Moby Dick (8 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Como muchos púlpitos a la antigua usanza, era muy alto, y, puesto que unas escaleras normales hasta tal altura menguarían seriamente el terreno ya pequeño de la capilla, por su amplio ángulo en el suelo, parecía que el arquitecto había obrado bajo sugestión del Padre Mapple, terminando el púlpito sin escalera y sustituyéndolas por una escalera vertical a un lado, como las escalas de gato que se usan en el mar para subir de un bote a un barco. La esposa de un capitán ballenero había provisto la capilla de un bonito par de guardamancebos de estambre rojo para la escala de gato, que, teniendo por sí una bonita cabecera, y teñida de color caoba, hacía que todo el dispositivo no pareciera de ningún modo de mal gusto, si se tiene en cuenta la clase de capilla que era. Deteniéndose un instante al pie de la escala de gato y agarrando con ambas manos los nudos ornamentales de los guardamancebos, el Padre Mapple lanzó una mirada a lo alto, y luego, con una destreza verdaderamente marinera, pero reveréncial, sin embargo, subió, mano tras mano los flechastes como si ascendiera a la cofa mayor de su navío.

Las partes perpendiculares de esta escala de gato lateral, como suele ser el caso en las suspendidas, eran de jarcia cubierta de tela, sólo que los flechastes eran de madera, así que en cada peldaño había una articulación.

Al echar mi primera ojeada al púlpito no me había pasado por alto que, por más que fueran convenientes para un barco, esas articulaciones parecían superfluas en el caso presente. Pues no estaba preparado para ver al Padre Mapple, después de ganar la altura, dar media vuelta lentamente, e inclinándose sobre e1 púlpito, retirar hacia arriba cuidadosamente la escalerilla, flechaste tras flechaste, hasta que toda ella estuvo depositada dentro, dejándole inexpugnable en su pequeña Quebec.

Cavilé un rato sin comprender del todo la razón de esto. El Padre Mapple disfrutaba de tan amplia reputación de sinceridad y santidad, que no podía sospechar que persiguiera la notoriedad por ningún simple truco de escenografía. No, pensé; debe haber alguna razón sensata para esto; además, debe simbolizar algo invisible. ¿Podrá ser entonces que por ese acto de aislamiento físico simboliza su retirada espiritual desde el tiempo, desde todas las ataduras y conexiones externas de este mundo? Sí, pues reconfortado con la carne y el vino de la Palabra, para este fiel hombre de Dios, el púlpito, como veo, es una fortaleza de autocontención; una altanera Ehrenbreitstein, con una perenne fuente de agua entre sus muros.

Pero la escala de gato no era en aquel lugar el único rasgo extraño tomado de las anteriores navegaciones del capellán. Entre los cenotafios de mármol a ambos lados del púlpito, la pared que le daba respaldo estaba adornada con una amplia pintura representando un valiente navío en lucha con una terrible tempestad a lo largo de una costa a sotavento, toda rocas negras y níveas rompientes.

Pero arriba, por encima de la turbonada volante y las oscuras nubes fugitivas, flotaba una pequeña isla de luz del sol, desde la cual irradiaba un rostro de ángel; y ese claro rostro lanzaba una visible mancha de radiosidad sobre la desarbolada cubierta del barco, algo así como aquella placa de plata que ahora está inserta entre las tablas del
Victory
donde cayó Nelson. «Ah, noble navío —parecía decir el ángel—: sigue luchando, sigue luchando, oh, tú, noble navío, y mantén firme el gobernalle; pues, ¡mira!, el sol irrumpe, y las nubes se disipan: está cerca el más sereno azur.»

Tampoco el propio púlpito carecía de huellas de ese mismo gusto marinero que había dado lugar a la escala de gato y la pintura. Su frontal con paneles era a semejanza de un buque de proa muy llena, y la Santa Biblia descansaba en una pieza prominente en voluta, configurada como el pico de una proa, en forma de cabeza de violín.

