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Authors: Florencia Bonelli

Nacida bajo el signo del Toro (39 page)

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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Gómez profirió una risotada, entre divertida y envanecida, y flexionó los codos para besarle los labios entreabiertos. Desde esa posición, la ayudó a quitarse la falda.

—Parate. Quiero verte solo con el conjunto y los zoquetes puestos.

La vieja Camila hizo el intento de protestar. La nueva y saciada no halló la voluntad para oponerse. Con la asistencia de Gómez, se puso de pie. De igual modo, le exigió:
—No enciendas la luz.

Se besaron, y Camila, sin palabras, le pidió que se quitase la remera. Le aflojó el cinto y lo ayudó a deshacerse de los pantalones. El primer contacto de sus pieles desnudas los condujo a una apremiante necesidad de experimentar la intimidad más profunda entre un hombre y una mujer.

—No aguanto más —confesó Gómez.

—¿Tenés profilácticos?

—Sí, compré ayer pensando en tu promesa.

Camila levantó el rostro y lo buscó con una mirada desesperada.

—Mi amor —se compadeció él—. ¿Qué pasa, Camila?

—Lautaro, decime que soy especial para vos. Jurame que esto que estamos viviendo es especial. Que no te da lo mismo hacerlo conmigo o con cualquier otra. —Luego de una pausa, agregó—: Por favor, necesito que me lo digas.

—Vos ya lo sabés, Camila. Vos sabés lo que significás para mí. Vos sabés lo que significa para mí que hayas aceptado que hagamos el amor. Para hacer el amor por primera vez en tu vida. Vos sos mi tesoro, lo más lindo que tengo. Mi amor, no puedo creer que estemos compartiendo esto. ¿Te das cuenta? Me imaginé este momento durante una bocha de tiempo. Algunas veces me decía que era un boludo por pensar que me ibas a dar bola. Sos tan perfecta. —Camila ahogó una risita llorosa y agitó la cabeza para negar—. Sí, sos perfecta y yo te quería para mí. Quería que me hablaras así como te veía que le hablabas a Benigno, con esa voz bajita y delicada. Y quería que me pasaras las manos por la cara como te las pasabas por la tuya para sacarte el pelo de la frente. No sé, me encantaba cómo lo hacías. Y me volvía loco cuando te pasabas la lengua por el labio. —Otra risita ahogada—. Y me perdía los recreos viéndote leer. Cualquier movimiento que hacías me parecía interesante. Y cuando algo del libro te hacía sonreír, bueno, yo sonreía también como un tarado. —La observó a través de la penumbra y le acunó la cara antes de decirle—: Te amo, Camila. Amo esto que compartimos. Es lo más hermoso que he tenido en la vida, te lo juro por la memoria de mi viejo.

Se besaron con frenética necesidad y, mientras lo hacían, Gómez la despojó de su último baluarte: el conjunto de lencería. Camila se cubrió con las manos y los antebrazos, y lo observó quitarse el calzoncillo con el aliento retenido.

Gómez la condujo hasta la cama y arrancó el acolchado y la sábana, que acabaron en el suelo. Camila se recostó y, ovillada, lo siguió con la vista hasta que él se perdió tras la puerta del baño. Sabía lo que estaba haciendo. Al cabo, reapareció con el profiláctico colocado. Camila se movió sobre la sábana para darle sitio y, conservando su posición fetal, cerró los ojos. Sentía la insistencia de su mirada, pero no reunía el valor para levantar los párpados y enfrentarlo.

Esa noche, antes de quedarse dormida en su cama, repasaría los detalles de esa primera vez, y recordaría con infinita gratitud la paciencia con que Gómez la había guiado por un terreno que ella desconocía y que, a un tiempo, la seducía y la espantaba. Con palabras dulces, manos diestras y labios demandantes, había conseguido relajarla para que se abriese, confiada y receptiva. Disfrutó al sentir su peso sobre ella, que la sumió en el colchón, haciéndola sentir pequeña y protegida. Siguió las indicaciones que él le prodigó entre besos y halagos, mientras se abría paso, lenta y suavemente, dentro de ella. Al toparse con la barrera de su virginidad, se detuvo y la contempló con su habitual seriedad durante unos segundos antes de decirle con el acento que habría empleado para una súplica:
—Te necesito. —A continuación, la penetró con una embestida rápida y profunda, que le arrebató el último vestigio de inocencia.

Camila se mordió el labio para contener el grito de dolor.

—Mi amor —susurró Gómez, desbordado por las circunstancias y por la mueca angustiosa de ella. Su respiración agitada se mezcló con las exhalaciones irregulares de Camila, que comprimía los ojos y reprimía, en vano, las lágrimas—. ¿Estás bien? Por favor, decime qué sentís. ¿Tanto te duele?

—Sí, duele un poco, pero no lloro por eso, sino de felicidad.

—Camila.

