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Authors: Christopher Moore

¡Muérdeme! (26 page)

BOOK: ¡Muérdeme!
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Y Flood dice: «¿Qué pasa ahora?».

«¿Tienes algún carné falso?» Me estaba metiendo con él por simular que tenía quinientos años cuando nos conocimos, cuando en realidad solo tiene diecinueve.

Y él responde: «No, ¿y tú?».

«Sí. Unos seis. Entraré a mirar.»

Y él dice: «Vale».

Así que empiezo a entrar donde están los ejecutivos y los ciudadanos y oigo una voz de chica que dice: «Eh». En voz baja, pero sabiendo que podemos oírla.

Y es la condesa, cerrando la puerta de un apartamento que hay por debajo del nivel de la calle. Y lleva unos vaqueros negros y unas Nike, pero tiene el pelo glorioso, y en un instante salta la verja sin tocar siguiera las escaleras y está en brazos de Tommy. Y era algo precioso, y triste, y sentí que se me partía el corazón, pero saltaba de alegría porque quiero de verdad a la condesa, y quiero a Tommy, y ellos se quieren el uno al otro y, bueno, mierda puta.

Así que voy y les suelto: «Nos acechan asesinos de rostro frío, cabrones, ahora no tenemos mucho tiempo para que empecéis a poneros cachondos».

Y la condesa como que deja a Tommy y me da un gran abrazo y me dice: «Vaya, chiquilla, te sienta bien lo de estar muerta».

Y yo le digo: «Seh».

Y ella mira a Fu y dice: «Pero no estoy muy segura de lo del traje de safari».

Y él dice: «Abby me manchó los pantalones con sangre de paloma».

Y ella dice: «No, esa parte está bien».

Y él: «Ella tiene cola».

Y yo: «¡Traidor!».

Entonces ella se pone toda triste y dice: «Tommy, tenemos que hablar».

Y él dice: «No, tenemos que movernos».

Así que mientras vamos hacia el muelle le explicamos lo del viejo vampiro y lo de la limpieza y lo del Cuervo y todo eso.

Pues eso, que ahora estamos en la azotea del Club Bahía, que es un gimnasio muy majo que da al muelle, y vigilamos el Cuervo, y desde allí podemos ver el puente de mando, que es tan grande como un apartamento. Y ellos están allí. Los tres vampiros y Kona, el rastafari rubio. Dos mujeres y un tío. Y todos tienen una pasada de aspecto con sus trajes ajustados negros y sus gabardinas negras. Pero el rubio alto tiene algo en la mesa, una maleta alargada, y va sacando cosas y montándolas.

«¿Qué es eso?», pregunto.

«Un rifle», dice la condesa.

¿QCÑ? ¿QCÑ? ¿QCÑ? Y digo: «¿Un arma?».

Y Tommy suelta: «¿Qué pasa con el arma?».

Y yo: «Sí, las armas no le hacen una mierda a los vampiros. Eh, a nosotros». Aun así, sigo estando de lo más en contra de que me disparen.

Y Jody dice: «No van a por vampiros».

Y Tommy me suelta: «Abby, ¿te importa dejar de escribir?».

Y yo le suelto: «¡Rawr!».

Y Jody suelta: «Se va del barco».

Y yo digo: «¿QCÑ?».

Y Jody dice: «Tenemos que seguirlo».

Bueno, me las piro. Ciao.

22
Encuentro en palacio

Rivera

En el depósito municipal cambiaron el Ford por un coche con un panel de plexiglás que separase los asientos delanteros de los traseros. Cavuto tenía las rodillas clavadas en la guantera, ya que no podía regular el asiento, pero el cambio valía la pena. Resultaba que las galletas orgánicas para perros que había comprado Rivera producían gases a Marvin. Ahora cuando el perro expulsase los gases estaría aislado por el cristal, y los inspectores podrían tomarse el café relativamente libres de peste canina.

