Muerte de la luz

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Muerte de la luz
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La novela más romántica y cautivadora que ha dado la ciencia ficción

Una historia de amor con las estrellas como telón de fondo

Worlorn, durante su esplendor, albergó el fastuoso Festival de los Mundos Exteriores; ahora es un planeta moribundo que se aleja irremediablemente de la Rueda de Fuego para sumirse en una noche sin fin. A él viaja Dirk t’Larien con la esperanza de reencontrar el amor de Gwen Delvano y expiar errores del pasado; pero en su lugar hallará a Gwen unida por jade-y-plata a Jaan Vikary y a su teyn Garse Janacek, en un vínculo incomprensible de amor y de odio, tan terrible y a la vez tan grandioso como el fin inevitable de Worlorn.

Muerte de la luz es una de las historias de amor más hermosas jamás contadas. Su protagonista se debate entre el amor egoísta, que reclama el ser amado para sí, y la lealtad a un grupo, ese otro tipo de amor que es a la vez instinto de supervivencia en un entorno hostil como el de Worlorn. Martin, con su prosa delicada y sincera, hechiza al lector y lo conduce a través de ciudades y paisajes de ensueño hasta lo más profundo del alma humana.

“Muerte de la luz cala especialmente en el lector hasta el punto de que su solo recuerdo provoca que se erice el vello de los brazos.” -Jacinto Antón, El País

* Finalista del Premio Hugo 1978 [Novela]

* Finalista del Premio Guía de Lectura de Miquel Barceló 1988 [Novela de Ciencia Ficción]

* Finalista del Premio Las 100 Mejores Novelas de CF Siglo XX 2000 [Novela de Ciencia Ficción]

George R. R. Martin

Muerte de la luz

ePUB v1.1

betatron
08.09.12

Título: Muerte de la luz

©1977, George R. R. Martin

Título original:
Dying of the Light

Traducción de Carlos Gardini

Editorial: E.D.H.A.S.A.

ISBN: 9788435002479

Prólogo

Un vagabundo, una esfera errante, el paria de la creación: este mundo era todas esas cosas.

Hacía siglos que caía, solo y sin rumbo, a través de los fríos y solitarios espacios interestelares. Sus cielos desolados habían visto generaciones de estrellas sucediéndose unas a otras en suntuosos enjambres. No pertenecía a ninguna de ellas. Era un mundo autosuficiente en, y para sí mismo. En cierto sentido ni siquiera formaba parte de la galaxia; sin itinerario fijo, surcaba el plano galáctico como un clavo al atravesar la tabla de una mesa redonda. No formaba parte de nada.

Y la
nada
estaba muy cerca. En el alba de la historia humana, este vagabundo atravesó una nube de polvo interestelar que cubría una región minúscula cerca del borde superior de la gran lente de la galaxia. Más allá flotaba un puñado de estrellas, no más de treinta. Después el vacío, una noche vastísima y desconocida.

Allí, mientras caía por esa zona fronteriza, el mundo errante bogó entre naciones devastadas.

Primero lo descubrieron los Imperiales de la Tierra, en plena fiebre de embriaguez expansiva, cuando el Imperio Federal de la Vieja Tierra aún intentaba gobernar a todos los mundos del reinohumano a través de abismos inmensos e imposibles. Un bombardero llamado
Mao Tse-tung
, averiado durante una misión contra los hranganos, con los tripulantes muertos en sus puestos y los motores encendiéndose y apagándose alternativamente, fue la primera nave del reinohumano que traspasó el Velo del Tentador.

El
Mao
era una ruina sin aire, repleta de cadáveres grotescos que se contoneaban por los corredores y una vez por siglo chocaban contra los tabiques; pero las computadoras de a bordo aún funcionaban y cumplían obstinadamente con sus ritos, escrutando atentamente el espacio, y cuando el planeta sin nombre pasó a pocos minutos-luz de la nave fantasma, quedó registrado en sus mapas. Casi siete siglos más tarde un carguero de Tóber tropezó con el
Mao Tse-tung
y con ese registro.

