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Authors: Florencia Bonelli

Nacida bajo el signo del Toro (12 page)

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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—Cami, ¿estás acá? —La pregunta de Gálvez acalló las voces de las chicas que se retocaban el maquillaje frente al espejo.

Corrió la traba sigilosamente. Recogió los pies, apoyó la cara entre las rodillas y se ovilló en el inodoro.

—¿Cami? Salí, por favor. Prometo portarme bien. Dale. ¿Cami? Aunque sea decime si estás acá.

—Yo no soy, Cami, potrazo, pero soy Vale. ¿No es lo mismo?

—Todo bien, Vale, pero yo quiero a Camila.

—¡Ay, qué ortiba! —se quejó la tal Vale.

Camila regresó a la pista al cabo de media hora, abatida, sin la resolución a su dilema.

Vio primero a Karen, y el alivio le causó una picazón en los ojos y en la garganta. Un instante después, lo vio a él, a Lautaro. Y supo que estaba buscándola. La familiaridad de su cara larga y delgada le provocó felicidad. Con su altura, sobrepasaba al resto y, quieto en un lugar, giraba la cabeza y aguzaba la vista. Hasta que la divisó. Camila se lanzó hacia él y, mientras corría para encontrarlo, lo vio desplazarse en su dirección, sorteando gente. Como nunca, era desconsiderada y aplicaba codazos y empujones para alcanzar su objetivo. La detuvo una fuerza que la sujetó por el brazo: Sebastián.

—¿Dónde estabas?

—Dejame ir, Sebastián.

—Hace media hora que estoy buscándote.

—Soltala, Gálvez. —La voz de Lautaro se impuso a la música ensordecedora.

Camila entró en pánico. Si se desataba una pelea, intervendrían los patovicas, y eso se convertiría en una catástrofe. “Son casi de la misma altura”, pensó, mientras, obnubilada, los observaba medirse con una mirada letal.

—¡Ey, Sebas! —Bárbara apareció con la botella de fernet medio vacía en una mano y el porro en la otra—. ¿Por qué no aprovechás y le bajás los dientes al
boy
scout? Hacele pagar la humillación del otro día.

—¡No, Lautaro! —se exasperó Camila—. ¡Te suplico, no pelees!

—¿Tenés miedo de que pierda, Cami?

—¡Callate, Bárbara!

—¡Ey, Lauti! —siguió Bárbara—. ¿Cómo nos encontraste? ¿Quién te buchoneó?

—Soltala, Gálvez.

—¿Por qué? Camila está conmigo.

El índice y el pulgar de Gómez se instalaron en la tráquea de Gálvez, cuyos ojos sobresalieron y brillaron; la nariz se le tornó roja. Con un movimiento desesperado, colocó las manos sobre los dedos de su adversario e intentó quitárselo de encima. Gómez lo soltó, y Gálvez se arqueó hacia delante y tosió como un tuberculoso.

Lautaro ofreció la mano a Camila. Ella la aceptó y se dejó guiar hacia cualquier sitio. La confianza que le inspiraba ese chico era infinita. Bárbara los siguió gritándoles insultos hasta que la borrachera la venció y se sentó en el suelo para recuperar el aliento.

Gómez se detuvo en la recepción, donde la música los alcanzaba amortiguada gracias a los cortinados de terciopelo negro. Se miraron, y el desasosiego que Camila había experimentado en las últimas horas, explotó en su interior.

—Por favor, sacame de acá.

—Sí, ya mismo te saco. Aguantá un momento.

Tecleó en su celular y se colocó el aparato sobre la oreja. Camila no lo perdía de vista, temerosa de que se lo quitasen, de que la apartasen de él. El aire tranquilo de Gómez era lo único que necesitaba para saber que todo saldría bien.

—Karen —dijo él—, los espero en la recepción. Nos vamos. —Le siguió un silencio, en el que su ceño se pronunció—. Está bien. Los veo el lunes. —A Camila le explicó—: Karen y Benigno se quedan. Vamos.

