Read Memorias de un cortesano de 1815 Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Memorias de un cortesano de 1815 (20 page)

BOOK: Memorias de un cortesano de 1815
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El Rey abrió los ojos, sacudiendo la pereza, y exclamó enérgicamente, con aquella resolución a que ningún cortesano podía oponerse:

—La bandolera, para el señor conde de Rumblar… lo mando… Alagón, extiende el nombramiento ahora mismo.

Ugarte me miró, frunciendo el ceño.

Y se levantó la sesión, como dicen los liberales.

Como se ha visto, en las tertulias de Su Majestad nadie podía vanagloriarse de tener ascendiente absoluto y constante. Unos días privaba este, otros aquel, según las voluntades recónditas y jamás adivinadas de un monarca que debiera haberse llamado Disimulo I. Además aquel discreto príncipe, que así delegaba su autoridad y democráticamente compartía el manto regio con sus buenos amigos, como compartió San Martín su capa con el pobre, no tuvo realmente favorito, no dio su confianza a uno solo, elevándole sobre los demás; jugaba con todos, suscitando entre ellos hábilmente rivalidades y salutífera emulación, con lo cual estaba mejor servido y los destinos y prebendas más equitativamente repartidos.

De lo que anteriormente he contado puede dar fe un ministro de Su Majestad por aquellos años
[11]
, el cual, en papel impreso muy conocido, dice, echándosela de rigorista y de censor: «…pero lo peor es que por la noche da entrada y escucha a las gentes de peor nota y más malignas, que desacreditan y ponen más negros que la pez, en concepto de S. M. a los que le han sido y le son más leales… y de aquí resulta que, dando crédito a tales sujetos, S. M. sin más consejo, pone de su propio puño decretos y toma providencias, no sólo sin consultar con los ministros, sino contra lo que ellos le informan… Esto me sucedió a mí muchas veces y a los demás ministros de mi tiempo… Ministros hubo de veinte días o poco más, y dos hubo de 48 horas; ¡pero qué ministros!».

Por las declamaciones de este escrupuloso descontentadizo no se vaya a creer que la camarilla era cosa mala. Era, por el contrario, lo mejor de mundo, sobre todo para nosotros, que traíamos los negocios del reino de mano en mano y de boca en boca, despachándolos tan a gusto del país, que aquello era una bendición de Dios. Ninguno, sin embargo, pudo jactarse de ser el primero en la voluntad y paternal cariño de aquel bondadoso soberano absoluto; y en prueba de ello referiré lo que sucedió al día siguiente de la reunión que con todos sus puntos y señales he descrito, no apartándome en todo el discurso de ella ni un ápice de la verdad.

Al día siguiente, como dije, volví a palacio y encontré al Sr. Collado, al Sr. Artieda y al señor duque muy alarmados. ¿Por qué? Porque el Rey estaba conferenciando a solas con un sujeto que hasta entonces no había sido recomendado ni introducido por ninguno de los sobredichos palaciegos. Creyose que sería algún emisario de Ugarte, pero entró enseguida don Antonio y negó el caso.

Reunímonos todos en la antesala y a poco vimos salir a un fraile francisco, joven, bien parecido, excelente mozo, que más parecía guerrero que fraile; de aspecto y ademanes resueltos, mirada viva y revelando en todo su continente y facciones una disposición no común para cualquier difícil cosa que se le encomendara.

—¿Quién es este pájaro? —preguntó Ugarte demostrando en su tono que estaba completamente desconcertado.

—Se llama fray Cirilo de Alameda y Brea —dijo Artieda, que estaba fuerte en todo lo referente al personal eclesiástico de la monarquía.

—Y ¿qué es este hombre?

—Fue maestro de escuela en Pinto.

—Y después marchó a Montevideo, donde se ocupaba… No sería en cosa buena.

—En redactar Gacetas.

—Es hombre que pone bien la pluma, según parece.

—Vino por vez primera con el general Vigodet —añadió Paquito Córdoba—. Su Majestad le ha recibido después en varias ocasiones, y nunca he podido averiguar…

—¿No ha dejado traslucir nada?

—Absolutamente nada.

—Hoy ha durado la conferencia dos horas.

—¿Y ninguno de Vds. sabe nada? —repitió Ugarte, interrogando todos los semblantes—. Yo estoy confundido.

—No sabemos una palabra.

—Pues estamos bien… ¿Apostamos a que este tunante de Pipaón lo sabe todo?

—Ni una palabra —respondí tan confuso como los demás.

Y era la verdad que nada sabía. Más adelante todos desciframos el enigma, que me hizo decir
no hay función sin fraile
; pero no ha llegado aún la ocasión de revelarlo.