¿Podía haber algo más lleno de significado? Pues el púlpito es siempre la parte más a proa de la tierra, y todo lo demás queda atrás; el púlpito precede al mundo. Desde allí, se da el primer grito de alarma ante la tormenta de la rápida ira de Dios, y la proa debe aguantar el primer envite. Desde allí se invoca por primera vez al Dios de las brisas buenas o malas para que dé vientos favorables.

Sí, el mundo es un barco en su viaje de ida, y es un viaje sin vuelta, y el púlpito es su proa.

IX
 
El sermón

El Padre Mapple se irguió, y con suave voz de autoridad sin arrogancia, ordenó a la gente dispersa que se apretara:

—¡Trozo de estribor, allí! ¡Fuera de babor! ¡Trozo de babor, a estribor! ¡A crujía, a crujía!

Hubo un sordo ruido de pesadas botas marinas entre los bancos, y un roce más ligero de zapatos de mujer, y todo volvió a quedar en silencio, y todas las miradas en el predicador.

Él se detuvo un momento; luego, arrodillándose en la proa del púlpito, plegó sus grandes manos morenas sobre el pecho, levantó los ojos cerrados, y ofreció una oración tan hondamente devota que parecía estar arrodillado y rezando en el fondo del mar.

Acabado esto, con prolongados tonos solemnes, como el continuo doblar de una campana en un barco que se hunde en alta mar en la niebla, comenzó a leer así el siguiente himno, pero, hacia las estrofas finales, cambió de acento e interrumpió en una repiqueteante exultación gozosa:

Las costillas de horror de la ballena

alzaban sobre mí su arco funesto;

la ola de Dios, con claro sol, pasaba

y me llevaba a lo hondo, a ser juzgado.

Vi abrirse las quijadas del infierno,

con penas y dolores que no acaban;

sólo puede contarlo quien lo sufre:

oh, en desesperación me sumergía.

Entre el espanto negro, clamé a Dios,

al que apenas podía creer mío;

él inclinó su oído a mis querellas,

Y la enorme ballena me soltó.

En mi auxilio voló deprisa, como

cabalgando en un fúlgido delfín;

claro y terrible igual que los relámpagos

brilló el rostro de Dios mí salvador.

Mi canto para siempre contará

esa hora de miedo y de alegría;

yo doy toda la gloria a mi Señor;

suya es toda la gracia y el poder.

Casi todos se unieron al himno, que creció y subió por encima del aullar de la tormenta. Sucedió una breve pausa; el predicador pasó lentamente las hojas de la Biblia, y por fin, plegando la mano sobre la página buscada, dijo:

—Amados compañeros de tripulación, remachemos el último versículo del capítulo primero de Jonás... «Y Dios había preparado un gran pez para que se tragara a Jonás.»

»Compañeros, este libro, que contiene sólo cuatro capítulos —cuatro filásticas—; es uno de los cordones más pequeños en el poderoso cable de las Escrituras. Y sin embargo ¡qué profundidades del alma sondea el profundo escandallo de Jonás! ¡Qué lección más fecunda es para nosotros este profeta! ¡Qué cosa más noble es ese cántico en el vientre del pez! ¡Qué grandiosidad y qué estruendo de ola! Sentimos el flujo que nos cubre, lo sondeamos hasta el fondo algoso de las aguas; nos rodean las algas y la broza marina. Pero ¿qué es esa lección que enseña el libro de Jonás? Compañeros, esta lección es un cabo de dos cordones; una lección para todos nosotros como hombres pecadores, y una lección para mí como piloto del Dios vivo. Como hombres pecadores, es una lección para todos, porque es un relato del pecado, de la dureza del corazón, de los terrores repentinos, del rápido castigo, el arrepentimiento, las oraciones y finalmente la liberación gozosa de Jonás. Como pasa con todos los pecadores de este mundo, el pecado de este hijo de Amittai estuvo en su deliberada desobediencia al mandato de Dios —no importa ahora cuál fuera ese mandato, ni cómo se lo transmitiera—, que él encontró duro mandato. Pero todas las cosas que Dios quiere que hagamos nos resultan duras de hacer —recordadlo— y, por tanto, más a menudo nos manda que intenta persuadirnos. Y si obedecemos a Dios, debemos desobedecernos a nosotros mismos, y en este desobedecernos a nosotros mismos consiste la dureza de obedecer a Dios.

