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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Mi último suspiro (10 page)

BOOK: Mi último suspiro
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Los estudiantes de Medicina, que conocían a Rafaela, desconfiaban de mí tanto como yo de ellos. Para evitar cualquier trastada, no digo nada de lo que se prepara. Me siento a su mesa —el «Café Fornos» estaba a dos minutos del burdel— y me pongo a pensar intensamente en Rafaela, ordenándole —sin hablar— que venga a reunirse conmigo. Diez minutos después, con la mirada extraviada, sin saber dónde está, Rafaela aparece en la puerta del café. Le ordeno que se siente a mi lado, ella obedece, le hablo, la tranquilizo y ella se despierta suavemente.

Rafaela murió en el hospital, siete u ocho meses después de este experimento, cuya autenticidad afirmo. Su muerte me impresionó y dejé de practicar la hipnosis.

Por el contrario, toda la vida me ha divertido hacer bailar las mesas, sin buscar en ello nada sobrenatural. He visto levantarse y levitar las mesas, obedeciendo a una fuerza magnética generada por los presentes. También he visto mesas dar respuestas exactas, con la condición de que uno de los presentes, aun sin darse cuenta, aun sintiéndose escéptico, las supiera. Movimiento leve y automático, manifestación física y activa del inconsciente.

También me presto con frecuencia a los juegos de adivinación. Por ejemplo, el juego del asesino: en una habitación en la que se encuentran una docena de personas, elijo a una mujer que sea especialmente sensible (dos o tres pruebas muy sencillas permiten descubrirla). Pido a los demás que elijan de entre ellos a un asesino y a una víctima y que escondan en algún lugar el arma del crimen. Mientras se hace la elección, salgo de la habitación, luego vuelvo a entrar, me vendan los ojos y tomo de la mano a la mujer. Damos lentamente una vuelta por la habitación y, por regla general —no siempre— descubro con bastante facilidad a los dos personajes designados y el escondite del arma del crimen, guiado, sin que la mujer lo sepa, por las levísimas, casi imperceptibles, presiones de su mano.

Otro juego, éste ya más difícil: salgo de la habitación en las mismas condiciones.

Cada uno de los presentes debe entonces elegir y tocar un objeto —un mueble, un cuadro, un libro, un adorno— que se encuentre en la habitación, esforzándose por hallar una relación sincera, una afinidad con el objeto, procurando no elegir al buen tuntún. Cuando vuelvo a entrar, tengo que adivinar lo que ha elegido cada cual. Es una mezcla de reflexión, intuición y, quizá, telepatía. Durante la guerra, en Nueva York, solía hacer este experimento con varios miembros del grupo surrealista exiliados en los Estados Unidos: André Breton, Marcel Duchamp, Max Ernst, Tanguy. Hubo ocasiones en las que no cometí ni un solo error. Otras veces me equivoqué.

Un último recuerdo: una noche, en el «Sélect» de París, Claude Jaeger y yo echamos del bar a todos los clientes, con bastante brutalidad. No quedó más que una mujer. Yo, más borracho que sereno, me senté delante de ella e inmediatamente le dije que era rusa, de Moscú. Añadí otros detalles, todos ciertos.

La mujer estaba asombrada y yo también, pues era la primera vez que la veía.

Creo que el cine ejerce cierto poder hipnótico en el espectador. No hay más que mirar a la gente cuando sale a la calle, después de ver una película: callados, cabizbajos, ausentes. El público de teatro, de toros o de deporte, muestra mucha más energía y animación. La hipnosis cinematográfica, ligera e imperceptible, se debe sin duda, en primer lugar, a la oscuridad de la sala, pero también al cambio de planos y de luz y a los movimientos de la cámara, que debilitan el sentido crítico del espectador y ejercen sobre él una especie de fascinación y hasta de violación.

Ya que estoy recordando a mis amigos de Madrid, quiero citar también a Juan Negrín, el que sería presidente del Consejo de Ministros de la República.

Había estudiado varios años en Alemania y era un excelente profesor de Fisiología.

Un día traté de interceder en favor de mi amigo Pepín Bello, que siempre suspendía los exámenes de Medicina. Fue en vano.

Deseo evocar el recuerdo del gran Eugenio d’Ors, filósofo catalán, apóstol del barroco (que para él era una tendencia fundamental del arte y de la vida y no un fenómeno histórico pasajero) y autor de una frase que suelo citar en respuesta a quienes buscan la originalidad a toda costa: «Todo lo que no es tradición es plagio.» Siempre me ha parecido que había en esta paradoja una profunda verdad.

D’Ors, que en Barcelona daba clases en un Instituto obrero, se sentía un poco desplazado cuando iba a Madrid. Por eso le gustaba frecuentar el trato de los estudiantes en la Residencia y acudir de vez en cuando a la peña del «Café Gijón».

Había entonces en Madrid un cementerio en desuso en el que se encontraba la tumba de Larra, nuestro gran poeta romántico. Había en él más de cien cipreses, los más hermosos del mundo. Era la Sacramental de San Martín. Una noche decidimos ir a visitarlo con Eugenio d’Ors y toda la peña. Por la tarde, yo fui a preparar la visita, dando diez pesetas al guardián.

