Pues se la dio. La encerró en varias cárceles durante casi veinte años hasta que reunió suficientes pruebas en su contra. El final, ya saben, la decapitación. Se presentó ante el verdugo con un vestido rojo chillón, el color del martirio para los católicos, pero muy coqueto. Antes muerta que sencilla. Y menos mal que Isabel y María nunca se vieron las caras. Si se hubieran llegado a encontrar, se arañan.
Hubo un tiempo en que el gobierno de Estados Unidos tenía mejores planes que meterse en guerras perdidas. El 2 de abril de 1948 el Congreso estadounidense aprobó el Plan Marshall, un método, una inversión a futuro que ayudó a Europa a levantar cabeza después de la Segunda Guerra Mundial. Pero Estados Unidos no daba puntada sin hilo y aquel Plan Marshall tenía dos objetivos: por un lado, unir a Europa contra el avance comunista y, por otro, dar créditos a los países europeos para que reactivaran su producción a cambio de que estos países compraran todo lo que necesitaran en Estados Unidos. Era un dinero de ida y vuelta.
El plan lo propuso el general George Marshall, pero quien lo trasladó del papel a la realidad y consiguió la aprobación del Congreso fue el presidente Harry Truman. A Marshall al final le dieron el Nobel de la Paz por tener un buen plan y Europa pudo reconstruirse económicamente en tiempo récord.
Sin embargo, no todos los países pillaron un buen trozo del pastel. Gran Bretaña se llevó el más gordo y, luego, Francia, Alemania Occidental e Italia. España, al principio, no pilló ni las migajas, porque teníamos a un dictador con el brazo en alto que llevó al país al aislamiento internacional. Pero tiempo después Estados Unidos negoció, porque tenía que instalar unas cuantas bases militares y España era un lugar estratégico. Así que, los americanos nos dieron unos cuantos millones de dólares (no muchos), mantequilla, unas bolas de queso amarillo y leche en polvo a cambio de instalarse en Rota, Torrejón, Morón, Zaragoza…
El Plan Marshall también tenía previsto apoyo económico para la Unión Soviética y los países de su influencia, pero Stalin dijo que de eso nada… que de los yanquis ni agua… que Estados Unidos no iba a manipular la economía interna. Así que, Moscú, en respuesta al Plan Marshall, puso en marcha su propio plan, el Plan Molotov. Un poco más incendiario, pero también útil.
A Fernando VII eso de la Constitución y la monarquía parlamentaria le parecían mamarrachadas, tonterías de la plebe. Pero el día 9 de marzo de 1820 tuvo que firmar por segunda vez la Constitución de 1812, aquella que sancionaron las Cortes de Cádiz el día de San José y por ello felizmente bautizada como La Pepa. Pero Fernando VII firmó la Constitución ocho años después de su aprobación porque, prácticamente, le pusieron un trabuco en el cogote. Como era un cínico redomado, cuando se vio sin salida, soltó la famosa frase: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Comenzaba en España el Trienio Liberal, un trienio que acabó cuando Fernando VII dijo que de lo dicho nada. Que era broma.
Los diputados de Cádiz no sabían lo que hacían cuando proclamaron en el preámbulo de la Constitución que Fernando VII era el rey elegido por las Cortes. El monarca estaba cautivo en Francia y se creían los diputados que cuando volviera estaría tan contento de que España tuviera su primera Constitución. Fernando VII volvió, juró la Constitución en 1814 e inmediatamente después se retractó. Dijo que qué era eso de soberano constitucional. De eso nada. El era soberano absoluto y punto. Derogó la Constitución, declaró nulos todos los decretos y La Pepa se fue a freír espárragos.
Comenzó entonces la revolución, porque el ejército estaba a rebosar de liberales contrarios al poder absoluto del rey. Hubo constantes pronunciamientos militares y todos empezaban igual, con una arenga a la tropa que decía:
Es de precisión para que España se salve, que el rey Nuestro Señor jure y respete la Ley Constitucional de 1812, afirmación legítima y civil de los derechos y deberes de los españoles. ¡Viva la Constitución!
Pero los pronunciamientos no triunfaban, hasta que llegó un militar que se pronunció un poco mejor: Rafael del Riego. Gracias a él Fernando VII tuvo que acatar, otra vez, la Constitución, y gracias al apoyo de los Cien Mil Hijos de San Luis el rey pudo retractarse de nuevo tres años después. Otra vez La Pepa al garete.
La muerte del infante Alfonso sigue siendo un caso abierto. Se largó de este mundo con sólo catorce años, exactamente el 5 de julio de 1468, y, pese a morir a tan corta edad, se vio envuelto en uno de los mayores chanchullos monárquicos de este país. ¿Creemos a quien asegura que murió de peste aunque el médico aseguró que no tenía el más mínimo síntoma? ¿O hacemos caso de quienes dicen que lo quitó de en medio su hermana Isabel? Isabel la Católica, la que luego se subió al trono. Hace cinco siglos que esto huele a chamusquina.
