Read Misterio en la casa deshabitada Online
Authors: Enid Blyton
Y dicho esto, Fatty echó a correr por el sendero que conducía a Milton House. Apenas le vio, «Buster» se puso a ladrar, loco de contento.
—¡Buen perro! —elogió Fatty, acariciándole—. Ya puedes levantarte, amigo. Déjame coger mi «pullover».
«Buster» obedeció. Tras ponerse el «pullover», Fatty resolvió echar una ojeada alrededor de la casa, tal como habían hecho los demás, diciéndose que, a lo mejor, veía algo que a sus amigos habíales pasado inadvertido. Así, pues, procedió a contornear la casa, atisbando el interior de todas las ventanas.
Su sobresalto no tuvo límites al oír una severa voz procedente del otro extremo del jardín.
—¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? ¿No os he dicho que salierais todos de aquí hace un rato?
«¡Otra vez el Ahuyentador! —pensó Fatty, enojado consigo mismo por haberse dejado sorprender allí—. ¡Mala suerte!»
—¡Vamos! —gruñó—. ¡Dime qué estás haciendo aquí!
El Ahuyentador acercóse a él con su bicicleta.
Fatty miró a su alrededor, como si buscase algo.
—Pues verá usted... Dejé o los otros aquí ahora resulta que no están.
—¡Claro! —exclamó el Ahuyentador con perspicacia—. Y por eso atisbabas por todas las ventanas, ¿verdad? Para ver si se habían colado por una grieta.
—¡Qué listo es usted, señor Goon! —ensalzó Fatty—. Tiene siempre ideas luminosas. ¿Sabe dónde están mis amigos?
—No tendría nada de particular que los hubiese arrestado por jugar en una finca particular —refunfuñó el señor Goon sombríamente—. Si me dices por qué estáis todos tan interesados en este lugar, te diré dónde están tus compañeros.
—¿De veras, señor Goon? —exclamó Fatty, retrocediendo—. ¿Les sacará de la cárcel si se lo digo? ¿Ha comunicado ya a sus padres que los ha detenido? ¿Qué han dicho?
—¡Basta ya de monsergas! —rugió el Ahuyentador—. ¿Quieres decirme de una vez por qué andáis merodeando por aquí? Esta casa está deshabitada y ningún chico puede jugar en este jardín.
Fatty seguía retrocediendo, pero el señor Goon avanzaba implacablemente hacia él, con la cara colorada como un tomate. Detestaba a Fatty más que a ninguno de los otros Pesquisidores. Afortunadamente, Fatty contaba con la ayuda de «Buster», el cual, comprendiendo que las cosas se ponían feas, empezó a gruñir.
A poco, el perrito acercóse a husmear los tobillos del señor Goon y éste le propinó un puntapié.
—¡Oiga usted, señor Goon! —gritó Fatty, enojado al oír el aullido de dolor de «Buster»—. ¡Si da patadas a «Buster», le morderá y lo tendrá usted bien merecido! ¡No pienso intervenir!
El señor Goon repitió su hazaña, y entonces el perro abalanzóse hacia él, gruñendo furiosamente. Al ver dos blancas hileras de afilados dientes, el señor Goon apresuróse a montar en su bicicleta y descendió por la calzada a toda velocidad, seguido por el enfurecido «Buster».
—¡Esto no acabará así! —gritó el Ahuyentador, al tiempo que franqueaba el portillo—. ¡Puedes estar seguro de que pondré los puntos sobre las íes!
—¡Adiós! —vociferó Fatty—. ¡Mándeme una postal cuando los ponga! ¡Tú, «Buster», ven acá!
Los muchachos quedáronse desilusionados, mas no sorprendidos, al oír que Fatty no había podido hacerse con las llaves de Milton House.
—Es raro que la señorita Crump haya comprado una casa y no la habite —observó Larry—. ¿Por qué motivo habrá amueblado una sola habitación del último piso, sin dar explicaciones a nadie? ¡Vaya secreto más raro!
—No podemos ir a preguntarle por qué ha instalado esa habitación en el piso —objetó Daisy—. Se pondría furiosa si supiera que hemos trepado al árbol a atisbar el interior.
