Nada que temer (22 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

BOOK: Nada que temer
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A medida que envejecía, mi padre rara vez mencionaba sus problemas de salud, a no ser que propiciasen una chispa irónica: por ejemplo, que el anticoagulante que estaba tomando también se utilizaba como un veneno para ratas. Mi madre fue más fuerte y franca cuando le llegó su turno, aunque también era cierto que su tema de conversación predilecto era ella misma, y la enfermedad simplemente le proporcionaba uno inédito. Tampoco le parecía ilógico reprender a su brazo aquejado por su «ineptitud». Mi padre, creo, juzgaba que su propia vida y sus penalidades eran relativamente poco interesantes: para los demás y quizá incluso para él mismo. Durante un largo tiempo yo conjeturé que no preguntar lo que te ocurría denotaba una falta de valor y también de curiosidad humana. Ahora veo que era —y quizá sólo siempre sea— una estrategia de utilidad.

Sólo durante un momento puedo pensar en mis padres como haces de material genético carentes de materia del yo. Lo útil —y por lo tanto, en términos prácticos, lo verdadero— es pensar en ellos con sentido común, al desgaire, como quien da una patada a una piedra. Pero la teoría del haz sugiere otra posible estrategia de muerte. En lugar de disponerse a llorar por un yo anticuado, edificado a lo largo de la vida, un yo que aunque no amable es al menos esencial para su dueño, consideremos el argumento de que si este yo no existe realmente tal como lo imagino y lo siento, ¿entonces por qué yo, o yo, le lloro de antemano? Sería una ilusión llorando a otra, un mero haz aleatorio innecesariamente angustiado por el temor a deshacerse. ¿Podría convencer este argumento? ¿Se mostraría capaz de atravesar la muerte como un neutrino atraviesa una piedra? Me extrañaría; tendré que darle tiempo. Aunque, como es natural, creo al instante en un argumento opuesto, basado en lo de «La gente me dice que es un tópico. Pero a mí no me lo parece». Los teóricos de la mente y la materia quizá me digan que mi muerte es, si no exactamente una ilusión, como mínimo la pérdida de algo incipiente y menos acusado personalmente que lo que finjo y deseo que sea; pero dudo de que yo me sienta así cuando llegue la hora. ¿Cómo murió Berkeley? Con el pleno consuelo de la religión, más que con el consuelo teórico de que todo eran, al fin y cabo, sólo imágenes personales.

Mi hermano señala que si yo hubiera perseverado en el estudio de la filosofía, podría haber aprendido que la teoría del haz «fue inventada por un tal D. Hume»; además, que «cualquier aristotélico» me habría dicho que no hay materia del yo, ningún fantasma en la máquina, «y tampoco máquina». Pero yo sé cosas que él ignora: por ejemplo, que nuestro padre padeció la enfermedad de Hodgkin. Me asombró descubrir que mi hermano no tuviera conocimiento o, al menos, recuerdo de este hecho. «La historia que yo me cuento (en parte como advertencia) es que gozó de salud y vigor plenos hasta que tuvo setenta o setenta y dos años, y que en cuanto los matasanos le pusieron la mano encima, fue cuesta abajo a toda velocidad.»

En esta versión divergente —o, más bien, una reinvención totalmente caprichosa— el muy viajado aristotélico da la mano al campesino local de Creuse. Uno de los más perdurables mitos rurales franceses es la historia de un paisano que baja de las colinas un día y comete el error de entrar en la consulta de un médico. Semanas después —a veces días o incluso horas, según quién lo cuente— está listo para el cementerio.

Antes de abandonar Inglaterra para vivir en Francia, mi hermano fue a que le hicieran un lavado de oídos. La enfermera se brindó de paso a tomarle la tensión. Mi hermano declinó el ofrecimiento. Ella le precisó que era gratuito. El contestó que aunque lo fuese no quería que se la tomase. La enfermera, obviamente sin saber qué clase de paciente tenía delante, explicó que a su edad debía de tener la tensión alta. Mi hermano, poniendo la voz jocosa de un programa de radio que existía mucho antes de que la enfermera hubiera nacido, insistió: «No quiero saberlo.»

