—Los bandidos son bandidos, Meggie —solía decir Farid—. El Príncipe hace lo que hace por los demás, pero algunos de sus hombres sólo ansían llenarse los bolsillos sin tener que matarse a trabajar en un campo o en un taller.
Ay, Farid… lo añoraba tanto que se avergonzaba de ello.
Su madre parecía pálida. En los últimos días Resa había sentido un creciente malestar. Seguramente por eso quería cabalgar a casa de Roxana. Nadie conocía mejores remedios al respecto que la viuda de Dedo Polvoriento, excepto quizá Buho Sanador, pero a éste no le iba muy bien desde la muerte del Bailarín del Fuego, sobre todo desde que había oído que Cabeza de Víbora había ordenado incendiar el Hospital de Incurables que había dirigido durante tantos años al otro lado del bosque. Nadie sabía qué había sido de Bella y de todas las demás curanderas.
Un ratón con cuernos, igual que la marta de Dedo Polvoriento, pasó veloz cuando Meggie salió, y un hada voló hacia ella y la agarró del pelo, pero Meggie había aprendido a ahuyentarlas. A medida que aumentaba el frío, más les costaba salir de sus nidos, pero todavía se dedicaban a cazar pelo humano.
—¡Nada las mantiene más calientes! —decía siempre Baptista—. Excepto el pelo de oso. Y arrancarlo es peligroso.
La mañana era tan fresca que Meggie, tiritando, se rodeó el cuerpo con los brazos. Las ropas que les habían proporcionado los bandidos no calentaban ni la mitad que los jerseys en los que ella se había envuelto en un día similar en el otro mundo, y pensó, casi con nostalgia, en los calcetines calientes que le esperaban en los armarios de Elinor.
Mo se volvió y le sonrió mientras se aproximaba. Parecía cansado, pero feliz. No dormía mucho. A menudo trabajaba hasta muy entrada la noche en su taller provisional con las escasas herramientas que le había conseguido Fenoglio. Y continuamente se marchaba al Bosque, solo o con el Príncipe. Pensaba que su hija no sabía nada de eso, pero Meggie ya había visto en ocasiones cómo iban a buscarlo los bandidos; cuando ella permanecía insomne junto a la ventana esperando a Farid. Llamaban a su padre con el grito del arrendajo. Meggie lo escuchaba casi todas las noches.
—¿Te encuentras mejor? —miró a su madre, preocupada—. A lo mejor han sido las setas que recogimos hace unos días.
—No, seguro que no —Resa miró a su hija y sonrió—. Seguro que Roxana conoce alguna hierba para esto. ¿Te apetece acompañarme? A lo mejor está allí Brianna. Ella no trabaja a diario en casa de Orfeo.
Brianna. ¿Por qué habría de querer verla? ¿Porque eran casi de la misma edad? Tras la muerte de Cósimo, Brianna había sido expulsada por la Fea, como tardío castigo por haber preferido la compañía de su marido a la suya. Después Brianna había ayudado a Roxana en sus campos, pero ahora trabajaba para Orfeo. Igual que Farid. Orfeo tenía ya media docena de criadas. Farid se burlaba diciendo que Cabeza de Queso ni siquiera se peinaba él mismo sus finos cabellos. Orfeo sólo empleaba a jóvenes hermosas y Brianna era maravillosa, tan bella que en su presencia Meggie se sentía como un pato al lado de un cisne. Pero había algo que lo empeoraba más: Brianna era hija de Dedo Polvoriento.
—¿Y qué? Yo ni siquiera hablo con ella —contestaba Farid cuando le preguntaba por la joven—. Me odia tanto como su madre.
Sin embargo… él veía casi a diario a Brianna y a todas las demás. Las jóvenes más hermosas de Umbra trabajaban en casa de Orfeo. Pero a ella llevaba ya casi dos semanas sin visitarla.
—Entonces, ¿vienes conmigo? —Resa seguía mirándola inquisitiva, y Meggie notó que se ruborizaba, como si su madre hubiera leído todos sus pensamientos.
—No —contestó—, no, prefiero quedarme. Recio cabalgará contigo, ¿no?
—Seguro —Recio se había impuesto la tarea de proteger a Resa y a ella. Meggie no estaba segura de si se lo había pedido su padre, o lo hacía simplemente para mostrar su devoción a Arrendajo.
