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Authors: Florencia Bonelli

Nacida bajo el signo del Toro (22 page)

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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♦♦♦

 

Nacho y ella almorzaron con Juan Manuel en el McDonald’s de siempre. A Camila la esperaba el mejor regalo de cumpleaños: su padre había conseguido el trabajo de gerente de Compras en la fábrica de los Gómez.

—Ximena me llamó ayer por la noche para avisarme.

—¡Qué groso, papi! —exclamó Nacho—. Ahora vas a poder comprarme la Play.

—¡Nacho! —se escandalizó Camila—. Solo pensás en vos, siempre en vos.

—Callate, ortiba.

—No se peleen, por favor. Cami, contame cómo pasaste tu cumple. Apenas hablamos el martes.

—Rebien. Alicia me regaló un conjunto divino que voy a estrenar esta noche.

—¿Vas a hacer algún festejo?

—Invité a la abuela y a Lautaro a cenar en casa. —Se angustió ante la cara de decepción de Juan Manuel—. Yo quería invitarte, pero…

—Sí, hija, lo sé. No te preocupes. Me pone contento que tu madre le haya permitido a la abuela Laura ir esta noche.

—Sí —intervino Nacho—, entre ellas hay buena onda.

—¿Y si vinieses a cenar esta noche igualmente, papi? —sugirió Camila.

—Ya veremos. Por lo pronto, aquí tenés tu regalo.

Camila rompió el papel con ansiedad. Se trataba de un libro, de una novela en inglés.
He Knew He Was Right (Él sabía que tenía razón)
, de Anthony Trollope. El título le resultó sugestivo.

—La vendedora que me lo recomendó (una chica joven) me dijo que era atrapante.

—¡Gracias, papi! Vos sabés que amo los libros. ¡Gracias!

Se abrazaron, y Juan Manuel la apretó y la besó en la frente. Nacho pasaría el resto de la tarde con él. Camila, en cambio, regresaría a su casa para preparar la cena. Estaba muy ansiosa por ponerse manos a la obra. Quería lucirse con Lautaro, y se imaginaba los comentarios que le haría a Ximena al regresar: “El peceto de Camila era mortal, mami. Supertierno y sabroso”. “No sabés qué exquisito el flan de coco que preparó Camila, mamá”. Pasó por el supermercado y compró los últimos ingredientes que necesitaba. Pagó con su plata y se sintió bien.

Al llegar a su edificio, se llevó una sorpresa: Lautaro, en su uniforme de
boy
scout, la esperaba en la puerta. Caminó hacia él con una sonrisa inconsciente.

—Hola —Lautaro se inclinó y la besó en los labios.

—Hola. ¿Por qué estás aquí?

—Porque quería verte.

—¿Tocaste el timbre? ¿Mi mamá no te hizo pasar?

—Le dije que te iba a esperar abajo.

Sin explicaciones, la desembarazó de las bolsas del supermercado. Camila notó que tenía una muy bonita en la otra mano, con arabescos en colores azules y blanco.

—¿Podés subir un momento? Todavía tenés tiempo —dijo, en tanto consultaba el reloj.

—Sí, tengo tiempo.

Después de saludar a Josefina, Lautaro la acompañó a la cocina y la ayudó a vaciar las bolsas y a acomodar la compra.

—¿Querés tomar algo? ¿Un café? ¿O preferís un jugo?

—Un café, por favor.

Camila le dio la espalda para aprestar las tazas, y unos segundos después tembló al contacto tibio de sus manos en la cintura. Él las apoyó con la misma delicadeza que empleó para besarla en la nuca descubierta gracias a la cola de caballo.

—Vine para darte tus regalos.

—¿Sí?

—Esta noche va a estar tu abuela, Alicia, tu vieja… y no tendremos ese momento para nosotros que vos querés.

Camila giró para mirarlo a los ojos.

—Te quiero, Lautaro.

