Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición. (17 page)

BOOK: Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición.
13.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sólo que, a diferencia de Bruce Wayne, Sean aún no tenía dinero. Había creado dos de las mayores empresas de Internet de la historia, y no tenía un duro. Sin duda, Plaxo iba a valer algo algún día, y él se llevaría parte de ese dinero, tal vez incluso decenas de millones. Tal vez cientos de millones. Y aunque Napster no le había hecho rico, al menos le había puesto en el mapa. Había quien le comparaba ya con Jim Clark, el fundador de Silicon Graphics, responsable tanto de Netscape como de Healtheon. Sean había sacado la pelota del campo dos veces ya; sólo necesitaba una tercera para que la analogía fuera justa.

En este aspecto, siempre estaba atento a su próximo
homerun.
Esta vez, quería algo que realmente cambiara la vida de las personas. Seguro, todo el mundo estaba buscando el siguiente gran éxito. La diferencia era que Sean
sabía
cuál sería. Lo sabía con una certeza completa y casi religiosa:

Redes sociales.

Hacía sólo unos meses, había hecho algunos contactos en la red social Friendster. Les había conseguido algún dinero CR serie D, les había presentado a alguna gente en la ciudad (sobre todo a Peter Thiel, el tipo que había detrás de PayPal, un colega que también había tenido malos encuentros con la banda de Sequoia).

Pero Friendster no iba a ser el próximo
homerun
de Sean Parker; el asunto estaba demasiado avanzado, y Sean no pensaba meterse en nada que ya estuviera hecho. Y para ser sincero, Friendster tenía sus limitaciones. En el fondo, era una página de citas. Una buena página de citas, más disimulada que Match o JDate, pero todo el asunto consistía en conocer a tías y tratar de conseguir su e-mail.

Luego estaba MySpace, una página en formación que crecía a toda prisa; Sean también le había echado un vistazo y había decidido que no era eso. MySpace era fantástico a su manera, pero en opinión de Sean no era realmente una página social. No ibas a MySpace a comunicarte, ibas a exhibirte. Era como un gran parque de recreo narcisista. ¡Mírame! ¡Mírame! Mira mi banda de garaje, mi número cómico, mi metraje como actor, mi dossier de modelo, y así sucesivamente. El asunto consistía en hacer
marketing
de ti mismo y esperar que alguien te prestara atención.

De modo que si Friendster era una página de citas y MySpace una herramienta de
marketing
, ¿qué era lo que faltaba? Sean no estaba seguro, pero en algún lugar, ahí fuera, sabía que había un Fanning trasteando en algún sótano, trabajando en el Napster de las redes sociales. Sean sólo tenía que mantener los ojos abiertos.

Sabía que había puesto el listón jodidamente alto. Si no era una empresa de mil millones de dólares —su propio YouTube, su propio Google— entonces no merecía su atención. Ya había tenido un Plaxo, y la experiencia no había sido precisamente gratificante.

La próxima vez tenía que ser mil millones de dólares o nada.

Sean se incorporó y sintió que aumentaba la energía dentro de él. Era hora de volver a la búsqueda. Echó una ojeada a la mesa que había junto al futón, y se quedó mirando el portátil abierto que había junto a un reloj femenino de color rosa. No era su portátil, de modo que o bien era el de uno de sus compañeros de habitación o bien el de alguno de sus invitados; en cualquier caso, estaba lo bastante cerca como para que pudiera cogerlo desde la cama, lo que lo convertía en la primera opción por defecto. Era hora de comprobar sus e-mails e iniciar su rutina de la mañana.

Sean alargó la mano hacia el portátil y se lo puso cuidadosamente en la falda. Unos segundos después, el ordenador salió de la suspensión. Al momento vio que estaba ya conectado a Internet a través de la red de Stanford. También se fijó en que había una página web abierta en la pantalla. Obviamente, quien fuera el propietario de aquel portátil se había conectado la noche anterior. Movido por la curiosidad, Sean comenzó bajar por la pantalla para ver la página.

