Nadie es más que nadie (16 page)

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Authors: Miguel Ángel Revilla

Tags: #Biografía, #Política

BOOK: Nadie es más que nadie
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Cuando acabó la reunión le dije a Zapatero que me parecía una desconsideración llegar a esas horas. Creía preferible o bien interrumpir la sesión a las dos, o bien mantener con los reyes un desayuno en lugar del almuerzo habitual. Lo que le dije a Zapatero fue tomado en consideración y en la siguiente reunión, que fue el 11 de enero de 2007, se programó un desayuno previo con los reyes. Nos indicaron que los coches oficiales del presidente y acompañantes tendrían que estar alineados a las nueve menos cuarto frente al portón de entrada del Palacio Real.

Cuando recibí la comunicación pensé que para mí no regía, dado que yo no llevo ni guardaespaldas, ni asesores, y llego en taxi. Salí del hotel Miguel Ángel a las ocho de la mañana, cogí el primer taxi que estaba a la puerta y le indiqué que me llevara al Palacio Real. El taxista me reconoció y le expliqué que estaba invitado a un desayuno con los reyes.

Cuando llegamos allí serían las ocho y media y ya había del orden de veinte coches de alta gama, negros, delante de nosotros. Pronto hubo otros tantos detrás de mí. Generalmente, en un coche iba el presidente autonómico y en otro los guardaespaldas y asesores. Acreditar a los presidentes era fácil, pero hacerlo con el resto del personal a su servicio no lo era tanto, por lo que se organizó allí un tinglado impresionante. Aquello estaba completamente atascado.

El taxista, que veía los problemas, me dice:

—A nosotros no nos van a dejar pasar con el taxi.

—Tú tira, que ya verás como eres el único que no tienes problemas —le respondí.

Y efectivamente. Llevábamos ya como veinte minutos de atasco, cuando el taxi llegó a la garita de control. Saqué la cabeza por la ventanilla y el guarda me dijo: «Adelante, Revilla». Tardamos tres segundos en pasar el control.

Entonces me dirigí al taxista:

—En la vida hay que actuar con sentido común. ¿Crees que alguien podría venir aquí a poner una bomba en un taxi? Vendría en un coche camuflado como estos que nos rodean.

—Señor Revilla, ¡qué razón tiene usted!

Aquella foto se publicó en los periódicos, y fue curiosa, porque había quince coches azul oscuro de alta gama, en medio un coche blanco, y detrás más coches negros. Parecía el entierro de Don Corleone.

Pasamos hasta la puerta de acceso al Palacio, donde nos esperaban los lanceros y la alfombra roja. Pagué al taxista y en ese momento caí en que tenía un problema. ¿Cómo vuelvo yo al Senado? Desde esa puerta hasta la calle donde estaban los taxis habría un kilómetro.

Pensé en pedirle a otro presidente que me acercara. En concreto, pensé en el presidente de Asturias, con cuya tierra mantengo una afinidad muy grande. Y así estaba, dispuesto a dirigirme a Tini Areces, pero no me hizo falta.

Al principio, pensé que era una broma. Llevábamos una media hora de desayuno cuando el rey se acercó a mí por detrás, me dio una palmada y me dijo. «Revilla, tu taxi ya está en la puerta». Como digo, pensé que era una broma. Pero al bajar las escaleras, allí estaba, con la parte trasera del coche casi en la alfombra roja, un taxista esperándome. Me metí y le pregunté:

—¿Quién te ha llamado?

—De la Casa Real.

Como no me lo creía, me dieron un teléfono para que lo comprobara. Cuando me di cuenta de que era cierto, me puse en marcha.

«Si no lo veo, no lo creo. Es la primera vez que entra un taxi aquí. ¡Qué persona tan importante es usted!», me dijo el taxista, con quien llegué al Senado antes que ningún presidente. Eso sí, la Casa Real no me pagó el taxi, lo tuve que pagar yo.

Aquella anécdota me demostró hasta qué punto el rey estaba al corriente de mis hábitos de transporte.

POR SORTEO

Mi popularidad con los taxistas llegó a tal nivel que en una ocasión la asociación de estos profesionales en Madrid se dirigió a mí para decirme que había tanta apetencia por llevarme en uno de esos viajes a La Moncloa o La Zarzuela que habían hecho un sorteo y que, si no me importaba, que fuera el ganador quien me llevara en el siguiente desplazamiento. Por supuesto contesté que por mi parte no había inconveniente alguno. Y en uno de esos viajes, en lugar de coger el primer vehículo de la puerta, había ya una hora antes un muchacho joven y bien plantado dando vueltas frente al hotel esperándome. Fue el afortunado que me llevó a La Moncloa y tuvo bastante repercusión, porque estuvo un rato charlando con Zapatero, quien le preguntó por la situación del gremio. Él se quejaba de la caída de la facturación. Y también fue obsequiado con parte de los productos que le llevé a Zapatero.

