Nacidos para Correr (18 page)

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Authors: Christopher McDougall

BOOK: Nacidos para Correr
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La inexperiencia de Zatopek se hizo evidente rápidamente. Era un día caluroso, así que el inglés Jim Peters, que en ese momento ostentaba el récord mundial, decidió usar el calor para hacer sufrir a Zatopek. Hacia la milla diez, Peters estaba ya diez minutos por debajo de su propia marca y dejando atrás al resto del pelotón. Zatopek no estaba seguro de que alguien fuera realmente capaz de mantener un ritmo así de devastador.

—Perdone —dijo poniéndose al lado de Peters—. Esta es mi primera maratón. ¿Estamos yendo demasiado rápido?

—No —dijo Peters—. Demasiado lento más bien.

Si Zatopek era suficientemente tonto como para preguntar algo así, se merecía una respuesta similar.

Zatopek estaba sorprendido.

—¿Ha dicho demasiado lento? —preguntó de vuelta—. ¿Está seguro de que este ritmo es demasiado lento?

—Sí —respondió Peters. Luego él recibió una sorpresa.

—Ok. Gracias.

Zatopek le tomó la palabra y despegó. Cuando atravesó el túnel para ingresar en el estadio, fue recibido con una ovación: no eran solo fans, sino atletas de todos los países que habían atiborrado la pista para animarlo. Zatopek cruzó la línea de meta y obtuvo su tercer récord olímpico, pero cuando sus compañeros del equipo checo se acercaron a felicitarlo, ya era tarde: los velocistas jamaicanos lo llevaban ya alzado en hombros por la pista. “Propóngamonos vivir de manera tal que cuando nos toque morir hasta el enterrador lo lamente”, solía decir Mark Twain. Zatopek dio con una forma de correr que hacía que cuando ganaba, incluso los otros equipos estuvieran encantados. No se le puede pagar a alguien para que corra con esa alegría contagiosa. Tampoco se lo puede intimidar para que lo haga, como desafortunadamente comprobaría Zatopek. Cuando el Ejército Rojo invadió Praga en 1968 para aplastar al movimiento pro democracia, a Zatopek le dieron a elegir: podía unirse a los soviéticos y hacer las veces de embajador deportivo, o podía pasarse el resto de su vida limpiando retretes en una mina de uranio. Zatopek eligió los retretes. Y de esa manera, uno de los atletas más queridos del mundo desapareció.

Por la misma época, su rival por el título de mejor corredor de distancia del mundo estaba también recibiendo una paliza. Ron Clarke, un corredor australiano tremendamente talentoso y poseedor de una belleza morena tipo Johnny Depp, era exactamente la clase de hombre que, sin lugar a dudas, Zatopek tenía que odiar. Mientras Zatopek había tenido que aprender por sí mismo a correr a través de la nieve en plena noche después de cumplir sus deberes como centinela de guardia, el niño bonito australiano había disfrutado de correr por las mañanas, bajo el sol de las playas de la península Mornington, así como de un entrenador experto. Clarke tenía de sobra todo aquello que Zatopek podía desear: Libertad. Dinero. Elegancia. Pelo.

Ron Clarke era una estrella, pero aun así era un perdedor a los ojos de sus compatriotas. Pese a haber batido diecinueve récords en todas las distancias desde la media milla hasta las seis, “el tipo que se ahoga”
[12]
, nunca había conseguido ganar las carreras más importantes. En el verano de 1968, desperdició su última oportunidad: durante la final de los 10.000 metros de los Juegos Olímpicos de Ciudad de México, Clarke fue noqueado por el mal de altura. Previendo la tormenta de insultos que lo esperaba en casa, Clarke retrasó su regreso y se detuvo en Praga para realizar una visita de cortesía al tipo que nunca perdía. Hacia el final de la visita, Clarke alcanzó a ver a Zatopek escondiendo algo en su maleta.

“Pensé que estaba llevando de contrabando algún mensaje suyo para alguien en el mundo exterior, así que no me atreví a abrir el paquete hasta que el avión se había alejado lo suficiente”, contaría Clarke. Zatopek se había despedido con un fuerte abrazo. “Porque te lo mereces”, le dijo, lo que Clarke encontró bonito y muy conmovedor; el viejo maestro tenía problemas mucho peores con que lidiar, pero pese a ello tenía el suficiente espíritu deportivo para ofrecer un abrazo victorioso al joven gamberro que había perdido la oportunidad de subirse al podio. Sólo después Clarke descubriría que Zatopek no se refería al abrazo: en su maleta, encontró la medalla de oro que Zatopek había ganado en los 10.000 metros en las Olimpiadas de 1952. Dársela al hombre que lo sucedería en los libros de récords era extremadamente noble de parte de Zatopek; dársela en ese preciso momento, cuando él mismo estaba perdiendo todo lo demás, fue un acto de una compasión casi inimaginable.