Era algo que Sean no había visto nunca antes. Lo cual era extraño, pues lo había visto más o menos todo.

Había una banda azul suave en la parte superior e inferior de la página. Era obviamente alguna clase de portal. En la parte superior izquierda había la fotografía de una chica: Sean se fijó en su bonito pelo rubio, su maravillosa sonrisa, sus increíbles ojos azules. Luego vio que debajo de la fotografía había algo de información sobre ella.

Su sexo: mujer. Que estaba sin pareja. Que le interesaban los chicos. Que buscaba amigos. Y luego una lista de los amigos que ya tenía, sus redes. Los libros que le gustaban. Los cursos que había realizado en Stanford.

Al lado de su perfil había una cita personal escrita por ella misma, así como algunos comentarios de sus compañeros de clase. Todo el mundo parecía ser de Stanford, con e-mails de Stanford. Eran amigos de verdad, sus amigos reales: no simplemente gente que quería tirársela, como en Friendster. No sólo gente que quería lucir su nueva banda de rock o su nueva línea de moda, como en MySpace. Esta era su red social real,
online
, conectada. Siempre conectada. Incluso cuando el ordenador había estado suspendido, la red social había seguido activa. No era nada estático.

Era fluido.

Era simple.

Era bonito.

—Dios mío —murmuró Sean para sí.

Era brillante. Sean parpadeó. Una red social dirigida al mercado universitario. Parecía tan obvio. La gran laguna en el mercado de las redes sociales eran las universidades… y la universidad era un mercado perfecto para una red social. Los universitarios eran increíblemente sociales. Tenías más amigos cuando estabas en la universidad que en ningún otro momento de tu vida. MySpace y Friendster habían olvidado al grupo de personas que más podía utilizar una red social. ¿Y esta página? Esta página parecía apuntar directamente al filón principal.

La mirada de Sean se deslizó hacia la base de la página. Había una extraña línea de texto.

A Mark Zuckerberg Production.

Sean sonrió. Oh, eso le gustaba. Le gustaba mucho. Quien fuera que hubiese hecho esa página había puesto su nombre en la base de la misma.

Sean tocó algunas teclas, saltó a Google. Lanzó una búsqueda. Para su sorpresa, encontró bastantes cosas, la mayor parte de una misma fuente: el
Harvard Crimson,
el periódico de la universidad de Harvard.

La página web se llamaba thefacebook, y la había lanzado un alumno de segundo curso entre seis y ocho semanas atrás. En cuatro días, la mayor parte del campus de Harvard se había registrado. La segunda semana, había casi cinco mil miembros. Entonces la habían abierto a unas cuantas universidades más. Ahora se estimaba que había cerca de cincuenta mil miembros. Stanford. Columbia. Yale.

Dios, esto estaba yendo muy deprisa.

Sean comenzó a murmurar para sí mismo. «Thefacebook.» ¿Por qué no simplemente «facebook»? Esa era la clase de cosa que ponía enfermo a Sean. Su mente estaba todo el rato haciendo eso, limpiando instintivamente las cosas, afinándolas. Se sorprendió al darse cuenta de que incluso mientras pensaba esto, sus dedos estaban frotando las sábanas del futón, alisando las arrugas. Sonrió para sí mismo. Añadir desorden obsesivo-compulsivo a la lista de neurosis. Llamar a Valleywag por teléfono:
Sean Parker, el chico malo asmático, alérgico a los cacahuetes, obsesivo-compulsivo, va detrás de un nuevo proyecto…

Sabía exactamente lo que iba a hacer. Iba a encontrar a ese Mark Zuckerberg e iba a comprobar hasta qué punto era bueno.

Y si las cosas eran tan bonitas como parecían, le ayudaría a convertir Facebook en algo inmenso.

Una valoración de mil millones de dólares o nada. Pura y simplemente. Cualquier otra cosa era un fracaso.

