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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

Memorias de Adriano (9 page)

BOOK: Memorias de Adriano
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Si el grupo de mis partidarios iba en aumento, lo mismo ocurría con el de mis enemigos. Mi adversario más peligroso era Lucio Quieto, romano mestizado de árabe, cuyos escuadrones númidas habían cumplido un importante papel en la segunda campaña dacia y que apoyaba con salvaje ímpetu la guerra en Asia. Todo, en aquel personaje, me era odioso: su lujo bárbaro, el presuntuoso ondular de sus velos blancos ceñidos con una cuerda de oro, sus ojos arrogantes y falsos, su increíble crueldad con los vencidos y los que se sometían. Aquellos jefes del partido militar se diezmaban en luchas intestinas, pero los restantes se iban afirmando en el poder, por lo cual yo me veía expuesto cada vez más a la desconfianza de Palma o al odio de Celso. Por fortuna mi posición era casi inexpugnable. El gobierno civil descansaba más y más en mi desde que el emperador se dedicaba exclusivamente a sus proyectos guerreros. Aquellos de mis amigos que hubieran podido reemplazarme por sus aptitudes o su conocimiento de la cosa pública, insistían con doble modestia en preferirme. Neracio Prisco, que gozaba de la confianza del emperador, se acantonaba cada vez más deliberadamente en su especialidad legal. Atiano organizaba su vida de manera de serme útil. Contaba yo con la prudente aprobación de Plotina. Un año antes de la guerra fui promovido a la función de gobernador de Siria, a la que más tarde se agregó la de legado ante el ejército. Tenía a mi cargo la inspección y organización de nuestras bases, y me había convertido así en una de las palancas de mando de una empresa que consideraba insensata. Durante un tiempo vacilé, pero al final di mi consentimiento. Negarme hubiera sido cortar los accesos al poder en momentos en que el poder me importaba más que nunca. Y además hubiera perdido mi única oportunidad de desempeñar el papel de moderador.

Durante esos años que precedieron a la gran crisis, había tomado una decisión que llevó a mis enemigos a considerarme irremediablemente frívolo, y que en parte estaba destinada a lograr ese fin y parar así todo ataque. Pasé algunos meses en Grecia. La política, por lo menos en apariencia, no tuvo nada que ver con ese viaje. Se trataba de una excursión de placer y de estudio; volví con algunas copas grabadas y libros que compartí con Plotina. De todos mis honores oficiales, el que allí recibí me dio la alegría más pura: fui nombrado arconte de Atenas. Pude concederme algunos meses de trabajo y fáciles deleites, de paseos en primavera por colinas sembradas de anémonas, de contacto amistoso con el mármol desnudo. En Queronea, adonde había ido a enternecerme con el recuerdo de las antiguas parejas de amigos del Batallón Sagrado, fui durante los días huésped de Plutarco. También yo había tenido mi Batallón Sagrado, pero, como me ocurre a menudo, mi vida me conmovía menos que la historia. Cacé en Arcadia; rogué en Delfos. En Esparta, a orillas del Eurotas, los pastores me enseñaron un antiquísimo aire de flauta, extraño canto de pájaros. Cerca de Megara di con una boda rústica que duró toda la noche; mis compañeros y yo osamos mezclarnos a las danzas, atrevimiento que las pomposas costumbres de Roma nos hubieran vedado.