Gómez permaneció inmóvil para no aumentar el padecimiento de ella. Depositó besos sutiles sobre sus párpados cerrados y también en el puente de su nariz, en las mejillas y sobre el delicado mentón. Poco a poco, la tensión la abandonaba y ella comenzaba a sentirse segura y confiada. Se atrevió a abrir los ojos, y ahí estaba él, esperándola, con la ansiedad esculpida en el rostro, atento a sus gestos, deseoso de satisfacerla, de servirla, de saber qué pensaba, cómo se sentía, y supo con certeza meridiana que él actuaría de ese modo toda la vida.

Le sonrió para tranquilizarlo y lo besó en los labios antes de jurarle:
—Lautaro, te voy a amar la vida entera. Por eso estoy entregándome a vos, porque te quiero para siempre.

Lo oyó reprimir un sollozo, y sintió el imperio de su mano derecha que le apretaba el muslo y la apremiaba para que le rodease la parte baja de la espalda con las piernas. Así lo hizo para complacerlo, y también entreveró los dedos en su cabello y lo acercó para besarlo. Enseguida el beso los arrojó a una danza que, segundo a segundo, se tornaba febril y descontrolada. A Camila la extasió el gemido ronco y prolongado de Gómez, la tensión de sus músculos y la parálisis que lo acometió y que le congeló las facciones en una mueca de padecimiento. Amó que se desplomase sobre ella y gozó con las respiraciones entrecortadas que él le lanzó contra el cuello. Sonrió, henchida de satisfacción al caer en la cuenta de que era ella quien acababa de provocarle ese desbarajuste al poderoso y circunspecto Lautaro Gómez.

Gómez se retiró, se colocó de costado y, después de besarla en los labios con una suavidad que contrastó con los embistes a los que la había sometido momentos atrás, la observó atentamente. Bajo esa mirada, sumado a que, así como estaba, desnuda y sin posibilidad de cubrirse, se sentía expuesta y vulnerable, Camila intentó darle la espalda y ovillarse. Él le colocó una mano sobre el vientre para impedir que se moviese.

—Decí algo, Lautaro, por favor. No me mires así.

—No puedo dejar de mirarte.

—¿En qué pensás?

—En lo que acaba de pasar, en nosotros.

—¿Lautaro?

—¿Qué?

—¿Podrías traerme algo para limpiarme? No quiero manchar la sábana, menos que menos el colchón.

Notó la sombra que le cruzó el entrecejo, mezcla de culpa y de sorpresa.

—Sí —contestó deprisa, y saltó de la cama y entró en el baño.

Ella lo vio marchar, completamente desnudo, y el anhelo por tener ese cuerpo de nuevo sobre el de ella se mezcló con la admiración que le inspiraba el desparpajo con el cual él se mostraba, y, en lugar de renovar la dicha experimentada apenas puso pie en lo de Gómez, la sumió en una inquietud que no supo identificar. ¿Qué le sucedía? ¿Tal vez se trataba de que no se atrevía a pedirle que volvieran a intentarlo? La acobardaba el pánico al rechazo. “No, tal vez otro día”, temía que le contestase. En cuanto a la seguridad de Gómez para mostrarse desnudo, sin duda la afectaba porque ponía de relieve la caterva de complejos que la mantenían atenazada desde que tenía memoria.

Lautaro regresó con una toalla pequeña humedecida y sin el condón. ¿Adónde lo habría arrojado? No quería que Modesta lo viese entre los residuos del baño. Una punzada de desilusión le ahondó el mal humor: a ella le habría gustado quitárselo.

—Yo te voy a limpiar —declaró, cuando Camila estiró la mano para recibir la toalla—. Dejame —insistió, al notar la vacilación de ella.

Camila, que había vuelto a ovillarse, separó las rodillas del torso y se estiró sobre la cama temiendo, por un lado, ensuciar la sábana y, por el otro, exponerse. Lautaro le separó las piernas con delicadeza y ella cerró los ojos como única medida para ocultar su vergüenza. Él la limpiaba con tanta suavidad que, pese a los nervios iniciales, comenzó a adormecerse. Abrió los ojos con rapidez al sentirlo sobre ella. Lo descubrió besándole el filo que formaban sus costillas en el vientre, y se acordó de unos lunares que tenía por ahí a los cuales detestaba.

—¿Cómo podés decir que odiás tu cuerpo si es perfecto?

“¿Tan perfecto como el de Bárbara?”. La pregunta que jamás pronunciaría la deprimió, y para nada la ayudó cavilar que, muy probablemente, ellos habían hecho el amor en esa misma habitación. ¿Sí? ¿Habían hecho el amor o habían tenido sexo? “¡Camila! Sos una imbécil por seguir pensando en esto. Sí, lo sé, pero no puedo evitarlo. Menos que menos cuando él está tan serio después de nuestra primera vez. No sé qué le pasa. Creo que no le gustó. Creo que
yo
no le gusté en la cama”.

Gómez estiró la toalla sobre el respaldo de una silla, y Camila observó las manchas rojas que la moteaban.

—Poné la toalla dentro de mi bolso —le pidió de mal talante—. Voy a llevarla a mi casa para lavarla. No quiero que Modesta ni tu mamá la vean. Se van a preguntar qué es.