Resa dejó que la ayudase a montar. Solía quejarse de lo incómodo que era cabalgar con un vestido, y habría preferido vestir ropas masculinas en ese mundo, aun cuando eso la había convertido antaño en cautiva de Mortola.
—He regresado de la oscuridad —le dijo a Mo—. Quizá Roxana conozca algún remedio contra tus noches insomnes.
Después desapareció entre los árboles en compañía de Recio, y Meggie se quedó allí sola con Mo, igual que antes, cuando sólo existían ellos dos.
—La verdad es que no se encuentra bien.
—No te preocupes, Roxana conocerá algún remedio —Mo miró hacia la hornera en la que había instalado su taller. ¿Qué eran esos trajes negros que llevaba?—. Yo también he de irme, pero regresaré por la noche. Ardacho y Baptista están en el establo, y el Príncipe enviará además a Pata de Palo mientras dure la ausencia de Recio. Esos tres te cuidarán mejor que yo.
¡Qué rara sonaba su voz! ¿Le estaría mintiendo? Desde que Mortola había intentado matarlo había cambiado. Era más cerrado y con frecuencia estaba ausente, como si una parte de él se hubiera quedado en la cueva en la que estuvo a punto de fallecer, o en la mazmorra de la torre del Castillo de la Noche.
—¿Adónde vas? Iré contigo —Meggie notó su sobresalto cuando deslizó el brazo debajo del suyo—. ¿Qué sucede?
—Nada, nada en absoluto —su padre se pasó la mano por la manga negra y eludió su mirada.
—Has vuelto a ausentarte con el Príncipe. Lo vi ayer por la noche en la granja. ¿Qué ha pasado?
—Nada, Meggie. De veras —le acarició la mejilla con aire ausente, después dio media vuelta y se dirigió hacia la hornera.
—¿Nada? —Meggie lo siguió. La puerta era tan baja que Mo se vio obligado a agachar la cabeza—. ¿De dónde has sacado esas ropas negras?
—Son ropas de impresor. Me las ha hecho Baptista.
Mo se acercó a la mesa en la que trabajaba. Encima había piel, unos pliegos de pergamino, hilo, un cuchillo y el libro delgado que en las últimas semanas había encuadernado con los dibujos de Resa, imágenes de hadas, de elfos de fuego y hombres de cristal, del Príncipe Negro y de Recio, de Baptista y Roxana. También había uno de Farid. El libro estaba atado con cuerda, como si Mo pretendiera llevárselo consigo en sus viajes. El libro, las ropas negras…
Oh, ella lo conocía tan bien.
—¡No, Mo! —Meggie agarró el libro y lo ocultó detrás de su espalda. Quizá fuese capaz de engañar a Resa, pero a ella, no.
—¿Qué? —él se esforzaba de veras por aparentar ignorancia, disimulaba mejor que antes.
—Quieres ir a Umbra, a ver a Balbulus. ¿Es que te has vuelto loco? ¡Es demasiado peligroso!
Durante unos instantes Mo pensó en seguir mintiéndole, pero después suspiró.
—Vale, vale, sigo sin ser capaz de mentirte. Pensé que ahora quizá sería más fácil, porque eres casi adulta. Tonto de mí.
La rodeó con sus brazos y le arrebató con suavidad el libro de las manos.
—Sí, me propongo ir a ver a Balbulus. Antes de que Pardillo haya vendido todos los libros de los que tanto me has hablado. Fenoglio me introducirá de matute en el castillo como encuadernador. ¿Cuántos barriles de vino recibirá Pardillo por un libro? ¿Tú qué crees? ¡Ya ha debido de desaparecer la mitad de la biblioteca para que él pueda pagar sus fiestas!
—¡Mo! ¡Es demasiado peligroso! ¿Qué pasará si alguien te reconoce?
—¿Quién? En Umbra nadie me ha visto jamás.
—Alguno de los soldados podría conocerte del Castillo de la Noche. ¡Y al parecer está allí Pájaro Tiznado! Ese no se dejará engañar por unas ropas negras.