Sean ya había anotado dos tantos, con Napster y Plaxo. ¿Podía ser Facebook su tercer tanto?

CAPÍTULO 18:
Nueva York

—Vamos Eduardo. ¿Realmente crees que van a pedirnos el carné? ¿Aquí?

La chica puso los ojos en blanco, lo que aún le ponía más enfermo; Eduardo la fulminó con la mirada, pero ella ya había vuelto a hundir la cara en la carta de cócteles, lo mismo que estaba haciendo Mark. Tal vez Kelly tuviera razón y nadie fuera a pedirles su DNI. Pero esa no era la cuestión. Ni ella ni Mark se estaban tomando el asunto en serio, y eso estaba poniendo a Eduardo de los nervios. No se trataba sólo del restaurante. Durante todo el viaje a Nueva York Mark había estado haciendo el tonto, pretendiendo que todo era una gran broma. En el caso de Kelly tal vez fuera aceptable: ella sólo estaba en la cena porque había ido a visitar a sus padres en Queens. Pero se suponía que Mark estaba en Nueva York por negocios.

Era cierto que estaban en casa de unos amigos y no en un hotel, pero Eduardo había pagado el viaje y todas las comidas y taxis. Más exactamente, lo estaban cargando todo a la cuenta de thefacebook, los mil dólares que Eduardo había ingresado en enero, hacía tres meses y medio, y que desaparecían rápidamente. Eso convertía el viaje en un viaje de negocios, de modo que Mark debería tratar la excursión como un asunto serio.

Pero nada más lejos de la realidad. Eduardo había conseguido concertar unas cuantas reuniones con anunciantes potenciales; sin embargo, ninguna había salido demasiado bien, y tampoco había ayudado que Mark se hubiera pasado la mitad del tiempo durmiendo, y la otra mitad sentado en silencio mientras Eduardo trataba de hablar por los dos. Todas las personas con las que se habían visto parecían impresionadas por la cantidad de gente que se había registrado en thefacebook —más de setenta y cinco mil en el último recuento—, pero nadie estaba dispuesto a pagar ninguna cantidad significativa de dinero para poner anuncios en la red. Simplemente no entendían de qué iba, y la publicidad por Internet en general era un asunto bastante incierto. Era difícil hacer entender a los anunciantes hasta qué punto thefacebook era distinto de todo lo demás. El hecho de que las personas que entraban en thefacebook tendieran a quedarse conectadas más tiempo que en casi cualquier otra página no tenía ningún impacto sobre ellos. La estadística aún más impresionante de que la mayoría de las personas que probaban thefacebook tendían a volver —67 por ciento cada día— escapaba totalmente a su comprensión.

Pero tal vez si Mark se lo hubiera tomado un poco más en serio, las cosas habrían ido algo mejor. Un ejemplo: allí estaban, en uno de los restaurantes más de moda en Nueva York, y él allí sentado con su maldito forro polar con capucha, con las sandalias bailando bajo la mesa. De acuerdo, no estaban en el 66 para reunirse con ningún anunciante potencial, pero no dejaba de ser un asunto de negocios y Mark debería haber consultado el guión. Por lo menos, tendría que haber intentado tener una imagen más adecuada, porque en aquel lugar cantaba como una almeja.

Situado en el primer piso del Textile Building de Tribeca 66, era el nuevo local de Jean George, posiblemente el mejor restaurante chino que Eduardo había visto nunca. Pulcro y minimalista, era un sitio extremadamente moderno, desde la paredes de cristal curvado de más de tres metros de altura de la entrada, hasta el inmenso acuario que separaba el comedor de la cocina. El suelo era de bambú y las distintas zonas para sentarse estaban separadas por paneles de cristal esmerilado. Había también una gran mesa para cuarenta personas, junto a otro panel esmerilado tras el cual bailaban las siluetas de los camareros que se afanaban de aquí para allá. Del techo colgaban banderolas chinas de seda roja, pero, por lo demás, parecía más fusión que asiático, al menos para el gusto de Eduardo. Como su invitado se estaba retrasando, ya habían pedido algunas cosas: cerdo laqueado con confitura de chalote y jengibre. Tartare de atún. Una pinza de langosta al vapor con ginebra y vino. Y rollos de langostino rellenos de foie-gras. Su novia no estaba demasiado entusiasmada con lo que habían pedido, y Eduardo se daba cuenta de que sólo estaba esperando el momento de pedir el postre: un helado casero que venía en unos pequeños recipientes chinos para llevar. Aunque si Eduardo podía convencer a alguno de los camareros para que les trajera copas sin comprobar su edad, ella se olvidaría del helado.