«No quería», me dice. «Supón que tengo la sangre bien y entonces la prueba habría sido una pérdida de tiempo; supón que no la tengo bien, en cuyo caso no haría nada al respecto (no tomaría pastillas ni cambiaría mi dieta), pero de vez en cuando me preocuparía.» Contesté que indudablemente, «como filósofo», tenía que haberse planteado el asunto en términos de apuesta pascaliana. Visto así, existían tres resultados posibles: 1. No tienes nada malo (bien). 2. Tienes un problema pero podemos arreglarlo (bien). 3. Tienes un problema pero, lo siento, chico, no hay arreglo (malo). Sin embargo, mi hermano se resiste a esta lectura optimista de las posibilidades. «No, no. "Tienes un problema pero podemos arreglarlo" = malo (no quiero que me arreglen). Y un "problema, pero sin arreglo" es mucho peor saberlo que no saberlo.» Como decía mi amigo G.: «Lo malo es saber que va a ocurrir.» Y en el hecho de preferir la ignorancia, mi hermano por una vez se parece más a nuestro padre que yo.

Un día yo estaba hablando con un diplomático francés y trataba de explicarle quién era mi hermano. Sí, le dije, es profesor de filosofía, enseñó en Oxford hasta los cincuenta años pero ahora vive en el centro de Francia y enseña en Ginebra. «Lo curioso de él», proseguí, «es que tiene la ambición —una ambición filosófica, podríamos decir— de no vivir en ningún lugar. Es un anarquista, no en el estrecho sentido político, sino en el más amplio sentido filosófico. Así que vive en Francia, tiene su cuenta bancaria en las islas del Canal y enseña en Suiza. No quiere vivir en ninguna parte.» «¿Y en qué lugar de Francia vive?», preguntó el diplomático. «En Creuse.» Hubo una risa de regocijo en su respuesta. «¡Entonces ha realizado su ambición! ¡No vive en ninguna parte!»

¿Tienen una imagen lo suficientemente clara de mi hermano? ¿Necesitan más hechos básicos? Es tres años mayor que yo, lleva casado cuarenta años y tiene dos hijas. La primera frase completa que pronunció su hija mayor fue: «Bertrand Russell es un viejo idiota.» Mi hermano vive en lo que él llama una gentil
hommiére
(yo la había llamado erróneamente
maison de maître
: las gradaciones verbales de los tipos de viviendas en Francia es tan compleja como las que antiguamente se aplicaban a las mujeres de virtud fácil). Tiene unas dos hectáreas y media de terreno y seis llamas en un cercado: seguramente son las únicas llamas que hay en Creuse. Su especialidad en filosofía son Aristóteles y los presocráticos. Una vez me dijo, hace décadas, que había «superado la vergüenza», lo que facilita escribir sobre él. Ah, sí, y a menudo lleva una especie de traje del siglo XVIII diseñado para él por su hija menor: de cintura para abajo, calzones, medias, zapatos de hebilla; de cintura para arriba, chaleco bordado, alzacuellos, pelo largo recogido en un moño. Quizá debería haberlo mencionado antes.

Él coleccionaba el Imperio Británico, yo el resto del mundo. A él le criaron con biberones, a mí me amamantaron, de lo cual deduje la bifurcación de nuestros caracteres: él cerebral, yo sensiblero. Cuando éramos bachilleres, salíamos todas las mañanas de nuestra casa en Northwood, Middlesex, y emprendíamos un trayecto de una hora y cuarto, en tres diferentes líneas de metro, para ir al colegio en el centro de Londres; al atardecer recorríamos el mismo itinerario. En los cuatro años en que hicimos este camino juntos (1957-1961), mi hermano no sólo no se sentó nunca en el mismo compartimento que yo; ni siquiera tomaba nunca el mismo tren. Era una cosa de hermano mayor y hermano pequeño; pero posteriormente pensé que también era algo más.

