Authors: Herman Melville
—Muy oscuro, muy oscuro —dijo Elías—. Tened muy buenos días.
Una vez más le dejamos, pero otra vez más llegó suavemente por detrás de nosotros, y tocándome de nuevo en el hombro, dijo:
—Mirad si los podéis encontrar ahora, ¿queréis?
—¿Encontrar a quién?
—¡Tened muy buenos días, muy buenos días! —replicó, volviendo a alejarse—. ¡Oh! Era para preveniros contra..., pero no importa, no importa..., es todo igual, todo queda en familia, también...; hay una helada muy fuerte esta mañana, ¿no? Adiós, muchachos. Supongo que no os volveré a ver muy pronto, a no ser ante el Tribunal Supremo.
Y con estas demenciales palabras, se marchó por fin, dejándome por el momento con no poco asombro ante su desatada desvergüenza.
Por fin, subiendo a bordo del Pequod, lo encontramos todo en profunda calma, sin un alma que se moviera. La entrada de la cabina estaba atrancada por el interior; las escotillas estaban todas cerradas, y obstruidas por rollos de jarcia. Avanzando hasta el castillo de proa, encontramos abierta la corredera del portillo. Al ver una luz, bajamos y encontramos sólo un viejo aparejador, envuelto en un desgarrado chaquetón. Estaba tendido todo lo largo que era sobre dos cofres, con la cara hacia abajo, metida entre los brazos doblados. El sopor más profundo dormía sobre él.
—Aquellos marineros que vimos, Queequeg, ¿dónde pueden haber ido? —dije, mirando dubitativamente al dormido. Pero parecía que, cuando estábamos en el muelle, Queequeg no había adverádo en absoluto aquello a que ahora aludía yo, por lo que habría considerado que sufría una ilusión óptica, de no ser por la pregunta de Elías, inexplicable de otro modo. Pero silencié el asunto, y, volviendo a observar al dormido, sugerí jocosamente a Queequeg que quizá sería mejor que velásemos aquel cuerpo presente, diciéndole que se acomodara del modo adecuado. Él puso la mano en las posaderas del durmiente, como para tocar si eran bastante blandas, y luego, sin más, se sentó encima tranquilamente.
—¡Por Dios, Queequeg, no te sientes ahí! —dije.
—¡Ah, mucho buen sentar! —dijo Queequeg—, como en país mío; no hacer daño su cara.
—¡Su cara! —dije—: ¿le llamas cara a eso? Un rostro muy benévolo, entonces; pero respira muy fuerte: se está incorporando. Quítate, Queequeg, que pesas mucho; eso es aplastar la cara de los pobres. ¡Quítate, Queequeg! Mira, te derribará pronto. Me extraña que no se despierte.
Queequeg se apartó hasta junto a la cabeza del durmiente, y encendió su pipa-hacha. Yo me senté a los pies. Nos pusimos a pasarnos la pipa por encima del durmiente, del uno al otro. Mientras tanto, al preguntarle, Queequeg me dio a entender en su forma entrecortada, que, en su país, debido a la ausencia de sofás y canapés de toda especie, los reyes, jefes y gente importante en general, tenían la costumbre de engordar a algunos de las clases bajas con el, fin de que hicieran de otomanas, y para amueblar cómodamente una casa en ese aspecto, sólo había que comprar ocho o diez tipos perezosos y dejarlos por ahí en los rincones y entrantes. Además, resultaba muy conveniente en una excursión, mucho mejor que esas sillas de jardín que se pliegan en bastones de paseo; pues, llegado el momento, un jefe llamaba a su asistente y le mandaba que se convirtiera en un canapé bajo un árbol umbroso, quizá en algún lugar húmedo y pantanoso.
Mientras narraba esas cosas, cada vez que Queequeg recibía de mí la pipa-hacha, blandía el lado afilado sobre la cabeza del durmiente.
—¿Por qué haces eso, Queequeg?
—Mucho fácil matar él, ¡ah, mucho fácil!