—¡Qué va! Pájaro Tiznado me vio por última vez cuando yo estaba medio muerto. Y más le valdría no toparse conmigo —su rostro, más familiar que ningún otro, se convirtió por primera vez en el de un extraño. Frío, frío helador—. Vamos, deja de mirarme con tanta preocupación —dijo, y su sonrisa borró la frialdad. Pero la sonrisa no duró mucho—. ¿Sabes que mis propias manos se me antojan extrañas, Meggie? —inquirió mostrándoselas, como si su hija pudiese apreciar el cambio—. Hacen cosas de que las que yo ni siquiera las creía capaces… y las hacen bien —Mo contempló sus manos como si fueran ajenas.
Cuántas veces las había observado Meggie cortando papel, encuadernando páginas, tensando el cuero… o pegando esparadrapo sobre una rodilla herida. Pero ahora sabía de sobra a qué se refería su padre. Ella le había observado muchas veces cuando se ejercitaba detrás de los establos con Baptista o Recio con la espada que portaba desde el Castillo de la Noche. La espada de Zorro Incendiario. Él podía hacerla bailar como si fuera tan familiar para sus manos como un cortapapeles o una plegadera.
Arrendajo.
—Creo que debería recordar a mis manos cuál es su auténtico oficio, Meggie. Me gustaría recordarlo. Fenoglio ha contado a Balbulus que ha encontrado un encuadernador que encuaderna sus trabajos como se merecen. Pero Balbulus desea verlo antes de confiarle sus obras. Por eso cabalgaré hasta el castillo y le demostraré que entiendo tanto de mi arte como él del suyo. ¡Tú tienes la culpa de que no pueda esperar a ver por fin su taller con mis propios ojos! ¿Te acuerdas de cómo me hablabas de los pinceles y plumas de Balbulus allí arriba, en el torreón del Castillo de la Noche? —imitó la voz de Meggie:—
¡Es un iluminador de libros, Mo! En el castillo de Umbra. ¡El mejor de todos! ¡Podrías examinar los pinceles y los colores…!
—Sí —musitó su hija—. Sí, lo recuerdo.
Ella sabía incluso lo que él había contestado:
Me encantaría ver esos pinceles.
Pero ella también recordaba el miedo que había sentido entonces por él.
—¿Sabe Resa adonde piensas ir? —ella le colocó la mano encima del pecho, allí donde una cicatriz recordaba que había estado al borde de la muerte.
La respuesta sobraba. Su mirada culpable decía con la suficiente claridad que no había contado una palabra de sus planes a su madre. Meggie contempló las herramientas dispuestas sobre la mesa. Tal vez tuviera razón. Acaso había llegado el momento de recordar sus manos. Acaso pudiera realmente desempeñar también en este mundo el papel que tanto había amado en el otro, a pesar de que se decía que Pardillo consideraba los libros más superfluos que los forúnculos en la cara. Umbra, sin embargo, pertenecía a Cabeza de Víbora. Sus soldados pululaban por doquier. ¿Qué pasaría si uno de ellos reconocía al hombre que pocos meses antes había sido el prisionero de su siniestro señor?
—Mo —las palabras se agolpaban en la boca de Meggie. En los últimos días las había pensado con frecuencia, pero no se había atrevido a pronunciarlas pues no estaba segura de creerlas de verdad—. ¿No crees a veces que deberíamos regresar junto a Elinor y Darius? Ya sé que te convencí para quedarte, pero… Cabeza de Víbora sigue buscándote y tú sales por las noches con los bandidos. Resa a lo mejor no se entera, pero yo, sí. Nosotros lo hemos visto todo, las hadas y las ondinas, el Bosque Interminable y los hombres de cristal… —era tan difícil hallar las palabras adecuadas, unas palabras que también le explicasen a ella misma lo que sucedía en su interior—. A lo mejor… a lo mejor es hora. Lo sé, Fenoglio ya no escribe, pero podríamos preguntar a Orfeo. El siente celos de ti. Seguro que se alegraría de que nuestra marcha lo convirtiera en el único lector de esta historia.
Su padre se limitó a mirarla, y Meggie supo la respuesta. Habían intercambiado los papeles. Ahora el que no quería volver era él. Sobre la mesa, entre el papel toscamente fabricado y los cuchillos que le había proporcionado Fenoglio, se veía una pluma de la cola de un arrendajo.
