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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (33 page)

BOOK: Mis gloriosos hermanos
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Tenía la boca seca como un pergamino, y cuando traté de hablar sólo pude emitir unos cuantos graznidos roncos. Mezclados con los supervivientes yacían en el suelo los heridos, que pedían agua, y los muertos, que ya no pedirían nada. Busqué a Judas y a Jonatás y mi corazón latió con menos furia cuando vi que seguían vivos y en pie, como también Rubén y Adán ben Lázaro; pero Judas sangraba de un largo tajo que le cruzaba el pecho, y el bravío y vengativo sureño tenía la cara aplastada, y la boca convertida en un agujero sanguinolento.

Judas se acercó, pasando sobre cuerpos muertos, y me tendió un frasco de agua.

-Dásela a los heridos -logré articular.

-No, Simón, es mejor que la beban los sanos; de lo contrario esta noche no habrá heridos.

Me humedecí los labios; no pude hacer otra cosa. Rubén se aproximó y me besó.

-Adiós, Simón, amigo mío.

Sacudí la cabeza.

-No -repitió él-, adiós, y que la paz sea contigo. Estoy contento. Así es como lo hubiera querido. Me alegro de haber vivido con vosotros; no ha de ser difícil morir con los hijos de Matatías.

Yo no podía pensar en los muertos, ni en el fin, ni en el pasado, ni en el futuro; sólo podía pensar en los benditos minutos de descanso y desear que pasara otro minuto, y otro minuto, antes de que volvieran al ataque.

Volvieron de nuevo. Nuestro círculo se apretó. Volvieron otra vez; y luego otra vez. Llegué a estar a pocos pies de mis hermanos, que antes se encontraban al otro lado del círculo. Atacaron; los rechazamos; volvieron a atacar; volvimos a rechazarlos. Finalmente formamos un semicírculo protegido por una gran roca. Allí nos quedaríamos y allí moriríamos.

Cada movimiento llegó a ser un suplicio insufrible. Ya no me dolían las heridas; ya no oía ni sentía nada; tenía conciencia únicamente del peso aterrador de mi espada; sin embargo, y no sé cómo, volvía a levantarla y a bajarla, asestando golpes y cuchilladas, lo mismo que mis hermanos, que también golpeaban y acuchillaban, lo mismo que Judas, que luchaba con su largo hierro afilado, el mismo que le había quitado a Apolonio hacía tanto tiempo. Y el enemigo seguía atacando, y yo sabía que lo seguiría haciendo indefinidamente, hasta que yo muriera, hasta que murieran todos los judíos. El tiempo detuvo su marcha; todo se detuvo, excepto el movimiento de los mercenarios que trepaban por las pilas de muertos para acometernos. De vez en cuando se producía una pausa, pero su dulzura sublime se esfumaba casi instantáneamente, y aparecían de nuevo los mercenarios.

Y entonces hubo una pausa que no terminó, y de improviso me di cuenta de que era de noche; que la noche cerrada, y no el anochecer, ese lento tránsito del día a la noche, nos envolvía; y que una lluvia impetuosa me azotaba la cara. Me pareció de pronto que estaba solo en aquel espectral paraje de muerte. Me humedecí la boca con la lluvia y grité; pero no fueron palabras lo que salió de mis labios, Sino ruidos, frenéticos y sollozantes sonidos. Seguí vociferando de ese modo hasta que sentí que unas manos se posaban en mi rostro y me encontré tendido en el suelo. Una voz, la voz de mi hermano Jonatás, me hablaba al oído, preguntándome a mí, al guardián de mi hermano:

-¡Simón!, ¡Simón! ¿Dónde está Judas?

-No lo sé..., no lo se.

Juntos nos fuimos arrastrando de cadáver en cadáver; nadie más vivía, ni uno solo. Nos arrastramos de cuerpo en cuerpo, y encontramos a Judas. La noche era oscura como boca de lobo, pero cuando nuestras manos lo tocaron lo reconocimos, y de algún modo hallamos fuerzas para levantarlo y sacarlo de aquel sitio infernal.

Caminamos lentamente, muy lentamente; cada paso que dábamos era una dolorosa tortura. A veces estábamos tan cerca de los mercenarios que oíamos claramente sus voces. Luego dejamos de oírlas; pero seguimos andando. Cuánto tiempo no lo sé; aquella noche no tuvo principio ni fin, mas en cierto momento hallamos una pequeña abertura entre las rocas y allí nos tumbamos. Pese a la lluvia torrencial caímos inmediatamente en el profundo sueno del agotamiento.

No sé a qué hora despertamos al día siguiente. El cielo estaba gris y la lluvia seguía cayendo. No vimos en ninguna parte a los mercenarios ni podíamos distinguir el lugar donde habíamos combatido.

