Morir de amor (34 page)

Read Morir de amor Online

Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: Morir de amor
7.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Algo agradable? —repetí, mirándolo horrorizada.

—El tipo hizo redecorar la habitación por un profesional para hacerle un regalo a ella. Aunque a ella no le gustara el estilo, ¿por qué no le agradeció la intención?

—¿Tú crees que es agradable que, después de llevar treinta y cinco años casados, él le haya prestado tan poca atención a su mujer que ni siquiera se haya fijado en lo mucho que ha trabajado ella para tener la habitación perfecta, y cuánto le gustaba tal como estaba? Algunas de las antigüedades que tenía Sally, y que fueron vendidas antes de que pudiera recuperarlas, eran verdaderas reliquias, y no pueden ser reemplazadas.

—Por mucho que ella las quisiera, no eran más que muebles. Él es su marido. ¿No crees que se merecía algo mejor que la mujer echándole el coche encima?

—Ella es su mujer —repliqué—. ¿No crees que se merecía algo mejor que ver que algo que ella quería tanto había sido destruido y reemplazado por algo que ella detesta absolutamente? Después de treinta y cinco años casados, ¿no crees que él al menos debería haber sido capaz de decirle a la decoradora que Sally detesta el metal y el vidrio?

Por su expresión, se veía que a Wyatt tampoco le iban los gustos ultramodernos, aunque él no lo habría dicho de esa manera.

—¿Está enfadada porque él no se ha dado cuenta del estilo que a ella le gusta?

—No, se siente herida porque se ha dado cuenta de que él no le presta ninguna atención. Está enfadada porque él ha vendido sus cosas.

—¿Acaso no eran sus cosas también?

—¿Fue él quien se dedicó meses a buscar cada pieza? ¿Fue él quién les dio un acabado personal? Yo diría que eran de ella.

—Vale, pero eso no justifica que haya intentado matarlo.

—Bueno, verás, no intentaba matarlo, sólo quería hacerle daño en parte, como el daño que él le había hecho a ella.

—Entonces, como decías tú, debería haber usado un cortacésped en lugar de un coche. Independientemente de lo herida que se sienta, si lo hubiera matado yo tendría que haberla detenido por asesinato.

Pensé un rato en ello.

—Hay cosas por las que vale la pena que te detengan —dije. Personalmente, yo no habría ido tan lejos como Sally, pero no iba a decírselo a Wyatt. Las mujeres tienen que unirse, y pensé que aquello sería una buena lección para él: con las cosas de las mujeres no se juega. Si él era capaz de superar esa tendencia que tenía a analizar las cosas dependiendo de las leyes que se habían infringido, estaba segura de que las vería razonablemente—. Las cosas de una mujer son importantes para ella, como los juguetes de los hombres lo son para ellos—. ¿No hay nada que atesores de verdad, algo que haya pertenecido a tu padre? ¿O quizá un coche? —Entonces lo pensé—. ¡No tienes coche! —El único coche en el garaje era el Crown Vic, que era propiedad municipal y prácticamente era como llevar escrito encima «¡
Policía
!».

—Por supuesto que tengo un coche —dijo, con voz queda, mirando las dos grandes fuentes en que había dividido las cuatro docenas de rosquillas desmigajadas en trozos pequeños—. ¿Qué hago ahora?

—Bate los huevos. No hablo del coche de propiedad municipal —dije—. ¿Qué ha pasado con tu Tahoe? —En la época de nuestras primeras citas, hacía dos años, Wyatt tenía un Tahoe grande de color negro.

—Lo cambié —dijo, mientras batía dos huevos, luego rompió otros dos y también los batió.

—¿Por qué? El garaje está vacío.

—Es un Avalanche. Lo tengo desde hace tres meses. También es negro.

—¿Dónde está?