—Ven aquí —Mo se sentó sobre el borde de la mesa y la atrajo a su lado, igual que había hecho en innumerables ocasiones cuando todavía era una niña pequeña. Cuánto tiempo hacía de eso. Una eternidad. Como si hubiera sido otra historia y la Meggie de dentro de ella fuera otra Meggie. Pero cuando su padre le pasó el brazo por los hombros, ella estuvo por un instante de nuevo en esa historia, se sintió a salvo, protegida, sin la nostalgia que ahora anidaba en su corazón como si siempre hubiera estado allí… La nostalgia de un chico de pelo negro y dedos tiznados.
—Sé por qué quieres regresar —dijo Mo en voz baja. Quizá hubiera cambiado, pero aún lograba leer sus pensamientos tan bien como ella los suyos—. ¿Cuánto tiempo lleva Farid sin venir por aquí? ¿Cinco días, seis?
—Doce —contestó Meggie con voz lastimera, ocultando el rostro en el hombro de él.
—¿Doce? ¿Quieres que pidamos a Recio que le haga unos nudos en sus brazos delgados?
Meggie no pudo contener la risa. ¿Qué haría ella si algún día su padre no estuviera a su lado para hacerla reír?
—Todavía no lo he visto todo, Meggie —añadió—. Todavía no he visto lo más importante, los libros de Balbulus. Libros escritos a mano, Meggie, libros iluminados, sin manchar por el polvo de una infinidad de años, sin amarillear ni desvirar, de encuadernación todavía flexible… Quién sabe, a lo mejor Balbulus incluso me permite contemplar un rato su labor. ¡Imagínatelo! Cuánto he ansiado poder ver una sola vez cómo se plasma sobre el pergamino uno de esos rostros diminutos, cómo comienzan los pámpanos a enroscarse alrededor de una inicial, y…
Meggie no pudo evitar una sonrisa.
—Vale, vale —repuso apretándole la mano sobre la boca—. Vale —repitió—. Cabalgaremos donde Balbulus, pero juntos.
«Como antes», añadió ella en su mente. «Sólo tú y yo.» Y cuando su padre quiso protestar, volvió a taparle la boca.
—Tú mismo lo dijiste. Sí, en la mina derrumbada. —La mina en la que murió Dedo Polvoriento… Meggie repitió en voz baja las palabras de Mo. Ella parecía recordar cada palabra de aquellos días, como si alguien se las hubiera escrito en el corazón:—
Enséñame las hadas, Meggie. Y las ondinas. Y al iluminador de libros del castillo de Umbra. Veamos cuan finos son en realidad sus pinceles.
Mo se levantó y comenzó a seleccionar las herramientas depositadas sobre la mesa, como hacía siempre en su taller del jardín de Elinor.
—Sí. Sí, seguro que ésas fueron mis palabras —repuso sin mirarla—. Pero ahora en Umbra reina el cuñado de Cabeza de Víbora. ¿Qué crees que diría tu madre si te expusiera a semejante peligro?
Su madre. Claro…
—Resa no tiene por qué saberlo. ¡Por favor, Mo! Tienes que llevarme contigo. O… o le diré a Ardacho que le revele al Príncipe Negro lo que te propones. ¡Y entonces nunca llegarás a Umbra!
Apartó la cara, pero Meggie oyó su risa queda.
—¡Oh, es un chantaje! ¿Te he enseñado yo algo así? —se volvió suspirando y le dirigió una larga mirada—. De acuerdo —dijo al fin—. Veamos juntos las plumas y los pinceles. Al fin y al cabo también estuvimos juntos en el Castillo de la Noche. Comparado con él, el de Umbra no puede ser tan sombrío, ¿verdad? —dijo pasándose la mano por la manga negra—. Cómo me alegro de que los encuadernadores no usen aquí una indumentaria amarilla como el engrudo —comentó mientras guardaba el libro con los dibujos de Resa en una alforja—. Por lo que se refiere a tu madre, pienso ir a recogerla a casa de Roxana después de nuestra visita al castillo, pero no le cuentes nada sobre nuestra excursión. Seguro que has adivinado hace mucho tiempo por qué se encuentra mal por las mañanas, ¿me equivoco?