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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (35 page)

BOOK: Memorias de África
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Compañeros de viaje

En la mesa del barco a África me sentaba entre un belga que iba al Congo y un inglés que había estado once veces en México para cazar una especie particular de cabra montés y que ahora iba a cazar al bongo. Conversando con ambos mezclaba los idiomas y cuando quise preguntarle al belga si había viajado mucho en su vida, le dije:


Avez-vous beaucoup travaillé dans votre vie?

No se sintió ofendido; sacándose un palillo de la boca, respondió gravemente:


Enormément, Madame.

Desde ese momento me propuso contarme los trabajos de su vida. Fuera lo que fuera de lo que estaba hablando siempre volvía a una determinada expresión:
Notre mission. Notre grande mission dans le Congo.

Una noche, cuando íbamos a jugar a las cartas, el viajero inglés nos habló de México y de cómo una anciana dama española, que vivía en una granja aislada entre las montañas, cuando supo de la llegada de un extranjero lo mandó buscar y le ordenó que le diera las noticias del mundo.

—Bueno, ahora los hombres vuelan —le dijo.

—Sí, ya me lo han dicho —comentó ella—, y he discutido muchas veces con mi confesor sobre ello. Usted puede informarme, señor. ¿Vuelan los hombres con las piernas encogidas bajo el cuerpo, como los gorriones, o estiradas hacia atrás, como las cigüeñas?

También, durante nuestra charla, habló de la ignorancia de los nativos de México y de las escuelas de allí. El belga, que repartía en ese momento, se detuvo con la última carta en la mano, lanzó una mirada penetrante al inglés, y dijo:


Il faut enseigner aux négres a etre honnetes et a travailler. Rien de plus
—dejando caer la carta con un golpe sobre la mesa repitió con gran decisión—.
Rien de plus. Rien. Rien. Rien.

El naturalista y los monos

Un profesor sueco de Historia Natural vino a la granja para pedirme que intercediera por él ante el Departamento de Caza. Había venido a África, me dijo, para averiguar en qué fase del estado embrionario los pies de los monos, que tienen un pulgar, comenzaron a diferenciarse de los pies humanos. Con este fin intentaba ir a cazar monos colobos en el monte Elgon.

—No va a encontrar nunca monos colabas —le dije—, viven en la parte más elevada de los cedros, y son tímidos y difíciles de cazar. Tendría una gran suerte si consiguiera el embrión que busca.

El profesor estaba lleno de esperanzas, conseguiría aquel pie aunque tuviera que estar allí durante años. Se había dirigido al Departamento de Caza solicitando el permiso para cazar los monos que quería. Estaba seguro de conseguirlo, dado el alto interés científico de su expedición, pero hasta entonces no había logrado una respuesta.

—¿Cuántos monos quiere usted que le permitan cazar? —le pregunté.

Me dijo que, para empezar, había pedido un permiso para cazar mil quinientos.

Como yo conocía a la gente del Departamento de Caza le ayudé a mandar una segunda carta pidiendo una respuesta a vuelta de correo, y en la que decía que el profesor estaba ansioso por iniciar su investigación. Por una vez la respuesta del Departamento de Caza vino a vuelta de correo. Le escribían para comunicarle que el Departamento se sentía muy complacido de informar al profesor Landgreen que, a la vista del objetivo científico de su expedición, habían decidido hacer una excepción con sus reglas y elevar el número de monos autorizados de cuatro a seis.

Tuve que leerle la carta dos veces al profesor. Cuando entendió su contenido se quedó tan deprimido, tan abatido que no era capaz de articular ni una palabra. No contestó a mis expresiones de condolencia, sino que salió de casa, se meció en su automóvil y se marchó entristecido.

Cuando las cosas no le iban tan mal, el profesor era un hombre ameno y con sentido del humor. Durante nuestras conversaciones sobre los monos me ilustró sobre varios hechos y desarrolló para mí algunas de sus ideas. Un día me dijo:

—Le voy a contar una experiencia mía muy interesante.

En lo alto del monte Elgon me fue posible, por un momento, creer en la existencia de Dios, ¿qué le parece?

Le dije que era interesante, pero pensé para mis adentros: «Hay otra interesante cuestión: ¿Le sería posible a Dios, en el monte Elgon, creer por un momento en la existencia del profesor Landgreen?».