—Se lo presté a mi hermana, Lisa, hace dos semanas, mientras el suyo estaba en el mecánico. —Frunció el ceño—. Esperaba que ya me lo hubiera devuelto. —Cogió el teléfono inalámbrico, marcó un número y sujetó el auricular entre el hombro y el mentón—. Hola, Lise. Acabo de recordar que tienes mi coche. ¿El tuyo sigue en el mecánico? ¿Qué problema hay? —Estuvo a la escucha un momento—. Vale, ningún problema. Como te he dicho, me acabo de acordar. —Guardó silencio y escuché la voz de una mujer, pero sin entender lo que decía—. ¿Eso hizo, eh? Podría ser. —Luego rió—. Sí, es verdad. Te daré los detalles cuando hayamos solucionado los problemas. Vale. Sí. Nos vemos.

Apretó la tecla
off
y dejó el teléfono sobre la mesa. Luego revisó lo que había hecho hasta ese momento.

—¿Qué hacemos ahora?

—Una lata de leche condensada por cada fuente. —Me lo quedé mirando con aire suspicaz—. ¿Qué es verdad?

—Un problema en que estoy trabajando.

Intuía que el problema en que trabajaba era yo, pero tenía que estar muy en forma para discutir con él y ganar, así que lo dejé correr.

—¿Cuándo le entregarán su coche?

—Espera que hacia el viernes. Pero sospecho que le gusta conducir mi Avalanche. Tiene todas las sirenas y pitidos. —Me miró y me guiñó un ojo—. Ya que a ti también te gustan los todoterreno, te encantará el mío. Te verás muy mona en él.

Si no me veía muy mona, seguro que tendría que trabajar lo de mi imagen. Estaba muy cansada y le indiqué cuándo agregar los ingredientes que quedaban, a saber, la sal, la canela, más leche y un poco de polvo de vainilla. Lo mezcló todo y luego lo vertió en los moldes. Con los hornos ya calientes, colocó los moldes y puso el temporizador en treinta minutos.

—¿Ya está? —le pregunté—. Si no te importa, me voy a lavar los dientes y a acostarme. Cuando suene el reloj, saca los moldes, los cubres con papel de aluminio y los dejas en la nevera. Haré el glaseado de mantequilla por la mañana. —Me levanté a duras penas. Estaba casi al borde de mi resistencia física.

A él se le suavizó la expresión y sin decir palabra me cogió en brazos.

Dejé descansar la cabeza en su hombro.

—Esto lo haces a menudo —dije, mientras me subía por las escaleras—. Quiero decir, llevarme en brazos.

—Es un placer. Sólo querría que no tuviera que ser en estas circunstancias. —La expresión suave se le borró de la cara y mutó en una más bien grave—. Me angustia mucho que estés herida. Quiero matar al hijo de perra que te ha hecho esto.

—Ajá. Ahora sabes cómo se siente Sally —dije, triunfante. Cualquier cosa para ganar un punto, aunque normalmente no recomiendo que a una le disparen ni que tenga un accidente de coche para poder apuntárselo. Por otro lado, si esas cosas habían ocurrido, ¿por qué no utilizarlas? No tiene mucho sentido renunciar a una buena carta, sin que importe cómo ha llegado a nuestras manos.

Me lavé los dientes. Luego, Wyatt me ayudó a desvestirme y me metió personalmente en la cama. Estaba dormida antes de que saliera de la habitación.

Dormí toda la noche, y ni siquiera me desperté cuando él se acostó. Me desperté cuando sonó su alarma, estiré el brazo entre sueños y le toqué el hombro cuando él se estiró para apagar el reloj.

—¿Cómo te sientes esta mañana? —me preguntó.

—No tan mal como pensaba que me sentiría. Estoy mejor que anoche. Eso sí, todavía no he intentado salir de la cama. ¿Tengo los ojos ensangrentados? —Aguanté la respiración esperando la respuesta.

—En realidad, no —dijo él, mirándome de cerca—. El hematoma no está peor que anoche. Al parecer, todas esas historias de vudú que hicisteis en la cocina han funcionado.

Gracias a Dios. Volvería a ponerme hielo durante el día, sólo para asegurarme. No me iba demasiado lo del
look
mapache.

