Mientras duermes (17 page)

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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

BOOK: Mientras duermes
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Sin embargo, esa mañana el momento de duda no fue ni breve ni brevísimo. Esa mañana no había dudado. Esa mañana, por primera vez desde que tenía diecisiete años, no había habido ruleta rusa.

Se dio cuenta de la excepcionalidad del acontecimiento cuando estaba debajo del chorro de la ducha.

Ni el chaval del monopatín que chillaba de dolor en la ambulancia bajo la mirada desconsolada de su madre; ni el llanto de unos padres de un edificio de Brooklyn angustiados porque su retoño había bebido de la botella de lejía dejada inexplicablemente abierta y al alcance del pequeño; ni el desahucio, provocado por él, de una pareja del West Side habían provocado la renuncia a su juego diario.

—Clara merece la pena. —Las palabras salieron de sus labios mientras se frotaba el cuerpo con vigor, emocionado y a la vez asustado por las novedades de su vida.

A las 6.30 estaba en su garita, inquieto y nervioso como sus compañeros del instituto cuando esperaban las notas de los exámenes, algo que a él siempre le había traído sin cuidado. Faltaban aún dos horas para que viera en primera persona la reacción de Clara a sus intervenciones nocturnas. Una espera enervante.

Antes de que bajara ningún vecino, se abrió la chaqueta del uniforme y se levantó la camiseta blanca. La zona que había mojado con la esponja la noche anterior estaba algo inflamada. De momento sólo padecía un ligero pero aguantable prurito. No era gran cosa. Pensó que había sido demasiado prudente con la dosis de desatascador. Pero Clara tendría que aguantar el efecto de las ortigas y del ácido, y en todo caso él podía aumentar la dosis esa misma noche. Además, pensó que en las partes íntimas, en la cara y debajo de las axilas la reacción sería más dolorosa y molesta.

Intentó engañar el tiempo de mil maneras, escuchando la radio, rellenando su libreta negra con todos los detalles que le venían a la cabeza, frotándose la inflamación con la camiseta para comprobar el efecto del roce con la ropa y hasta provocando e incentivando la conversación diaria con la señora Norman.

La anciana salió puntual con su cochecito y las tres perras uniformadas, esta vez cada una con un trajecito de color rosa.

—Buenos días, señora Norman.

—Buenos días, Cillian. ¿Qué tiempo hace hoy?

—Me temo que seguimos con el invierno más frío de los últimos años.

—Y mientras en la tele nos cuentan esa historia del calentamiento global...

La mujer llegó hasta la puerta y esperó a que Cillian la abriera. Pero Cillian le cerró el paso y se agarró a la última frase de la vieja para entablar conversación.

—Nos cuentan muchas mentiras, señora Norman. Muchísimas —dijo en el tono de quien tiene tema para rato—. ¿Se acuerda usted, por ejemplo, del agujero de la capa de ozono de hace unos años?

La señora Norman asintió.

—¿Dónde está ahora ese agujero?

Se miraron en silencio. No era una pregunta retórica, Cillian esperaba de verdad una respuesta.

—Pues no lo sé, Cillian... ¿no sigue allí? —comentó la anciana, algo extrañada por la inusual elocuencia del portero.

Cillian negó con la cabeza, solemne.

—Desaparecido. Ya no se habla de él. Misterio.

—Bueno, tal vez porque la gente está cansada de oír la misma noticia pero...

—De-sa-pa-re-ci-do —la cortó Cillian. Se le acercó al oído, como para contarle un secreto—. Nunca estuvo allí, señora Norman. Nunca.

En realidad, el agujero de la capa de ozono le importaba un pimiento; no tenía ni idea de si seguía existiendo, si existió, o si llegó a cerrarse en un determinado momento. Simplemente necesitaba desahogar su tensión con verborrea.

—Y todos dejamos de comprar productos en spray... para nada. ¿Verdad que también usted dejó de comprar almidón para planchar?

La anciana lo miraba cada vez más perpleja.

—No sé... no lo recuerdo, Cillian. A mí me plancha la chica...

—¡Claro que sí! ¡Dejó de comprarlos, como yo, como todos! Quisimos hacer algo bueno por el planeta... pero la verdad es que no servía para nada. Sólo querían distraernos de otros problemas reales.

Cillian se había acalorado ligeramente con su tesis. Había escuchado esa opinión por la radio, a un oyente de un programa nocturno, y ahora estaba repitiéndola palabra por palabra.

—Nos han engañado, a todos.

—Ya... —Las perras, nerviosas por salir, empezaron a ladrar—. ¿Puedes abrirme la puerta, Cillian? No quiero que Aretha haga algo aquí de lo que tenga que avergonzarme.

—Sus perras nunca la avergonzarán —afirmó el portero—. Por no hablar de la gripe porcina que iba a acabar con el mundo, la pandemia del siglo veintiuno...

La anciana lo miraba como si no lo conociera.

—¡Desaparecida también ésa!

—Muy interesante, Cillian, pero de verdad que tenemos que salir.