El sereno del amanecer la tomó por sorpresa, y se estremeció. Gómez se quitó la campera de paño y mangas de cuero y le cubrió los hombros.

—Gracias, pero ¿vos no vas a tener frío?

—No. Esto es muy abrigado —la tranquilizó, y Camila admiró el suéter azul marino con cuello alto—. Caminemos hacia la avenida. Ahí conseguiremos un taxi.

Camila se imaginó recorriendo sola esas cuadras y tuvo deseos de llorar. Como si hubiese percibido su debilidad, Gómez le pasó el brazo por los hombros. Ella le correspondió rodeándole la cintura.

—Te llamé con el pensamiento. —Ante la mirada incrédula de él, insistió—: En serio, repetí tu nombre varias veces hasta que apareciste. Estaba desesperada.

Lo vio sonreír en la noche, una sonrisa de comisuras apretadas, como si no hubiese hecho a tiempo de reprimirla.

Gómez desechó varios taxis antes de detener a uno. Subieron, y a Camila le gustó la solvencia con que le indicó al conductor por dónde ir. El automóvil se puso en marcha, y Camila se acurrucó en el abrazo de su redentor.

—¿Por qué no fueron a Promenade?

—No sé. Bárbara cambió el lugar a último momento. Me dijo que Dolmen era mucho más copado porque tenía mejor música, menos reggaeton y menos cumbia. La música era buena, pero igualmente me arrepentí apenas entré. Bárbara llevó muchas botellas con bebidas alcohólicas. Y el novio de Lucía tenía porros y cristal. Un desastre. Me quería ir. Cuando le pedí a Bárbara que lo llamase a su papá para que viniese a buscarnos más temprano, me dijo que su papá no tenía idea de que ella estaba ahí y que nos íbamos a volver en remís. Casi me muero. Mi papá me había dicho que no se me ocurriera volver en remís ni en taxi.

—Ahora estás volviendo en taxi.

—Sí, pero con vos. No tengo miedo. ¿Fuiste a Promenade?

—Sí. Me gusta cómo pronunciás Promenade. Decilo de nuevo.


Prómeneid.

—¿Significa algo?

—Sí, costanera. Aunque tal vez esté en francés, porque se escribe igual.

—Y en francés, ¿cómo se pronuncia?


Promnad.
¿Por qué fuiste a Promenade? ¿A buscarme?

—Sí.

—¿Eras vos el que llamaba a Bárbara al celular?

—Sí.

—¿Cómo sabés su celular?

—Una vez me lo dio.

—¿Por qué? Vos y ella no son amigos.

—La ayudé a preparar Física de tercero.

—Ah. No sabía. ¿Cómo me encontraste? ¿Cómo supiste que estaba en Dolmen?

—Karen llamó a Gálvez.

—¿Karen a Gálvez? Me cuesta imaginarlo.

—Sí, Karen a Gálvez. ¿Estabas bailando con él? —Camila trató de incorporarse, pero Gómez la mantuvo apretada—. No me mientas, es lo único que te pido.

—No, Lautaro. No estaba bailando con él. Bailábamos todos juntos.

—Y él se ponía frente a vos, ¿no?

—Sí.

—¿Te tocó mientras bailaban?

—No. —Camila supo que no le creía—. Sí, me tocó, bah,
trató
de tocarme, estaba borracho. Pero me zafé y me escondí en el baño. Justo salía del baño cuando te encontré.

—Gálvez dijo que estabas con él.

—No, no estaba con él —afirmó, y se enorgulleció de la tranquilidad con la que habló—. Ni siquiera sabía que iba a estar esta noche en el boliche.

—Bárbara lo arregló todo. ¿No te das cuenta?

—No me importa. Ya no me importa.

Cayeron en un silencio cómodo en el que Camila se adormeció. Despertó sobresaltada cuando Gómez la incorporó con delicadeza.

—Tengo que sacar la billetera —se disculpó.

Miró por la ventanilla y vio que se hallaban a la puerta de su edificio.