—Naturalmente que no —convino Fatty—. Pero podríamos ir a verla con cualquier excuso para sonsacarla.
—¿Qué excusa? —suspiró Daisy.
—¡Ya pensaremos algo! —repuso Fatty—. Los buenos detectives siempre se las arreglan para trabar conversación con la gente.
—¿Dónde vive esa señorita? —inquirió Pip.
Fatty le dijo las señas.
—Podríamos ir allí fácilmente en nuestras bicicletas —propuso Larry—. Propongo que lo hagamos. Estoy deseando trabajar en este caso, si podemos.
—Sí, pero ¿«qué» excusa daremos a la señorita Crump? —insistió Daisy, a quien no le seducía la idea de presentarse ante una anciana dama sin un pretexto razonable.
—¡Por Dios, Daisy! —suplicó Fatty, que no había pensando aún en qué podría consistir la excusa—. ¡No nos atosigues! ¡Déjalo en mis manos! Iremos allí, daremos un vistazo por los alrededores, y luego decidiremos el mejor medio de interpelar a la señorita Crumpet
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—¡Señorita Crump! —corrigió Bets, con una risita—. ¡Que no se te escape llamarla Crumpet!
—No es aconsejable que vayamos «todos» a verla —advirtió Daisy juiciosamente—. Despertaríamos sus sospechas. ¿Os imagináis su sorpresa al ver cinco chicos invadiendo su casa para hablarle de Milton House?
—De acuerdo, pero como «yo» me he encargado ya de ir a ver a los agentes, y «Pip» descubrió el misterio, ahora te toca a ti hacer algo —declaró Fatty, generosamente—. A ti, o a Larry, o a Bets.
En realidad, Fatty hubiera deseado hacerlo todo personalmente, pero sabía que un buen jefe debe dar oportunidades a todo el mundo. Y Fatty era un buen jefe.
—¡Oh! —exclamó Daisy, algo contrariada—. De acuerdo. Pero opino que tú lo harías mejor que nadie. Fatty.
—Es posible —asintió Fatty, dejando a un lado la modestia—. No en balde he estado entrenándome todo el trimestre para esta clase de trabajo. Será muy fácil.
Así, pues, decidieron ir a ver a la señorita Crump aquella tarde, en sus respectivas bicicletas. Como la casa, no estaba muy lejos, «Buster» podría ir en la cesta de la bicicleta de Fatty.
—Pero, por lo que más quieras, «Buster» —instó Fatty—, no intentes salir disparado de la cesta como la última vez que te llevé. ¿Recuerdas? Viste un conejo o algo parecido y, al saltar, por poco provocaste un accidente.
—¡Guau! —ladró «Buster, algo avergonzado, como si comprendiera los cargos de su amo.
—¡Buen perro! —consoláronle los demás, con caricias.
De hecho, no podían soportar verlo triste.
Inmediatamente después de comer, partieron en sus bicicletas a fin de reunirse en la esquina de la calle donde vivía Pip. Luego, se pusieron en marcha, tocando la campanilla a más y mejor, con «Buster» sentado en la cesta de Fatty sobre sus patas traseras, muy excitado y con un palmo de lengua fuera.
A los veinte minutos de pedalear, llegaron a Little Minton. Un chico repartidor mostróles el camino de Hillwais.
Era una vieja y hermosa casita, con celosías y esbeltas chimeneas. El jardín estaba muy cuidado.
—No me sorprende que la señorita Crumpet prefiera vivir aquí que en aquel solitario y feo caserón —comentó Fatty, apeándose de su bicicleta—. Bien, ¿tenéis algún plan?
A nadie se le ocurría nada. De improviso, resultaba inesperadamente difícil hallar un medio de ir a interpelar a la señorita Crump acerca de Milton House.
Fatty bajó a «Buster» de la cesta de la bicicleta. Satisfecho de poder estirar las patas, el perrito corrió hacia el portillo del jardín.