¿Sirven de algo estos datos? La ficción y la vida son distintas; con la ficción, el narrador hace por nosotros el trabajo duro. Los personajes de ficción son más fáciles de «ver», si el escritor es competente y el lector también lo es. Se les coloca a cierta distancia, los mueves así o asá, los expones a la luz, les das la vuelta para revelar su profundidad; la ironía, esa cámara de infrarrojos para filmar en la oscuridad, les muestra cuando no son conscientes de que alguien les está mirando. Pero la vida es distinta. Cuanto mejor conoces a alguien, con frecuencia peor le ves (y menos fácil es, por tanto, transferirle a la narrativa). Pueden estar tan cerca que se desenfocan y no hay un novelista operador que disipe lo borroso. A menudo, cuando hablamos de una persona muy conocida, nos estamos refiriendo a la época en que, propiamente dicho, la vimos por primera vez, cuando se hallaba expuesta a la luz más propicia —y halagüeña—, a la correcta distancia focal. Quizá sea ésta la razón de por qué no se separan algunas parejas cuya relación es patentemente imposible. Sin duda son plausibles los factores habituales —dinero, poder sexual, posición social, miedo a que te abandonen—, pero también podría ocurrir que la pareja simplemente haya perdido de vista al otro y siga teniendo de él una visión y una versión desfasadas.

Algunas veces me telefonean periodistas que están haciendo una reseña de alguien que conozco. Lo que quieren es, en primer lugar, una sucinta descripción del personaje y, en segundo término, algunas anécdotas ilustrativas. «Usted conoce a fulano o mengana; ¿cómo es de verdad?» Parece sencillo, pero cada vez me cuesta más saber por dónde empezar. Ojalá un amigo fuera un personaje de ficción. Así que empiezas, por ejemplo, con una ristra de adjetivos aproximativos, como un artillero que intenta calcular la distancia al objetivo; pero inmediatamente sientes que la persona, el amigo, comienza a desaparecer de la vida para convertirse en meras palabras. Algunas anécdotas ilustran; otras permanecen aisladas e inertes. Hace unos años, un periodista que escribía una reseña biográfica sobre mí telefoneó a una fuente obvia en Creuse. «No sé nada de mi hermano», fue la respuesta que obtuvo. No creo que fuese un ánimo protector fraterno; quizá fue irritación. O quizá veracidad filosófica. Aunque mi hermano podría discrepar de que fue «como filósofo» como negó conocerme.

Una anécdota sobre mi hermano y yo. Cuando éramos pequeños, él me sentaba en mi triciclo, me vendaba los ojos y me empujaba con todas sus fuerzas hacia la pared. Me lo dijo mi sobrina O, que lo supo por su padre. Yo no conservo el menor recuerdo de este hecho, y no sé muy bien qué deducir de él, si hay algo que deducir. Pero no se apresuren a extraer una conclusión inmediata. Pienso que era un juego de los que me gustaban. Me imagino mi grito de placer cuando la rueda delantera chocaba con la pared. Quizá hasta yo propuse el juego o pedí que lo jugáramos de nuevo.

Pregunté a mi hermano cómo creía que eran nuestros padres, y cómo describiría su relación. Nunca le había preguntado nada semejante, y su primera respuesta fue típica: «¿Cómo eran? La verdad es que no tengo mucha idea: cuando yo era niño, esas preguntas no se hacían, y después fue demasiado tarde.» No obstante, asume la tarea: cree que eran buenos padres, «razonablemente afectuosos con nosotros», tolerantes y generosos; «muy convencionales en el aspecto moral; mejor aún, típicos de su clase y época». Pero, continúa, «supongo que su característica más sobresaliente —aunque no lo fuera tanto en aquel tiempo— era la completa, casi total falta de emoción o, en todo caso, falta de expresión exterior de sus emociones. No recuerdo a ninguno de los dos realmente enfadado, o asustado, o loco de alegría. Me inclino a pensar que el sentimiento más intenso que mamá se permitió en su vida fue una gran irritación, y que papá sin duda lo sabía todo del aburrimiento».

