Tenía once años recién cumplidos cuando mis padres decidieron emigrar de Polaciones a Santander. Querían que sus hijos estudiaran.
Abandoné el pueblo con lágrimas en los ojos. Mi madre obtuvo una plaza de maestra en Peñacastillo, un núcleo próximo a la ciudad, y mi padre entró en las oficinas del Distrito Forestal. Alquilaron un piso en la calle Rualasal y me matricularon en el colegio de los Salesianos para cursar el bachillerato. Un año después se incorporó al mismo colegio mi hermano Jaime, un año menor que yo. Los seis años que pasé en ese colegio fueron traumáticos.
El salto desde Peña Labra, mi piedra mágica de 2018 metros de altura, referencia de mi infancia, a la bahía de Santander fue un contraste demasiado fuerte. Mi forma de hablar, con palabras terminadas en u y haches aspiradas como jotas, denotaban un toque rural inconfundible. La inmensidad de la bahía me sobrecogía. No tenía amigos. Me encontraba como un pulpo en un garaje. Había desaparecido de mi vida aquellos espacios abiertos, los hayedos, los robles, el sonido de los campanos de las vacas tudancas, el olor a hierba recién segada, los ríos y sus truchas. Todo ello sustituido por casas y casas, coches, ruido de ciudad, paisaje de hormigón, gentes que se cruzaban y no se conocían.
Llegó el primer día de clase. Había miles de niños y muchachos en aquel inmenso colegio. Empezaba primero de bachiller.
Mi madre me acompañó hasta el colegio, que estaba aproximadamente a un kilómetro de nuestra casa. Me llevaba cogido de la mano, dándome consejos y recomendaciones, sabedora del choque que para mí suponía aquel drástico cambio. «Mira Miguel Ángel, yo te voy a dejar a la puerta de la clase. Para que no te pierdas cuando salgas al recreo, fíjate en algún compañero que tenga alguna característica especial y donde él vaya, tú vete detrás», me dijo.
Cuando acababa el recreo, una campana anunciaba la reanudación de las clases. Me fijé en un compañero de características muy peculiares. Era una cuarta más alto que los demás y tenía una nariz muy pronunciada. Cada vez que se formaba una fila para entrar o salir del aula, me colocaba detrás de él. A la una se acabaron las clases de la mañana, y yo al patio detrás de José Antonio, que así se llamaba mi niño de referencia. A la una y media volvía a sonar la campana y se formaba una nueva cola. Yo, como una sombra, pegado a él.
Aquella inmensa cola de no menos de trescientos muchachos desembocó en el comedor del colegio. Me senté y me puse morado de alubias y albóndigas.
Cuando acabaron las clases aquel día, sobre las ocho de la tarde, llegué a casa. Mi madre estaba muy preocupada. «¿Pero cómo no has bajado a comer?». «Mamá, en el colegio nos han dado la comida y no veas qué buena estaba», le respondí. «¡No puede ser!», decía ella, pero acabó creyendo que podía tratarse de un detalle del primer día de clase.
Al día siguiente, repetí la operación y con el mismo éxito gastronómico. Fue al tercer día cuando ocurrió algo que marcó mis seis años en aquel colegio. Estoy sentado, devorando el chusco de pan, cuando a mis espaldas se sitúa el padre Aureliano, al que los niños apodaban El Torcida, porque tenía la cara ladeada por un defecto en el cuello. Me agarró de la solapa de la camisa, me elevó diez centímetros en el aire y me empezó a pegar capones en la cabeza, al tiempo que me exhibía como un trofeo, vociferando: «¡Ya hemos cazado al gorrón!».
Yo no sabía que en el colegio había tres clases de alumnos. Los externos, como era mi caso, que solo teníamos derecho a las clases. Los mediopensionistas, con derecho a comida, y los pensionistas, que comían y dormían allí. Y aún resuenan en mis oídos las carcajadas de aquellos trescientos niños y no tan niños, pues los había de diecisiete años, mofándose de mí. Cargué durante años con el apodo. «El gorrón».
Aquello me marcó para los siguientes seis años. Aquel niño listucu y aplicado, que destacaba en la escuela de Salceda y que incluso llegó a impresionar al obispo de Santander, se convirtió en un zote acomplejado y taciturno que sacó el bachiller por los pelos, repitiendo siempre asignaturas.
El periodo que va de los diez a los diecisiete años es clave en la formación de las personas. Por eso es importante cortar de raíz en los colegios cualquier brote de xenofobia, marginación, mofa o ataque hacia cualquier alumno, sea por la razón que sea. Los niños siempre muestran algún ribete de crueldad, pero lo grave es que esas actitudes las prolonguen los profesores, como ocurrió en mi caso. Marcado por mi experiencia personal, estoy muy atento a las actitudes que humillan a los demás. Soy muy radical en este asunto.