—¿Por qué vas a pagar? ¿Te vas a quedar?

—Quisiera hablar con vos un momento, aunque sea en la recepción de tu edificio.

—¿Y cómo vas a volverte a tu casa? Por aquí no pasan taxis a esta hora.

—Vamos, chicos —los apremió el chofer—, decídanse.

—Llamo a un remís —propuso Gómez.

—A esta hora van a tardar un año en venir.

—Me vuelvo caminando.


No way!
Es muy peligroso. No voy a poder dormir de la preocupación. Lo que sea, lo hablamos mañana.

Gómez asintió.

—Espere un momento que la acompaño.

—Está bien —gruñó el hombre.

Camila introdujo la llave, la hizo girar y entornó apenas la puerta. En puntas de pie, le susurró al oído:
—Sí.

—¿Sí? ¿Qué?

—Sí, quiero ser tu novia —aclaró, y se metió dentro.

La puerta se cerró tras ella. Siguieron viéndose a través del vidrio. Camila evocó un párrafo del libro de Linda Goodman:
…su superficie impasible no es más que un alarde. Por dentro, sus
pasiones están al rojo.
En ese instante suspendido a través de la puerta, Gómez estaba mostrándole su interior candente. Trató de absorber la imagen en la cual su rostro reflejaba la emoción que estaba experimentando; quería atesorarla porque, meditó, quizá nunca volvería a verla.

Gómez apoyó la palma de la mano en el vidrio y separó los dedos. Camila hizo lo mismo del otro lado y, dominada por una emoción indescriptible, aplastó los labios en forma de beso y esperó a que él se inclinase y la besase a través del cristal antes de cerrar los ojos.

 

♦♦♦

 

La despertó un zumbido. Levantó los párpados con dificultad. El zumbido se agudizó. A medida que la pesadez se disipaba, advirtió que se trataba de un sollozo. Irguió la cabeza y descubrió a su hermano Nacho, sentado a los pies de su cama, llorando en silencio. ¿Nacho llorando? Nacho no lloraba; él hacía un culto del buen humor y de la sonrisa.

—¡Nacho! —Se incorporó con un envión brusco y se mareó—. ¿Qué pasa?

—Papá —gimoteó el chico—. Papá… se va.

—¿Adónde?

—Se va de casa —dijo, y se echó a llorar sin reprimirse.

Camila lo abrazó para consolarlo sin entender bien el porqué de la angustia de su hermano. ¿Qué había dicho? ¿Que su papá se iba?

—¿Cómo que se va de casa?

—Está armando la valija.

—¿Por qué?

—Anoche, después de que te llevó al boliche, tuvo una pelea horrible con mamá. Y esta mañana las cosas no mejoraron. Dijo que se había hartado de todo y que se iba.

—No, por Dios. Nachito —lo urgió—, salí un momento así me visto.

Se enfundó en los jeans y se puso la primera remera que sacó de la cómoda. Se sentó en el borde de la cama para calzarse las
ballerinas
. Se cepilló el pelo a las apuradas y se hizo una cola de caballo para domar los mechones rebeldes. Un silencio sospechoso inundaba las habitaciones de la casa. Se asomó en el pasillo: la puerta del dormitorio de sus padres estaba cerrada. Se deslizó sigilosamente y apoyó la oreja sobre la madera. Nadie hablaba; los sonidos correspondían a puertas y a cajones que se abrían y se cerraban, a cierres de valijas. Se atrevió a tocar. Nadie la invitó a pasar. Entornó la puerta.

La imagen la golpeó como un puñetazo en pleno rostro. El dolor en su alma tomó la forma de un calambre en la boca del estómago. Su padre se afanaba en llenar la valija más grande. Desde una esquina, su madre lo observaba en un silencio beligerante, con los brazos cruzados y displicencia en la mirada. Camila la habría zamarreado para hacerla reaccionar. “¡Detenelo! ¡Rogale que se quede! ¡Rogale que no se vaya!”.