Deshagamos la madeja. Juan II de Castilla tuvo tres hijos: Enrique, Isabel y Alfonso. Como Enrique era el mayor, fue el que subió al trono castellano con el nombre de Enrique IV, y que a su vez tuvo una hija, la famosa Juana la Beltraneja, a la que todos señalaban como hija de otro hombre. A esto le daban importancia cuando venía bien que así fuera, porque a ver de cuándo a esta parte los reyes se han estado quietos en su cama. Pero, bueno, en aquel momento interesaba insistir en el tema. ¿Por qué? Porque los nobles castellanos querían derrocar a Enrique IV para poner en su lugar a un rey-títere, a un fantoche al que poder manejar a su antojo. Y ese rey era el infante Alfonso, el hermano pequeño del rey, un chavalín de once años que ni pinchaba ni cortaba.
Enrique IV no aceptó el arreglo porque él defendía a su hija Juana como legítima heredera, así que se metieron a batallar por ver quién se quedaba con el trono, si los partidarios de Enrique o los de su hermano Alfonso, al que los nobles proclamaron como Alfonso XII en mitad de una farsa de chiste. Con lo que no contaron los defensores de Alfonso es que el chaval se iba a morir sólo tres años después.
Pero ahí estaba Isabel para subir en el escalafón y convertirse en la favorita de los nobles castellanos rebeldes en sustitución del difunto Alfonso. Como el chaval se murió no se sabe cómo ni a cuenta de qué, aún hoy se mantienen las sospechas de que la hermanísima le dio matarile para ser ella la candidata a reinar. El resto de la historia ya la conocen.
Hace sólo unas líneas que recordábamos cómo el listo de Napoleón enredó a Carlos IV para que le dejara entrar en España y así poder invadir Portugal. Tal asunto se materializó a finales de noviembre de 1807, y el día 27 el puerto de Lisboa era un hervidero de nobles, ministros y arzobispos que, encabezados por la realeza, se hacían hueco a codazos por embarcar y huir del país. Hacía sólo unas horas que Napoleón había puesto el pie en Portugal y toda la monarquía ya ponía pies en polvorosa. Los portugueses no daban crédito.
La élite del país abarrotaba el puerto para largarse a paraísos más tranquilos donde instalar la corte. Y Brasil parecía un buen sitio. La nobleza, el alto clero y los reyes no viajaban solos, porque como no sabían freír un huevo ni hacerse una cama, se llevaron a sus criados. En total, se calcula que aquel 27 de noviembre se echaron a la mar diez mil personas camino de la colonia brasileña, y eso que Napoleón aún no había ni estornudado. Menuda corte de valientes, y valiente dinastía la de la Casa de Braganza.
Y así fue como Río de Janeiro se convirtió en capital del imperio portugués mientras la metrópoli se quedaba a verlas venir, abandonada por sus regidores y sin un duro, porque la casa real no embarcó sola: se llevó la mayor parte del tesoro del país. En los meses siguientes continuaron saliendo barcos con carruajes de lujo, y muebles, y bibliotecas completas, y vajillas y todas esas menudencias que necesitaba la realeza para estar en su salsa.
La única nota cómica a esta cobarde huida de la casa real portuguesa fue que, en la travesía hasta Brasil, se instaló una epidemia de piojos en el buque que trasladaba a toda la línea sucesoria de la casa de Braganza, así que todas las princesas acabaron con la cabeza afeitada y todos los príncipes tuvieron que tirar sus pelucas al mar. Lo demás no tuvo ninguna gracia, porque tuvieron que ser los ingleses los que acabaran defendiendo Portugal frente a Napoleón. Por propio interés, pero lo hicieron.
Se las prometía felices Napoleón Bonaparte el 26 de febrero de 1815, el día que huyó de su primer destierro en la isla de Elba, en el Mediterráneo. Napoleón salió más cabreado de lo que entró y dispuesto otra vez a comerse el mundo. ¿Por qué acabó Napoleón desterrado en la isla de Elba? Porque tenía a las potencias europeas hasta el gorro. Es que lo invadió todo. Egipto, Holanda, España, Polonia, Italia, Austria… hasta que en Rusia calculó mal sus fuerzas y más que escaldado salió helado. Aquella caída en desgracia provocó que Europa se uniera y que hasta sus mariscales se rebelaran contra él. Entre todos le obligaron a abdicar y Francia le dio el gobierno de la isla de Elba, que era como decirle, anda, quédate allí y déjanos en paz.
Pero en Elba Napoleón se aburría como una ostra, y en los nueve meses y medio que permaneció confinado no dejó de darle vueltas a la cabeza para recuperar su trono imperial. La noche del 26 abandonó la isla acompañado por su escolta, pero, claro, no podía plantarse en París y decir aquí estoy yo. Necesitaba apoyo popular y, sobre todo, tropas. Así que desembarcó en Cannes, donde el festival de cine, y marchó hacia el este para conseguir el favor de los campesinos.