Me consta que soy querido y popular entre los taxistas de Madrid. Hay quienes a veces no hablan bien de este gremio. No es mi caso, porque yo solo puedo hablar bien, de los de Madrid, de los de Cantabria y de los de Barcelona, donde fui colaborador durante meses del programa de Andreu Buenafuente y siempre me trataron de maravilla.

La admiración que sienten por mí les llevó a planearme un homenaje, que yo me negué a que fuese multitudinario, porque tampoco tenía mucho tiempo. Pero sí tuvimos un encuentro en el Asador donostiarra, donde una amplia representación de la Asociación de Taxistas de Madrid me entregó un diploma y varios obsequios. Me hicieron miembro de honor de la asociación y he sido recabado en numerosas ocasiones para colaborar en la revista que ellos realizan.

Todas estas cosas mías fueron creándome una popularidad que no acababa de entender. Era noticia ir en taxi, besar la bandera de España, llevar unas anchoas al rey… Hice una reflexión y llegué a una conclusión terrible. Soy noticia por ser un tío normal, lo cual es muy preocupante y refleja cómo está España.

CON LA «PIPA» AL CINTO

Siempre me he negado a tener guardaespaldas. Primero por pudor y vergüenza, pero también porque tengo claro que si deciden eliminarme, es mejor que muera uno que tres. A lo largo de toda mi vida he sido una de las personas más beligerante y duras contra
ETA
y su entorno. He asistido en el País Vasco a casi todos los entierros de víctimas de los terroristas y he llegado a ser candidato de relleno en listas de ayuntamientos vascos por partidos constitucionalistas.

En 1997 yo era vicepresidente del Gobierno de Cantabria y consejero de Obras Públicas. Aquel fue un año de especial violencia de
ETA
. En septiembre recibí la llamada de un mando de la Guardia Civil para que con urgencia me presentase en el cuartel de Santander:

—Tenemos que ponerte escolta —me dicen.

—De ninguna manera —contesté—, estoy ejerciendo algo sagrado para mí, que es la libertad.

—Pues eres un objetivo de
ETA
.

Acababan de liberar en el mes de julio a José Antonio Ortega Lara, después de más de un año de penoso cautiverio. En la antesala del zulo donde preparaban el potaje los terroristas apareció un libro de pocas páginas titulado Quién es quién en Cantabria. Allí aparecíamos unas treinta personas con una foto y la biografía. En el capítulo dedicado a mi persona, encima de la foto habían puesto una cruz y también un plano de Noja, donde los domingos solía comer con mi amigo Lin y mi familia.

Ante mi no rotundo a tener escoltas, un teniente coronel me preguntó si sabía disparar. «Hombre, algún corzo y alguna liebre he matado», contesté. Me pidieron que les acompañara a un sótano habilitado como galería de tiro. Me dieron una pistola y me hicieron disparar contra siluetas de personas a unos veinte o treinta metros, conminándome a acertar en el blanco. Debieron quedar impresionados, porque a reglón seguido me preguntaron si tenía dieciocho mil pesetas. Les contesté que sí, y en ese momento me dieron en propiedad la pistola con toda la documentación legal y munición, además de una funda de cuero con acople para la cintura.

Pasé las siguientes dos horas recibiendo instrucciones de seguridad. En la sala, una foto-plano de mi vivienda, que en aquellos años estaba en la Plaza de las Cervezas de Santander, en un noveno piso. Como soy una persona de rutinas, me hablaron de los puntos vulnerables. Como siempre aparcaba el coche en la calle, me dieron un aparato con espejo para revisar los bajos por las mañanas.

La Guardia Civil conocía perfectamente todos mis movimientos. Sabían que salía de casa siempre a las ocho menos cuarto y me dieron una serie de normas: «Desde la ventana de tu casa contemplas toda la plaza. Antes de salir, dedica todos los días dos minutos a revisar quién se mueve por ella. Verás al quiosquero recoger los periódicos de una furgoneta y a un señor que siempre saca al perro a esa hora. Fíjate si hay algún extraño parado en alguna esquina. Los etarras son jóvenes y llevan atuendo deportivo. Si al salir un día por el portal ves a alguien sospechoso parado a cierta distancia, haz lo posible porque note que le has visto. Clávale la mirada. Ellos, si saben que te has percatado de su presencia, no corren riesgos».

Desde aquel día y después de tomar nota de las advertencias, cumplí con rigor todas las recomendaciones. Me enfundaba la pistola, miraba por la ventana, sacaba del maletero el artilugio para comprobar los bajos del coche… y al trabajo.

Había pasado un mes aproximadamente sin ninguna novedad reseñable, salvo la incomodidad de llevar «la pipa» en la cintura. Recuerdo que era lunes. Me asomé a la ventana de mi noveno piso, miré la plaza y justo enfrente, donde hay una tienda de alimentación, apoyado en los cristales, vi a un muchacho con ropa informal, zapatillas de correr, barba de una semana, las manos en los bolsillos y mirando distraídamente a los pocos viandantes.

Aquello encajaba. Tenía que poner en práctica las recomendaciones. Le quité a la pistola el seguro. Baje en el ascensor los nueve pisos y en el portal, sin abrir la puerta de amplia cristalera, le clavé la mirada durante un minuto. Había una distancia de unos veinticinco metros. Abrí la puerta y ya afuera le volví a clavar la vista otro minuto sin advertir en aquel muchacho ni un gesto.