Iba a seguir con algunas locas reminiscencias sobre la pipahacha, que, al parecer, en ambos usos, había roto el cráneo a sus enemigos y había endulzado su propia alma, cuando fuimos totalmente reclamados por el aparejador dormido. El denso vapor que ahora llenaba por completo el angosto agujero, empezaba a hacerse notar en él. Respiraba con una suerte de ahogo; luego pareció molesto en la nariz; luego se revolvió una vez o dos, y por fin se incorporó y se restregó los ojos.
—¡Eh! —exhaló por fin—: ¿quiénes sois, fumadores? —Hombres de la tripulación —contesté—: ¿cuándo se zarpa? —Vaya, vaya, ¿conque vais aquí de marineros? Se zarpa hoy. El capitán llegó a bordo anoche.
—¿Qué capitán? ¿Ahab?
—¿Quién va a ser, si no?
Iba a preguntarle algo más sobre Ahab, cuando oímos un ruido en cubierta.
—¡Vaya! Starbuck ya está en movimiento —dijo el aparejador—. Es un primer oficial muy vivo; hombre bueno y piadoso, pero ahora muy vivo: tengo que ir allá. —Y así diciendo, salió a la cubierta y le seguimos.
Ahora amanecía claramente. Pronto llegó la tripulación a bordo, en grupos de dos o tres; los aparejadores se movieron; los oficiales se ocuparon activamente, y varios hombres de tierra se afanaron en traer varias cosas últimas a bordo. Mientras tanto, el capitán Ahab permanecía invisiblemente reservado en su cabina.
Al fin, hacia mediodía, después de despedir por último a los aparejadores del barco, y después que el Pequod fue halado del muelle, y después que la siempre preocupada Caridad nos alcanzó en una lancha ballenera con su último regalo —un gorro de dormir para Stubb, el segundo oficial, cuñado suyo, y una Biblia de repuesto para el mayordomo—, después de todo eso, los dos capitanes Peleg y Bildad salieron de la cabina, y Peleg, dirigiéndose al primer oficial, dijo:
—Bueno, señor Starbuck, ¿está usted seguro de que todo está bien? El capitán Ahab está preparado: acabo de hablar con él. No hay más que recibir de tierra, ¿eh? Bueno, llame a todos a cubierta, entonces. Póngalos aquí para pasar revista, ¡malditos sean!
—No hay necesidad de palabras profanas, aunque haya mucha prisa, Peleg —dijo Bildad—, pero ve allá, amigo Starbuck, y cumple nuestro deseo.
¡Cómo era eso! Aquí, a punto mismo de partir para el viaje, el capitán Peleg y el capitán Bildad andaban por la toldilla como unos señores, igual que si fueran a ser conjuntamente los capitanes de la travesía, como para todo lo demás lo eran en el puerto. Y, en cuanto al capitán Ahab, todavía no se veía ni señal de él; solamente decían que estaba en la cabina. Pero, entonces, había que pensar que su presencia no era en absoluto necesaria para que el barco levara el ancla y saliese con facilidad al mar. Ciertamente, todo eso no era en rigor asunto suyo, sino del piloto, y como todavía no estaba completamente recuperado —según decían—, por consiguiente, el capitán Ahab se quedaba abajo. Y todo ello parecía bastante natural, principalmente dado que en la marina mercante muchos capitanes no se muestran jamás en cubierta durante un considerable tiempo después de levar anclas, sino que se quedan en la mesa de la cabina, haciendo un festejo de despedida con sus amigos de tierra, antes que éstos abandonen definitivamente el barco con el piloto.
Pero no hubo mucha ocasión de reflexionar sobre el asunto, pues el capitán Peleg estaba ahora en plena actividad. Parecía que él y no Bildad, hacía la mayor parte de la conversación y las órdenes.
—¡Aquí a popa, hijos de solteros! —gritó, cuando los marineros se demoraban junto al palo mayor—. Señor Starbuck, échelos a popa.