Las huellas de nuestros crímenes eran visibles en todas partes: los muros de Corinto arruinados por Memnio y los nichos vacíos en el fondo de los santuarios, después del rapto de estatuas organizado durante el escandaloso viaje de Nerón. Empobrecida, Grecia mantenía una atmósfera de gracia pensativa, de clara sutileza, de discreta voluptuosidad. Nada había cambiado desde la época en que el alumno del retórico Iseo respirara por primera vez ese olor de miel caliente, de sal y resma; nada, en realidad, había cambiado desde hacía siglos. La arena de las palestras era tan rubia como antaño; Fidias y Sócrates no las frecuentaban ya, pero los jóvenes que allí se adiestraban se parecían aún al delicioso Carmides. Me parecía a veces que el espíritu griego no había llevado a sus conclusiones extremas las premisas de su propio genio. Aún faltaba cosechar; las espigas maduradas al sol y ya tronchadas eran poca cosa al lado de la promesa eleusina del grano escondido en esa hermosa tierra. Aun entre mis salvajes enemigos sármatas había yo encontrado vasos de purísima línea, un espejo adornado con una imagen de Apolo, resplandores griegos semejantes a un pálido sol sobre la nieve. Entreveía la posibilidad de helenizar a los bárbaros, de aticizar a Roma, de imponer poco a poco al mundo la única cultura que ha sabido separarse un día de lo monstruoso, de lo informe, de lo inmóvil, que ha inventado una definición del método, una teoría de la política y de la belleza. El leve desdén de los griegos, que jamás dejé de sentir por debajo de sus más ardientes homenajes, no me ofendía; lo encontraba natural; cualesquiera fuesen las virtudes que me distinguían de ellos, siempre sería yo menos sutil que un marinero de Egina, menos sensato que una vendedora de hierbas del ágora. Aceptaba sin irritación las complacencias algo altaneras de aquella raza orgullosa; otorgaba a todo un pueblo los privilegios que siempre concedía fácilmente a los seres amados. Pero para permitir a los griegos que continuaran y perfeccionaran su obra, se necesitaban algunos siglos de paz y los tranquilos ocios, las prudentes libertades que la paz autoriza. Grecia contaba con que fuéramos sus guardianes, puesto que al fin y al cabo pretendemos ser sus amos. Me prometí velar por el dios desarmado.

Llevaba un año en mi puesto de gobernador de Siria cuando Trajano se me reunió en Antioquía. Venía a inspeccionar los preparativos de la expedición a Armenia, que en su pensamiento preludiaba el ataque contra los partos. Como siempre, lo acompañaban Plotina y su sobrina Matidia, mi indulgente suegra que desde hacia años lo seguía en los campamentos como intendente. Celso, Palma y Nigrino, mis antiguos enemigos, seguían formando parte del Consejo y dominaban el estado mayor. Todos ellos se amontonaron en el palacio, aguardando la apertura de la campaña. Las intrigas de la corte crecían diariamente. Cada uno hacia su apuesta a la espera de que cayeran los primeros dados de la guerra.

El ejército partió casi en seguida hacia el norte. Con él vi alejarse la vasta muchedumbre de los altos funcionarios, los ambiciosos y los inútiles. El emperador y su séquito se detuvieron unos días en Comagene para asistir a fiestas ya triunfales; los reyezuelos orientales, reunidos en Satala, rivalizaban en protestas de lealtad que yo, de haber estado en el lugar de Trajano, no habría considerado muy seguras para el porvenir. Lucio Quieto, mi peligroso rival, dirigía las avanzadas que ocuparon los bordes del lago de Van en el curso de un inmenso paseo militar. La parte septentrional de la Mesopotamia, abandonada por los partos, fue anexada sin dificultad; Abgar, rey de Osroene, se sometió en Edesa. El emperador retornó a Antioquía para sentar allí sus cuarteles de invierno, dejando para la primavera la invasión del imperio parto propiamente dicho. Todo se había cumplido según sus planes. La alegría de lanzarse por fin en aquella aventura tanto tiempo postergada devolvía como una segunda juventud a aquel hombre de sesenta y cuatro años.

Mis pronósticos seguían siendo sombríos. Los elementos judíos y árabes se mostraban más y más hostiles a la guerra, los grandes propietarios de provincias se veían forzados a pagar los gastos que ocasionaba el paso de las tropas; las ciudades soportaban a regañadientes la imposición de nuevos gravámenes. Apenas había retornado el emperador, una primera catástrofe sirvió de anuncio a las restantes: a mitad de una noche de diciembre un terremoto dejó en ruinas la cuarta parte de Antioquía. Trajano, golpeado por la caída de una viga, siguió ocupándose heroicamente de los heridos; en su círculo más íntimo hubo varios muertos. El populacho sirio buscó de inmediato a quién achacar el desastre; renunciando por una vez a sus principios de tolerancia, el emperador cometió la falta de permitir la matanza de un grupo de cristianos. Siento muy poca simpatía hacia esa secta, pero el espectáculo de los ancianos azotados y de los niños supliciados contribuyó a la agitación de los espíritus, haciendo aún más odioso aquel invierno siniestro. Faltaba dinero para reparar en seguida los estragos del sismo: millares de personas sin techo dormían de noche en las plazas. Mis giras de inspección me revelaban la existencia de un sordo descontento, de un odio secreto que no sospechaban los altos dignatarios que atestaban el palacio. En medio de las ruinas, el emperador proseguía los preparativos de la próxima campaña; todo un bosque fue empleado para construir puentes móviles y pontones destinados al paso del Tigris. Trajano había recibido jubilosamente una serie de nuevos títulos discernidos por el Senado; se impacientaba por acabar con el Oriente y volver triunfante a Roma. Los menores retardos le producían tales cóleras, que se agitaba como en un acceso.