Gómez la levantó y la colocó sobre la mesada, una acción impensada que la dejó aturdida y, un segundo después, avergonzada. Ella pesaba alrededor de sesenta y cinco kilos. ¿Él lo habría notado? Su cuestionamiento se borró cuando Lautaro se apoderó de sus labios con una ansiedad que, a excepción del tacto, la privó de los sentidos, incluido el del oído, porque no oyó que Josefina se acercaba. Lautaro, en cambio, se apartó justo a tiempo y la sujetó de las muñecas para ayudarla a bajar.

Tomaron el café en el
living
. Camila le contó acerca del regalo de Alicia y, aunque Lautaro se lo pidió con insistencia, se negó a mostrárselo.

—Lo vas a ver esta noche, cuando me lo ponga.

—Está bien —se resignó—. Y ahora es el turno de mis regalos. —De la bolsa bonita con arabescos azules, extrajo un paquete—. Este te lo manda mi mamá.

Eran un hornito blanco y un frasquito con aceite esencial de bergamota.

—Le conté a mi mamá que te encantaba ese aroma y te lo compró.

—¡Gracias! —Lo besó rápidamente en los labios—. Lo voy a quemar esta noche durante la cena. Después la voy a llamar a tu mamá para agradecerle.

—Te compré velas. —Lautaro extrajo una bolsa con
tealight
candles
y las dejó a un costado en el sofá.

—Gracias. Siempre pensás en todo.

—Ahora, sí,
mis
regalos.

Eran varios, y, en tanto iba abriendo los paquetes, Camila exclamaba, reía y parloteaba. Un recipiente con jabón líquido en forma de Hello Kitty, una cartuchera y una cartera haciendo juego con Hello Kitty estampada, un diario íntimo con candado y lapicera, también de Hello Kitty, y una bufanda con un par de guantes rosas cuyos pompones, por supuesto, eran la carita de Hello Kitty. La embargaba una emoción que, se dio cuenta, rara vez había experimentado. En esos regalos, en el detalle de recordar cuánto le gustaba la gatita Kitty, Camila comprendió la declaración de Alicia: “Y besa el suelo que pisás”. Le lanzó los brazos al cuello.

—Todavía falta el más importante.

—¿Todavía hay más?

—Sí, este. —Le entregó un paquete que, a las claras, contenía una pequeña caja.

Se quedó muda al descubrir el contenido: un perfume Euphoria, de Calvin Klein, el original.

—Tu favorito —dijo Lautaro, y Camila amó la expectación con que pronunció esas dos palabras.

—Sí, mi favorito. —Giró el rostro, y sus miradas se encontraron—. Lautaro, no puedo creer que me lo hayas comprado. ¡Es carísimo!

—Para que te perfumes con el original y no con el trucho.

—Gracias. No sé qué decirte más que gracias, pero me parece poco.

—Besame, entonces.

Empezó con timidez. Lautaro se mantenía inactivo, tieso en el sofá y con los ojos abiertos, hasta que Camila se amoldó a su cuerpo, disfrutando del contacto con su delgadez y su calidad fibrosa, y lo besó desenfadadamente. La actitud indolente de Lautaro se disolvió al calor de ese abrazo, y Camila se sintió engullida por el amor de él.

—Decime de vuelta que me querés.

—No quiero que pienses que te lo digo por los regalos que me diste. Te quiero desde antes y te hubiese querido sin regalos también. —Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Qué pasa? ¿Por qué llorás?

Estuvo a punto de soltarle lo de los anónimos, lo único que empañaba ese día feliz. Desistió de inmediato, y, como no quería que la tildase de ciclotímica ni de histérica, se limpió los ojos con la manga de la camisa y sonrió.

—Perdoname. Lloro de emoción. Estoy tan feliz.

—¿Sí? ¿Por qué?

Él conocía la respuesta; igualmente, su ego necesitaba oírla, y Camila le dio con el gusto.

—Porque estás vos.