—No duermo bien de día —dijo Cavuto.

—Te entiendo —dijo Rivera—. Yo me siento como si no hubiera dormido en una semana. —Conectó con su contestador para ver si tenía algún mensaje, y miró a su compañero—. ¿Quince mensajes sin oír? ¿Es que ya no se ocupa nadie del servicio o qué?

—Lo apagaste cuando atacamos aquella camada de peligrosos gatitos.

Rivera intentó beberse el café mientras sujetaba el teléfono y acabó subiendo el coche a la acera.

—Todos son del Emperador. Algo sobre un barco lleno de viejos vampiros en el muelle nueve.

—No —dijo Cavuto—. No quiero más vampiros antes de haber tomado dos tazas de café y echado una buena meada. Es una norma personal.

Cavuto encendió la radio y llamó a la central. En estos días casi todas las comunicaciones eran por móvil, pero seguía habiendo normas. Cuando se es una unidad móvil, en la central necesitan saber dónde estás.

—Rivera y Cavuto —dijo el de la Central—. Han pedido que les notifiquen cualquier caso de gatos atacando humanos, ¿verdad?

—Así es, central.

—Su sueño se ha hecho realidad, inspectores, tenemos una denuncia de un gato gigante atacando a un hombre en Baker con Beach. Ya hay una unidad en la escena pero no encuentra nada.

Cavuto miró a Rivera.

—Eso es el palacio de Bellas Artes. La Marina es territorio nuevo.

—Puede que ya no haya nada. Los agentes no saben que deben buscar ropas polvorientas y no quiero decírselo. Diles que estamos en camino.

—Central, vamos hacia allí. Digan a la unidad desplazada que nos ocuparemos nosotros. Es parte de una investigación en marcha sobre un 5150 haciendo falsas denuncias. —Cavuto sonrió y miró a su compañero.

—Buena improvisación.

—Sí, pero creo que está a punto de descubrirse todo, Rivera.

—Esperemos que no.

Se dirigieron hacia la gran cúpula clásica de piedra falsa, el único edificio que quedaba de la Exposición Universal de 1911, cuando San Francisco intentaba demostrar al mundo que se había recuperado del terremoto de 1906. La unidad de policías uniformados estaba al otro lado del estanque, parados junto a su coche patrulla.

—Nosotros nos encargamos, chicos. Gracias.

Lo que no había era un enorme gato vampiro afeitado atacando a alguien.

—¿Tú crees que habrá sido una broma? —preguntó Cavuto.

—Sería una coincidencia demencial.

Cavuto salió del coche y dejó salir a Marvin, que esperó a que le pusieran la correa antes de arrastrar a Cavuto hasta un árbol que había junto al estanque a echar una meada. Los cisnes que habían decidido pasar la noche bajo los árboles se agitaron y miraron enfadados a Marvin.

—Aquí no hay nada —comentó Cavuto—. Marvin no nos hace lo de su señal.

El teléfono de Rivera gorjeó y miró la pantalla.

—Es Allison Green, la espeluznante niñita gótica.

—Como esto sea cosa suya, esta misma noche me la llevo al correccional.

—Rivera —dijo Rivera al teléfono.

—Encended las chupas solares ya —dijo ella—. En este puto momento, los dos.

Rivera miró a Cavuto.

—Enciende las luces de tu cazadora, Nick.

—¿Qué?

—Hazlo. No se está quedando con nosotros.

Rivera le dio al interruptor que había en la manga de la cazadora y las luces se encendieron cegadoramente brillantes. Un hombre gritó a varias manzanas de distancia. Marvin ladró.

—Oh, très bon, poli. Adiosito —dijo Abby. La llamada se cortó.

—¿De qué coño iba esto? —dijo Cavuto.

