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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

Mil días en la Toscana (25 page)

BOOK: Mil días en la Toscana
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En más de una ocasión he tenido delante un plato de lo más arreglado y pintoresco, cuyos ingredientes estaban tan trabajados y disimulados que, por más que lo intentara, no conseguía reconocer ninguno. Por el aroma, podría haber sido comida de utilería. No me atraen las espirales de puré de kiwi extraídas de una botella de plástico ni las construcciones tambaleantes levantadas sobre un pastelillo de masa de hojaldre con una chuleta de cordero a la parrilla encima, coronadas por una pera estofada, con la columna sostenida por espárragos, apoyados en ella con gracia, y unas cuantas lentejas cocidas desparramadas al azar entre los pétalos de una zinnia, sino que siempre me ha gustado la comida que me envía una corriente directa a las entrañas. Me resulta agotador tener que destruir un bodegón para poder llegar hasta mi cena. Siempre habría un momento de sospecha o tal vez dos, con el cuchillo y el tenedor en el aire, alguna pregunta. Esa mancha roja, ¿serán sufridas remolachas ó serán cerezas? Podrían ser remolachas y cerezas juntas, como me ocurrió una vez en que las encontré revueltas con un poco de
fumet
de pescado. Por eso, a medida que los chefs comenzaron a descomponer la estructura molecular de los alimentos para reestructurarla en formas y sustancias de lo más estrambóticas, cada vez me fue costando más mantener el entusiasmo en mi trabajo.

¿Por qué no habrá más chefs, cocineros y panaderos que sigan los pasos de Alice Waters o, subiendo más por la costa hacia el norte, los de Larry Forgione? ¡Cómo me gustaría poder recoger a todos aquellos hombres y mujeres que comenzaron su vida de chefs como puristas y traerlos aquí, a pasear por estos mercados, a ponerse delante de los fogones con algunos de estos chefs que cambian de menú cada noche según lo que hayan encontrado en el mercado por la mañana y que no se admiran ni lo consideran una prueba de su propia genialidad, sino que se consideran portadores de una antorcha, transmisores de su patrimonio gastronómico, que llevan a la mesa una comida bonita y dejan que esa comida bonita se parezca y sepa a sí misma y siga los ritmos antiguos, normales, naturales y razonables de la buena cocina, que sobrevive y prospera incluso en las
osterie
o las
trattorie
rurales más humildes de cada región de Italia, en ninguna de las cuales se ha hecho jamás un puré de remolachas y cerezas con caldo de pescado, salvo en aquellas que han renunciado a su herencia y han adoptado los usos de algunos californianos!

Sin embargo, en todos los años que llevo viajando impulsada por mi estómago, en casi todos los lugares en los que desembarqué he aprendido la misma lección. Los productos alimenticios de todo el mundo están tan relacionados como los seres humanos que viven en base a ellos. Hay cereales con los que se prepara algún tipo de pan: tortas chatas que se cocinan enseguida con leña, con carbón o con turba para los hambrientos y los que tienen prisa, panes hechos al vapor, panes fritos o hechos· al horno. Hay plantas y hierbas espontáneas que brotan en medio de la sequía y la sangre casi con la misma fidelidad que en los campos templados, Lo que cultiva una cultura depende de su suelo, sus piedras y su agua, de las manos de su gente y de su pasado. Todas las culturas fermentan y destilan alguna fruta o verdura o planta aromática para obtener bebidas alcohólicas y en todos los lugares —por remotos que sean entre sí— en los que haya un cerdo y una vaca prepararán algún plato local sabroso y exuberante con la carne del primero y los líquidos de la segunda. En Alsacia está la
Flammkuchen
; en la Umbría hay un pan tradicional que lleva estos dos ingredientes y, com.o tiene forma de caracol, se llama
lumachella
. ¿Qué se comería en Estados Unidos si no hubiese jamón y queso? Los ravioli no son ni más ni menos que
Kreplach
o rollitos de primavera, que son todos familiares de los
canederli
, las pastas rellenas de Alto Adigio, la región de Italia que limita con Austria. Y, cuando no estaba royendo la carne de algún animal, nuestra raza se alimentaba de cereales. Las gachas son harinas de cereal, de cualquier cereal, ablandadas en agua. Los romanos las llamaban
puls
y, aunque la palabra derivó para convertirse en
polenta
o
pulses
o
pablum
o
pap
, siguió refiriéndose a las mismas gachas nutritivas. Uno puede ver y saborear el linaje de esta comida cuando, por ejemplo, un menú ofrece «polenta asada con pesto de oruga» y otro, «Sémola de maíz con verduras». La comida mundial es una historia de espejos y repeticiones, del mismo modo que la música es una historia de lo que el virtuosismo, sublime o humilde, puede acariciar o liberar de las mismas ochenta y ocho teclas.