Lo acompañó hasta la planta baja y, antes de despedirse, Camila lo tomó por las manos y lo miró con fijeza.

—Me diste el mejor regalo de todos: le conseguiste un trabajo a mi papá, un trabajo que lo va a hacer feliz. Acaba de contármelo en el almuerzo.

—En todo caso, se lo dio mi vieja. O, mejor dicho, se lo ganó tu viejo.

—Yo siento que te lo debo a vos.

Lautaro se limitó a asentir con la cabeza, y ella admiró el don que él poseía, el de la serenidad y el del dominio, que lo volvían atractivo en la solidez y en la confiabilidad que comunicaban, como si se tratase de un refugio en una tormenta feroz. No desconfiaría de él.

Al regresar al departamento, henchida de felicidad, le contó a Josefina lo del nuevo trabajo de su papá.

—¿Ah, sí? ¿Va a trabajar en la fábrica de Lautaro?

—Sí. Y va a ganar mucho más que en la aseguradora. Además, papá dice que el trabajo le va a encantar y que Ximena le prometió que lo va a consultar para todo el proceso productivo.

—¿Y esta Ximena…?

—Sí, la mamá de Lautaro.

—¿Qué tal es? ¿Es joven?

Camila sonrió para sus adentros: su madre estaba celosa. Era un buen síntoma.

 

♦♦♦

 

El peceto en escabeche con puré de papas estaba exquisito; todos lo alabaron, aun Nacho. Camila había leído que los escorpianos eran muy selectivos con la comida, y temió que la carne hervida en vinagre no le gustase. Sin embargo, cuando Gómez aceptó repetir, lanzó un suspiro de alivio. En realidad, ella solo había cocinado para él, para agradarle a él, para agasajarlo a él, su amor. Al pasarle el segundo plato con dos rodajas de peceto cubiertas por la salsa de cebolla y zanahoria y una buena porción de puré, intercambiaron una mirada intimista que puso color en sus mejillas. La abuela Laura comentó:
—Desde chica, Camila ha sido una gran cocinera.

—Sí —intervino Emilia, y se dirigió a Lautaro—. En séptimo grado aprendió a hacer el mejor
lemon pie
del mundo.

Camila observó que Anabela comía con la vista baja y no aportaba a los halagos de Emilia, a pesar de que amaba el
lemon pie
de Camila. ¿Estaría celosa de la preferencia de la abuela Laura? ¿Le gustaría Lautaro? La había pillado observándolo. ¿O estaba alucinando? Resultaba improbable que Anabela fuese la de los anónimos. ¿De qué manera obtendría las fotografías en lugares que no conocía?

—Siempre digo que cocinar es un gran acto de amor —prosiguió la abuela Laura—. Elegir los alimentos, lavarlos, prepararlos, implica mucho amor y dedicación. Las madres de ahora ya no cocinan para sus hijos —apuntó, con desdén.

—Las madres de ahora tenemos que trabajar —se defendió Josefina—, si no, no habría qué comer.

—Sí, es cierto —acordó Laura, y suspiró—. No sé cómo, pero antes alcanzaba con el sueldo del marido.

—Ahora un hijo —opinó Lautaro— cuesta mucho más que antes. Somos más exigentes, necesitamos más cosas, gastamos más.

Laura, Alicia y Josefina le dirigieron una mirada, primero sorprendida, de cejas elevadas, luego de respeto. Se inició un diálogo en el que se compararon los hábitos consumistas del pasado con los del presente, comenzando por el juego de las canicas y la Playstation.

Ya habían comido el postre –todos suspiraron con el primer bocado de flan de coco– y tomaban café, cuando Anabela propuso ir a bailar para terminar el festejo de cumpleaños. Camila odió a su prima, puesto que conocía su aversión por los boliches, y le vinieron ganas de estrangular a Josefina al oírla decir:
—¡Claro! ¡Vayan a bailar! Se van a divertir mucho. Esta cena es cosa de viejos.