- XXII -

Antes de seguir, quiero indicar las observaciones que sugirió el manuscrito de estas Memorias a una persona de aquellos tiempos y de estos. D. Gabriel Araceli
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, a quien lo mostré (no es preciso decir cuándo ni cómo), me dijo que los lectores de él, si por acaso lograba tener algunos, no podrían menos de ver en mí un personaje de las mismas mañas y estofa que Guzmán de Alfarache, D. Gregorio de Guadaña o el Pobrecito Holgazán; a lo cual le contesté que sí, y que de ello me holgaba, por ser aquellos célebres pícaros de distintas edades los más eminentes hombres de su tiempo, y caballeros de una caballería que yo quería resucitar para que se perpetuase en la edad moderna. Dijo también el sobredicho señor, que nada de lo que apunté o describí con burdo o sutil estilo, se diferenciaba un punto de la verdad.

—La comparsa en que Vd. figuró, señor D. Juan —dijo al fin, echándoselas de dómine sermonista—, fue de las más abominables y al mismo tiempo de las más grotescas que han gastado tacones en nuestro escenario político. Cuanto puede denigrar a los hombres, la bajeza, la adulación, la falsedad, la doblez, la vil codicia, la envidia, la crueldad, todo lo acumuló aquel sexenio en su nefanda empolladura, que ni siquiera supo hacer el mal con talento. El alma se abate, el corazón se oprime al considerar aquel vacío inmenso, aquella ruin y enfermiza vida, que no tiene más síntomas visibles en la exterioridad de la nación, que los execrables vicios y las mezquinas pasiones de una corte corrompida. No hay ejemplo de una esterilidad más espantosa, ni jamás ha sido el genio español tan eunuco.

»Los junteros de 1808, los regentes de 1810, los constitucionalistas de 1812, cometieron grandes errores. Iban de equivocación en equivocación, cayendo y levantándose, acometiendo lo imposible, deslumbrados por un ideal, ciegos, sí, pero ciegos de tanto mirar al sol. Cometieron errores, fueron apasionados, intemperantes, imprudentes, desatentados; pero les movía una idea; llevaban en su bandera la creación; fueron valientes al afrontar la empresa de reconstruir una desmoronada sociedad entre el fragor de cien batallas; y rodeados de escombros, soñaron la grandeza y hermosura del más acabado edificio. Hasta se puede asegurar que se equivocaron en todo lo que era procedimiento, porque los que discurrían como sabios lo hacían como niños. La especie de tutela a que quisieron sujetar en 1814 al Rey, viajero desde Valencey a Madrid, y el pueril formulismo ideado para hacerle jurar a él, vástago postrero del absolutismo, la precoz Constitución de Cádiz, fueron yerros que debían producir el golpe de Estado del 10 de Mayo. Hasta se puede sostener que Fernando estaba en su derecho al hacer lo que hizo; pero nada de esto atenúa las grandes, las inmensas faltas de la monarquía del 14. Fue la ceguera de las cegueras. La crueldad, la gárrula ignorancia de aquella política no tiene ejemplo en Europa. Para buscarle pareja hay que acudir a las atrocidades grotescas del Paraguay, allí donde las dictaduras han sido sainetes sangrientos, y han aparecido en una misma pieza el tirano y el payaso.

»No existe nada más fuera de razón, más inútil, más absurdo, que la reacción de 1814; no sucedió a ningún desenfreno demagógico; no sucedió a la guillotina, porque los doceañistas no la establecieron, ni a la irreligión, porque los doceañistas proclamaron la unidad católica; ni a la persecución de la nobleza, porque los nobles no fueron perseguidos: fue, pues, una brutalidad semejante a los golpes del hado antiguo, sin lógica, sin sentido común. Nada de aquello venía al caso. Si Fernando hubiera cumplido la promesa hecha en el manifiesto del 4 de Mayo, si hubiera imitado la sabia conducta de Luis XVIII, que desde la altura de su derecho saludaba el derecho de las naciones; ¡cuán distinta sería hoy nuestra suerte! Sin necesidad de aceptar la Constitución de Cádiz, que era un traje demasiado ancho para nuestra flaqueza, Fernando hubiera podido admitir el principio liberal, inaugurando un gobierno templado y pacífico para la nación y por la nación. Pero nada de esto hizo, sino lo que usted ha descrito, y aquellos seis años fueron nido de revoluciones. El desorden germinó en ellos, como los gusanos en el cuerpo insepulto. Desde 1814 a 1820 hubo en España trece conspiraciones, todas para derrocar el gobierno absoluto, una para esto y para asesinar al Rey. Abortaron las trece, pero la décima cuarta parió… Los liberales se presentaron con la rabia del vencedor y la hiel criada en el destierro. ¿Qué les impulsaba en 1812? La ley. ¿Y en 1820? La venganza. Continuaba el vicio, la corrupción, la crueldad; pero el absolutismo de Vds. había sido tan rematadamente malo, que en los liberales del trienio famoso podía haber crueldad, ambición, rapacidad, venganza, imprudencia y aun dosis no pequeña de tontería… podían aquellos benditos avanzar hasta un grado extremo en la escala de estos defectos, sin temor de llegar nunca, no digo a superar, pero ni siquiera a igualar a sus antecesores».