—¿Lavarla? Ni se te ocurra. Voy a esperar a que se seque y la voy a guardar así, para siempre, con tu sangre, la de tu primera vez.

Lo miró con desconcierto y, enseguida, al percibir el nudo en la garganta, se giró hacia la pared y le dio la espalda. No quería que la viese llorar. “Creerá”, se dijo, “que, además de ser mala en la cama, soy una inestable y una histérica, y Lautaro odia eso, lo sé”. Se crispó al percibir que el colchón cedía mientras él se acomodaba.

—¡Camila! —exclamó, desesperado, al descubrir sus mejillas brillantes de lágrimas—. ¿Qué pasa? ¡Decime! ¿Te duele mucho? ¿Todavía te sale sangre? —Camila negó con la cabeza y se ovilló en la concavidad que formaba el torso de Gómez—. Por favor, decime qué pasa. Te hice doler
mal
, ¿no? Te pareció horrible. No te gustó.

—¡A vos no te gustó!

—¡Qué!

—A vos no te gustó. A vos te pareció horrible.

En una maniobra rápida y ágil que hablaba de sus dotes de karateca, la colocó boca arriba, se cernió sobre ella y le apretó los hombros con crueldad.

—¿Qué estás diciendo?

—¡Digo lo que siento!

—¡Estás bardeando, Camila!

—Digo lo que siento —insistió, y en su gesto se reflejó la tozudez de un espíritu taurino.

—¿Por qué pensás eso? —La angustia de Gómez la emocionó, y sus ojos volvieron a anegarse—. Camila, mi amor. Decime qué pasa. Para mí es superimportante que hablemos con la verdad, sobre todo con respecto a este tema.

—Te siento lejos, Lautaro. Estás callado, no me decís nada. Me mirás y no me hablás. No me decís qué sentiste. ¿Te gustó? —preguntó con miedo.

—¿Si me gustó? ¡Fue lo más fuerte que sentí en mi vida! Vos no tenés idea —añadió, con aire abatido y mientras sacudía la cabeza.

—Entonces, ¿por qué…?

—¡Porque sé que te hice doler! ¿Cómo te creés que eso me hace sentir? Sé que no te gustó.

—¡Lautaro!

—Y yo no podía aguantar más. Estaba demasiado excitado. Desde que me prometiste que nos íbamos a acostar que vengo planeando esto y estaba muy caliente. No sé cómo no te lo hice ayer en el palier de tu casa.

—Lautaro. —Camila le atrapó la cara con las manos y lo obligó a descender para besarlo—. ¿En serio te gustó? —Gómez soltó el aliento con brusquedad y ensayó una mueca de hartazgo—. ¿Sí, te gustó? ¿Te gusté yo? Era mi primera vez, pero puedo aprender.

—Camila, Camila. —Cayó sobre ella, de pronto agotado, y la abrazó con destemplanza, sin importarle si le cargaba el peso del cuerpo, si sus manos la lastimaban—. Vos no podés saber lo que significa para mí que, después de haber estado con una chica, todavía tenga ganas de seguir estando, y seguir estando para siempre.

—Oh.

—Cuando uno se acuesta con una mina solamente por el sexo, lo que sigue después no es agradable.

—¿Qué sigue después?

—Sigue un profundo rechazo. Querés que se vaya. Querés irte.

“¿Eso sentías después de estar con Bárbara?”. En cambio, formuló otra pregunta:
—¿Y conmigo qué sentís?

—Siento que lo único que me detiene para no seguir haciéndote el amor es acordarme del dolor que te causé, acordarme de que es tu primera vez. —Camila se mordió el labio para refrenar el llanto. Gómez chasqueó la lengua y volvió a abrazarla. Le preguntó al oído—: ¿Por qué sos tan insegura?

—No lo sé. Pero lo soy y no puedo evitarlo. ¿Me querés de todos modos?

—¿Si te quiero? Camila, lo que siento por vos… Ni sé cómo definirlo. Y lo que sentí ayer cuando volví a verte después de estas dos semanas de separación… El corazón me latía tan fuerte cuando te vi bajar del coche de tu viejo que se me subió aquí —se señaló la garganta, y Camila le acarició la nuez de Adán—. Y hoy, cuando te apareciste en la puerta de tu edificio vestida como aquel día… Pensé que lo habías hecho para mí, para darme una sorpresa.

—¡Todo lo que hago lo hago para vos, Lautaro! Todo, mi amor.

—No sabés lo que sentí cuando me dijiste que mi otro regalo lo tenías puesto debajo de la ropa. Que te hubieses comprado un corpiño y una bombacha para estrenarlos conmigo en nuestra primera vez… Fue muy fuerte.

Se besaron apasionadamente, y Camila sintió sobre el muslo el modo en que Gómez respondía a las caricias osadas que ella le prodigaba en los glúteos. Él se apartó y se quedó mirándola, resollándole sobre la cara. Camila le quitó el pelo de la frente y le acarició las mejillas. Le sonrió con timidez antes de preguntar:
—¿En qué pensás?

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