Si nos pidieran que hiciéramos una lista de las cosas que nos enseñaron nuestros padres, mi hermano y yo no sabríamos qué poner. No nos dieron normas para la vida, aunque se esperaba que siguiéramos las intuitivas. No hablaban nunca de sexo, de religión ni de política. Se suponía que sacaríamos el mayor provecho en el colegio y luego en la universidad, que encontraríamos un trabajo y, probablemente, que nos casaríamos y tendríamos hijos. Cuando busco en mi memoria instrucciones específicas o consejos impartidos por mi madre —porque ella habría sido la legisladora—, sólo recuerdo dictámenes no concretamente destinados a mí. Por ejemplo: sólo un tarambana lleva zapatos marrones con un traje azul; nunca muevas hacia atrás las manecillas de un reloj de pulsera o de pared; no metas las galletas de queso en la misma lata que las dulces. Apenas una nota urgente para el libro de recuerdos. Mi hermano tampoco recuerda nada explícito. Esto podría parecer aún más extraño, porque nuestros padres eran los dos maestros. Supuestamente todo sucedía por osmosis moral. «Por supuesto», añade mi hermano, «creo que no brindar consejo o dar instrucciones es un rasgo de un buen padre.»

En la infancia sufrimos la ilusión ufana de que nuestra familia es única. Más tarde, los paralelos que descubrimos con otras familias suelen estar relacionados con la clase social, la pertenencia racial, los ingresos, los intereses; menos a menudo, con la psicología y la dinámica. Quizá porque mi hermano vive a sólo unos ciento treinta kilómetros de Chitry-les-Mines, donde se crió Jules Renard, ahora aparecen algunas similitudes. Renard
père et mère
parecen una versión extrema y teatral de nuestros padres. La madre era parlanchina y fanática; el padre silencioso y aburrido. El voto trapense de François Renard era tan extremado que se interrumpía en mitad de una frase si su mujer entraba en la habitación, y sólo seguía hablando cuando ella salía; en el caso de mi padre, eran más bien la locuacidad y la afirmación de primacía de mi madre lo que le forzaban a guardar silencio.

El hijo menor de los Renard —Jules, mi mismo nombre— a duras penas soportaba la presencia de su madre; conseguía saludarla y dejaba que le diese un beso (aunque nunca lo devolvía), pero se limitaba a hablar lo mínimo indispensable, y se servía de cualquier excusa para no visitarla. Aunque dediqué más horas consecutivas a estar con mi madre que Renard con la suya, sólo lo logré adoptando una modalidad de ausencia y ensueño, y aunque la compadecí en su viudedad, nunca pude, en aquellas visitas tardías, quedarme a dormir en su casa. Me era imposible afrontar las muestras físicas del aburrimiento, la sensación de que el solipsismo incesante de mi madre me estaba minando la vitalidad, y el sentimiento de que me estaban absorbiendo tiempo de mi vida, tiempo que nunca volvería, antes ni después de la muerte.

Recuerdo un pequeñísimo incidente de mi adolescencia cuya resonancia emocional fue prodigiosamente grande. Un día, mi madre me dijo que a mi padre le habían prescrito gafas de lectura, pero que a él le cohibía usarlas, por lo que convendría que yo hiciese algún comentario de aprobación al respecto. Me armé de valor y en su momento aventuré la opinión no solicitada de que tenía un aire «distinguido» con sus nuevas gafas. Mi padre me lanzó una mirada irónica y no se molestó en responderme. Supe al instante que había captado la treta; también sentí que en cierto modo le había traicionado, que mi falso elogio le cohibiría aún más, y que mi madre me había utilizado. No era, por supuesto, más que una dosis homeopática comparada con la farmacología tóxica de la vida de algunas familias; y como transmisión de un mensaje no era nada comparable con lo que el joven Jules Renard se vio obligado a hacer. Era todavía un niño cuando su padre —reacio a romper su silencio incluso en circunstancias extremas— mandó a Jules donde su madre con un recado sencillo: preguntarle, en su nombre, si quería el divorcio.

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