Y los mismos ritmos normales, naturales y razonables que se practican en los restaurantes de aquí se ponen en práctica en la cocina familiar. Nadie tiene nunca que pensar demasiado en lo que va a preparar para cenar. Depende del día. Más que la estación, el factor determinante de lo que se llevará a la mesa son las condiciones meteorológicas de esa estación. ¿Ha llovido? ¿Ya ha dado el sol el calor suficiente para madurar los pimientos rojos o hay que esperar un día más para las alubias amarillas y las patatitas nuevas?

La comida de los pobres de aquí es mucho más espléndida que la de los ricos en Estados Unidos y por eso, mientras escurro el agua en que he hervido unas patatas en un bol, para enriquecer un pan, o dejo que los jugos del trozo de carne que gira en el asador una vez por semana chorreen sobre una cacerola con patatas, para darles sabor, o cocino pan duro con plantas aromáticas y aceite, para hacer una sopa, me pregunto qué significa ser pobre. Creo que estoy aprendiendo a vivir con dignidad tanto en tiempos de necesidad como en los de abundancia. El método es esencialmente el mismo, pero el truco consiste en definir
abbondanza
, abundancia. Para nosotros, abundancia es una
giara
de aceite recién prensado, muchas menos cosas y un poco más de tiempo. Recuerdo que Barlozzo nos decía que, antiguamente, acumular quería decir tres sacos de castañas en lugar de dos, algo muy diferente del tipo de acumulación que practican algunos de mis conocidos californianos: cocinas de travertino de cien metros cuadrados con tres hornos, dos lavavajillas y dos neveras, chimenea, bar y el cuarto de baño y el vestuario del cocinero. En esta vida toscana hay claridad.

Además, ¿cómo va a sentirse pobre alguien que tiene un horno de leña en el jardín? No renunciaremos a cocinar al aire libre hi siquiera en estos meses tan gélidos, aunque sabemos que tendremos que ser más eficientes para no quedarnos sin leña. Lo encenderemos una vez por semana y cocinaremos todo lo que podamos de una sola vez: panes,
focaccie
, un estofado o un asado, un guiso de tubérculos… y, con el último calor, asaremos peras y manzanas de las que tenemos provisión en el granero o higos secos gorditos y ciruelas con un puñado de ramas de canela cortadas y un buen chorro de Vin Santo. Todos los días, a mediodía. y por la noche, nos limitaremos a coger porciones de lo que nos apetece y lo recalentaremos poco a poco en el horno de la cocina. Es un plan perfecto, hasta que nos ponemos a pensar en la manera de almacenar toda aquella abundancia ahumada con leña. Nuestra nevera no es mucho más grande que el minibar de la habitación de un buen hotel. Sin embargo, yo ya he tenido que resolver antes un problema semejante.

En Cold Spring-on-Hudson, mis hijos y yo vivíamos en una casita de piedra que era la vivienda del jardinero y estaba situada en el extremo del parque de una finca. La casa era preciosa, pero minúscula, y todo lo que había dentro tenía una talla proporcionalmente diminuta, incluida la nevera. En invierno, solíamos pasarnos toda la tarde del domingo cocinando y horneando y después lo guardábamos todo en el maletero del viejo Pinto. Botes de guiso de ternera y pollo y pasta rellena, pimientos rojos rellenos de salchicha y pan, panes de carne envueltos en beicon, un pastel de maíz, una cazuela de patatas y emmental o, si no, una de espinacas y nata: todo encajado como en un rompecabezas, tenso y seguro, en mi nevera portátil. La seguridad de nuestras cenas me acompañaba todos los días cuando iba a trabajar y cuando volvía, rogando para que no se descongelara.