Rolf

Rolf estaba impaciente por disparar a alguien. Tras tantos cientos de años uno se aburre de matar, de cazar. Los tres habían pasado por ciclos durante los que mataban furtivamente a los marginados, arrasaban pueblos enteros sin problemas o pasaban largos periodos sin matar. Pero hacía cincuenta años que no le disparaba a nadie. Le gustaba el cambio.

Por supuesto, el resultado era un asco, dejaba cadáveres y se desperdiciaba buena sangre, pero era mejor que tener a policías hablando de ellos por ahí. Fuera cual fuera la clase de disipación que se hubieran permitido a lo largo de los años, y había sido mucha —pues también iba por ciclos—, la única regla a la que se habían apegado siempre era la de mantenerse ocultos. Y para mantenerse oculto uno no puede permitirse aburrirse tanto como para que le dé igual vivir. Bueno, sobrevivir.

E igual solo eran los dos policías de anoche. En un raro momento de lucidez, Elijah había admitido por fin que los policías solo eran dos, que él supiera, y que, como se habían quedado parte del dinero de la venta de su colección de arte, no querrían que el secreto se conociera. Y era evidente que lo de los gatos les estaba superando.

Bella y él habían acabado enseguida con los gatos más pequeños empleando metralletas de perdigones, casi silenciosas, que disparaban perdigones rellenos de un líquido que destruía la carne de vampiro al entrar en contacto con ella, una abyecta infusión de hierbas descubierta en China cientos de años antes. Un foco muy débil de luz ultravioleta en la parte delantera del arma mantenía a los animales en forma sólida lo suficiente como para que los proyectiles pudieran alcanzarlos. Los perdigones herían a un vampiro humano, pero eran devastadores para uno felino. Los chinos habían ajustado de algún modo la dosis a los gatos, y, desde su descubrimiento, ellos la habían venido usando para contener sucesivos brotes. Rolf recordaba haberla disparado incluso con ballestas.

Rolf marcó en su móvil y llamó al número de emergencias para informar de que un hombre estaba siendo atacado por un gato gigante. Entonces encajó el soporte bípode en el rifle, ajustó la mira telescópica del veinte centrándola en uno de los cisnes que había bajo el eucalipto y se tumbó a esperar.

Siete minutos después llegó el coche de policía. Eran dos agentes imberbes con auras vitales rosa brillante. Podía oír el gorjeo de sus radios desde la azotea en la que estaba, a cuatro manzanas de distancia. No sabían nada. Pasearon el haz de sus linternas bajo los arbustos que rodeaban el estanque, y vio que negaban con la cabeza el uno al otro.

Diecisiete minutos después de la llamada, apareció el coche marrón sin marcas y Rolf se relajó en su posición de disparo.

Eran los de la noche anterior. Y el perrazo pelirrojo. El perro miró un momento en su dirección y luego arrastró al policía grandón hasta un árbol junto al estanque.

Dirigió la mirilla hacia la cara del policía más flaco. Pero, no, un disparo a la cabeza era demasiado arrogante. Tenía que hacer dos disparos, muy rápidos, así que apuntaría al centro de sus cuerpos. Primero al policía flaco, y luego pasaría al grande. Un blanco más grande. Si el primer disparo no lo mataba, lo tumbaría.

Esperó; esperó a que se apartaran del coche y quedaran al descubierto. El flaco caminaba hacia el otro, y se detuvo para coger una llamada. Rolf puso la mira en su corazón y empezó a presionar el gatillo.

Entonces la mitad de su cabeza pareció explotar de dolor y gritó e intentó agarrar las llamas que brotaban de la cuenca vacía de su ojo.

Tommy

—¿Estamos haciendo esto bien? —preguntó Tommy.

Iban a varias manzanas de distancia de Rolf, que se movía con tanta familiaridad y rapidez por el distrito de Marina que parecía que vivía allí y solo había salido a dar un paseo vespertino. Solo que nadie de Marina se vestiría con un guardapolvos negro. O de cachemira o con mono de camuflaje, de traje o de gimnasio. Marina era un vecindario rico y en forma.