—¡Derribad la tienda! —fue la siguiente orden. Como ya sugerí, esa marquesina de ballena no se izaba sino en el puerto, y a bordo del Pequod desde hacía treinta años, se sabía que la orden de derribar la tienda venía después de la de levar anclas.
—¡Al cabrestante! ¡Sangre y truenos!, ¡corriendo! —fue la siguiente orden, y la tripulación saltó por los espeques.
Entonces, al levar anclas, la posición habitualmente ocupada por el piloto es la parte delantera del barco. Y allí Bildad, que igual que Peleg, ha de saberse que era uno de los pilotos licenciados del puerto, en adición a sus demás funciones (y se sospechaba que se había hecho piloto para ahorrarse los derechos de práctico de Nantucket en todos los barcos en que tenía intereses, pues nunca pilotaba otras embarcaciones), Bildad, como digo, se mostraba ahora activamente ocupado mirando por la proa el ancla que se acercaba, y de vez en cuando cantando lo que parecía una lúgubre estrofa de salmo para animar a los marineros en el cabrestante, que lanzaban en rugido una especie de coro sobre las muchachas de Booble Alley, y su buena voluntad. No obstante, no hacía tres días que Bildad les P había advertido que no se consentirían canciones profanas a bordo del Pequod, sobre todo al levar anclas, y Caridad, su hermana, había puesto un pequeño ejemplar selecto de Watts en la litera de cada tripulante.
Mientras tanto, inspeccionando la otra parte del barco, el capitán Peleg imprecaba y juraba a popa del modo más espantoso. Casi creí que hundiría el barco antes que pudiera levarse el ancla; involuntariamente me detuve en mi espeque, y dije a Queequeg que hiciera lo mismo, al pensar en los peligros que corríamos empezando el viaje con semejante diablo como piloto. No obstante, me consolaba con la idea de que podría encontrarse alguna salvación en el piadoso Bildad, a pesar de lo de la setecientas sesenta y sieteava parte, cuando sentí un repentino y fuerte golpe en el trasero, y al volverme, me quedé horrorizado ante la aparición del capitán Peleg en el acto de retirar la pierna de mi inmediata cercanía. Era mi primer golpe.
—¿Así es como se leva ancla en la marina mercante? —rugió—. ¡Salta y corre, cabeza de carnero; salta y rómpete el espinazo! ¿Por qué no empujáis, dijo yo, todos vosotros? ¡Saltad! ¡Quohog! Salta tú, el tipo de las patillas rojas; salta, gorro escocés; salta, el de los pantalones verdes. Saltad todos vosotros, os digo, y ¡a ver si os saltáis los ojos!
Y diciendo así, se movía a lo largo del molinete, usando acá y allá la pierna con generosidad, mientras el imperturbable Bildad seguía marcando el compás con su salmodia. Pensé que el capitán Peleg debía haber bebido algo aquel día.
Por fin, se levó el ancla, se largaron las velas y nos deslizamos adelante. Era un día de Navidad, corto y frío, y cuando el breve día nórdico se fundió en noche, nos encontramos casi en alta mar en el invernal océano, cuya congeladora salpicadura nos envolvía en hielo como en una armadura pulida. Las largas filas de dientes en las amuradas destellaban a la luz de la luna, y, como vastos colmillos marfileños de algún enorme elefante, enormes carámbanos curvados colgaban de la proa.
El flaco Bildad, como piloto, mandó el primer cuarto de guardia, y de vez en cuando, mientras la vieja embarcación se zambullía profundamente en los verdes mares, enviando el hielo ateridor por encima de ella, y los vientos aullaban, y las jarcias vibraban, se oían sus firmes notas:
Tras las hinchadas aguas, bellos campos
Revestidos están de verde vivo.
Tal vieron los judíos Canaán,
tras el jordán que ante ellos discurría.