Entonces, sucediéronse los acontecimientos. Un enorme perrazo apareció, ladrando, en el sendero, precipitándose hacia «Buster». Éste gruñó, asombrado, dispuesto a presentar combate. El perrazo gruñó a su vez, con todo el pelaje del lomo erizado.
—¡Van a pelearse! —chilló Bets—. ¡Aparta a «Buster», Fatty!
Pero, antes de que el chico pudiera llevarse al perrito, el perro de la casa abalanzóse sobre él, con gran consternación por parte de Bets. Ambos perros ladraban y gruñían furiosamente, enzarzados en una pelea.
—¡Ven acá «Buster»! —vociferaban los chicos—. ¡Por favor, «Buster»! ¡Ven acá!
Pero «Buster» no estaba dispuesto a dar media vuelta y a huir en plena lucha. Le encantaba pelearse y rara vez tenía ocasión de hacerlo. Por otra parte, no le importaba que su contrincante fuera más grande que él. ¡Tenía buenos colmillos para defenderse!
A poco, abrióse la puerta principal de la casa y en su marco apareció una dama entrada en años, de contextura rolliza y aspecto agradable. Al punto, la mujer echó a correr por el sendero, con expresión preocupada.
—¡Cielos! —exclamó—. ¿Qué hace «Tomás»? ¿Atacar a vuestro perro? ¡Ven acá, «Tomás»! ¡Basta ya de peleas!
Pero ni «Tomás» ni «Buster» se dieron por aludidos y continuaron su emocionante pelea como aquél que oye llover.
Bets lloraba amargamente. Aquel bullicio la trastornaba y, además, temía que «Buster» pereciese en la refriega.
Sus sollozos enternecieron a la dama regordeta.
—Un momento, querida —dijo a Bets—. ¡Sé cómo separarlos! ¡No llores más!
Y, tras meterse de nuevo en la casa presurosamente, reapareció con un gran cubo de agua y echólo sobre los dos enfurecidos perros.
Éstos tuvieron tal sobresalto al notar el contacto del agua helada sobre sus lomos, que retrocedieron, aterrados. La señorita Crump aprovechó la ocasión para sujetar a «Tomás» y Fatty hizo lo propio con «Buster».
—¡Eres muy malo, «Tomás»! —reconvino la dama regordeta—. ¡Te encerraré en la perrera todo el día!
Y, volviéndose a los chicos, agregó:
—¡Aguardad a que lo encierre! Vuelvo en seguida.
Y desapareció tras la casa, con el enojado y desilusionado «Tomás».
—¿Es esa la señorita Crump? —cuchicheó Larry.
—Supongo que sí —asintió Fatty—. Fijaos en el pobre «Buster». Tiene un mordisco en la pata. Está sangrando.
Bets sollozaba, asustada y dolorida. No podía soportar ver a «Buster» en aquellas condiciones. En cambio, «Buster» era el único que no parecía preocuparse en absoluto de su mordisco. Tras lamerse la pata, meneó el rabo, como diciendo: «¿Qué pelea más estupenda, eh?» ¡Lástima que haya terminado tan pronto!
—¡Tú no has tenido la culpa, «Buster»! —disculpóse Daisy—. Fue ese detestable perrazo el que te atacó.
La señorita Crump reapareció, muy apenada por lo sucedido. Al ver que Bets seguía llorando inclinóse a abrazarla.
—No llores más, querida —le dijo—. Ese pillastre de «Tomás» no ha conseguido lastimar mucho a tu perrito. Es un perro muy fiero, «Tomás». Pertenece a mi hermano y persigue a todos los perros y gatos que se aventuran por el jardín.
—¡El pobre «Bbbbuster» está ssssangrando! —gimió Bets, que detestaba la vista de la sangre.
—No te preocupes —tranquilizóla la señorita Crump—. Lo llevaremos dentro y, luego de curarle la patita, se la vendaremos. ¿Te parece bien?
—Sí, muy bien —asintió Bets, enjugándose las lágrimas.
La niña se dijo que «Buster» estaría graciosísimo con una pata vendada. ¡Tendría que mimarlo mucho para resarcirlo!