—Lo estamos siguiendo —dijo Abby—. ¿De cuántas formas se puede hacer eso?

Jody iba delante. Alzó la mano para que parasen. El vampiro rubio se había detenido en la esquina de un edificio de apartamentos de cuatro plantas y lo escalaba usando como asidero el espacio entre ladrillos.

Tommy miró a su alrededor y localizó callejón abajo un edificio de techo plano.

—Ese tiene escalera de incendios. Estaremos sobre él y podremos vigilarlo.

—No creo que baste con vigilarlo —dijo Jody.

—El tío parece peligroso —comentó Abby.

—Va a vigilar a los policías que hay en el palacio.

—No creo que vaya a limitarse a disparar a un policía —dijo Tommy—. ¿Para qué va a disparar a un policía?

 —Llega un coche con policías de paisano —repuso Jody—. Son Rivera y Cavuto.

—Y Marvin —señaló Abby.

—Sabe que lo saben —dijo Tommy.

—Tenemos que actuar —añadió Jody—. Abby, ¿tienes el número de Rivera?

—Sí.

—Llámale. Dame esa cosa láser.

—La luz de sus cazadoras aumentada a través de la mira servirá —dijo Tommy.

—Vamos. —Jody corrió hasta el borde de la azotea y se detuvo.

Abby llegó a su lado de un salto.

—Hagámoslo a lo Spiderman, condesa.

—Ni loca —dijo Jody, mirando hacia abajo justo cuando Tommy pasó corriendo por su lado y cruzó de un salto el callejón para aterrizar en el edificio contiguo.

Estaban en la azotea de un edificio a una manzana de distancia cuando vieron que media cabeza del vampiro ardía en llamas y le oyeron gritar. Se apartó del rifle, agarrándose la cara.

—Demasiado lejos —dijo Jody. Esta vez era toda una calle lo que separaba las azoteas, no un callejón, y estaban un piso por debajo del vampiro rubio—. Abajo.

Tommy saltó a la calle sin pensar y dijo:

—¿Qué coño acabo de hacer?

Aterrizó de pie y se inclinó hacia delante, parando justo cuando iba a hundir la rodilla en el cemento. Alzó la mirada. Jody seguía en la azotea.

—Vamos, pelirroja, no voy a subir allí yo solo.

—Joder, joder, joder, joder, joder —dijo ella, y aterrizó a su lado, rodando luego por el suelo.

—Muy elegante —comentó él, cuando vio que no estaba herida.

—Se ha incorporado —repuso ella, y señaló al edifico de al lado.

Tommy sabía que nunca lo haría si se paraba a pensarlo, así que trepó por la esquina del edificio todo lo deprisa que pudo. Ya lo había hecho antes. Él no lo recordaba, pero su cuerpo sí. Subía la pared como un gato. Jody iba justo detrás de él. Cuando llegó a lo alto de la pared, se detuvo y miró atrás.

—Gafas de sol —susurró, tan débilmente que solo lo habría oído alguien con habilidades vampíricas.

Encajó la mano derecha entre dos ladrillos, buscó en el bolsillo de la camisa, abrió las gafas y se las puso. No podía trepar con el láser en la mano. Tendría que llegar hasta arriba antes de sacar el arma del bolsillo del pantalón.

Jody también se puso las gafas, y le hizo una seña con la cabeza para que siguiera subiendo.

Se encogió y se catapultó por encima del borde, pero una luz brillante inundó su cabeza a medio salto y primero sintió que giraba en el aire y luego un impacto demoledor contra el suelo. Rodó y miró hacia arriba.

Jody seguía agarrada a la pared, dos metros por debajo del borde, fuera del alcance del rifle. El vampiro rubio, con el rostro chamuscado, realineaba el rifle, manipulando la mira. Iba a dispararle a la cara.

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