—A mí me pareció encantadora —la defendió Alicia—, superoriginal, además de exquisita.

—Sí, claro —replicó Josefina—, pero Camila es una nena para festejar su cumpleaños como lo haría una mujer de cuarenta años.

—¿Puedo ir yo también, ma?

—De ninguna manera, Nacho.

—¡Ufa!

—No sé cómo vamos a ir —objetó la cumpleañera de mal modo—. No pienso molestarlo a papá a esta hora para que nos lleve.

¿Por qué asumir que ella, por ser adolescente, necesitaba del ruido y de la aglomeración de alcoholizados y drogados de un boliche, cuando solo añoraba que se fuesen y la dejasen tranquila con Lautaro?

—Para eso tenemos la remisería de confianza —alegó Josefina—. Le pediré a don Loreto que les asigne al mejor conductor y yo iré con él a buscarlos a las cuatro de la mañana.

A Camila le pareció entrever que, a Lautaro, la idea de ir a bailar le gustaba, y, como temió que él encontrase demasiado aburrida y pomposa la cuestión de la cena, terminó por ceder. No se olvidaba de aquel diálogo en el que él se había sorprendido por su decisión de no festejar el cumpleaños. “Nada, no voy a hacer nada. No me gusta festejar mi cumpleaños”. “¿No vas a hacer nada? Qué raro”.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Anabela, y Emilia comentó:
—Juan Pedro —se refería a su novio tenista— dice que hoy se abre un boliche súper
cool
en la Costanera. Se llama Vangelis, o algo así. ¿Vamos?

En ese instante, sonó el teléfono. Atendió Nacho.

—Es Bárbara, tu compañera.

—¿Quién es Bárbara? —se interesó Anabela, pero Camila no le contestó. Atendió la llamada y, para poner celosa a su prima, le contó a Bárbara que irían a Vangelis, un boliche nuevo de la Costanera. Se arrepintió enseguida al ver el gesto de reproche de Gómez.

—¿Por qué le avisaste? Seguro que va a ir. Y se nos pegará como ventosa.

Camila se quedó mirándolo, angustiada y enmudecida. ¿Por qué la detestaba tanto?

En Vangelis se encontraron no solo con Bárbara, sino también con Sebastián Gálvez, Lucía y su “fato”, como Bárbara calificaba a Germán, y el arrepentimiento de Camila se pronunció hasta el punto de causarle un anudamiento en la garganta. Tironeó de Lautaro para conducirlo a un lugar apartado del ingreso y, en puntas de pie, le susurró:
—Perdoname.

—¿Por qué?

—Por avisarle a Bárbara. No me imaginé que también vendría Gálvez.

Él la miró a los ojos durante algunos segundos antes de declarar:
—No estás pasándolo bien, ¿no?

—Tenía otra idea para terminar el festejo de mi cumpleaños.

—¿Cuál?

—Que vos y yo nos quedásemos solos en casa después de la cena, después de que todos se hubiesen ido. Quería estar sola con vos.

—Mi amor —susurró, y la atrajo hacia él para darle un abrazo consolador—. No querías venir a bailar —afirmó, y Camila sacudió la cabeza sobre el pecho de él para negar—. ¿Por qué aceptaste?

—Me pareció que a vos te gustaba la idea. A veces pienso que soy aburrida. No soy como las demás que aman ir a bailar y salir todo el tiempo.

—¡Cami!

El saludo de Bárbara interrumpió el abrazo, y de inmediato Camila sintió frío cuando Lautaro retrocedió con una expresión indescifrable.

—¡Hola, Lauti! —prosiguió Bárbara, y se estiró para darle un beso en la mejilla.

—Hola, Camila —la saludó Gálvez, pero no hizo ademán de besarla.

—Hola —murmuró, y se volvió hacia Gómez ansiosa por evaluar su actitud.

Lucía y Germán se aproximaron al grupo.

—¿Así que hoy se festeja tu cumple, Camila? —habló Germán, con aire simpático.