Por entonces no era novedad; ese mundo ya había sido redescubierto.

Quien lo descubrió por segunda vez fue Celia Marcyan, cuyo
Perseguidor de Sombras
circunvoló el planeta un día entero, durante la generación del interregno que siguió al colapso. Pero el planeta errante no tenía nada que pudiera interesar a Celia; sólo una roca, y hielo, y una noche interminable. De modo que ella siguió su camino poco después. Sin embargo sentía afición por los nombres, y antes de partir bautizó a ese mundo; lo llamó Worlorn, y nunca dijo porqué ni qué significaba. Y Worlorn le quedó. Y Celia partió hacia otros mundos y otras historias.

El próximo visitante fue Kleronomas, en di-46. Su nave de reconocimiento sobrevoló rápidamente el planeta y trazó mapas de las extensiones desiertas. Worlorn reveló sus secretos a los sensores de Kleronomas; era un planeta más vasto y rico que la mayoría, con océanos helados y una atmósfera helada que sólo esperaban la liberación.

Algunos dicen que Tomo y Walberg fueron los primeros en desembarcar en Worlorn, en di-97, mientras acometían la trasnochada empresa de atravesar la galaxia. ¿Cierto? Probablemente no. No hay mundo humano que no tenga su anécdota sobre Tomo y Walberg, pero la
Prostituta Soñadora
no regresó jamás…, y nadie puede saber dónde desembarcó.

Los contactos visuales posteriores fueron más realistas y menos legendarios. Worlorn, vagabundo, inútil y sólo marginalmente interesante, se transformó en un lugar común en las cartas estelares del Confín, ese puñado de mundos escasamente colonizados entre los gases brumosos del Velo del Tentador y el Gran Mar Negro.

Luego, en di-446, un astrónomo de Lobo se dedicó a estudiar sistemáticamente a Worlorn, y por primera vez alguien se tomó la molestia de atar todos los cabos sueltos. Entonces las cosas cambiaron. El nombre del astrónomo lobuno era Ingo Haapala, y salió de su sala de computación visiblemente excitado, algo frecuente en las gentes de Lobo. Pues Worlorn iba a tener un día, un día largo y brillante.

La constelación llamada La Rueda de Fuego ardía en los cielos de todos los mundos exteriores, una maravilla visible aun en la Vieja Tierra. El centro de la formación era la supergigante roja, el Cubo de la Rueda, el Ojo del Infierno, el Gordo Satanás…, tenía muchos nombres. En órbita alrededor de ella, equidistantes, cuidadosamente dispuestas como seis canicas de llama roja rodando por el mismo surco estaban las otras: los Soles Troyanos, los Hijos de Satanás, la Corona del Infierno. Los nombres no importaban. Lo que importaba era la Rueda misma, el enorme amo rojo al que seis estrellas amarillas de tamaño mediano rendían homenaje: el sistema estelar múltiple más desconcertante —y curiosamente el más estable— que se había descubierto hasta entonces. La Rueda fue un suceso pasajero, un nuevo misterio para la humanidad ahíta de los viejos misterios. En los mundos más civilizados, los científicos propusieron teorías para explicarla; más allá del Velo Tentador, se organizó un culto religioso, y hombres y mujeres hablaban de una raza extinguida de ingenieros estelares que habían desplazado soles enteros para erigirse un monumento a ellos mismos. Tanto la especulación científica como la adoración supersticiosa se propagaron febrilmente varias décadas y progresivamente perdieron impulso; poco después el asunto cayó en el olvido.

El hombrelobo Haapala anunció que Worlorn se desplazaría una vez alrededor de la Rueda de Fuego, trazando una hipérbole lenta y ancha, sin entrar realmente en el sistema pero acercándose bastante; cincuenta años de sol; luego se internaría nuevamente en las tinieblas del Confín, más allá de las Estrellas Últimas, para perderse en el Gran Mar Negro del vacío intergaláctico.