»Con este pecado de desobediencia en él, Jonás sigue ofendiendo aún a Dios, al tratar de huir de Él. Cree que un barco hecho por hombres le va a llevar a países donde no reine Dios, sino sólo los Capitanes de este mundo. Merodea por los muelles de Joppe, y busca un barco rumbo a Tarsis. Aquí nos acecha, quizás, un significado que hasta ahora no se ha advertido. Según toda explicación, Tarsis no podía ser otra ciudad que la moderna Cádiz. Ésa es la opinión de los doctos. ¿Y dónde está Cádiz, compañeros? Cádiz está en España; a tanta distancia por mar, desde Joppe, como podía haber navegado Jonás en aquellos días antiguos, cuando el Atlántico era un mar casi desconocido. Porque Joppe, la moderna Jaffa, compañeros, está en la costa más oriental del Mediterráneo, en la costa siria; y Tarsis o Cádiz, a más de dos mil millas de allí, en la misma salida del Estrecho de Gibraltar. ¿No veis, pues, compañeros, que Jonás trataba de huir de Dios a todo lo ancho del mundo? ¡Hombre miserable! ¡Oh, el más vergonzoso y digno de todo desprecio; con sombrero gacho y mirada culpable, escapándose de su Dios; rondando entre las embarcaciones como un vil ladrón que tiene prisa de cruzar los mares! Tan desordenado e inquietante es su aspecto, que si en aquellos días hubiera habido policía, Jonás, sólo por la sospecha de algo malo, habría sido detenido antes de tocar cubierta. ¡Qué claramente es un fugitivo! Sin equipaje ni sombrerera ni maleta ni saco de lona; sin amigos que le acompañen hasta el muelle para despedirle. Al fin, después de mucho buscar vacilando, encuentra la nave para Tarsis, que recibe lo último de su cargamento; y al subir a bordo para ver al capitán de la cabina, todos los marineros dejan un momento de izar las mercancías para observar las perversas miradas del desconocido. Jonás lo ve, y en vano trata de tener aspecto de tranquilidad y confianza; en vano ensaya su miserable sonrisa. Fuertes intuiciones sobre ese hombre aseguran a los marineros que no puede ser inocente. A su manera, juguetona, pero seria, uno susurra al otro: "Jack, ha robado a una viuda", o: "Joe, fíjate en ése; es un bígamo", o: "Harry, muchacho, me parece que es el adúltero que se escapó de la cárcel en la vieja Gomorra, o uno de los asesinos desaparecidos de Sodomá". Otro corre a leer el cartel pegado a la empalizada del muelle en que está amarrado el barco, ofreciendo quinientas monedas de oro por la captura de un parricida, y conteniendo la descripción de su persona. Lo lee, y mira a Jonás después de leer el cartel, mientras que todos sus comprensivos compañeros se agolpan ya en torno a Jonás, preparados a echarle una mano. Jonás, asustado, tiembla, y, reuniendo en la cara toda su valentía, no hace sino tener más aspecto de cobarde. No quiere confesar que se sospecha de él; pero eso mismo ya es muy sospechoso. Así que se las arregla como puede, y, cuando los marineros encuentran que no es el hombre que se anuncia, le dejan pasar, y él baja a la cabina.