Le cuento esta historia a Fernando y le pregunto:

—¿Por qué no guardamos en el granero la comida cocinada?

—Porque se la comerían los animales nocturnos.

—Pero podríamos construir un refugio. Tenemos ladrillos, troncos y piedras y no necesitamos nada más para levantar una especie de caja fuerte segura para la comida.

Me preparo para la refriega, pero él se limita a decir:


Va bene
. De acuerdo. Barlozzo y yo montaremos algo esta tarde. Le encantará la idea. Además, anoche me dijo que quería hablar con nosotros sobre la Navidad.

No estoy segura de querer hablar sobre la Navidad. Las fiestas obligatorias a veces me parecen una farsa. Prefiero una dosis de festejos todos los días, un pequeño reconocimiento de los milagros que contienen. Los espectáculos grandiosos me desaniman, porque acaban y entonces a menudo uno se siente disminuido, en lugar de renovado por ellos. Mi vida cotidiana me gusta bastante, de modo que prefiero vivirla incluso en N aviciad. Quiero encender el fuego, cocinar mi pan, correr al Centrale a desayunar, preparar una comida hermosa y comer con Fernando y Barlozzo, leer y dormir junto al fuego, caminar pisando fuerte por el bosque y atravesar la maraña de campos congelados hasta quedarme sin aire y dolorida por el frío, frente a la maravilla del cielo oscuro estrellado. Después me gusta poner las manos en torno a una taza de vino caliente con especias y beberlo a sorbos con nuestros amigos y vecinos, que seguramente se reunirán en el bar en algún momento de la noche. Como mis dos hijos pasan la Navidad con las familias de sus parejas, puede que parte de esta determinación sea una bravuconada, después de haber aprendido que, cuando los hijos son adultos con vidas complicadas de por sí, hay que compartir las fiestas. Sé que vendrán a pasar dos meses con nosotros este verano y eso ayuda, aunque no mucho. Y quiero ver a Floriana. Le he enviado una nota por medio de Barlozzo para preguntarle si podemos pasar a verla, pero no ha respondido.