—Bien, entonces, venid conmigo —instó la señorita Crump—. Dejad vuestras bicicletas junto al portillo. Eso es. Me llamo señorita Crump y vivo aquí, con mi hermano.
—¡Oh! —exclamó Daisy.
Y reflexionando que lo mejor era decir, asimismo, sus nombres a la señorita Crump, la muchacha procedió a presentar cortésmente a todos sus compañeros. A poco, la dueña de la casa los hizo pasar a un confortable y acogedor saloncito, y, una vez allí, lavó y vendó primorosamente la patita de «Buster», con gran satisfacción del animalito.
—Creo que la cocinera ha hecho unos bollos —declaró la señorita Crump, en cuanto terminó el vendaje, mirando a los niños con expresión radiante—. ¿Seríais capaces de comeros uno o dos?
Todos estaban seguros de «ser capaces» de comerse todos los bollos que les pusieran delante. ¡Qué simpática era la señorita Crump! Cuando ésta fue a por los bollos, Fatty propuso, tocando a Daisy con el codo:
—Lo mejor será que empieces ya a formular preguntas. Es una magnífica ocasión para hacerlo.
Daisy no tenía idea de cómo iniciar aquel interrogatorio sobre Milton House, pero todo resultó inesperadamente fácil.
A su regreso, la señorita Crump procedió a repartir bollos, inquiriendo:
—¿De dónde venís? ¿Sois de muy lejos?
—¡Oh, no! —repuso Daisy—. Vivimos en Peterswood.
—¿De veras? —exclamó la señorita Crump, ofreciendo un bollo al sorprendido y agradecido «Buster»—. ¡Qué casualidad! Yo estuve a punto de ir a vivir allí hace cosa de un año. Supongo que no conocéis una casa llamada, Milton House, ¿verdad?
—¡Oh, sí, perfectamente! —respondieron todos a una.
La señorita Crump mostróse sorprendida de que, al parecer, Milton House fuese tan popular.
—Pues veréis —empezó la señorita Crump, sirviéndose un bollo—. Hace ya algún tiempo, adquirí Milton House. Mi hermano deseaba vivir en este condado y le pareció que Milton House era lo más a propósito para nosotros.
—¡Ah, caramba! —farfulló Daisy, tras recibir un codazo de Fatty—. Entonces... ¿por qué no fueron ustedes a vivir allí? Según parece... residen ustedes aquí.
La salida de la muchacha no pecaba de diplomática, pero la señorita Crump prosiguió diciendo, jovialmente:
—El caso es que, apenas la compré, sucedió una cosa muy rara.
Al oír esto, los muchachos aguzaron los oídos. Por su parte, «Buster», percatándose del general interés, enderezó las orejas a su vez.
—¿Qué sucedió? —preguntó Bets, ávidamente.
—Acudió un hombre a verme, con el ruego de que le vendiera la casa a él —explicó la señorita Crump—, alegando que había pertenecido a su querida madre y que, como habíase criado allí, ansiaba habitarla de nuevo con su mujer y sus hijos. Y como me ofreció una cantidad muy superior a la que pagué por ella, que era... a ver, dejadme pensar...
—Tres mil libras —profirió Pip, cortésmente, recordando lo que Fatty le había dicho.
Al punto, recibió sendos codazos de Fatty y de Larry, en tanto la señorita Crump mirábale, estupefacta.
—¿Pero, cómo diablos sabes esto? —farfulló la mujer—. ¿Qué extraordinario. Tal «fue», precisamente, el precio que pagué. ¿Pero, cómo lo sabes tú?
Pip se puso como la grana. Tan aturdido estaba, que no sabía qué decir. Menos mal que Fatty estaba al quite, como de costumbre.
—Verá usted, señorita —dijo el gordito, gravemente—. Es que Pip tiene mucho ojo para esas cosas. «Muchísimo» ojo. Me figuro que es un don especial, ¿verdad? —agregó, volviéndose a sus amigos para inducirles con la mirada a corroborar su aserto.
—¡Oh, «sí»! —apresuráronse a afirmar los demás, todos a una—. ¡Es un adivinador fantástico!