—Papi…

—Ahora no, Camila —intervino Josefina—. Tu padre está muy ocupado armando la valija para abandonarnos.

—¡No le digas eso! ¡Yo jamás abandonaría a mis hijos!

—¿Qué es lo que estás haciendo, entonces?

—¡Te estoy dejando a vos porque no te soporto más!

—¡No! —El alarido de Camila atrajo la atención de los mayores—. ¡No, papi! ¡Te suplico, no te vayas!

—¡No te vayas! —Nacho se aunó al ruego.

Juan Manuel chasqueó la lengua, soltó la prenda y abrazó a sus hijos.

—Es lo mejor, amores míos.

—¿Cómo podés decir eso, papá? —lo increpó Camila.

—Ustedes viven en un ambiente muy violento, culpa de que su madre y yo no nos ponemos de acuerdo.

—¡No te vayas!

—No es para tanto. Ya van a ver.

—¡No! —Camila rompió el abrazo y comenzó a alejarse por el pasillo caminando hacia atrás—. ¡No lo acepto! ¡No acepto que te vayas! ¡Si te vas, no vas a volver a verme!

—Hija, por favor…

—¡Los odio! ¡Los odio a los dos!

—¡Camila, vení acá!

Dio media vuelta y salió corriendo. Necesitaba huir de ese departamento al que había aborrecido desde el principio y que ahora se convertía en el escenario del peor momento de su vida. Cerró la puerta principal con un golpe que retumbó en el palier. “¡Alicia!”, pensó, y se acordó de que ella y Lucito pasarían el domingo en Tigre con unos amigos.

Sin paciencia para esperar el ascensor, bajó corriendo las escaleras, cruzó la recepción y se lanzó a la calle, ciega de lágrimas y de dolor. Corrió por la vereda en dirección a la avenida. Alguien gritaba su nombre, se daba cuenta de ello, pero no atinaba a reaccionar. Como si una voluntad externa la dominase, seguía alejándose.

—¡Camila!

Alguien la detuvo sujetándola por el hombro. Dio media vuelta, presa de la furia, y gritó a quien fuese:
—¡Qué!

—Camila. —Gómez la miraba, azorado; Max gañó—. Camila, ¿qué pasa? ¿Adónde vas? ¿Estás llorando? —Extendió el brazo para tocarle la cara mojada, y ella se retrajo, al mismo tiempo que se pasaba la manga de la remera por los ojos.

—Mi papá —dijo, al cabo de unos segundos—. Mi papá… se va a divorciar de mi mamá. Ahora… En este momento, está haciendo la valija. Dice que… Dice que…

Se apretó la boca con el dorso de la mano y miró hacia otra parte. Gómez la envolvió con sus brazos. La resistencia de ella se desmoronó y, con un sollozo que ahogó en el pecho de él, se aferró a su cintura. Inspiró el perfume de su buzo de polar, un aroma fresco, a limpio, a suavizante de buena marca, y enseguida se serenó. Él era firme, sólido y seguro, y estaba ahí, con ella y para ella.

Gómez le encerró la cara con las manos y la obligó a elevar el rostro. Le barrió las lágrimas con los pulgares, largos y delgados, como todo en él. Se inclinó y le besó la nariz.

—No quiero volver a mi casa —sollozó Camila—. No soportaría ver que mi papá…

—Vamos a mi casa. De hecho, venía a buscarte para seguir con el trabajo.

—No creo que tenga cabeza para hacer nada hoy.

—No hagamos nada, entonces. Vamos.

Caminaban a paso lento para no renunciar a hacerlo pegados. Camila observaba la gente pasar y se preguntaba si serían tan felices como ella. Al instante, se acordaba de la separación de sus padres y se deprimía. No podía creer lo que estaba viviendo. Su padre se iría de casa, nunca más volvería; su familia se había destruido. Tenía la impresión de que, en algún sitio de su cuerpo, había sufrido un desgarro. Estaba descoyuntada, como una muñeca de trapo a la que le han arrancado una pierna. La fuerza de Lautaro la mantenía en pie.