—¿Y a vos qué te importa? —lo encaró Lucía—. Vamos, entremos.

Al rato, mientras bailaban en la pista, aparecieron Karen y Benigno. Camila los presentó con Emilia y su novio tenista y con Anabela, que, para fastidio de Camila, había hecho buenas migas con Bárbara y Lucía, y bailaba con ellas y compartía un vaso con una bebida alcohólica. Al igual que la vez anterior, Germán, el “fato” de Lucía, ofreció pastillas de cristal y de éxtasis, y se embolsó varios cientos de pesos.

Camila intentaba abstraerse e imaginar que ella y Lautaro se hallaban solos en ese sitio oscuro, atestado de humo y olores poco agradables. Bailaban tomados de la mano, se miraban y se sonreían, intercambiaban comentarios cortos al oído (el volumen de la música hacía imposible sostener una conversación) y se besaban.

—Te queda rebien el conjunto que te regaló Alicia. Estás lindísima.

Camila sonrió y lo besó en la mejilla. Gómez le pasó la nariz por el cuello, detrás de la oreja, y le susurró:
—Te pusiste el Euphoria. Qué rico.

Sin embargo y pese al esfuerzo de Camila por disfrutar, la realidad que la circundaba se imponía y la inquietaba. El alcohol y las drogas cumplían su cometido alterando el comportamiento de los consumidores, sumiéndolos en una nube de alegría barata y olvido. “Mañana”, meditó, “no se van a acordar de nada”. Esa característica de los ebrios y de los drogados la pasmaba: la pérdida total de la conciencia de sí mismos. Eran capaces de cometer un asesinato sin darse cuenta. Se abrazó a Lautaro y hundió el rostro en su camisa. Deseó que fuesen las cuatro de la mañana y que Josefina se presentara con el remisero.

—¡Ah, los dos tortolitos! —exclamó Bárbara, y se colgó de ellos.

—¿Qué te pasa? —la increpó Gómez—. ¡No me toques! —La sujetó por el brazo y la apartó. Bárbara, borracha y drogada, trastabilló y cayó de cola.

A Camila la escena la aturdió. Observó a Bárbara reírse a carcajadas desde su penosa situación en el suelo. Se acordó del día en que le había impedido arrojarse a las vías del subte, y la sorprendió, más bien, la fastidió que tuviese algo de qué reír. ¿O lloraba? Por momentos, las carcajadas se confundían con un llanto desgarrador.

Superado ese instante de estupor, se inclinó para ayudarla, pero se echó atrás cuando Emilia y Anabela le dieron una mano. Lucía Bertoni y Germán señalaban a Bárbara y carcajeaban, una risa exagerada que causaba que el fernet con Coca que bebían se derramase.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Gálvez, con voz pastosa y un brillo opaco en los ojos de pupilas dilatadas.

—Quiero tomar una Coca —se apresuró a decir Camila a Gómez para alejarlo de Gálvez—. Vamos a la barra.

Allí se les unieron Karen, Benigno, Emilia y su novio, y se pusieron a conversar. De tanto en tanto, Camila elevaba la cabeza y ubicaba a los demás, que seguían bailando y riendo como tontos.

—Camila, me dijo Lautaro que están festejando tu cumple. —Karen nunca apocopaba su nombre y la trataba con desapego, como si no estuviese interesada en que se forjase una amistad. Karen era una chica especial, como lo era Lautaro Gómez, y por eso congeniaban. A veces, Camila se descubría observándolos en el colegio, y los celos le llenaban la cabeza de malas ideas. Se preguntó de nuevo si Karen sería Soyelquesoy. No la conocía. Además de saber que era muy inteligente, libre y sin miedo para expresar lo que pensaba, desconocía lo demás; ni siquiera sabía dónde vivía, quién le gustaba, cómo era su familia, si tenía hermanos.