Al paso le salió el Quinto de Infantería, y el oficial al mando ordenó disparar, pero los soldados se quedaron petrificados. Napoleón se percató de que aún tenía el apoyo de la soldadesca y fue cuando soltó su famosa arenga: «Soldados del Quinto… ¿me conocéis? Soy vuestro emperador. Quien quiera puede disparar». Ni un tiro se oyó.
En menos de un mes Napoleón entraba en París, y como los franceses no estaban muy conformes con Luis XVIII, que era quien gobernó durante el destierro de Bonaparte, pues al principio no tuvo mayor problema. Pero las potencias europeas no tragaban con su regreso, y aunque Bonaparte prometió estarse quieto, la guerra se hizo inevitable. Los famosos Cien Días del emperador en el poder terminaron en Waterloo. Pero ésa es otra historia y, como dijo Rudyard Kipling, debe ser contada en otra ocasión.
El Congreso de Verona de 1822 fue una reunión donde se juntaron Francia, Rusia, Inglaterra, Prusia y Austria para que nadie les tocara las coronas. Habían conseguido deshacerse de Napoleón y ahora se trataba de asegurar el orden europeo y de proteger a las monarquías de molestos liberales y de constituciones y otras mandangas que otorgaban derechos a los ciudadanos. De aquel congreso salió un acuerdo que hizo la puñeta a España y a los españoles. Menos Inglaterra, que votó en contra, los otros cuatro países firmaron el 22 de noviembre de 1822 el Tratado de Verona o, lo que es lo mismo, el envío de los Cien Mil Hijos del santo más fecundo del mundo, San Luis. Llegaron a España para que el señor Fernando VII recuperara su poder tan absoluto como nefasto.
El Tratado de Verona hay que leerlo para creerlo, porque parece que lo redactaron los hermanos Marx. Comienza diciendo que las altas partes contratantes están convencidas de que el sistema de gobierno representativo es incompatible con el principio monárquico. Que la libertad de imprenta perjudica a los príncipes, y que la religión es la única que puede contribuir a la obediencia pasiva que los ciudadanos deben a sus reyes. Dado que en España había unas Cortes, libertad de imprenta y la obediencia pasiva a Fernando VII brillaba por su ausencia, las altas partes contratantes acordaron encargar a Francia la formación de un ejército para auxiliar al rey.
Luis XVIII, tío de Fernando VII, reunió casi cien mil hombres para echar un cable a su sobrino e invadir de nuevo España. Hacía sólo diez años que nos habíamos librado de Napoleón y otra vez los franceses encima.
Esa fue la principal ventaja de Francia para ganar. Que los españoles estaban hartos de pegarse con los galos y no levantaron un dedo en esta segunda invasión. Ahora bien, ya les vale a los liberales la oposición que ofrecieron. Porque los Cien Mil Hijos no habían terminado de cruzar los Pirineos cuando ellos ya habían hecho las maletas y estaban instalados en Sevilla. Pero es que de Sevilla huyeron a Cádiz, y porque en Cádiz se acababa España y aquí no les quedó más remedio que plantar cara, si no, los liberales acaban en Ciudad del Cabo huyendo de los Cien Mil Hijos de San Luis.
«Camaradas, me siento feliz de saludaros personalmente y teneros ante mí, porque estoy orgulloso de vosotros. Partisteis para ayudar a España en una hora de peligro y volvisteis convertidos en aguerridos soldados. Sois un ejemplo. ¡Viva el pueblo español y su jefe Franco!». Dicho lo cual, pero en alemán, Hitler, se quedó tan ancho. Fue el 6 de junio de 1939. Los que escuchaban en posición marcial eran los catorce mil soldados supervivientes de la Legión Cóndor.
Los últimos soldados de la Legión Cóndor habían regresado a Alemania apenas una semana antes, después de muchos y variados homenajes en España por haber prestado su inestimable ayuda al bando golpista. Pero aún faltaba la traca final, el recibimiento que les dispensó Hitler. El Führer dio la bienvenida a la Legión Cóndor en un lugar por el que hoy pisan miles de turistas, la Isla de los Museos de Berlín. Hitler estaba en una tribuna sobre las escalinatas, justo en la mitad del frontis que forman las dieciocho columnas de lo que ahora es el Viejo Museo, el que guarda el famoso busto de Nefertiti.
Frente a Hitler se alineaban con la típica bizarría germana catorce mil soldados más tiesos que una vela. La escena era extraña, porque vestían un uniforme que no correspondía a ninguna unidad del ejército alemán. Además, había muchos estandartes con nombres de soldados muertos y Alemania no estaba oficialmente en guerra con nadie. Todavía.
Eran los soldados con los que Alemania materializó su ayuda al bando golpista en la Guerra Civil, que regresaban triunfantes y perfectamente preparados tácticamente para la que se estaba preparando. Porque la Legión Cóndor no sólo le vino de perlas a Franco, también sirvió a los intereses estratégicos de Alemania.