Probablemente Kelly no era la chica de su vida, pero seguía siendo alta y guapa, y Eduardo se las había apañado para mantenerla interesada desde el episodio del baño. Mark hacía tiempo que había perdido a su amiga Alice, pero parecía que le daba igual. En aquel momento, sin embargo, Kelly no era el asunto que dominaba los pensamientos de Eduardo. Le preocupaba mucho más la razón por la que estaban en aquel restaurante, y el tipo con el que debían reunirse.

Eduardo no sabía demasiadas cosas de Sean Parker, pero lo que había descubierto con una simple búsqueda por Internet no le había gustado. Parker era un animal de Silicon Valley, un emprendedor en serie que había salido disparado de dos de las mayores empresas que había conocido Internet de una forma que sonaba bastante espectacular. A ojos de Eduardo, parecía una especie de salvaje, tal vez incluso un tipo peligroso. Eduardo no tenía ni idea de por qué quería hablar con ellos ni de lo que quería. Pero estaba bastante seguro de no querer nada de Parker.

Hablando del demonio: Eduardo fue el primero en ver a Parker salir de detrás del panel de cristal curvado. Hay que decir que era difícil no verle con la entrada que estaba haciendo, saltando de aquí para allá como un dibujo animado, como un diablo de Tasmania examinando el restaurante. Parecía conocer a todo el mundo que se encontraba. Primero le decía hola a la mujer de recepción, mientras le daba un abrazo a una de las camareras. Luego se paraba en una mesa cercana para darle la mano a un tipo de traje y le pasaba la mano por el pelo a su hijo, como si fueran amigos de familia. ¿Dios, quién era ese personaje?

Finalmente llegó hasta su mesa y sonrió; había algo lobuno en esa sonrisa.

—Sean Parker. Tú debes ser Eduardo, y tú Kelly. Y por supuesto, Mark.

Sean alargó la mano por encima de la mesa, directamente hacia Mark, y Eduardo lo vio al instante: la cara de Mark, el repentino color de las mejillas, el brillo en sus ojos. Pura adoración del ídolo. Eduardo se dio cuenta de que Sean Parker era un dios para Mark.

Debería haberse dado cuenta antes. Napster era la bandera de los informáticos, una batalla librada por los
hackers
en el mayor escenario de todos. Al final habían perdido, pero eso no importaba, en cierto modo seguía siendo la mayor pirateada de la historia. Y Sean Parker había sobrevivido a ella para crear luego Plaxo y hacerse un nombre por segunda vez. Eduardo no tenía necesidad de recordar lo que había leído en Google, porque Sean se lanzó a explicarlo personalmente después de tomar asiento al lado de Kelly y pedir copas para todos a una de las camareras que pasaban (una amiga también, por supuesto, de alguna visita anterior).

BOOK: Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición.
13.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mala ciencia by Ben Goldacre
Just Down the Road by Jodi Thomas
Swallow the Air by Tara June Winch
Give Up the Body by Louis Trimble
Love's Sacrifice by Georgia Le Carre
Tales From Gavagan's Bar by L. Sprague de Camp, Fletcher Pratt
Civvy Street by Fiona Field
The Reiver by Jackie Barbosa
Stealing West by Jamie Craig
False Nine by Philip Kerr