Authors: Douglas Coupland
El texto proporciona un repaso de dos pequeñas, pero significantes, subculturas de la década de los '90. En primer lugar se nos introduce en la vida de los empleados de la multinacional de la informática Microsoft: la gente encargada de crear el software con el que funcionan los ordenadores de la mayoría de las oficinas del mundo. Se nos muestra cómo afecta la tecnología y la personalidad de Bill Gates a sus vidas. En segunda instancia se nos presenta a los mismos personajes después de haberse mudado a California para trabajar en una pequeña y recién creada empresa. Así, el libro nos ofrece un cercano punto de vista de éste fenómenola aguerrida lucha por el capital, por ser el primero en llegar y acaparar el mercado.
Haciendo un análisis más profundo de la novela nos encontramos con una reflexión sobre la identidad humana, el deseo de independencia y, sobre todo, el deseo de pertenecer a algo.
Douglas Coupland
Microsiervos
ePUB v1.1
Bercebus04.03.12
Prólogo
Macrocascotes
Douglas Coupland es el periodista que con 28 años acuñó el término «Generación X». Todo un récord posmoderno en invención de etiquetas si se atiende a las hectáreas de páginas escritas sobre esta designación que él, como ha confesado muchas veces, nominó con absoluta ingenuidad.
Llamó «X» a lo que no sabía definir bien y que, en suma, no era otra cosa que su propia pandilla de amigos sobreviviendo sin rumbo, un tanto sin pasiones, un mucho sin creencias ni gran porvenir. Una sucesión de películas con el mismo aroma desde
Bodies
a
Singles
, desde
Slackers
a
Reality Bites
fueron agrupándose como testimonio de chicos y chicas que se reconocían en este cosmos sin clara determinación, soportando empleos precarios, familias desunidas, sexo infectado, informaciones desarticuladas y una molicie, en general, que les hacía verse a la deriva. Sucesores de los recios y dinámicos
yuppies
, su horizonte era el mundo flácido de los noventa, todo más confuso, ahumado y finisecular.
Coupland hizo fortuna con su primer libro:
Generation X
(
Generación X
, Ediciones B) y tras él los editores lo estimularon a recrear la misma canción.
Shampoo Planet
(
Planeta Champú
, Ediciones B) apareció en inglés dos años después, y en 1994 se lanzó
Life After God
(
La vida después de Dios
, Ediciones B), con los que continuó el autor el destino generacional, entre golpes de humor e información aglomerada sobre los tics, los consumos y los ídolos de sus colegas. Sus obras son novelas y reportajes, apuntes sociológicos y punteos psíquicos, pero si alguien pretendiera explicar a Coupland como escritor, habría de sustituir la aproximación literaria por la audiovisual. Si el videoclip, Internet, el fax y el correo electrónico, la conversación telefónica, la televisión, el teleputer y la publicidad se fundieran, darían como efecto textual el producto Coupland. Lo que transcurre en cada una de sus escrituras es como el reflejo de la realidad contemplada en la pantalla de un
computer
. No es extraño, al fin, que
Microsiervos
haya venido a concebirse en el vientre de la empresa Microsoft y Bill Gates sea la voz de su ultratumba.
Generación X
se localizaba al borde de un desierto;
Planeta Champú
se llamó así porque el protagonista, Tyler, poseedor de una amplia colección de champús, lociones y acondicionadores para el pelo creía que el pelo es ahora un documento de identidad de la persona puesto que hoy «lo que está fuera de la cabeza indica mucho de lo que hay dentro de ella».
Microsiervos
es otro desierto humano, esta vez tecnológico, y con la cabeza acondicionada de informática. Apenas hay fe en nada —como en
La vida después de Dios
— ni deseo tampoco en contra de los deseos de la máquina bien peinada.
Pérdida de Dios, de los sistemas políticos, de las ideologías, de la familia, del sexo seguro. Lo que queda después de esta devastación es ante todo el trabajo duro tal como les ocurre a los microsiervos de Microsoft. «Aquí [en Microsoft] lo que se hace es trabajar, dormir, trabajar, dormir, trabajar, dormir.» En parte para ganar dinero, en parte para no ser despedido, en conjunto porque sí. La vida propia no se distingue de la vida laboral. Y ya no quiere decir que esa vida propia le haya sido expropiada a uno y a otro, o en cuanto clase al modo de la alienación marxista, sino que la «vida propia» como tal ha desaparecido y ya no puede decirse dónde se encuentra el responsable.
Daniel Underwood, soltero, 26 años, protagonista de esta historia, constata que no posee vida propia pero ni se conmueve por ello. Se dice: «Supongo que no ha de ser nada malo el que yo no tenga vida propia. Hay tanta gente que ya no tiene vida propia que uno se pregunta si no será un nuevo modo de existencia... un nuevo modo de ser de la gente.»
Ni una rebelión, ni un disgusto. A fin de cuentas, cuando Daniel hace inventario de lo que podría devolverle una «vida propia», sólo encuentra esta fórmula tripartita: tener una casa propia, dejar de trabajar con los ordenadores y tomar un baño de espuma.
Pero dejar de trabajar con los ordenadores es, hoy por hoy, una utopía, y más para un microsiervo. La biosfera de Daniel y de su grupo se encuentra entrañada con la informática, y sus conceptos, sus recursos o sus remedios son siempre informáticos. El postumo aliento de la madre de Daniel, atacada por una embolia cerebral, se sostiene gracias a las teclas de un ordenador. La madre paralizada contesta a las preguntas de sus allegados: «STOY MJR. OS QRO A TDS.» «Aquí está [dice Daniel], mi madre habla como una matrícula... como las letras de una canción de Prince... como una página sin vocales... como una escritura en clave. A lo largo de este último año me he dedicado a jugar con las palabras [en el ordenador] y ahora... bueno, el juego se ha convertido en la vida real.» La vida misma. Y no hay por qué aterrorizarse.