En el departamento de los Gómez, la recibió la misma fragancia del día anterior. Inspiró profundamente para embargarse de la energía del aroma. Resultaba paradójico que algo etéreo y sutil le confiriese fuerza.

—Qué exquisito perfume —murmuró.

—Le pedí a mi vieja que encendiera los hornitos con el mismo aceite de ayer.

—¿Le preguntaste cuál es?

—Sí, bergamota.

—Bergamota —susurró—. Oliendo la bergamota me siento mejor.

—Qué bueno.

—¿No hay nadie?

—No. Se fueron a lo de mi abuela. Vení, vamos a mi cuarto.

—Antes quisiera ir al baño para lavarme la cara.

—Usá el mío.

En el dormitorio, Lautaro abrió una puerta y le indicó que entrase. Camila cerró detrás de ella y se quedó quieta, estudiando el entorno. La luz entraba por una ventana grande, y bajó los párpados para sentir la calidez del sol sobre la cara. Lautaro debía de haberse bañado antes de ir a buscarla porque aún permanecía suspendido el vapor con aroma a jabón. No quería mirarse en el espejo –no reunía el valor para hacerlo–, por lo que se demoró en los detalles de la decoración, más bien escueta, y los efectos personales del botiquín. Había espuma de afeitar marca Gillette y una máquina descartable. “Así que se afeita”, pensó, y la idea le causó satisfacción. Olió el perfume, uno de Ralph Lauren, y le pareció exquisito. Había una caja con curitas, dos peines, una tijeras de uñas, un alicate, un colirio. No había condones.

Antes de mirarse en el espejo, se enjuagó la cara. Por fortuna, la noche anterior se había quitado la máscara para pestañas. Al final, cobró coraje y se observó. “Bueno”, trató de animarse, “podría ser peor”. Se soltó el cabello y se sirvió de un peine de Gómez para ponerlo en orden. Hizo pis y salió. Casi tropezó con Max, que parecía aguardarla pegado a la puerta.

—Hola, Max. ¿Cómo estás, bonito?

Le acarició la cabeza, y el perro arrugó el hocico, transido de placer, al tiempo que movía la cola con sacudidas vehementes.

—¿Dónde está tu dueño?

—Aquí está el dueño. —Gómez se detuvo bajo el umbral y la miró con fijeza. Una media sonrisa, casi imperceptible, desmentía la severidad de su expresión.

Camila apartó la vista y se dedicó a mimar al labrador. “¡Qué tonta!”, se reprochó. “¿Por qué estoy nerviosa?”. Lo estaba, por eso sonreía sin motivo y tenía los cachetes calientes.

—Me gustaría llamar a casa. Salí sin decir nada. No saben dónde estoy.

Gómez mismo marcó el teléfono y se lo pasó.

—¿Lo sabés de memoria?

—Sí. Te espero en la cocina. Estoy preparando el desayuno.

—OK.

Camila entró en la cocina un momento después.

—No llamé a casa.

—¿Por?

—Creo que tengo que volver.

—¿Por qué? —Gómez se mostró decepcionado.

—Lo dejé solo a mi hermano con todo este lío. No es justo. Él estaba llorando esta mañana cuando me desperté. Estaba sentado a los pies de mi cama, llorando. —Se le quebró la voz—. Tengo que volver.

—No quiero que vuelvas. Te va a hacer bien quedarte en mi casa. ¿Por qué no lo llamás a tu hermano y le decís que lo vamos a buscar?

—¿Nacho acá, con nosotros?

Gómez sacudió los hombros.

—Tengo Playstation, computadora, películas… No se va a aburrir. Podemos salir a dar una vuelta también. A tomar un helado. Podemos ir al cine.

—¿Te parece?

—Claro. No estaría proponiéndotelo si no me pareciese.

—Gracias. Lo voy a llamar. —Al cabo, regresó con mejor semblante—. Nacho se fue a pasar el día a la casa de su mejor amigo.