»"—¿Quién va? —exclamó el capitán, en su mesa atareada, preparando apresuradamente sus papeles para la Aduana—: ¿Quién va?" ¡Ah, cómo destroza a Jonás esa inofensiva pregunta! Por un momento, casi se vuelve para escapar otra vez. Pero se domina. "Quiero un pasaje para Tarsis en este barco; ¿cuándo zarpa?" Hasta entonces, el afanado capitán no había levantado los ojos hacia Jonás, aunque lo tiene delante; pero en cuanto oye su hueca voz, dispara una mirada de escrutinio. "Zarparemos con la próxima marea", contesta por fin con lentitud, sin dejar de mirarle atentamente. "¿Antes no?" "Ya es bastante pronto para cualquier hombre honrado que vaya como pasajero." ¡Ah, Jonás! Ahí tienes otra punzada. Pero rápidamente hace que el capitán se aparte de esa pista. "Zarparé con usted —dice—. ¿Cuánto cuesta el pasaje? Pagaré ahora." Pues estaba escrito precisamente, compañeros, como si fuera una cosa para no pasarlo por alto en esta historia, "que pagó su pasaje" antes que la nave se hiciera a la vela. Y tomándolo con el contexto, esto está lleno de significado.

»Ahora bien, compañeros, el capitán de Jonás era uno de esos cuyo discernimiento descubre el delito en cualquiera, pero cuya codicia lo denuncia sólo en los pobres. En este mundo, compañeros, el Pecado, si paga el viaje, puede ir libremente, y sin pasaporte, mientras que la Virtud, si es pobre, es detenida en todas las fronteras. Así que el capitán de Jonás se prepara a poner a prueba su bolsa, antes de juzgarle abiertamente. Le cobra tres veces más de lo acostumbrado, y él lo acepta también. Entonces el capitán sabe que Jonás es un fugitivo, pero al mismo tiempo decide ayudar una huida que cubre de oro su retaguardia. Sin embargo, cuando Jonás saca la bolsa tranquilamente, prudentes sospechas molestan todavía al capitán. Hace sonar cada moneda para encontrar si hay alguna falsa. No es un falsificador, en todo caso, murmura; y Jonás queda acomodado para el viaje. "Señáleme mi camarote, capitán —dice entonces Jonás—: Estoy cansado de viajar y necesito dormir." "Tienes cara de ello —dice el capitán—: aquí está el sitio." Jonás entra y querría encerrarse, pero la puerta no tiene llave. Al oírle que palpa aturdido allí, el capitán se ríe en voz baja para sí, y murmura algo de que las puertas de las celdas de los prisioneros no se permite nunca que se cierren por dentro. Vestido y polvoriento como está, Jonás se echa en la cama, y encuentra que el techo del pequeño camarote casi descansa en su frente. El aire está denso, y Jonás jadea. Luego, en ese oprimido agujero, hundido además por debajo de la línea de flotación, Jonás siente como un heraldo el presentimiento de la hora sofocante en que la ballena le encerrará en la más pequeña de las divisiones de sus tripas.

»Atornillada en su eje contra la pared, una lámpara balanceante oscila levemente en el camarote de Jonás, y el barco, escorándose hacia el muelle por el peso de los últimos fardos recibidos, y la lámpara, con su llama y todo, siguen manteniendo una oblicuidad permanente respecto al camarote; aunque, en verdad, infaliblemente derecha, la propia lámpara no hace sino evidenciar los falsos niveles embusteros entre los que se encuentra. La lámpara alarma y asusta a Jonás; tendido en su litera, sus ojos atormentados dan vueltas al sitio, y este fugitivo hasta ahora con éxito, no encuentra refugio para su mirada inquieta. Pero esa contradicción en la lámpara cada vez le espanta más. El suelo, el techo y las paredes están todos ladeados. "¡Ah, así pende en mí mi conciencia! —gruñe—; vertical, ardiendo así; ¡pero los cuartos de mi alma están todos torcidos!

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