El padre de Daniel, que ya ha cumplido 50 años, es despedido de IBM y cae en un estado depresivo tan profundo que sólo ama su colección de trenes en miniatura. La circunstancia tampoco comporta tragedia alguna. Su mujer comienza unas clases de natación estilo mariposa a los 60 años. Si la emoción relacional no existe, la familia tampoco cuenta mucho, y sus conflictos menos. La teoría de la madre es que no deben tratarse las cuestiones que levanten problemas. «Le he preguntado a mi madre qué problemas tenía, pero me ha dicho que era mejor no hablar de los problemas, y ése tal vez sea el problema de mi familia.» Y el de casi todos los que aparecen en estas páginas. Nadie conversa de sus cosas y menos si son complejas. Si el padre se queda sin trabajo, la noticia se recibe como una fatalidad del progreso incombatible. «Tener cincuenta años hoy no es lo mismo que tener cincuenta años hace un siglo. Ahora no se sabe qué hacer con ellos. Antes, la solución era que, probablemente, estaban muertos.»
La edad media en Microsoft es, entre tanto, de 31,2 años y el lugar común es que todos aquellos que han cumplido treinta años al principio de la revolución de los PCs, a finales de los setenta, han perdido definitivamente el tren. Ser joven es la clave de la supervivencia pero a la vez, no siendo preservable el tiempo, la juventud encierra una formidable amenaza. De ahí también la angustia y la parálisis ante la situación general. De hecho, una de las constataciones de Coupland es que los empleados de Microsoft se afanan tanto en sacar provecho a su breve tiempo de juventud que no disponen de ningún tiempo para otra cosa. Incluso las películas le parecen que duran ya muchísimo y que acaso sería mejor que hasta las de habla inglesa las subtitularan para poder acelerar el vídeo y llegar cuanto antes al final.
Todo es veloz, sucinto, sincopado, como el mismo libro muestra en la morfología de sus capítulos, en sus palabras meteorito y sus frases libradas de contexto. Todo es el mundo lacónico y espasmódico de la informática y nuestros cuerpos mismos serán ya como disquetes, hasta el punto en que «pronto entraremos en una época en que habremos creado una metáfora informática para TODO lo que existe en el mundo real».
¿No habrá otras cosas? Sí, pero muy pocas. Las referencias del mundo que no transcurre en la pantalla son aquí referencias a marcas de ordenadores, a platos precocinados, a personajes de cómics o telefilmes, a ejercicios de gimnasia, vitaminas, helados, ropas, moteles o publicidad de Tampax. ¿Una identidad personal además de todo esto en el entorno?
El Valle del Silicio californiano, donde se concentran las empresas informáticas, se presenta como una comarca donde es difícil establecer identidades personales. «No olvides [explica Daniel a Karla] que los que nos hemos venido al Valle del Silicio carecemos de las estructuras tradicionales suministradoras de identidad y que tienen en otras partes del mundo: religión, política, una estructura familiar cohesiva; raíces en el sentido de una Historia u otros sistemas obligatorios de creencias que descarguen a los individuos de la responsabilidad de descifrar quiénes son. Aquí uno está solo. Es mucho trabajo, pero ¡mira el flujo de ideas que surgen del plástico!»
¿Son pues como si fueran plástico, como si estuvieran hechos de plástico? Son plásticos a la voluntad de la empresa, plásticos a la innovación, dúctiles no ya para entender los secretos de la informática como los
nerds
sino hábiles para convertirse en
geeks
, capaces de vender nuevos programas que interesen a otros
nerds
y a otras empresas.
En ese mundo que bucea Coupland, la empresa acaba siéndolo todo. En los años ochenta, dice, la empresa abrió una brecha en la vida privada con firmas como Apple o Microsoft. Fue entonces una importante invasión en la privacidad, pero el paso siguiente ha sido la eliminación de la frontera entre el trabajo y la vida. A estas alturas —dice— las empresas ni siquiera contratan a la gente. La gente se convierte en su propia empresa. Como hizo el patrón Bill Gates, como están haciendo millones de ciudadanos en el mundo informático. Los
geeks
, asegura Coupland, no poseen sexualidad, sólo tienen trabajo.
De principio al final éste es, en efecto, un libro sin sexo. Y el seso, de otra parte, se encuentra en el ordenador. Incluso es posible que el inconsciente haya pasado a sus circuitos. Puede parecer una exageración, es una exageración, pero en el viaje de Coupland es también una alerta ante un panorama cada vez más crecido en Estados Unidos y fuera de allí. Sin proyecto humano, sin memoria colectiva, sin sentido social, la realidad que aceleradamente se crea va arrojando una nube de partículas de la que los habitantes del Valle del Silicio o de otros valles de lágrimas no son sólo espectadores sino componentes sin dirección personal.
El progreso ha corrido hacia delante a una velocidad que sólo controla su propia fatalidad. No hay drama, sin embargo, en esta obra que sería escalofriante a poco que se escuchara un quejido humano. Pero nadie se queja. Nadie entiende, nadie se subvierte. El desarrollo discurre blindado ante cualquier intervención exterior.
Podría decirse que, como constata Daniel, la realidad ha alcanzado la situación de una masa crítica en la cual la memoria exteriorizada en textos y bases de datos supera la memoria colectiva almacenada en los cuerpos biológicos. Hay ya más memoria «fuera» que dentro de los seres humanos y con ello se habría exteriorizado nuestra existencia. No es que la noción de Historia haya desaparecido o esté desapareciendo, sino que ha dejado de ser relevante y con ello también la opción de ser transformada.