Él no abandonó la cama enseguida, y yo tampoco. Se estiró y bostezó y volvió a tenderse, somnoliento. Había un interesante efecto tienda que aparecía por debajo de su cintura y tuve ganas de comprobarlo. Sin embargo, pensé que sería una crueldad, teniendo en cuenta mi exigencia de no querer que tuviéramos relaciones sexuales. No, no estaba bien dicho. No era que yo no lo quisiera, pero sabía que no debíamos hasta después de solucionar unas cuantas cosas. Aunque la verdad es que tenía muchas ganas.

Antes de sucumbir a la tentación —una vez más— me obligué a distraerme con otra cosa y me senté en la cama con cuidado. Sentarme me dolió. Mucho. Me mordí el labio, deslicé las piernas fuera de la cama, me puse de pie y di un paso. Y otro. Encorvada y cojeando como una anciana muy anciana, llegué hasta el cuarto de baño.

La mala noticia era que mis músculos me dolían más que la noche anterior, pero eso era previsible. Las buenas noticias eran que sabía cómo enfrentarme a ello. Al día siguiente me sentiría mucho mejor.

Me di un baño caliente mientras Wyatt preparaba el desayuno, y eso me hizo bien. También me aliviaron los dos ibuprofenos y los ejercicios de estiramiento. Y la primera taza de café. El café me ayudó en el plano de los sentimientos más que en el muscular, pero los sentimientos también tienen su importancia, ¿no?

Después del desayuno, hice el glaseado de mantequilla para bañar los púdines de pan. Fue rápido y sencillo, una barra de mantequilla y una caja de azúcar glasé, con un toque de ron. Wyatt no resistió la tentación. El glaseado de mantequilla ni siquiera se había enfriado y él ya había hundido una cuchara en el plato. Entrecerró los ojos y emitió un sonido como de canturreo.

—Chica, esto está buenísimo. Puede que me quede con los dos.

—Si te los quedas, te denunciaré.

—Vale, vale —dijo, con un suspiro—. Pero me los harás para mi cumpleaños todos los años, ¿vale?

—Pero si ahora ya sabes hacerlo solo —dije, con los ojos muy abiertos, si bien sentí que el corazón me daba un alegre vuelco al oír eso de pasar los cumpleaños juntos, año tras año—. ¿Cuándo es tu cumpleaños, concretamente?

—El tres de noviembre. ¿Y el tuyo?

—El quince de agosto.

Dios mío, no es que crea en la astrología ni nada de eso, pero un Escorpión y un Leo pueden ser una combinación muy explosiva. Los dos son testarudos y tienen mal genio. En cuestiones de testarudez, eso sí, yo me acojo a la quinta enmienda.

—¿Por qué frunces el ceño? —me preguntó, rozando levemente mis cejas.

—Eres Escorpión.

—¿Y? Esto es un Escorpión, ¿no? —Me puso una mano en la cintura, me acercó a él, se inclinó y me besó en la oreja—. ¿Quieres ver mi aguijón?

—¿No quieres saber los aspectos negativos del Escorpión? Y no es que crea en la astrología.

—Si no crees, ¿qué sentido tiene que me digas qué tiene de malo ser Escorpión?

Lo detestaba cuando le entraba la vena lógica.

—Así sabrás qué hay de malo en ti.

—Ya sé qué hay de malo en mí. —Me cogió un pecho en el cuenco de su mano y me mordisqueó el cuello—. Lo que hay de malo es que me trae loco una rubia de un metro sesenta y dos, con una actitud muy suya, una boca muy guapa y un culo redondo y saltarín.

—Mi culo no salta —objeté, indignada. Trabajaba mucho para mantenerlo prieto. También tenía que esforzarme para tener esa cara de indignada, debido a lo que me estaba haciendo en el cuello.

—No te lo has visto por detrás cuando caminas.

—Muy perspicaz.

Sentí que sonreía en mi cuello. Había echado la cabeza hacia atrás y ahora estaba agarrada a sus hombros. Me había olvidado de lo que me dolía moverme.