Nunca me sonaron tan dulcemente aquellas dulces palabras como entonces. Estaban llenas de esperanza y alegría. A pesar de la noche invernal en el rugiente Atlántico, a pesar de mis pies mojados y mi chaquetón aún más mojado, todavía me parecía que me estaban reservados muchos puertos placenteros, y prados y claros tan eternamente primaverales, que la hierba brotada en abril permanece intacta y sin hollar hasta el estío.
Al fin alcanzamos alta mar de tal modo que ya no fueron necesarios los dos pilotos. La gruesa barca de vela que nos había acompañado empezó a ponerse al costado.
Fue curioso y nada desagradable cómo se sintieron afectados Peleg y Bildad en aquella ocasión, sobre todo el capitán Bildad. Pues reacio todavía a marchar, muy reacio a dejar definitivamente un barco destinado a un viaje tan largo y peligroso, más allá de ambos cabos tormentosos, un barco en que se habían invertido varios millares de sus dólares duramente ganados, un barco en que navegaba de capitán un antiguo compañero, un hombre casi tan viejo como él, saliendo una vez más al encuentro de todos los terrores de la mandíbula inexorable; reacio a decir adiós a una cosa en todos sentidos tan rebosante de todo interés para él, el pobre Bildad se demoró mucho tiempo, recorrió la cubierta con zancadas ansiosas, bajó corriendo a la cabina a decir otras palabras de despedida, volvió a subir a cubierta y miró a barlovento, miró las anchas e ilimitadas aguas, sólo ceñidas por los remotos e invisibles continentes orientales, miró a la arboladura, miró a derecha e izquierda, miró a todas partes y a ninguna, y por fin, retorciendo maquinalmente un cabo en su tolete, agarró de modo convulsivo al robusto Peleg de la mano, y, levantando una linterna, por un momento se le quedó mirando a la cara con aire heroico, como si dijera: «A pesar de todo, amigo Peleg, lo puedo soportar; sí que puedo».
En cuanto al propio Peleg, lo tomaba con más filosofía, pero, aun con toda su filosofía, se vio una lágrima brillando en sus ojos cuando la linterna se le acercó demasiado. Y, él, también, corrió no poco de cabina a cubierta; unas veces diciendo una palabra abajo, y otras veces una palabra a Starbuck, el primer oficial.
Pero por fin se volvió hacia su compañero, con un aire terminante:
—¡Capitán Bildad! ¡Vamos, viejo compañero, tenemos que marcharnos! ¡Cambia la verga mayor! ¡Ah del bote! ¡Atención, al costado ahora! ¡Cuidado, cuidado! Vamos, Bildad, muchacho; di adiós. Mucha suerte, Starbuck..., mucha suerte, señor Stubb..., mucha suerte, señor Flask... Adiós, y mucha suerte a todos... y de hoy en tres años tendré una cena caliente humeando para vosotros en la vieja Nantucket. ¡Hurra, y vamos!
—Dios os bendiga, y manteneos en Su santa observancia, muchachos —murmuró el viejo Bildad, casi incoherentemente—. Espero que ahora tendréis buen tiempo, de modo que el capitán Ahab pueda pronto andar entre vosotros; un sol agradable es todo lo que necesita, y ya lo tendréis de sobra en el viaje al trópico adonde vais. Tened cuidado en la caza, marineros. No desfondéis los botes sin necesidad, arponeros; las cuadernas de buena madera de cedro blanco han subido el tres por ciento este año. No olvidéis tampoco vuestras oraciones. Señor Starbuck, fíjese que el tonelero no desperdicie las duelas de repuesto. ¡Ah, las agujas para las velas están en la caja verde! No pesquéis mucho en los días del Señor, muchachos; pero tampoco desperdiciéis una buena ocasión, que es rechazar los buenos dones del Cielo. Tenga ojo con la caja de la melaza, señor Stubb; me pareció que se salía un poco. Si tocan en las islas, señor Flask, cuidado con la fornicación. ¡Adiós, adiós! No guarde mucho tiempo ese queso en la bodega, señor Starbuck: se estropeará. Cuidado con la manteca: a veinte centavos estaba la libra, y fijaos, si...