Es el segundo fin de semana de diciembre y cada aldea y cada
borgo
festejan que han acabado de prensar su propio aceite. Se encienden hogueras en las plazas de los pueblos, se instalan grandes parrillas de leña para tostar pan y salchichas, cerdos enteros puestos en el asador, quemadores provisorios para calentar el vino tinto, acordeonistas, dúos de mandolinas,
mangiafuochi
, tragafuegos,
giocolieri
, bufones con trajes medievales, mujeres que leen el futuro en las cartas del tarot, vestidas con faldas de raso, y obispos con trajes de seda que vienen a bendecir el aceite y las almas que va a alimentar. Ritos paganos y ritos sagrados reunidos en torno al calor de las llamaradas. Las fiestas populares son remedios, un deleite dulce que viene a interrumpir la constancia que la vida exige al campesino. Iremos a la
sagra dell'olio nuovo
de Piazze, junto con todos los demás habitantes de San Casciano. Pantalones de montar de sarga, botas de montar, camisa blanca de encaje de cuello apretado que me llega a la barbilla, chaqueta de piel blanda del color del vino dulce y el pelo embutido en una boina marrón. La noche es oscura y huele a humo de leña y a nieve reciente cuando nos apeamos de un salto del camión del duque en este sábado por la noche en el mundo en versión toscana. Como una ola que parece de quinientas personas, entramos en una aldea en la que no viven más de setenta y cinco y nos dirigimos a oscuras hacia el aparcamiento municipal, donde se celebrará la
sagra
. Cuando llegamos a la luz, lo primero que veo es el
paiuolo
, un caldero instalado sobre el fuego que salta desde una pirámide de troncos, esperando a una bruja; en él se cuecen las judías borlotti rojas con cortes de piel de cerdo, ramas de salvia y romero y cabezas enteras de ajos machacados: todo burbujea en un caldo de tomates y vino tinto. Se han dispuesto dos parrillas estrechas —cada una tendrá como cuatro metros de largo—, que están al rojo vivo con las cenizas rojas y blancas de la madera de olivo y los sarmientos. La multitud se agiomera a su alrededor, a la espera de que se tueste a las brasas el pan, que no tardará en convertirse en
bruschette
. Un hombre se adelanta con una gran cesta de pan cortado en rebanadas de dos centímetros y medio. Con dedos hábiles y veloces, dispone el pan primero a lo largo de una de las parrillas y después de la otra y da la vuelta para poner una capa del otro lado. Las brasas no tardan ni un minuto en arañar el pan, de modo que tiene que volver corriendo a la primera rebanada y girarla con las pinzas que acaban de ponerle en la mano, como si fuera el instrumental de un cirujano. En realidad, tiene dos juegos de pinzas y usa uno después del otro, sin perder el ritmo. Toca la marimba, vuelta y vuelta, baja por un lado de la parrilla y sube por el otro, deslizándose con una suavidad emocionante. Cuando las dos caras del pan se han tostado ligeramente, coloca los trozos en bandejas como las de los restaurantes. Entonces entra en escena otro bailarín que, sujetando un metro por encima de su cabeza una botella de dos litros provista de una espita, echa sobre el pan caliente chorritos de un aceite verde espeso. El tercer bailarín va detrás, esparciendo sobre el aceite pellizcos de sal marina, cuyas migas nacaradas se funden sobre el pan caliente como el hielo en una plancha. En cuanto acaba con una fuente, alguien se la pasa a la multitud y después otra persona pasa la siguiente, hasta que se ha distribuido todo el pan y el maestro de la marimba comienza otra vez el baile desde el principio.

Sobre bloques de ceniza han levantado una especie de proscenio para un panel de degustación compuesto por cuatro caballeros sentados delante de una mesa cubierta con un mantel blanco sobre la cual hay seis botellitas transparentes de cristal, cada una de las cuales contiene aceite de un consorcio diferente y lleva una etiqueta con un número. Delante de cada hombre hay una fila de vasos de cristal y, con la pompa de una subasta de la Borgoña, comienza la cata. Los jueces son campesinos jubilados y, como por aquí los campesinos casi nunca se retiran, calculo que la media de edad debe de ser de casi noventa años. Todos llevan sombreros para protegerse del frío; la mayoría, el típico
colbacco
, una gorra de lana con forro de conejo con orejeras. Uno desafía a la noche con un sombrero de fieltro. Les sirven en los vasos el primer aceite y los cuatro hunden las napias viejas, arrugadas y curtidas para sentir el olorcillo del aceite. Lo observan a la luz tenue de las lámparas del aparcamiento y escriben sus impresiones en blocs amarillos. Lo prueban y algunos lo beben. Escriben más impresiones. Lo prueban sobre un trozo de pan tostado y vuelven a escribir. No está permitido el vino en el estrado y sé que esto provocaría el fin abrupto del acontecimiento. Efectivamente, se sirven los seis aceites, se huelen, se prueban, se beben y se juzgan en la misma cantidad de minutos. Se anuncia el nombre del ganador y la multitud lo ovaciona, silba y patea el suelo. Gana por unanimidad el aceite del consorcio de Piazze. Barlozzo dice que eso ocurre porque era el único que participaba, que todas las botellas contenían el mismo aceite y que aquellos viejos no habrían sido capaces de distinguir entre dos aceites, aunque uno fuera de la Puglia, o de Grecia, lo mismo daba. De todos modos, sube a felicitar a los jueces y al dueño del molino. El cariño que siente por sus vecinos es tan evidente como el falso sarcasmo con el que pretende ocultarlo.

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