Emilia le pidió que la acompañase al baño, y Camila agradeció la interrupción; Karen estaba poniéndola nerviosa. Tuvieron que esperar para hallar un compartimiento vacío y salieron al cabo de veinte minutos. Desde lejos y pese al gentío, vieron que, junto a la barra, la gente se aglomeraba de manera anormal. Avanzaron deprisa.

—¡No! —vociferó Camila, al ver a Gálvez y a Gómez entreverados en una pelea. Nadie la oyó; resultaba imposible en el estruendo causado por la música y los gritos—. ¿Qué pasó? —exclamó al oído de Benigno.

—Bárbara vino a reclamarle por haberla tirado de culo en el piso.

—¡No la tiró! Ella se cayó sola. Está borracha.

—Sí, está en un pedo que no ve —acordó Benigno— y, por eso mismo, no sabe lo que hace. Gálvez salió en defensa de Bárbara y se agarraron.

La dominó la desesperación al divisar a dos patovicas que se aproximaban a paso raudo, con entrecejos fruncidos y puños apretados. Tenía que actuar con premura.

—Beni, ayudame. Agarralo a Sebastián. Yo, a Lautaro.

—¿Qué?

—¡Dale, no seas maricón!

“Soy una mujer nacida bajo el signo del Toro”, se recordó. “Soy la mujer más fuerte y sólida del Zodíaco”. Sabía que se expondría a las trompadas y a las patadas que esos dos se lanzaban, pero se instó a no pensar en eso. Se aferró a la cintura de Lautaro, se la rodeó y se sujetó las manos sobre el vientre de él. Lo apretó y se colgó a él con todo su peso.

—¡No! ¡No! ¡Basta! ¡Te van a matar los patovicas! ¡Por favor, te suplico, basta!

Entre los resquicios de sus párpados, vio que Benigno y otro chico al que no conocía sujetaban a Gálvez. Cuando los patovicas rompieron el círculo con intención de hacer su trabajo, la pelea había terminado. Camila temía que, igualmente, los molieran a golpes, por lo que, en un cambio veloz, se transformó en el escudo de Gómez, aferrándose a su cuello y manteniéndolo pegado a ella, mientras les daba la espalda a los empleados de seguridad. Apretaba los ojos con la misma vehemencia que apretaba a Gómez. No golpearían a una mujer.

A Gálvez y a Gómez los echaron, por lo que el grupo –aun Bárbara, Lucía y Germán– los acompañó a la calle. Camila temblaba de nervios y de frío, pero Gómez no se acercaba para reconfortarla, ni siquiera le echaba vistazos.

—¿Qué hiciste, Bárbara? —le reprochó Camila, con deseos de golpearla hasta devolverle la sobriedad y la sensatez—. ¿No te diste cuenta de lo que estabas causando, estúpida? —La risita bobalicona de Bárbara la sacó de sí—. ¡Borracha idiota! —gritó, y atrajo la atención de los demás—. ¡Pudiste haber hecho que los patovicas los mataran a golpes! ¡Imbécil! ¡Sos una descerebrada!

—¡Callate! —la increpó Bárbara, y le dio un empujón—. ¡Todo esto es culpa tuya! ¡Vos…!

—¡Basta! —intervino Gómez, que pasó un brazo por los hombros de Camila y la obligó a alejarse de allí a zancadas.

Con dificultad, Camila giró la cabeza y vio que el grupo le devolvía una mirada desconcertada. Bárbara lloraba. Se sintió asqueada y cansada. Volvió la vista al frente y adaptó la caminata a la enérgica de Gómez, que se llevó los dedos a la boca y soltó un silbido agudo.

—¡Taxi! —gritó a continuación.

No hablaron ni se tocaron durante el viaje, y Camila se mantuvo con la cara hacia la calle para ocultar las lágrimas. No quería que la viese quebrada. Al llegar a su casa, Gómez la acompañó hasta la entrada y le dijo un simple “chau” antes de dar media vuelta y regresar al taxi.

 

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