“Su entusiasmo, su amabilidad y su amor por la vida, alumbraban cada momento”, un abrumado Ron Clarke diría después. “No ha habido, ni nunca habrá un hombre más grande que Emil Zatopek”.

Así que esto era lo que el entrenador Vigil intentaba averiguar: ¿Zatopek era un gran hombre que daba la casualidad que corría, o era un gran hombre
porque
corría? Vigil no acababa de dar en el clavo, pero su instinto le decía que había algún tipo de conexión entre la capacidad de amar y la capacidad de amar
correr
. La ingeniería era ciertamente la misma: ambas suponían ceder el control de tus propios deseos, poner a un lado lo que deseas y apreciar lo que te dan, y ser paciente y comprensivo y poco exigente. ¿No habían estado ligados el sexo y la velocidad durante casi toda nuestra existencia, entrelazados como las cadenas de nuestro ADN? No estaríamos vivos si no existiera el amor, no hubiéramos sobrevivido si no pudiéramos correr; quizá no debería sorprendernos tanto que mejorar en uno de los campos pudiera hacernos mejores en el otro.

Vigil era un científico, no un místico. Odiaba internarse en estos asuntos de “Buda bajo el árbol de loto”, pero no iba a ignorarlo tampoco. Se había ganado sus galones encontrando conexiones donde todos los demás veían coincidencias, y mientras más examinaba lo relacionado con la compasión, más fascinante lo encontraba. ¿Era posible que el panteón dedicado a los grandes corredores también incluyera a Abraham Lincoln (“Podía vencer a todos los otros chicos en una carrera”) y Nelson Mandela (un talento del cross country en su época universitaria que, incluso estando en prisión, continuó corriendo sin moverse del sitio seis millas al día en su celda)? Quizá Ron Clarke no estaba siendo poético al describir a Zatopek, quizá su ojo experto estaba siendo clínicamente preciso: “Su amor por la vida alumbraba cada movimiento”. ¡Sí! ¡Amor por la vida! ¡Exactamente! Fue por eso que el corazón de Vigil se aceleró cuando vio a Juan y Martimano corriendo cuesta arriba felices de la vida por esa ladera polvorienta. Había encontrado a sus Corredores Por Naturaleza. Había encontrado una
tribu
entera de ellos y, por lo que había visto hasta ahora, eran tan alegres y magníficos como había esperado.

Vigil, un hombre viejo solo en el bosque, sintió de pronto una ráfaga de inmortalidad. Estaba cerca de descubrir algo. Algo enorme. No se trataba sólo de cómo correr; se trataba de cómo vivir, la esencia de lo que somos como especie y cómo deberíamos ser. Vigil había leído a Lumholtz, y en ese momento las palabras del gran explorador revelaron su secreto oculto: así que a esto se refería Lumholtz cuando llamaba a los tarahumaras “los fundadores y autores de la historia de la humanidad”. Quizá todos nuestro problemas —toda la violencia, obesidad, enfermedades, depresión y avaricia que no somos capaces de superar— empezaron cuando dejamos de vivir como la Gente Que Corre. Niega tu propia naturaleza, y esta saldrá por algún lado, de una manera más fea. La misión de Vigil estaba clara. Tenía que trazar el camino de vuelta que nos llevara desde esto en lo que nos habíamos convertido hasta lo que los tarahumaras siempre habían sido, y descubrir en qué momento nos habíamos perdido. Todas las películas de acción retratan la destrucción de una civilización como una especie de gran explosión producida por una guerra nuclear, un cometa que se estrella o el levantamiento de unos ciborgs con conciencia propia, pero el verdadero cataclismo podría ya estar forjándose sigilosamente justo debajo de nuestras narices: debido a la obesidad galopante, uno de cada tres niños nacidos en Estados Unidos tiene el riesgo de contraer diabetes; lo que significa que podríamos ser la primera generación de americanos que viva más que sus propios hijos. Quizá los antiguos hindúes manejaban sus bolas de cristal mejor que los estudios de Hollywood cuando predijeron que el mundo no terminaría con una gran explosión sino con un gran bostezo. Shiva el Destructor nos extinguiría haciendo… nada. Holgazaneando. Retirando su fuerza vital de nuestros cuerpos. Dejando que nos convirtamos en babosas.