—Se mueve arriba y abajo, como dos pelotas botando. ¿Nunca te has dado la vuelta para ver cómo se les cae la baba a los hombres?

—La verdad, sí, pero siempre he pensado que era más bien un problema evolutivo.

—Podría ser —dijo él, ahogando una risilla—. Dios, cómo quisiera que no estuvieras tan adolorida y magullada.

—Llegarías tarde al trabajo. —No me molesté en protestar para decir que no dejaría que me hiciera el amor porque ya había demostrado tener un lamentable control de mí misma cuando se trataba de él. Podía intentarlo, pero…

—Sí, y todos sabrían lo que he estado haciendo, porque llegaría con una gran sonrisa pintada en la cara.

—Entonces, me parece bien que esté dolorida y magullada porque nunca miro con buenos ojos a los que llegan tarde al trabajo. —Y si mi autocontrol no funcionaba contra él, quizá podía jugar con el problema de los dolores y magulladuras y agotar sus posibilidades. Sí, ya sé que es un poco manipulador de mi parte, pero aquello era la guerra… Y él llevaba todas las de ganar.

Volvió a mordisquearme el cuello para recordarme lo que me perdía, en caso de que lo hubiera olvidado. No lo había olvidado.

—¿Qué harás hoy mientras no esté?

—Dormir. Quizá practique un poco de yoga para estirar y relajar los músculos. Me pasearé por tu casa y miraré en todas partes. Después, si tengo tiempo, quizás ordene tus latas de conserva por orden alfabético, ponga orden en tu armario y programe tu televisor para que se encienda siempre en el canal Lifetime. —No sabía si eso era posible, pero la amenaza parecía convincente.

—Dios mío —dijo, con voz de terror—. Vístete. Te vienes a la comisaría conmigo.

—No puedes aplazarlo para siempre. Si insistes en que me quede aquí contigo, tendrás que sufrir las consecuencias.

—Ahora entiendo cómo funciona esto. —Levantó la cabeza y me miró entrecerrando los ojos—. De acuerdo. Haz todas tus maldades. Esta noche me vengaré.

—Estoy herida, ¿lo recuerdas?

—Si puedes hacer todo eso, es que estás en mejor forma de lo que dices. Supongo que me enteraré esta noche, ¿no? —Me frotó ligeramente el trasero—. Estaré esperando el momento con ansia.

Estaba muy seguro de sí mismo.

Lo seguí a la segunda planta y lo miré mientras se duchaba y se afeitaba, y luego me senté en la cama mientras se vestía. El traje elegido ese día era de color azul oscuro, camisa blanca y una corbata amarilla con rayas azul marino y rojas muy delgadas. Vestía estupendamente, que es algo que aprecio de verdad en un hombre. Cuando acabó añadiendo la cartuchera bajo la axila y la placa abrochada al cinturón, casi fue demasiado para mi autocontrol. Toda esa autoridad y poder me ponía cachonda, lo cual no es muy feminista de mi parte, pero qué importa. Una se aprovecha de lo que la pone cuando lo encuentra y Wyatt era lo que me ponía a mí, sin importar lo que llevara puesto.

—Les llevo tu pudín de pan a los chicos y chicas. Creo que se pondrán muy contentos. Y luego iré a ver a tu ex —dijo, y se puso la chaqueta.

—Eso es perder el tiempo.

—Puede que sí, pero lo quiero ver con mis propios ojos.

—¿Por qué no hablan con él MacInnes y Forester? ¿Cómo se sentirán contigo metiendo las narices en un caso que les han asignado a ellos?

—Les ahorro un viaje y, además, ellos saben que es una cuestión personal, así que aprovecharán para tomarse un descanso.

Other books

Secrets of the Time Society by Alexandra Monir
Saving Jessica by Lurlene McDaniel
Wild Weekend by Susanna Carr
Dylan by C. H. Admirand
No Comfort for the Lost by Nancy Herriman
A Soldier in Love by A. Petrov