La plaza es muy amplia y está llena de soportales. Rápidamente ideé una estrategia. Avancé hasta la esquina de la casa sin perderle de vista y llegado a ese punto inicié una carrera para colocarme al otro lado, tras una de las columnas de los soportales. Y en todo momento, con la mano en la pistola, aunque todavía sin exhibirla. Llegando a la esquina giré unos metros donde ya me perdía de la vista aquel sospechoso. Inicié una veloz carrera y me puse en la parte opuesta. Vi al individuo avanzar, sin correr pero con paso rápido, desorientado, buscándome. Además, apareció otro muchacho, que yo no había detectado y que venía detrás.

Pistola en mano, irrumpí en la plaza:

—¡Manos arriba. Al suelo…!

—¡Somos policías! —gritaron.

Y lo eran. Policías del Cuerpo Nacional. En ese momento la plaza empezaba a ser un hervidero de gente.

El delegado de Gobierno me llamó inmediatamente.

—¿Pero cómo vas armado? ¿Quién te dio la pistola?

—Pregunta a la Guardia Civil, que es la que tiene la competencia de las armas. ¿No habíamos quedado en que no quiero escoltas?

Volví a casa y escondí la pistola. No he vuelto ni volveré a llevarla.

MI RACING Y EL MILAGRO DE SANTO TORIBIO

Es sabido que me encanta el fútbol y que soy forofo del Racing de Santander. En pleno Año Jubilar Lebaniego, el Racing se jugaba la permanencia en Primera División en el último partido, contra el Osasuna. Si ganaba al Racing, el Osasuna jugaba la Champions League. Tenía un equipazo. Y el Racing solo se salvaba ganando, pero llevaba cuatro partidos sin puntuar. Era un despropósito.

Yo había anunciado que no asistiría al encuentro, porque no quería participar de un funeral. Dos días antes, acudí a una cena organizada por las peñas para rendir homenaje a un mítico central de los años ochenta, el gran Chinchón. En mi intervención y entre gritos de los forofos, que decían «¡Revilla, ven al partido!», dije que no veía espíritu para ganar al Osasuna y que no quería asistir en directo al descenso del Racing.

Nada más acabar mi intervención subió a la tribuna el entrenador, Nando Yosu, y me pidió que me concentrara el día del partido, a las doce de la mañana en un hotel de Mogro, con los jugadores para darles una charla de mentalización. Le dije que sí ante el alborozo general.

Llegué al hotel a las doce y ya me estaba esperando el entrenador. Me llevó a una salita donde estaban sentados y cabizbajos los jugadores. Les hablé durante dos horas. Resumiendo, recuerdo que les dije: «Es cierto que el Osasuna es mejor que vosotros, pero es un partido y lo jugáis en Cantabria, apoyados por los vuestros. No hay nadie más que nadie. Si ganáis, yo os voy a invitar a comer, de mi bolsillo, en mi pueblo para que veáis dónde nací y he llegado a presidente. Si a mí me dicen mañana que tengo que acudir al Parlamento de España a defender a Cantabria y me salen a replicar Rajoy y Zapatero, me los meriendo».

Luego fui nombrando uno a uno a los jugadores, haciendo referencia a sus cualidades. El defensa central era Moratón. Le pregunté:

—¿Tú eres de Cantabria, o no?

—Sí, claro.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintisiete.

—¿Cuánto mides?

—1,88.

—¿Y a ti te va a llevar de cabeza un balón un tipo de apellido sospechoso llamado Milosevic? (Milosevic era el delantero goleador del Osasuna).

Después de hablarles a todos y vaticinar que Antoñito metería un gol, vino la parte espiritual. Como conmemoración del Jubileo habíamos hecho pulseras de goma con los colores de la bandera de Cantabria y la leyenda ‘Jubileo 2006. Liébana’. Saqué treinta de una bolsa y cogiendo una en la mano les dije:

—Vais a salir al campo con esta pulsera, porque tiene poderes. Yo ya he hecho una rogativa a Santo Toribio. Hay un jugador aquí a quien, por sus creencias religiosas, no quiero obligarle a que lo haga, ya que la pulsera lleva impresa la Cruz.

Se trataba del gran portero Dudu Aguate, judío de religión y que ahora está en Mallorca. Fue el primero en levantarse y pedirme una. Todos se la colocaron en la muñeca.

Antes de seguir quiero comentar algo sobre Santo Toribio, que seguro que tuvo mucho que ver con el final de esta historia. Hay cuatro lugares santos en el mundo: Roma, porque allí están los papas; Santiago de Compostela, por encontrarse allí los restos del apóstol; Jerusalén, por razones obvias… y Santo Toribio de Liébana, en Cantabria, por conservar el mayor trozo que se conserva de la Cruz de Cristo. Los de Caravaca de la Cruz me han escrito a veces que también ellos son lugar santo. Pues vale. Cinco lugares santos.

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