salvio Juliano y yo trabajamos para mejorar la miserable condición del esclavo. La asiduidad, la seriedad, la aplicación en el detalle que corrige la audacia de las concepciones generales, habían sido para mi virtudes aprendidas en Roma. Me ocurría también encontrar en lo más hondo de mí mismo los paisajes melancólicos de Virgilio, sus crepúsculos velados de lágrimas. Iba aún más allá: reconocía otra vez la ardiente tristeza de España y su árida violencia, pensaba en las gotas de sangre celta, ibera, quizá púnica, que habían debido de infiltrarse en las venas de los colonos romanos del municipio de Itálica: me acordaba de que mi padre había sido llamado el Africano. Grecia me había ayudado a valorar esos elementos no griegos. Lo mismo ocurría con Antínoo, de quien había hecho la imagen misma de ese país apasionado por la belleza y del cual sería acaso el último dios. Y sin embargo la Persia refinada y la salvaje Tracia se habían aliado en Bitinia con los pastores de la antigua Arcadia; aquel perfil delicadamente curvo recordaba el de los pajes de Osroes; el ancho rostro de pómulos salientes era el de los jinetes tracios que galopan a orillas del Bósforo y que prorrumpen al anochecer en roncos cantos tristes. Ninguna fórmula era lo bastante completa para contenerlo todo.

Terminé aquel año la revisión de la constitución ateniense, comenzada mucho antes. En la medida de lo posible volvía a las viejas leyes democráticas de Clístenes. La reducción del número de funcionarios aliviaba las cargas del Estado. Me opuse al desastroso sistema de impuesto que por desgracia se sigue aplicando aquí y allá en las administraciones locales. Las fundaciones universitarias, establecidas en la misma época, ayudaron a Atenas a convertirse otra vez en un importante centro de estudios. Los gustadores de belleza, que afluyeran a la ciudad antes que yo, se habían contentado con admirar sus monumentos sin inquietarse de la creciente penuria de sus habitantes. Habíame esforzado, en cambio, por multiplicar los recursos de aquella tierra pobre. Uno de los grandes proyectos de mi reinado culminó poco tiempo antes de mi partida: la creación de embajadas anuales, gracias a las cuales los problemas del mundo griego se tratarían desde entonces en Atenas, devolvió a aquella ciudad modesta y perfecta su categoría de metrópoli. El plan sólo había podido materializarse luego de espinosas negociaciones con las ciudades celosas de la supremacía de Atenas, o que alimentaban rencores seculares y anticuados; poco a poco, empero, la razón y hasta el entusiasmo lograron ventaja. La primera de aquellas asambleas coincidió con la apertura del Olimpión al culto público; el templo se convertía, más que nunca, en el símbolo de una Grecia renovada.

La ocasión fue celebrada con una serie de espectáculos muy bien realizados, que tuvieron lugar en el teatro de Dionisos. Asistí a ellos, ocupando un sitial apenas más elevado que el del hierofante; el sacerdote de Antínoo tenía ya su lugar entre los notables y el clero. Había hecho agrandar el escenario, adornado con nuevos bajorrelieves; en uno de ellos, mi joven bitinio recibía de las diosas eleusinas algo así como un derecho de ciudad eterno. En el estadio de las Panateneas, convertido durante algunas horas en el bosque de la fábula, organicé una cacería en la que figuraron mil animales salvajes, reanimando así en el breve tiempo de una fiesta la ciudad agreste y salvaje de Hipólito, servidor de Diana, y de Teseo, compañero de Hércules. Pocos días después abandoné Atenas. Desde entonces no he vuelto a ella.

La administración de Italia, abandonada durante siglos a la voluntad de los pretores, no había sido nunca codificada definitivamente. El Edicto perpetuo, que la fija de una vez por todas, data de esta época de mi vida; llevaba años manteniendo correspondencia con Salvio Juliano acerca de las reformas, y mi retorno a Roma aceleró su realización. No se trataba de privar de sus libertades a las ciudades italianas; por el contrario, allí como en cualquier parte teníamos el máximo interés en no imponer por la fuerza una unidad ficticia; me asombra incluso que esos municipios, algunos de ellos más antiguos que Roma, estén tan dispuestos a renunciar a sus costumbres; a veces muy sabias, para asimilarse en un todo a la capital. Mi propósito era tan sólo el de reducir la frondosa masa de contradicciones y abusos que acaban por convertir el derecho y los procedimientos en un matorral donde las gentes honestas no se animan a aventurarse, mientras los bandidos prosperan a su abrigo. Estas tareas me obligaron a viajar mucho por el interior de la península. Residí varias veces en Bayas, en la antigua villa de Cicerón que había comprado al comienzo de mi principado; me interesaba la provincia de Campania, que me recordaba a Grecia. A orillas del Adriático, en la pequeña ciudad de Adria de donde cuatro siglos atrás mis antepasados habían emigrado a España, recibí los honores de las más altas funciones municipales; junto al mar tempestuoso cuyo nombre llevo, volví a encontrar las urnas familiares en un columbario en ruinas. Pensaba en aquellos hombres de quienes no sabía casi nada, pero de los cuales había salido; su raza terminaba en mí.

En Roma se ocupaban de agrandar mi colosal mausoleo, cuyos planos habían sido hábilmente modificados por Decriano; aun hoy siguen trabajando en él. Egipto me inspiraba esas galerías circulares, esas rampas que se deslizan hacia salas subterráneas. Había concebido la idea de un palacio de la muerte que no quedara exclusivamente reservado para mí o mis sucesores inmediatos, sino al cual vendrían a descansar los emperadores futuros, separados de nosotros por una perspectiva de siglos; así, príncipes aún no nacidos tienen ya señalado su lugar en la tumba. Me ocupaba también de adornar el cenotafio elevado en el Campo de Marte en memoria de Antínoo, para el cual un navío de fondo plano había desembarcado obeliscos y esfinges procedentes de Alejandría. Un nuevo proyecto me absorbió largamente, y aún me preocupa: el Odeón, biblioteca modelo, provista de salas de clase y de conferencias, que constituiría un centro de cultura griega en Roma. Le di menos esplendor que a la nueva biblioteca de Éfeso, construida tres o cuatro años atrás, y menos elegancia amable que a la de Atenas. Quería hacer de esta fundación una émula, ya que no la igual del Museo de Alejandría; su desarrollo futuro será de tu incumbencia. Mientras me ocupo de ella, suelo pensar en la hermosa inscripción que Plotina había hecho grabar en el umbral de la biblioteca creada por sus afanes en pleno foro de Trajano: Hospital del alma.

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