El hombre que recorría impaciente las vastas salas de aquel palacio erigido antaño por los Seléucidas, y que yo mismo (¡con qué hastío!) había decorado en su honor con inscripciones elogiosas y panoplias dacias, no era ya el mismo que me había recibido en el campamento de Colonia casi veinte años antes. Su jovialidad algo pesada, que ocultaba en otros tiempos una auténtica bondad, no pasaba ahora de una rutina vulgar; su firmeza se había convertido en obstinación; sus aptitudes para lo inmediato y lo práctico, en una total negativa a pensar. El tierno respeto que sentía hacia la emperatriz, el afecto gruñón que testimoniaba a su sobrina Matidia, se transformaban en una dependencia senil ante aquellas mujeres, cuyos consejos desoía sin embargo más y más. Sus crisis hepáticas inquietaban a Crito, su médico, pero él no se preocupaba. Siempre había faltado el arte en sus placeres y su nivel descendía aún más con la edad. Poco importaba si el emperador, terminada la tarea del día, se abandonaba a orgías de cuartel, acompañado de jóvenes que le parecían agradables o hermosos. Pero en cambio era muy grave que Trajano abusara del vino, que soportaba mal, y que aquella corte de subalternos, cada vez más mediocres, elegidos y manejados por equívocos libertos, tuviera el privilegio de asistir a todas mis conversaciones con él y las comunicara a mis adversarios. Durante el día sólo me era dado ver al emperador en las reuniones del estado mayor, ocupado en la preparación de los planes, y donde nunca llegaba el momento de expresar libremente una opinión. En las restantes oportunidades, Trajano evitaba los diálogos conmigo. El vino proporcionaba a aquel hombre poco sutil todo un arsenal de groseras astucias. Su susceptibilidad de otros tiempos había cesado; insistía en asociarme a sus placeres; el ruido, las risas, las bromas más insignificantes de los jóvenes eran siempre bien recibidas, como otros tantos medios de mostrarme que no era el momento de ocuparse de cosas serias; me espiaba, aguardando el momento en que un trago de más me privaría de razón. Todo giraba en torno de mí en aquella sala donde las cabezas de aurochs de los trofeos bárbaros parecían reírseme en la cara. Los jarros seguían a los jarros; una canción vinosa salpicaba aquí y allá, o la risa insolente y encantadora de un paje; el emperador, apoyando en la mesa una mano más y más temblorosa, amurallado en una embriaguez quizá fingida a medias, perdido en las rutas del Asia, se sumía gravemente en sus ensoñaciones…