Así mismo me lo dijo, y se quedó tan fresco.

- XXIII -

Pero vamos adelante con mi cuento.

¿Se ha comprendido ya cuál era mi plan en el asunto, o si se quiere, en la hábil intriga cuyo hilo se extendía desde los intereses de la familia de Porreño hasta la paternidad de D. Alonso de Grijalva? Creo que no serán necesarias explicaciones prolijas de aquella
operación
, como hoy se dice, hecha sin dificultades mayores y con éxito mejor del que podía esperarse, considerada su delicadeza. Aburrido Grijalva de ver que a pesar de la palabra real, no echaban de las cárceles al tuno de su hijo, admitió las propuestas que mañosamente y por conducto de varones esclarecidísimos y muy discretos le hice, resultando de ellas que me vendió los créditos contra las señoras de Porreño por la mitad de su valor. Anduvo en aquestos tratos el licenciado Lobo, con tan buen pie y mano, que D. Alonso, muy rebelde al principio, llenose de miedo y a todo lo que quisimos asintió al fin.

Después me quedaba lo peor y más amargo del caso, cual fue apretar a las señoras de Porreño, para que pagasen, y, quitándoles toda esperanza de moratoria (por la rotunda negativa del sabio y justiciero Consejo), proceder al embargo de bienes. Aquí sí que no fue posible disimular, porque D. Gil Carrascosa vendió a las venerandas señoras mi secreto, y un día en que tuve el mal acuerdo de presentarme en la casa recibiéronme como es de suponer. Desde entonces, quitado el último puntal de aquella histórica casa, todo vino con estrépito al suelo, entre alaridos de rabia y sollozos de aflicción. Las señoras de Porreño pasaron a la religión de las sombras. Su última época, solitaria y lúgubre está escrita en otro libro
[13]
.

Renuncié, como es consiguiente, a su amistad, y me ocupé de aquellas excelentes tierras de Hiendelaencina, de Porreño y Torre Don Jimeno, tan diestramente ganadas con mi talento, con mis ahorros y con el dinero que don Antonio Ugarte me prestara para reunir la cantidad necesaria. Mucho tardé en adjudicármelas, a causa de las dilaciones de la curia; pero al fin constituime en propietario, soñando con establecer un mayorazgo.

Pero retrocedamos a los días de mi anterior relación, que eran los últimos de Febrero y primeros de Marzo de 1815. La Real Caja de Administración tuvo el honor, nunca por ella soñado, de caer en mis manos. ¡Bendito sea Dios Todopoderoso y Misericordioso, que arregla las cosas de modo que ningún desvalido quede sin amparo! Dígolo por aquellos miserables y huérfanos juros que hasta mi elevación no tuvieron arte ni parte en ninguna operación rentística. Los pobrecitos no soñaban sin duda que toparían conmigo ni con la destreza de estas limpias manos, y a poco de mi entrada en la Caja engordaron hasta el punto de que no los conocía el pícaro secretario de Hacienda que los inventó.

¡Qué satisfechos quedaron de mis servicios el noble duque, y D. Antonio Ugarte! ¡Qué elogios hacían de mi impetuosa voluntad, la cual derechamente se iba al asunto sin reparar en pelillos! Yo también estaba envanecido de mí mismo, y entonces empecé a conocer lo mucho que para tales asuntos valía. Yo era una firme columna del Estado; yo desplegaba en servicio de mi Soberano absoluto y del sumiso reino, tendido a sus pies como un perro enfermo y calenturiento que no puede moverse de pura miseria, las más altas calidades intelectuales. Indudablemente Dios debía de estar satisfecho de haberme criado, viéndome tan hormiguilla, tan allegador, tan mete-y—saca, tan buen amparador de los poderosos para que los poderosos me amparasen a mí. ¡Qué minita era aquella sacrosanta Administración! ¡Qué terrenos inexplorados! En tal materia yo, era más que Colón, porque este descubrió sólo un mundo y yo descubría todos los días uno nuevo.

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