Mi madre, Rosa Roiz, hizo buena a la definición que Estrabón hizo de los cántabros cuarenta años antes de Jesucristo. Decía el historiador griego que Cantabria era un matriarcado. Mi madre murió muy joven, a causa de un cáncer terrible. No llegó a disfrutarme, ni yo a disfrutarla a ella, pero se lo debo todo. Y le pido perdón por contar lo que viene a continuación.
Mi hermano Jaime era trece meses menor que yo. No hay día que no piense en él. Se mató en un accidente de coche a los treinta años. Para iniciar el primer curso de bachillerato, había que aprobar previamente el ingreso en un instituto público. Mi hermano iba mucho más retrasado que yo y tenía complicado, por no decir imposible, aprobar para iniciar el curso conmigo en los Salesianos.
Un día, mi madre reunió a toda la familia. «He decidido que tú, Miguel Ángel (tenía doce años y ya estaba en segundo de bachiller), te presentes por Jaime al ingreso en el instituto. Os lleváis un año. Sois parecidos. Lo único que tienes que fijar en la cabeza es que te llamas Jaime. Repite, Jaime, Jaime…». Y llegó el día del examen. Recuerdo que, entre otras cosas, había que hacer una redacción sobre la naturaleza. Me pareció chupado.
Pasaron los días y de repente llegó a casa una carta del director del instituto José María de Pereda de Santander, donde se requería la presencia del niño Jaime Revilla Roiz, acompañado de sus padres. «¡Nos han cazado!», pensaron mi padre y mi madre. «Esto va a ser la ruina familiar. Tú mantén que eres Jaime. Él no puede ir, no tiene tu letra y se van a dar cuenta», me decía mi madre.
Y llegó el día de la cita. Los minutos de espera se hacían interminables. Estábamos como en el corredor de la muerte. De repente, se abrió una puerta y nos mandaron pasar. Sentados a la mesa estaban el director del instituto y el profesor que había hecho el examen. Encima, el ejercicio de Jaime Revilla Roiz. El director se dirigió a mis padres para decirles que pocas veces habían visto un ejercicio más brillante, especialmente la redacción sobre la naturaleza. Creo que llegaron a insinuar que había allí un literato en ciernes. Han pasado casi sesenta años para que se cumpla aquel vaticinio y yo me lance a escribir un libro. Obviamente, aquel día todo fueron felicitaciones y el regreso a casa fue uno de los momentos más felices de la familia Revilla Roiz.
En 2009, cuando se cumplían cien años de la inauguración del colegio de los Salesianos en Santander, recibí como presidente de Cantabria al director y a dos sacerdotes de la congregación. Eran jóvenes, sin ningún rasgo distintivo de su condición de religiosos. Tenían un aspecto extraordinario en relación a aquellos que en los años cincuenta tuve que padecer.
Ajeno a mis experiencias en el colegio, el director me dijo que para celebrar el centenario, y dado que yo había sido el alumno que había llegado más alto en dignidad y gobierno, querían que fuera el protagonista principal de los actos programados. Les conté mi historia. Y entendieron que era mejor silenciar mi paso por aquellas aulas. No obstante, debo decir, porque me he informado, que los actuales Salesianos nada tienen que ver con aquellos que yo sufrí. Hoy es un colegio ejemplar.
Acabado el bachillerato, para hacer una carrera era necesario aprobar lo que se llamaba el Preuniversitario, que había que realizar en Valladolid. Suspendí en junio, pero aprobé en septiembre. En Santander en aquellos años, la única carrera universitaria que se podía estudiar era Magisterio. Y ese era el destino que me tenían reservado mis padres. Maestro como mi madre, como mi difunto hermano Jaime y mi hermana Tere. Las familias humildes no podrían permitirse enviar a un hijo a estudiar fuera de casa, era un coste inasumible. En estas circunstancias, llega el momento de la deliberación familiar sobre mi futuro.
«Papá, mamá, quiero estudiar Ciencias Económicas en Bilbao». Era el lugar más próximo. Las otras facultades estaban en Madrid, Valencia y Barcelona. Mi padre fue tajante: «¡No! Magisterio». Y me dio dos razones de peso. «Te ha costado sacar el bachiller y el preu, ¿cómo vas a ser capaz de superar una carrera superior?». Por si ese razonamiento no fuera suficiente, estaba el asunto del dinero: mis padres no tenían posibilidades económicas de sufragarme una carrera fuera de Cantabria.
Me planté con rotundidad en mi decisión de estudiar Ciencias Económicas. «¿Tú me podrías mandar cada mes quinientas pesetas?», le pregunté a mi padre. «Sí», me respondió. Y durante cinco años, el día 1 de cada mes recibí una carta con un papel blanco doblado y, en su interior, un billete azul de quinientas pesetas.
Y me encamino a Bilbao. Alquilé una pensión sin derecho a comida en la calle La Cruz, del casco viejo. Yo tenía un tío, casado con una hermana de mi madre y oriundo de Liébana, Luis Cuevas, que era policía nacional. Él se encargó de facilitarme unos papeles en los que figuraba que yo era hijo del Cuerpo, lo cual me daba derecho a comer y cenar en el cuartel de la Policía Nacional, que estaba a cien metros de la pensión. Pagaba por ello 20 pesetas con 20 céntimos. Justo me llegaba con las quinientas pesetas de mi padre. Era consciente de que mis antecedentes no eran positivos y del agravante que suponía la penuria económica. No podía fracasar.