Cuando se hizo de noche, penetramos en silencio en el viejo cementerio abandonado, al claro de luna. Veo un panteón entreabierto, bajo unas escaleras y, a un tenue rayo de luz, distingo la tapa de un ataúd ligeramente levantada y una cabellera femenina sucia y reseca que asoma por la rendija. Impresionado, llamo a los demás, que acuden también al panteón.

Aquella cabellera muerta iluminada por la luna a la que aludiría en
El fantasma de la libertad
(¿sigue creciendo el pelo en la tumba?) es una de las imágenes más sobrecogedoras que he visto en mi vida.

José Bergamín, flaco, agudo, malagueño, amigo de Picasso y, después, de Malraux, varios años mayor que yo, ya era un poeta y ensayista de renombre.

Estaba casado con una hija de Arniches, el comediógrafo (la otra hija se casó con mi amigo Ugarte), y era un señorito, hijo de un ex ministro. Bergamín cultivaba, con la afición al preciosismo, los juegos de palabras y las paradojas, algunos viejos mitos españoles como el de don Juan o el de la tauromaquia.

Durante aquella época nos veíamos poco. Después, durante la guerra civil, nos hicimos muy amigos. Más recientemente, en 1961, a mi regreso a España para el rodaje de
Viridiana
, me escribió una carta magnífica, en la que me comparaba con Anteo y decía que, al contacto de la tierra natal, recobraba las fuerzas.

Al igual que tantos otros, conoció un exilio muy largo. Durante los últimos años nos hemos visto a menudo. Vive en Madrid. Sigue escribiendo y luchando.

Me gustaría evocar también a Unamuno, el filósofo catedrático de Salamanca.

También él, al igual que Eugenio d’Ors, iba a visitarnos a menudo a Madrid, donde ocurrían tantas cosas, Fue confinado en las Canarias por Primo de Rivera. Después lo encontré exiliado en París. Era un hombre célebre, muy serio, bastante pedante y sin pizca de humor, Ahora deseo hablar de Toledo.

LA «ORDEN DE TOLEDO»

Me parece que fue en 1921 cuando —en compañía del filólogo Solalinde— descubrí Toledo. Llegamos de Madrid en tren y nos quedamos dos o tres días. Recuerdo una representación de
Don Juan Tenorio
y una velada que pasé en el burdel. Como no tenía el menor deseo de tocar a la muchacha que estaba conmigo, la hipnoticé y la mandé a llamar a la puerta del filólogo.

Desde el primer día quedé prendado, más que de la belleza turística de la ciudad, de su ambiente indefinible. Volví a menudo con mis amigos de la Residencia y, el día de San José de 1923, fundé la «Orden de Toledo», de la que me nombré a mí mismo condestable.

Aquella «Orden» funcionó y siguió admitiendo nuevos miembros hasta 1936. Pepín Bello era el secretario. Entre los fundadores estaban Lorca y su hermano Paquito, Sánchez Ventura, Pedro Garfias, Augusto Casteno, el pintor vasco José Uzelay y una sola mujer, muy exaltada, discípula de Unamuno en Salamanca, la bibliotecaria Ernestina González.

Venían después los caballeros. Hojeando una vieja lista, encuentro entre ellos a Hernando y Lulu Viñes, Alberti, Ugarte, Jeanne, mi esposa, Urgoiti, Solalinde, Salvador Dalí (con la indicación «
degradado
» anotada posteriormente), Hinojosa («
fusilado
»), María Teresa León, la esposa de Alberti y los franceses René Crevel y Pierre Unik.

Debajo, más modestos, se encontraban los escuderos, entre los que figuraban Georges Sadoul, Roger Désormières y su esposa Colette, el operador Elie Lotar, Aliette Legendre, hija del director del Instituto Francés de Madrid, el pintor Ortiz y Ana María Custodio.

El
jefe de invitados de los escuderos
era Moreno Villa, que después escribiría un gran artículo sobre la «Orden de Toledo». A continuación venían los
invitados de los escuderos
, que eran cuatro y, en último lugar, al pie del cuadro, los invitados de los invitados de los escuderos, Juan Vicens y Marcelino Pascua.

Para acceder al rango de caballero había que amar a Toledo sin reserva, emborracharse por lo menos durante toda una noche y vagar por las calles.

Los que preferían acostarse temprano no podían optar más que al título de escudero.

De los «invitados» y de los «invitados de los invitados» ya ni hablo.

La decisión de fundar la «Orden» la tomé, como todos los fundadores, después de tener una visión.

Se encuentran por casualidad dos grupos de amigos y se van a beber por las tabernas de Toledo. Yo formo parte de uno de los grupos. Me paseo por el claustro gótico de la catedral, completamente borracho, cuando, de pronto, oigo cantar miles de pájaros y algo me dice que debo entrar inmediatamente en los Carmelitas, no para hacerme fraile, sino para robar la caja del convento.

Me voy al convento, el portero me abre la puerta y viene un fraile. Le hablo de mi súbito y ferviente deseo de hacerme carmelita. Él, que sin duda ha notado el olor a vino, me acompaña a la puerta.