—¿Se acuerda de la que se lió en las escuelas y en los aeropuertos por esa gripe? El alcohol líquido para desinfectarnos las manos, los controles de fiebre, las mascarillas, las absurdas medidas de...

—¡Cillian! —le interrumpió la señora Norman—. Si no abres la puerta ahora mismo, Aretha se cagará en el vestíbulo.

El portero enmudeció. Le impresionó el tono seco, cortante, autoritario y ese vocabulario tan directo. La señora Norman también estaba sorprendida de sí misma. Cillian miró a la perra; tenía la cola entre las patas y una expresión de pena que le recordó la mirada de Alessandro de la tarde anterior.

—Perdóneme —susurró al tiempo que dejaba pasar al convoy hacia la calle.

Los ánimos se calmaron.

—¿Seguro que estás bien? —le preguntó la anciana con amabilidad al pasar delante de él.

—Sí, ¿por qué?

—Estás... raro, Cillian. ¿Has tomado mucho café tal vez?

Su nerviosismo era evidente. Y eso no le gustó. No le gustaba reflejar sus sentimientos y emociones.

—Sí, tenía frío y creo que me pasé... —mintió—. Pero ahora me tomaré una tila... —volvió a mentir.

—Eso, tómate una tila, o dos, que siempre van bien. —La anciana le sonrió amable—. Qué pases un buen día, querido.

—Y usted. Esperemos que sea el día en que tengamos buenas noticias de Elvis.

La señora Norman, ya en la calle, se volvió hacia él, seria, sobrecogida por la mención inesperada de su perro desaparecido. Cillian se fue hacia la garita y cortó cualquier eventual intercambio de palabras sobre el animal.

Las siete de la mañana; aún faltaba una eternidad. Pero el toque de atención de la vieja no había caído en saco roto. Debía procurar ocultar su estado de ánimo, y ese objetivo ocupó su mente y le distrajo.

En la garita se obligó a quedarse sentado sin comerse las uñas ni mover sin parar las piernas debajo de la mesa. Permaneció quieto, exteriormente tranquilo, mirando los ascensores, saludando con educación a los vecinos que salían y a los que entraban. Impasible, como salido del manual del arte de la guerra, a pesar de que en su cabeza se amontonaban mil pensamientos confusos y su instinto animal le pedía gritar y saltar.

Ni Ursula consiguió sacarlo de su aparente parsimonia. La niña salió del ascensor, precedida por su padre y su atontado hermano, a la hora usual. Sostenía un donut medio mordisqueado.

—Ayer, en el supermercado, se habían acabado los pastelillos de chocolate —le dijo, sin preocuparle la presencia de su padre—. Pero no te preocupes, hoy volverán a tener.

—Que pases un buen día, Ursula... Esperemos que hoy esos gamberros te dejen en paz.

Ursula sonrió por la amenaza de Cillian. Esperó a que su padre saliera a la calle y entonces escupió el bocado que tenía en la boca sobre la mesa de la garita.

—Así no pierdes práctica.

Llegaron las 8.30 sin tener noticias de la vecina del 8A. Cillian había renunciado a su café y su rosquilla habituales. No quería ir hasta la esquina y correr el riesgo de perderse la salida de Clara.

La señora Norman regresó con sus chicas. Miró a Cillian con cierta curiosidad mezclada con precaución.

—Espero que hayan disfrutado del paseo —dijo el portero sin levantar la mirada, siempre sentado en su garita.

Estaba claro que no iba a volver a empezar con la capa de ozono y la gripe porcina, y eso tranquilizó a la anciana: había vuelto a ser el Cillian de siempre.

—Te veo mucho mejor, querido. La tila hace milagros. Que tengas un buen día, Cillian. ¡Saludad, chicas! —La mujer le sonrió, le saludó con la mano y desapareció en un ascensor.

Las 8.40 y sin noticias de la pelirroja. Los nervios podían con él, pero permaneció quieto, inexpresivo, con la mirada clavada en la señal luminosa de los ascensores. A pesar del desasosiego, se sentía feliz. Ese retraso, ese cambio en la rutina habitual de Clara, era efecto de su intervención. No tenía ninguna duda.

Las 8.42. Nada. Intentó fantasear sobre lo que podía haber ocurrido. Imaginó que la chica se había encontrado fatal al despertarse. Alarmada había llamado a un médico. Tal vez otra llamada asustada, de impotencia y desesperación, a su novio, a su madre o a su hermana, que vivía en Boston. La imagen de su joven cuerpo cubierto de escoriaciones tenía que haber sido una visión horrible. Seguro que había tenido uno de los peores despertares de su vida. Tan atenta a su piel, debía de estar horrorizada.

Las puertas del ascensor se abrieron y Clara salió al vestíbulo. Guapa y sonriente como siempre. Cillian se quedó boquiabierto. Y esta vez fue incapaz de ocultar sus emociones.

—Buenos días, Cillian. ¿Te encuentras bien?

Tardó en contestar. Intentó ocultar su pasmo detrás de una sonrisa de circunstancias, pero tuvo la sensación de que no lo conseguía. Esa visión tan luminosa había sido un jarro de agua fría.