El entrenador Vigil no era un maníaco, sin embargo. No estaba proponiendo que todos saliéramos disparados hacia las barrancas para vivir en cuevas y comer ratones con los tarahumaras. Pero debía haber habilidades transferibles, ¿cierto? ¿Algunos principios básicos de los tarahumaras que pudieran sobrevivir y echar raíces en suelo americano?

Porque, cielo santo, imaginemos los beneficios. ¿Qué tal si pudiéramos correr durante décadas sin lesionarnos. y sumar cientos de millas a la semana y disfrutarlas todas y cada una. y ver cómo desciende tu ritmo cardíaco, y el estrés y la ira desaparecen mientras tu energía se dispara? Imaginemos que el crimen, el colesterol y la avaricia se esfuman conforme un país de Gente Que Corre finalmente redescubre su paso perdido. Este podría ser el legado de Joe Vigil, uno más importante que sus atletas olímpicos, que sus triunfos y récords. No tenía todas las respuestas aún, pero viendo a los tarahumaras pasar a toda velocidad en sus capas de magos, supo dónde podía encontrarlas.

CAPÍTULO 16

ERA CURIOSO, porque Shaggy estaba mirando lo mismo y todo lo que veía era un tipo con una rodilla demoníaca.

El oído de Shaggy había notado el problema antes. Durante horas, había estado escuchando el débil
ffiu… ffiu… ffiu
de las sandalias de Juan y Martimano, que sonaba como un rítmico redoble de tambor con las escobillas. Más que golpear el suelo, las plantas de sus pies lo acariciaban, rascándolo ligeramente conforme cada pie pateaba hacia atrás y daba la vuelta para la siguiente zancada. Hora tras hora:
ffiu… ffiu… ffiu…

Pero mientras bajaban el monte Elbert por un sendero de una sola vía hacia la milla setenta, Shaggy detectó un problema en el ritmo. Martimano parecía estar cuidando uno de sus pies, apoyándolo con cuidado en lugar de machacándolo. Juan también lo notó y le echó una mira de incertidumbre.

—¿Qué pasa? —preguntó Shaggy.

Martimano tardó en responder, principalmente porque estaba repasando mentalmente las doce horas previas para ver si podía encontrar la causa de su dolor: ¿Era por haber corrido esas primeras trece millas llevando zapatillas por primera vez en su vida? ¿Porque había pivotado esos accidentados tramos del camino en zigzag en la oscuridad? ¿O se había resbalado sobre piedras afiladas en el río bravo? O era que…

—La bruja —dijo Martimano; tenía que ser la bruja. La escena en la estación de bomberos ahora cobraba sentido. La mirada feroz de Ann, toda ese palabrería incomprensible que le echó encima, las miradas de estupor en las caras de los presentes, la negativa de Kitty a traducir, el comentario de Shaggy. Era obvio. Ann le había lanzado una maldición. “La pasé —diría después Martimano—, pero le lanzó un hechizo a mi rodilla”.

Martimano había temido que algo pasase desde que el Pescador se había negado a traer con ellos a su chamán. En las barrancas, los chamanes protejen el
iskiate
y el pinole de la brujería, y combaten cualquier hechizo lanzado contra las caderas o rodillas o traseros de los corredores, masajeándolos con piedras lisas y hierbas medicinales molidas. Los tarahumaras no contaban con ningún chamán a su lado en Leadville, y mira lo que había pasado: por primera vez en cuarenta y dos años, la rodilla de Martimano estaba fallando.

Cuando Shaggy tomó conciencia de lo que ocurría, sintió una punzada repentina de afecto. “No son Dios,” comprendió. “Son solo unos muchachos.” Y como le ocurría a cualquier otro, aquello que más amaban podía sumirlos en la mayor miseria y confusión. Correr centenares de millas no era indoloro para ellos tampoco; debían enfrentarse a sus propias dudas, y acallar al pequeño demonio sobre sus hombros que no dejaba de susurrarles al oído excelentes razones para que abandonaran.

Shaggy echó un vistazo a Juan, que no sabía si debía seguir adelante o quedarse al lado de su mentor.

—Sigan —les dijo Shaggy a Juan y su asistente—. Yo me encargo de tu amigo. ¡Vayan a dar caza a esa bruja como si fuera un venado!

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