Karomenya

Había en la granja un chiquillo de nueve años llamado Karomenya que era sordomudo. Podía emitir un sonido, una especie de corto y áspero rugido, pero lo hacía muy raras veces y no le gustaba ni a él mismo, así que se paraba, jadeando unos momentos. Los otros niños le tenían miedo y se quejaban de que les pegaba. Cuando conocí a Karomenya sus compañeros de juegos le habían golpeado con la rama de un árbol, así que su mejilla derecha estaba hinchada e infectada por las astillas que hubo que sacar con una aguja. Esto no significaba para Karomenya el martirio que una podía pensar; si le dolía también le permitía establecer contacto con la gente. Karomenya tenía la piel muy oscura, con bonitos y húmedos ojos negros y espesas cejas; su expresión era grave y apenas se le veía sonreír; parecía un ternerillo negro nativo. Era una criatura activa y segura de sí misma, y como estaba incomunicado del mundo por la palabra, la lucha se había convertido en la manifestación de su ser. Era muy bueno tirando piedras y podía dar con ellas donde quería con gran exactitud. Durante un tiempo Karomenya tuvo un arco y flechas, pero no se las arreglaba bien con eso, porque escuchar el sonido de la cuerda del arco es parte imprescindible de la habilidad del arquero. Karomenya era de cuerpo vigoroso y muy fuerte para su edad. Probablemente no hubiera intercambiado esas ventajas con otros chicos por la facultad de hablar y oír por las que no sentía, me parece, particular admiración.

A pesar de su espíritu combativo Karomenya era una persona bastante amistosa. Si se daba cuenta que te dirigías a él, su rostro se iluminaba no precisamente con una sonrisa, sino con una expresión de ansiosa y resuelta disposición. Karomenya era un ladrón y cogía azúcar y cigarrillos cuando tenía una oportunidad, pero en seguida daba los objetos robados a otros niños. Una vez lo encontré cuando estaba dando azúcar a un grupo de chiquillos; como estaba en medio de ellos, no me vio y casi fue la única vez en que le vi casi reír.

Durante un tiempo intenté darle a Karomenya un trabajo en la cocina o en la casa, pero fracasó, al cabo de un rato se aburría con su trabajo. Lo que le gustaba era trasladar cosas pesadas y arrastrarlas de un lugar a otro. Había una fila de piedras encaladas en el sendero de mi casa y, con su ayuda, un día trasladé una y la llevamos rodando hasta la casa, para que el sendero estuviera simétrico. Al día siguiente, mientras yo estaba fuera, Karomenya cogió todas las piedras y las llevó hasta la casa haciendo un gran montón; parecía imposible que una persona de su tamaño fuera capaz de hacerla. Era como si Karomenya conociera su lugar en el mundo ya él se aferrara. Era sordomudo, pero también muy fuerte. Karomenya quería sobre todas las cosas en el mundo un cuchillo, pero yo no me atrevía a dárselo porque me parecía que podía fácilmente, en sus esfuerzos por entrar en contacto con otra gente, matar a uno o más chiquillos de la granja. Su deseo era tan vehemente que quizá haya conseguido uno después y Dios sabe qué uso habrá hecho de él.

Lo que más impresión le hizo a Karomenya fue cuando le di un silbato. Yo lo había usado durante un cierto tiempo antes para llamar a los perros. Cuando se lo mostré no hizo mucho caso; luego cuando, siguiendo mis instrucciones, se lo puso en la boca, sopló y los perros aparecieron por todas partes y se le acercaron corriendo, tuvo una gran impresión, su rostro se oscureció de sorpresa. Lo intentó una vez más, se dio cuenta de que el efecto era el mismo y me miró. Una mirada severa y resplandeciente. Cuando se acostumbró al silbato quiso saber cómo funcionaba. No miraba el silbato, pero cuando silbaba para llamar a los perros y éstos acudían, los observaba de cerca, con el ceño fruncido, como bus­cando dónde les había herido. Después Karomenya le tomó un gran cariño a los perros y a menudo, por así decirlo, me los pedía prestados, para llevados a dar un paseo. Yo solía, cuando se iba con ellos sujetos por una correa, señalarle un punto en el cielo occidental donde debía estar el sol cuando él estuviera de vuelta, él señalaba hacia el mismo punto y siempre llegaba con toda puntualidad.

Un día, cuando yo estaba cabalgando, vi a Karomenya y a los perros muy lejos de la casa, en la reserva masai. No me veía, sino que pensaba que estaba a solas y sin que nadie le observara. Allí dejó correr a los perros y luego les llamó con el silbato, repitiéndolo tres o cuatro veces mientras yo miraba desde el caballo. En la pradera, donde pensaba que nadie lo veía, se entregaba a una nueva idea y forma de vida.

Llevaba el silbato en una cuerda atada al cuello, pero un día apareció sin él. Le pregunté por gestos qué había pasado, y me respondió por el mismo sistema que se había ido (desaparecido). Nunca más me pidió otro nuevo. Quizá pensó que no debía haber un segundo silbato o que lo mejor era apartarse de algo que no era realmente asunto suyo en la vida. No estoy segura de que no haya sido él mismo quien se deshizo del silbato, incapaz de reconciliado con sus otras ideas de la existencia.

En cinco o seis años Karomenya sufriría mucho o subiría de repente al cielo.

Pooran Singh

La pequeña forja de Pooran Singh, cerca del molino, era el infierno en miniatura de la granja, con todos los atributos ortodoxos de ese lugar. Estaba construida con chapa ondulada y cuando el sol le pegaba en el tejado y las llamas del horno se levantaban dentro, el propio aire en torno a la cabaña se ponía al rojo vivo. Durante todo el día el lugar resonaba con el ruido ensordecedor de la forja —hierro sobre hierro, sobre hierro una vez más— y la cabaña estaba llena de ejes y ruedas rotas, que le daban el aspecto de un horripilante cuadro antiguo de un lugar de ejecución.