No dijimos ni una sola palabra; no derramamos ni una sola lágrima. Todo había concluido; Judas, nuestro hermano Judas, el Macabeo sin par y sin reproche, estaba muerto. Jonatás y yo condujimos tiernamente su cuerpo en nuestros brazos. Todo había terminado, pero nosotros seguíamos andando, hacia el interior del país, hacia Modin, hacia el viejo techo de Matatías.

No encuentro palabras que puedan expresar lo que sentía en aquel momento, o lo que pensaba; como tampoco hubo nada que pudiéramos decirnos Jonatás y yo. Judas estaba muerto...

Y así lo escribo; yo, un hombre viejo, un anciano judío que sondea el pasado, que explora ese extraño y perturbador país de los recuerdos. Lo he escrito, pero ya no puedo seguir haciéndolo, porque ahora me parece que mi relato es poco útil y poco ilustrativo.

La noche es una fracción sombría de tiempo, y aunque todo el país goza de paz, yo, Simón, el último de mis gloriosos hermanos, no conozco la paz.

Quinta parte

El informe del legado Léntulo Silanio

JERUSALÉN DE JUDEA

Pláceme informar al noble Senado que he concluido mi misión.

De acuerdo con las instrucciones recibidas me trasladé al país de los judíos -o
iehudim
, como ellos se denominan- y permanecí en él tres meses, cumpliendo con mis obligaciones. Mantuve en ese lapso varias conversaciones con el jefe de los judíos, el Macabeo, como ellos lo llaman, y que se hace llamar también Simón, el etnarca. En esas conversaciones abordamos diversos temas, incluso el de las futuras relaciones entre Judea y Roma. A este punto me referiré en el transcurso de mi informe, y en las recomendaciones que me he permitido añadir humildemente al final. El resto del tiempo lo invertí en estudiar el país y las costumbres de sus habitantes y en preparar el presente informe.

Siguiendo las órdenes, viajé en barco hasta Tiro, y desembarqué.

Como no sabia nada acerca de los judíos, a los que no había visto nunca, decidí quedarme varios días en esa ciudad para adquirir algún conocimiento que me facilitara mi viaje a Judea. Me dirigí, por consiguiente, al barrio judío, que es bastante grande en Tiro, y conocí por primera vez a esa gente extraña.

Por fortuna no tuve dificultades de lenguaje. Casi todos los residentes de esa parte del mundo hablan el arameo, un idioma muy parecido al dialecto de los habitantes de Cartago, que aprendí durante las guerras púnicas, y muy pronto pude hablarlo tan bien como los nativos. Me permito recomendar al Senado que envíe a esa región a legados y embajadores versados en el arameo, para mayor gloria de Roma y de su largo brazo y para facilitar el intercambio de ideas.

El arameo es la lengua común de los judíos, los fenicios, los samaritanos, los sirios, los filisteos y los restantes y numerosos pueblos que habitan esa zona; y también de los griegos. Los judíos, en ciertas ocasiones, utilizan el hebreo, el antiguo idioma de lo que ellos llaman sus «sagradas escrituras», lengua emparentada con el arameo, pero poco inteligible para mí. Hasta los niños parecen conocer ambas lenguas allí, pero para los asuntos corrientes de la conversación diaria es suficiente con el arameo.

Con los judíos de Tiro no tuve tantas dificultades como con los amos locales. Estos últimos estaban inclinados al principio a limitar mis actividades, pero fui a ver a Malthus, el príncipe, y le previne claramente que en mi informe oficial al Senado incluiría detalladamente el trato que recibiera en la ciudad, cualquiera que fuese, y después de mi advertencia no volvieron a ponerme obstáculos.

Los judíos, por su parte, tienen una norma de conducta hacia los extranjeros claramente definida, y aunque la mayoría sólo conocía Roma de oídas y apenas si había visto alguna vez a un ciudadano romano, fui recibido con gran cortesía y no se me prohibió el acceso a ningún lugar de su pequeña comunidad, ni siquiera a sus locales sagrados, que ellos llaman «sinagogas». Esta actitud me asombró, tanto más porque yo ya me había percatado, durante las pocas horas de mi permanencia en Tiro, del odio, la desconfianza y el desdén con que miran a los judíos todos los demás habitantes de la ciudad. Pero ese odio no es exclusivo de Tiro; lo hallé en todas partes, como característica constante, durante mi viaje por tierra a Judea; hasta los esclavos, cuyo estado escapa a toda descripción, encontraban tiempo y disposición para odiar a los judíos. Una exteriorización tan estable como ésa me intrigó profundamente, y creo haber descubierto los factores que contribuyen a sostenerla; algunos de ellos los voy a enumerar y precisar en el curso de mi informe.