Bilbao me pareció una ciudad extraordinaria. En 1960 era, probablemente, la urbe más próspera de España. Me impresionaban las barras de los bares, llenas de pinchos de todas clases. Me llamaba la atención cómo las gentes bebían Rioja de marca y que cuando pedían un puro, era un Montecristo. Circulaba el dinero con prodigalidad. La gente era campechana. Y atisbaba una contestación política que yo no había conocido en mi tierra.
Pregunté qué asignatura es la más difícil de primero. Para mi sorpresa, me dijeron que Derecho Civil era el hueso. El profesor era don Enrique Ruiz Vadillo, magistrado que llegó a ser presidente de la Sala Segunda del Supremo y, más tarde, del Tribunal Constitucional. Era paralítico y dedicaba a las clases toda su energía. En primero éramos 1714 alumnos, en una sola aula. Yo no me perdía una clase. Y cuando terminaba de comer, me iba a la Biblioteca Municipal de Bilbao, cerca de mi pensión.
Se comentaba que en los exámenes de Vadillo, que consistían en treinta y cinco preguntas, dejar una en blanco era suspender. Llegó el primer examen parcial. Yo había faltado a una clase por el entierro de un familiar y dejé sin contestar una de las preguntas. Salí del examen pensando que empezaba mal en la universidad y estuve varios días desmoralizado. Al cabo de una semana, don Enrique publicó en el tablón de anuncios folios y folios con las notas. Todas a bolígrafo. Un 80 por ciento eran suspensos. Empecé a mirarlas de abajo a arriba, convencido de que había suspendido. Pero no me encontré entre los suspensos, lo cual me pareció increíble. También de abajo a arriba, fui a la lista de aprobados. Casi me desmayo. Yo estaba el primero, con un 8,75. El siguiente tenía un 6,40.
Al día siguiente al terminar su clase, don Enrique pidió que el alumno Miguel Ángel Revilla pasase por su despacho. Allí acudí, expectante. El profesor me dijo: «Jamás en veinte años de profesor he visto un examen como este. Usted está dotado para el Derecho, ¿por qué no estudia para abogado?».
Con la moral a tope, intensifiqué mis esfuerzos. De clase a comer en el cuartel de la Policía y de allí a la biblioteca. Lo aprobé todo en junio. De mil setecientos alumnos, no pasamos de una docena los que conseguimos esa gesta. Tuve notables y sobresalientes. En Derecho Civil, matrícula de honor. Conservo la carta manuscrita de don Enrique Ruiz Vadillo: «Tengo el placer de comunicarle que es la primera vez que concedo una matrícula de honor. Jamás había tenido un alumno tan brillante. Le auguro muchos éxitos».
Con la autoestima a tope comencé segundo de carrera. Seguí sacando muy buenas notas, pero se despertó en mí una nueva vocación.
Como me veía sobrado para hacer la carrera, viví una transformación. Bilbao era una caldera a presión, con una fuerte contestación política. El
SEU
, Sindicato Español Universitario, imponía y vetaba candidatos. Yo no podía entender que no imperase un sistema democrático en la elección de los representantes estudiantiles. Empecé a convertirme en un líder de las protestas. Paralelamente a los representantes oficiales, se eligieron en todo el distrito universitario de Bilbao delegados votados democráticamente. En 1962 ya era el delegado de segundo curso. Un año después, delegado de la Facultad de Económicas, la más contestataria. Y al año siguiente, delegado de toda la universidad vasca. Gané la elección por amplio margen a un compañero de facultad que luego sería tristemente famoso: Xavi Echevarrieta Ortiz, fundador de
ETA
, muerto en Tolosa después de haber asesinado vilmente a un joven guardia gallego apellidado Pardines.
Mi relación con Echevarrieta merece un punto y aparte por las consecuencias que me acarreó posteriormente. Ya he comentado que mi pensión estaba en la calle La Cruz. Cruzando una pequeña plaza de veinte metros vivía Xavi Echevarrieta.
Es habitual que los buenos estudiantes anden juntos y estudien juntos. Xavi era uno de los mejores y la proximidad de nuestras viviendas hacía que en muchas ocasiones yo fuese a su casa para estudiar. Vivía con su madre viuda y un hermano paralítico, mayor que él. Salvo que entre ellos hablaban euskera, nada me hacía sospechar que aquel compañero tan inteligente estuviese concibiendo la creación de la organización terrorista que más dolor ha infringido al pueblo español.
En 1964 se fragua la creación del clandestino Sindicato Libre de Estudiantes. Llegan mensajes con el día y la hora en que dos representantes de cada universidad española acudirán a Madrid, con una contraseña, para constituirlo. Los representantes de Euskadi son el delegado y el subdelegado. Es decir, Revilla y Echevarrieta.