Eran los siglos turbulentos en que Alto Kavalaan y los otros mundos exteriores saboreaban por primera vez la soberbia, y ansiaban encontrar un lugar en las descalabradas historias de la humanidad. Y todos saben lo que ocurrió. La Rueda de Fuego siempre había sido la gloria de los mundos exteriores, pero hasta el momento había sido una gloria estéril, sin planetas.

Mientras Worlorn se aproximaba a la luz, hubo un siglo de tormentas: años de hielo derretido y actividad volcánica y terremotos. Una atmósfera helada despertó paulatinamente a la vida, y vientos devastadores aullaron como niños monstruosos. La gente de los mundos exteriores afrontó y combatió estos fenómenos.

Los terraformadores vinieron de Tóber-en-el-Velo, los ingenieros climáticos de Oscuralba, y también acudieron equipos de Lobo y Kimdiss y di-Emerel y el Mundo del Océano Vinonegro. Los hombres de Alto Kavalaan lo supervisaron todo, pues Alto Kavalaan se atribuía la propiedad del planeta errante. La lucha duró más de un siglo, y los que murieron son casi un mito para los hijos del Confín.

Pero finalmente Worlorn fue pacificado. Entonces se fundaron ciudades, y extraños bosques florecieron bajo la luz de la Rueda, y se soltaron animales para dar vida al planeta.

En di-589 se inauguró el Festival del Confín. El Gordo Satanás llenaba un cuarto de cielo, rodeado del esplendor de sus hijos. Ese primer día los toberianos hicieron brillar el estratoescudo, de modo que las nubes y la luz solar se diluían en diseños caleidoscópicos. Transcurrieron los días y llegaron las naves. Desde todos los mundos exteriores, y desde mundos más remotos, de Tara y Daronne, al otro lado del Velo; de Avalon y el Mundo de Jamison, de lugares tan distantes como Nueva Ínsula y Viejo Poseidón, y de la misma Vieja Tierra. Durante cinco años Worlorn se acercó al perihelio, durante cinco años se alejó. En di-599 el Festival terminó.

Worlorn entró en el crepúsculo y se desplazó hacia la noche.

Capítulo 1

Más allá de la ventana el agua abofeteaba los pilotes del camino de madera que bordeaba el canal. Dirk t'Larien echó una ojeada y vio una barcaza chata negra que bogaba lentamente a la luz de la luna. Una figura solitaria se erguía a popa, reclinada sobre una pértiga delgada y oscura. Los perfiles se destacaban con nitidez, pues la luna de Braque ascendía en el cielo, grande como un puño y muy brillante.

Detrás de la luna había quietud y una tiniebla borrosa, una cortina inmóvil que velaba las estrellas más lejanas. Una nube de polvo y gas, pensó Dirk. El Velo del Tentador.

El principio llegó mucho después del fin: una joya susurrante.

Estaba envuelta en hojas de papel plateado y en terciopelo suave y oscuro, tal como cuando él se la había regalado a ella, años atrás. Deshizo el envoltorio esa noche, sentado frente a la ventana del cuarto que daba al ancho y turbio canal donde los mercaderes conducían incesantemente barcazas de fruta. La gema era tal como Dirk la recordaba: de un rojo profundo, veteada de finas rayas negras, con forma de lágrima. Recordó el día en que el ésper se las había tallado, hacía tiempo, en Avalon.

Al cabo de un rato la acarició.

Era tersa y muy fría al tacto, y le susurraba en lo más íntimo de su cerebro. Recuerdos y promesas que Dirk no había olvidado.

No estaba en Braque por ningún motivo especial, y no comprendía cómo habían averiguado su paradero. Pero lo habían averiguado, y Dirk t'Larien recibió la joya.

—Gwen —murmuró para sí mismo sólo para articular la palabra una vez más y sentir en la lengua esa tibieza familiar. Su Jenny, su Ginebra, reina de sueños abandonados.

Habían sido siete años, pensó mientras rozaba con el dedo la fría superficie de la joya, pero parecían siete vidas. Y todo había terminado. ¿Qué podía querer ella ahora? El hombre que la había amado, ese
otro
Dirk t'Larien, el que hacía promesas y regalaba joyas, había muerto.

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