—¿Hablaste con tu mamá?

—Sí. No me animé a preguntarle si mi papá ya se había ido. ¡Soy una cobarde!

—Nunca decís malas palabras.

—¿Cómo?

—Que nunca decís malas palabras. Otra, en tu lugar, habría dicho: “¡Soy una cagona!”.

—Eso también soy —dijo, y sonrió con aire cansado.

—Me gusta que no digas malas palabras.

Se sentaron a desayunar. Camila bebió el café con leche y comió las medialunas sin inhibiciones. Entre bocado y bocado, planeaban las actividades del día.

Max apoyaba el hocico en la pierna de Camila y la observaba con ojos tristes.

—Te pone esa cara de ternero degollado para que le des medialunas —explicó Gómez.

—¿Puedo?

—No, le hacen mal. Además, tiene tendencia a engordar. Es un defecto de la raza.

—El mismo que tengo yo —expresó Camila, mientras acariciaba la cabeza del perro y le admiraba los ojos verdes.

—Vos tenés un cuerpo perfecto.

Camila rio por lo bajo, siempre ocupada en acariciar a Max.

—No, no lo tengo.

—Es perfecto para mí.

No se atrevió a enfrentar la mirada de Gómez. Incluso sin hacer contacto visual, percibía la intensidad que brotaba de él.

—Que sea perfecto para mí es lo único que importa —remató.

—¡Qué hermoso que es Max! —exclamó, para cambiar de tema.

—Sí, muy hermoso. Pero es un cagón.

—No lo creo. ¿Verdad que no sos un cobarde, bonito?

—¿Querés ver? Vení. Vos entretenelo en mi dormitorio y salí con él cuando te diga.

Al rato, Camila se presentó en el pasillo con Max por detrás. Gómez se hallaba a unos metros con un juguete a sus pies, un
Tyrannosaurus rex
de unos treinta centímetros de alto, robotizado, que avanzaba en dirección a ellos, profiriendo rugidos. El labrador emitió un gañido y se metió en el dormitorio. Camila lo siguió. Max entró en el baño de Lautaro, corrió la cortina de la bañera con la cabeza y se metió dentro. Camila soltó una carcajada cuando el perro se asomó para comprobar que su enemigo no invadiese las inmediaciones. Gómez colocó el robot en el piso del baño, y Max volvió a desaparecer tras el cortinado.

—¿Ves que es un cagón?

—¡Pobrecito! —exclamó Camila—. Sacá ese juguete de acá. Vení, Max, vení. Yo te protejo.

—No lo abraces. Todavía no lo bañé. Esta raza despide un olor muy fuerte.

—¿Querés que lo bañemos juntos?

—¿Tenés ganas?

—Me encantaría.

Otra ventaja del departamento de los Gómez la constituía una terraza enorme, con asador, mesa de jardín con sombrilla, sillones, reposeras y un espacio que, Gómez le contó, se destinaba para armar una pileta. Aprestaron la manguera y los elementos para bañarlo y se pusieron manos a la obra. El comportamiento de Max arrancaba carcajadas a Camila mientras, con unos guantes con pinches de silicona, ella y Gómez le refregaban el pelo. Sus gestos eran casi humanos, y, más que estar recibiendo un baño, parecía sometido a tortura. Se ovillaba sobre las baldosas, aplastaba las orejas contra el cráneo, entrecerraba los ojos y levantaba el belfo superior, todo en silencio, no emitía un sonido.

—¿Nos muestra los dientes? —se asustó Camila.

—Sí, pero no gruñe. No está enojado, sino asustado o incómodo. También lo hace cuando se siente culpable porque rompió algo o se robó comida de la alacena.

—Lo conocés muchísimo, ¿no?

—Sí. Y él a mí.

—¿Cuánto hace que lo tenés?

—Más de tres años.

“Más de tres años”, repitió Camila para sí. “Hace más de tres años que murió tu papá, Lautaro”.

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