—¿Qué-qué-qué tal se encuentra usted, señorita Clara?

—Muy bien, gracias.

No pudo reprimirse: Salió de la garita y se acercó a ella para verle la piel de cerca. Se lanzó:

—¿Seguro? No tiene muy buen aspecto.

No era cierto. Se estaba aventurando para ver cómo reaccionaba. Comprobó que se había maquillado más de lo habitual. Las mejillas, la frente, la nariz, hasta el cuello estaban recubiertos por una sutil pero eficaz capa de maquillaje.

Clara sonrió.

—¡Tú sí que sabes cómo animar a una chica! —Y acto seguido, sorprendiéndole por la confianza, se abrió un poco el escote de la camisa y le enseñó una zona debajo del cuello no cubierta por el maquillaje. La piel estaba irritada; la reacción era más intensa que en la barriga de Cillian.

—Me he despertado así. La cara, el cuerpo, todo... He tenido que pasar una eternidad delante del espejo... ¡y tú me desmontas en cinco segundos!

No parecía demasiado preocupada. Cualquiera habría dicho que el poco tacto de Cillian la divertía. Y eso aún lo deprimió más.

—No... no tiene buena pinta —dijo poniendo cara de preocupación—. ¿Qué le ha ocurrido?

—Ni idea. Y, en confianza, el cuello no es lo peor.

Cillian se acercó a la zona irritada.

—Debería hacérselo mirar, podría ser algo grave. —Hizo una mueca de repugnancia. La inflamación era desagradable y Cillian no lo ocultaba.

—Tú no tienes novia, ¿verdad?

La pregunta le cogió desprevenido.

—¿Por qué lo pregunta?

—Un consejo sincero, Cillian. Un consejo de amiga. Nunca seas tan bruto con tus comentarios... Las chicas necesitamos que nos mimen en todo momento. Por lo menos las chicas como yo.

No había voluntad de reprimenda en las palabras de Clara. Tampoco parecían delatar una actitud machista de la joven. Sonaba de verdad a consejo amistoso.

—Si la he ofendido, le pido disculpas... —respondió rápido el portero—. Es que, francamente, esa inflamación me ha preocupado. Se lo digo como amigo.

—Pues entonces te agradezco tu interés. Pero no te preocupes, será una alergia a algo que he comido. Nada más. Es que tengo la piel muy sensible.

«Como vuelvas a sonreír —pensó Cillian—, esta noche vierto el bote entero de desatascador en tu loción vaginal.»

—Una alergia no produce algo así —protestó Cillian.

Clara no sonrió.

—Eso lo dirá el médico. —Sacó del bolso unas gafas de sol y se las puso—. ¿Qué tal así?

Cillian contestó con una mueca de aprobación poco convencida.

—Genial —suspiró la chica.

Mientras Clara se abrochaba la camisa, Cillian reconoció un sujetador y una camiseta interior que había tenido entre sus manos enguantadas la noche anterior. Volvió a animarse. Clara percibió la mirada descarada del hombre sobre su escote.

—Está claro que no tienes novia.

—Hoy va con un poco de retraso, ¿no?

—Por culpa de la sesión de maquillaje... aunque, visto lo visto, me la podría haber ahorrado —replicó Clara con sorna—. Perdona un momento. —Marcó un número al móvil—. Soy yo. ¿Todo bien?

Cillian aprovechó su distracción para estudiarla a fondo. En general había elegido ropa ancha. Pantalón oscuro de una tela que Cillian no sabría definir pero que parecía suave al tacto. Una camisa blanca sin cuello bajo una rebeca de cachemira negra. Notó que caminaba algo más rígida que normalmente. Tuvo la impresión, sin llegar a la certeza, de que se movía con las piernas un poco más separadas.

Clara seguía al teléfono.

—Ahora mejor, sí... de verdad. Por supuesto que sigue en pie. Pero parece que mi intento de autorrestauración no ha ido muy bien. —Le guiñó el ojo a Cillian—. Sí, los primeros comentarios del día no han sido muy halagadores... pero seguro que con tu ayuda lo arreglamos. —Clara hizo un amago inconsciente de sentarse en el banco que había delante de la garita pero cambió de opinión en el último momento y volvió a pasear por el vestíbulo—. No, envíamelo por e-mail. Lo leo en la BlackBerry y te digo algo inmediatamente.

Un taxi se detuvo enfrente de la puerta de cristal de la calle. La chica no iba a coger el metro como siempre.

—Hasta mañana —le susurró la pelirroja a Cillian, sin cortar su conversación de trabajo—. Ya, pero ¿John qué dice? Si él no está de acuerdo, no tiene sentido tirar adelante esa propuesta. ¿No crees?

Cillian aguzó la vista para captar cualquier mínima mueca de dolor o molestia cuando la chica se sentara en el vehículo. Pero lo único que sus ojos detectaron fue la sonrisa de Clara mientras indicaba la dirección al taxista.

—¡Que se vaya al infierno! —exclamó en voz alta al tiempo que golpeaba la pared con un violento puñetazo. Necesitaba liberar su frustración y su mano pagó las consecuencias.

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