Por desgracia, aquellas ensoñaciones eran bellas. Coincidían con las mismas que antaño me habían tentado a abandonarlo todo y seguir, más allá del Cáucaso, las rutas septentrionales asiáticas. Aquella fascinación a la que el emperador avejentado se entregaba como un sonámbulo, Alejandro la había sufrido antes que él, realizando casi los mismos sueños y muriendo por ellos a los treinta años. Pero el peor peligro de tan vastos planes era en el fondo su sensatez: como siempre, abundaban las razones prácticas para justificar el absurdo, para inducir a lo imposible. El problema del Oriente nos preocupaba desde hacia siglos; parecía natural terminar con él de una vez por todas. Nuestros intercambios de mercancías con la India y el misterioso País de la Seda dependían por entero de los mercaderes judíos y los exportadores árabes que gozaban de franquicias en los puertos y los caminos de los partos. Una vez aniquilado el vasto y flotante imperio de los jinetes arsácidas, tocaríamos directamente esos ricos confines del mundo; por fin unificada, el Asia no sería más que otra provincia romana. El puerto de Alejandría en Egipto era la única de nuestras salidas hacia la India que no dependía de la buena voluntad de los partos, pero allí tropezábamos continuamente con las exigencias y las revueltas de las comunidades judías. El triunfo de la expedición de Trajano nos hubiera permitido prescindir de aquella ciudad poco segura. Pero todas esas razones jamás me habían convencido. Hubiera preferido oportunos tratados comerciales, y entreveía ya la posibilidad de disminuir el papel de Alejandría creando una segunda metrópolis griega en las vecindades del Mar Rojo, cosa que realicé más tarde al fundar Antínoe. Empezaba a conocer la complicación del mundo asiático. Los simples planes de exterminio total que habían dado buenos resultados en Dacia, no podían aplicarse a este país de vida más múltiple, mejor arraigada, y del cual dependía además la riqueza del mundo. Pasado el Eufrates, empezaba para nosotros la región de los riesgos y los espejismos, las arenas devorantes, las rutas que no terminan en ninguna parte. El menor revés ocasionaría un desprestigio capaz de desencadenar todas las catástrofes; no se trataba solamente de vencer, sino de vencer siempre, y nuestras fuerzas se agotarían en la empresa. Ya lo habíamos intentado; pensaba con horror en la cabeza de Craso, lanzada de mano en mano como una pelota durante una representación de las Bacantes de Eurípides, que un rey bárbaro teñido de helenismo ofrecía la noche de su victoria sobre nosotros. Trajano soñaba con vengar esa vieja derrota; yo pensaba sobre todo en impedir que se repitiera. Preveía con bastante exactitud el porvenir, cosa posible cuando se está bien informado sobre la mayoría de los elementos del presente. Algunas victorias inútiles llevarían demasiado lejos a nuestros ejércitos peligrosamente retirados de las restantes fronteras; el emperador próximo a la muerte se cubriría de gloria, y nosotros, los que seguiríamos viviendo, quedaríamos encargados de resolver todos los problemas y remediar todos los males.

César tenía razón al preferir el primer puesto en una aldea que el segundo en Roma. No por ambición o vanagloria, sino porque el hombre que ocupa el segundo lugar no tiene otra alternativa que los peligros de la obediencia, los de la rebelión y aquellos aún más graves de la transacción. Yo no era ni siquiera el segundo en Roma. A punto de partir para una arriesgada expedición, el emperador no había designado aún a su sucesor; cada paso adelante daba una nueva oportunidad a los jefes del estado mayor. Aquel hombre casi ingenuo me resultaba ahora más complicado que yo mismo. Sólo sus rudezas me tranquilizaban: el malhumorado emperador me trataba como a un hijo. En otros momentos pensaba que apenas fuera posible prescindir de mis servicios sería desplazado por Palma o eliminado por Quieto. Me faltaba poder: ni siquiera pude obtener una audiencia para los miembros influyentes del Sanhedrin de Antioquía, tan preocupados como nosotros por las actividades de los agitadores judíos, y que hubieran aclarado a Trajano los amaños de sus correligionarios. Mi amigo Latinio Alexander, descendiente de una de las antiguas familias reales del Asia Menor, y cuyo nombre y fortuna pesaban mucho, tampoco era escuchado. Plinio, enviado cuatro años atrás a Bitinia, había muerto sin tener tiempo de informar al emperador sobre la situación exacta de las opiniones y las finanzas —suponiendo que su incurable optimismo le hubiera permitido hacerlo. Los informes secretos del comerciante lidio Opramoas, que conocía bien las cuestiones asiáticas, habían sido tomados en broma por Palma. Los libertos aprovechaban los períodos de enfermedad que seguían a las noches de borrachera, para alejarme de la cámara imperial; Fedimas, oficial de órdenes del emperador, honesto pero obtuso, y lleno de animosidad hacia mí, me negó dos veces al acceso. En cambio mi enemigo, el teniente imperial Celso, se encerró una noche con Trajano y mantuvo con él un conciliábulo que duró horas enteras, luego del cual me creí perdido. Busqué aliados donde pude; corrompí a precio de oro a antiguos esclavos que con mucho gusto hubiera enviado a las galeras; acaricié horribles cabezas rizadas. El diamante de Nerva no despedía ya ninguna chispa.

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