A la vez, la forja poseía un gran poder de atracción y cuando bajaba a ver a Pooran Singh trabajando siempre encontraba gente por allí. Pooran Singh trabajaba con un ritmo sobrehumano, como si su vida dependiera de acabar determinado trabajo en cinco minutos: saltaba sobre la forja, aullando sus órdenes a sus dos jóvenes asistentes kikuyus con una aguda voz de pájaro, y se comportaba como un hombre que iba a ser quemado en la hoguera o como un enfurecido diablo principal. Pero Pooran Singh no era un diablo, sino una persona del carácter más humilde; fuera de las horas de trabajo sus ademanes eran un poco afectados, casi femeninos. Era nuestro
fundee
en la granja, que significa nuestro artesano para todo: carpintero, talabartero y ebanista, y también herrero; construyó más de un carro para la granja él solo. Pero le gustaba más trabajar en la forja y era una visión hermosa y gloriosa observarlo mientras ponía una llanta a una rueda.

La apariencia de Pooran Singh tenía algo de engañosa. Cuando estaba adecuadamente vestido, con gabán y su blanco turbante de largos pliegues, y su gran barba negra, parecía un hombre corpulento, voluminoso. Pero en la forja, desnudo hasta la cintura, era increíblemente ágil y delgado, con el torso indio en forma de clepsidra.

Me gustaba la forja de Pooran Singh, y ésta era popular entre los kikuyus por dos razones.

Primero, debido al propio hierro, que es la más fascinante de las materias primas, que echa a volar la imaginación de la gente. El arado, la espada, el cañón y la rueda —la civilización humana—, en pocas palabras, la conquista de la naturaleza por el hombre, lo suficientemente sencilla para ser entendida o adivinada por los pueblos primitivos, y Pooran Singh batía el hierro.

En segundo lugar, los nativos eran atraídos a la forja por su canción. El vivo, monótono, agudo y sorprendente ritmo de la herrería tiene una fuerza mítica. Es tan viril que asombra y enternece los corazones de las mujeres, es directo y nada afectado y dice la verdad, nada más que la verdad. A veces es muy franco. A la vez tiene un exceso de fuerza y es alegre, te mima y te cuida, te proporciona placer, como en un juego. Los nativos, que aman el ritmo, se reunían en la cabaña de Pooran Singh y se sentían cómo­dos. Según una antigua ley nórdica el hombre no es responsable de lo que dice en una forja. También en África se soltaban las lenguas en la herrería y la charla fluía libremente; la canción del martillo inspiraba audaces fantasías.

Pooran Singh estuvo conmigo durante muchos años y era un empleado de la granja muy bien pagado. No había proporción entre su salario y sus necesidades, porque era todo un asceta. Ni comía, ni bebía, ni fumaba, ni jugaba. Sus viejas ropas las vestía hasta que se deshilachaban. Enviaba el dinero a la India para la educación de sus hijos.

Uno de sus hijos, el pequeño y silencioso Delip Singh, vino una vez desde Bombay para visitar a su padre. Había perdido cualquier contacto con el hierro: el único metal con que le vi fue una pluma estilográfica en su bolsillo. Las cualidades míticas no habían llegado a la segunda generación.

Pero Pooran Singh, rugiendo sobre la forja, conservó su halo durante todo el tiempo que estuvo en la granja y espero que durante toda su vida. Era el servidor de los dioses, encendido, al rojo vivo, un espíritu elemental. En la herrería de Pooran Singh el martillo cantaba lo que tú querías escuchar, como si le diera voz a tu propio corazón. Para mí el martillo cantaba unos viejos versos griegos que me tradujo un amigo:

Eras golpea como un herrero con su martillo,

así que chispas vuelan de mi desafío.

Enfría mi corazón con lágrimas y lamentos,

como el hierro al rojo en el agua.

Un extraño acontecimiento

Un día en que estaba en la reserva masai haciendo un transporte para el Gobierno vi una cosa extraña, como nunca jamás había visto anteriormente. Sucedió a mediodía, mientras íbamos por la pradera.

El aire en África tiene más significado en el paisaje que en Europa, está lleno de vislumbres y espejismos y, en cierto modo, es el escenario real de las actividades. En el calor del mediodía el aire oscila y vibra como la cuerda de un violín, levanta capas de herbazal con acacias y colinas encima y crea la ilusión de vastas extensiones de agua plateada en la hierba seca.

Caminábamos entre aquel aire vivo y abrasador y, contra mi costumbre, yo iba muy adelantada a los carros, con Farah, mi perro «Dusk» y el
toto
que lo cuidaba. Íbamos en silencio porque hacía demasiado calor. De pronto, la pradera en el horizonte comenzó a moverse y a galopar, una gran manada venía hacia nosotros por la derecha, diagonalmente a través del escenario.

BOOK: Memorias de África
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