De los judíos de Tiro diré poco; me parece más conveniente describir las impresiones que me produjeron los judíos en su tierra natal, Judea. Debo apuntar, sin embargo, que se mantienen totalmente distanciados de los demás habitantes; no comen los mismos alimentos ni beben el mismo vino. Presentan, además, una peculiaridad que, aunque caracteriza también a los judíos de Judea, es más visible en un país no judío; me refiero a esa altiva superioridad, feroz e irreductible, que aparece mezclada inexplicablemente con una increíble humanidad. Es una peculiaridad que atrae e irrita al mismo tiempo, tanto que desde el primer momento, y pese a su cortesía, tuve que reprimir mis deseos de mostrarles una clara hostilidad.

Encontré y tomé a mi servicio en Tiro a un viejo judío llamado Aarón ben Leví, o sea Aarón hijo de Ley, anotaré aquí de paso que esta gente no usa apellido, pero el más humilde de los judíos puede establecer prolija y detalladamente su genealogía hasta la quinta, décima o decimoquinta generación de antepasados. Son un pueblo muy antiguo, quizá el más antiguo de toda esta región; eso nadie lo puede negar; y poseen además un sentido del pasado que es a la vez sorprendente e inquietante.

El tal Aarón ben Ley me resultó muy útil como guía y como informante, porque fue toda su vida camellero y caravanista, salvo durante los años en que dejó su oficio para combatir bajo el estandarte del Macabeo; fue muy valioso para mi no solamente por su conocimiento de todos los caminos y senderos de Palestina, sino también por los recuerdos que conservaba de las guerras judías.

Compré un caballo con su silla, por dieciséis siclos, que están anotados y atestados en la cuenta general de gastos, así como también un burro para el viejo; y nos pusimos en marcha hacia el sur, en dirección a Judea, por la carretera principal de la costa.

Voy a añadir unas cuantas líneas acerca del citado camellero, porque muchas de sus peculiaridades son típicas de los judíos y servirán para apreciar la capacidad potencial de esa gente y el gran peligro que representan. Debía de tener el viejo unos sesenta años de edad, era seco, duro y castaño como una nuez; tenía una nariz alta, casi todos los dientes y los ojos grises, chispeantes e insolentes. A diferencia de la mayoría de los judíos, que son generalmente más altos que los demás pobladores de esta parte del mundo, y hasta que los de Roma, el viejo era menudo y encorvado, pero su actitud y su porte eran ultrajantemente patricios. Aunque había estado más de un año sin trabajo antes de que yo lo contratara, y representaba por lo tanto una carga para la comunidad, literalmente un mendigo, daba la impresión de que me hacía un gran favor al aceptar mi comida y mi dinero. Si bien no había una verdadera ofensa en ninguna de sus palabras o gestos, se las amañaba para infiltrar en todas sus palabras y en todos sus ademanes una especie de desprecio compasivo, con el que daba a entender claramente que aunque yo era menos que basura, se debía a un accidente de nacimiento del que no tenía la culpa.

Reconozco que no es muy propio de un ciudadano romano y legado del Senado registrar esa clase de impresiones; pero son tan peculiares de este pueblo -aunque con sutiles variantes en los diversos individuos-, que no he podido menos que anotarlas.

Al principio tuve la intención de ponerlo en su lugar y de tratarlo como trataría a cualquier guía occidental, pero pronto advertí la futilidad de esa medida, y comprendí el significado de un proverbio que es muy común en estas tierras y que dice: «Si tomas a un judío como esclavo, no tardará en ser tu amo». El Senado reconocerá que no carezco de experiencia en ese terreno, y que como centurión aprendí a manejar a los hombres y a hacerme respetar; pero con esta gente es imposible. Ese Aarón ben Ley no dejaba de dispensarme sus consejos sobre todas las cuestiones imaginables, y siempre con un tono protector que no admitía réplica. Y consecuentemente me prodigaba los principios de su filosofía judía, esa filosofía rígida, un tanto nauseabunda, orgullosa y humilde a la vez, compuesta de la historia de los judíos y de sus creencias religiosas, bárbaras y viles, y contenida en lo que ellos llaman los «rollos sagrados», o la Torá. Una vez le pregunté, por ejemplo, por qué insistía, como todos los de su pueblo, en cargarse con esa larga capa de lana, una prenda a rayas blancas y negras que los cubre de la cabeza a los pies. En lugar de contestarme, me preguntó a su vez:

-¿Y tú, romano, por qué usas ese peto que este sol nuestro recalienta tanto que probablemente debe de estar quemándote la piel?

-Mi peto no tiene nada que ver con tu capa.

-Por el contrario, tiene mucho que ver con mi capa.

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