Al día siguiente tomé la decisión de fundar la «Orden de Toledo».

La regla era muy simple: cada uno debía aportar diez pesetas a la caja común, es decir, pagarme diez pesetas por alojamiento y comida. Luego había que ir a Toledo con la mayor frecuencia posible y ponerse en disposición de vivir las más inolvidables experiencias.

La fonda en la que nos hospedábamos, lejos de los hoteles convencionales, era casi siempre la «Posada de la Sangre», donde Cervantes situó
La ilustre fregona
. La posada apenas había cambiado desde aquellos tiempos: burros en el corral, carreteros, sábanas sucias y estudiantes. Por supuesto, nada de agua corriente, lo cual no tenía más que una importancia relativa, ya que los miembros de la «Orden» tenían prohibido lavarse durante su permanencia en la ciudad santa.

Comíamos casi siempre en tascas, como la «Venta de Aires», en las afueras, donde siempre pedíamos tortilla a caballo (con carnes de cerdo) y una perdiz y vino blanco de Yepes. Al regreso, a pie, hacíamos un alto obligado en la tumba del cardenal Tavera, esculpida por Berruguete. Unos minutos de recogimiento delante de la estatua yacente del cardenal, muerto de alabastro, de mejillas pálidas y hundidas, captado por el escultor una o dos horas antes de que empezara la putrefacción. Se ve esta cara en
Viridiana
. Catherine Deneuve se inclina sobre esta imagen fija de la muerte.

Después, subíamos a la ciudad para perdernos en el laberinto de sus calles, acechando la aventura. Un día, un ciego nos llevó a su casa y nos presentó a su familia de ciegos. Ni una luz en toda la casa, ni una lámpara. Pero, en las paredes, cuadros de cementerios, hechos de pelo. Tumbas de pelo y cipreses de pelo.

A menudo, en un estado rayano en el delirio, fomentado por el alcohol, besábamos el suelo, subíamos al campanario de la catedral, íbamos a despertar a la hija de un coronel cuya dirección conocíamos y escuchábamos en plena noche los cantos de las monjas y los frailes a través de los muros del convento de Santo Domingo. Nos paseábamos por las calles, leyendo en alta voz poesías que resonaban en las paredes de la antigua capital de España, ciudad ibérica, romana, visigótica, judía y cristiana.

Una noche, muy tarde y nevando, mientras callejeábamos, Ugarte y yo, oímos de pronto voces de niños que cantaban las tablas de multiplicar. De vez en cuando se interrumpían las voces y se oían risitas y la voz grave del maestro.

Después se reanudaba el canto.

Apoyándome en los hombros de mi amigo, conseguí izarme hasta una ventana; pero las voces callaron bruscamente y yo no pude ver más que oscuridad ni oír más que el silencio.

Tuvimos otras aventuras de cariz menos alucinante. Toledo, tenía una academia militar de cadetes. Cuando se producía una riña entre un cadete y un ciudadano, los camaradas de aquél hacían causa común y se vengaban brutalmente del insolente que había tenido la osadía de medirse con uno de ellos.

Eran realmente temibles. Un día nos cruzamos con dos cadetes por la calle y uno de ellos, agarrando del brazo a María Teresa, la esposa de Alberti, le dice: «¡Qué cachonda estás!» Ella protesta, ofendida, yo acudo en su defensa y tumbo a los dos cadetes a puñetazos. Pierre Unik viene en mi ayuda y da un puntapié a uno de ellos, a pesar de que ya está en el suelo. No tenemos de qué vanagloriarnos, ya que somos siete u ocho y ellos no son más que dos. Nos vamos. Se acercan dos guardias civiles que han visto la pelea desde lejos y, en lugar de reprendernos, nos aconsejan que nos vayamos de Toledo lo antes posible, para evitar la venganza de los cadetes. Nosotros no les hacemos caso y, por una vez, no pasa nada.

Recuerdo una de tantas conversaciones mantenidas con Lorca en la «Posada de la Sangre». Una mañana le digo de repente, con la boca bastante pastosa:

—Federico, es absolutamente necesario que te diga la verdad. La verdad sobre ti.

Él me dejó hablar durante un rato y luego me preguntó:

—¿Has terminado?

—Sí.

—Está bien, ahora me toca a mí. Voy a decirte lo que pienso de ti. Dices, por ejemplo, que soy perezoso. En absoluto. En realidad, no soy perezoso.

Soy…

Y estuvo hablando de sí mismo durante diez minutos.

Desde 1936, cuando Franco tomó Toledo (aquellos combates provocaron la destrucción de la «Posada de la Sangre»), yo había dejado de ir a la ciudad y no reanudé mis peregrinaciones hasta 1961, cuando regresé a España. Moreno Villa, explicaba en su artículo que, al principio de la guerra civil, en Madrid, una brigada anarquista, durante un registro, encontró en un cajón un título de la «Orden de Toledo». El infeliz que conservaba aquel pergamino se vio en grandes apuros para explicar que no se trataba de un título nobiliario auténtico.

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