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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (23 page)

BOOK: Naves del oeste
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Había quien afirmaba que, en el corazón de los relámpagos y la lluvia torrencial, el cielo no estaba vacío. Había seres volando en círculos bajo las nubes bajas. Cosas monstruosas que no eran pájaros. Pero la gente prefería no pensar en tales cosas, y los que insistían en ellas eran ignorados o incluso ridiculizados.

Al cesar la tormenta y regresar la luz del día, el horizonte se había oscurecido con siluetas de barcos. Unos cuantos estúpidos se limpiaron la lluvia de los ojos y vitorearon el regreso del rey Abeleyn, pero les hicieron callar pronto. El enemigo venía del oeste a reclamar su presa.

Los soldados de la guarnición, muchos de ellos poco más que chiquillos asustados, sacaron los grandes cañones de los fuertes del rompeolas e instalaron barricadas en los muelles de la orilla. Unos cuantos ciudadanos emprendedores les ayudaron, pero la mayor parte se encerraron en sus casas, como si pensaran que podían hacer desaparecer a los invasores por pura fuerza de voluntad, mientras muchos otros obstruían las puertas de la ciudad con carretas, carros y mulas de carga, dirigiéndose al dudoso refugio de las montañas Hebros. Tal vez cien mil ciudadanos de Abrusio partieron de aquel modo, empantanando la carretera del norte en su éxodo frenético. Entre ellos cabalgaban muchos nobles, con sus fortunas guardadas en abultadas alforjas, y muchos carreteros astutos se hicieron de oro vendiendo carretas a familias aristócratas desesperadas.

La flota enemiga había arriado las gavias a media legua del rompeolas, y a partir de allí había avanzado con la fuerza de la brisa, que había virado al sur–sureste. Sólo unos pocos barcos himerianos habían entrado en las Radas Interiores, enarbolando banderas de tregua. Unas naves arcaicas, como galeones antiguos, habían pasado suavemente junto a los desconcertados artilleros de los malecones, echando el ancla al pie de la torre del Almirante y poniendo en tierra no a las bestias de pesadilla que temía el populacho, sino a un digno grupo de clérigos vestidos de negro bajo una ondulante bandera blanca. Los artilleros de los malecones no habían abierto fuego por puro temor, pues la flota que se había puesto al pairo más allá de los enormes rompeolas de Abrusio era mayor que nada de lo que hubieran visto hasta entonces. Y, lo que era más importante, en las cubiertas de aquellos innumerables barcos había una concentración de decenas de miles de figuras cubiertas de armadura. Habrían podido causar muchas víctimas entre semejante hueste, si los himerianos trataban de pasar por la fuerza, pero finalmente habrían sido arrollados. Sus oficiales superiores, todos ellos nobles e incompetentes, habían huido de la ciudad días atrás, de modo que la soldadesca común de Abrusio, a falta de órdenes concretas, esperó a ver qué ocurría. Confiaron en las banderas blancas de los invasores y en los rumores sobre el misterioso tratado que circulaban por la ciudad desde la huida de la reina.

Unos cuantos ciudadanos prósperos y con una buena dosis de coraje recibieron a la delegación himeriana en la orilla, y fueron informados, con afabilidad pero con firmeza, de que habían pasado a ser súbditos del Segundo Imperio, miembros de la Iglesia de Himerius, y, como tales, se les garantizaba protección contra cualquier forma de saqueo o pillaje. Aquello los animó considerablemente, y se arrodillaron para besar el anillo del líder de los invasores, un hombre de piel morena cuyos ojos tenían una inquietante tonalidad ámbar. Se presentó a sí mismo como Orkh, el nuevo presbítero de Hebrion, y su acento era extraño, con un deje oriental. Cuando se encontraba con dificultades para entender a los abrusianos, una figura encapuchada a su lado aclaraba sus palabras en voz baja, y con un acento que era inconfundiblemente hebrionés.

Desde entonces habían llegado unos cuantos barcos más, pero, ante la estupefacción de los ciudadanos, la enorme flota himeriana había desaparecido. Los ancianos marineros que arreglaban redes junto a la orilla olfateaban el viento, que había vuelto a virar al oeste, y se miraban unos a otros, desconcertados. Unos barcos de aparejo redondo, como los galeones himerianos, habrían debido quedar aprisionados en el golfo de Hebrion con aquella brisa, o incluso ser empujados contra la orilla. Pero habían zarpado en una sola noche, al parecer contra el viento, y contra todo lo que era natural para la experiencia de los marineros.

Los barcos anclados habían traído a unos mil soldados, y éstos constituían toda la fuerza de ocupación que al parecer el Segundo Imperio consideraba necesaria para conservar Abrusio, aunque por la ciudad corrían rumores de más ejércitos en marcha por el norte y el este. Había habido una batalla en la frontera con Fulk, y las fuerzas hebrionesas se habían retirado presas del pánico, según se decía. Pontifidad, la capital del ducado de Imerdon, había capitulado a los invasores tras ser derrotada en una batalla ante sus mismas murallas. El duque de Imerdon había huido para salvar la vida, perseguido de cerca por los Caballeros Militantes. Y también circulaban rumores más difusos, que nadie podía verificar ni aclarar, según los cuales los himerianos habían desembarcado en Astarac y se preparaban para sitiar Cartigella.

Los ocupantes de Abrusio formaban un grupo extraño y diverso. Muchos vestían túnicas inceptinas, pero cubiertas con media armadura negra, y llevaban guanteletes y mazas de acero. Montaban en relucientes caballos color ébano, altos y torpes como los camellos del este y demacrados como galgos. Entre aquellos temibles clérigos abundaban los hombres negros, que parecían proceder de Punt o Ridawan, pero hablaban entre sí en un idioma que ni siquiera los marineros con más viajes a sus espaldas habían oído nunca, y muchos de ellos cabalgaban con un homúnculo posado sobre sus hombros, o revoloteando en torno a su cabeza afeitada.

Había Caballeros Militantes que montaban en la misma extraña raza de caballos que sus hermanos inceptinos, pero que mantenían el rostro oculto, con los ojos centelleando tras la abertura en forma de T de sus yelmos cerrados. Pero los más misteriosos entre los invasores eran aquéllos a quienes los clérigos extranjeros llamaban simplemente los Perros. Eran una especie de hombres que siempre iban en patrullas desordenadas, acompañados por un inceptino montado, y parecían proceder de todas las naciones del mundo. Iban descalzos, siempre vestidos de harapos, y había algo lobuno y horriblemente ansioso en sus ojos. Hablaban poco, y tenían pocos tratos con el pueblo. Los inceptinos los dirigían como un pastor a las ovejas (o un capataz a los esclavos), pero, pese a su ausencia de armas y su apariencia desaliñada, asustaban más a los ciudadanos de Abrusio que ningún otro himeriano.

—Han evitado la ruta de la costa, el trayecto más corto, y se han dirigido a mar abierto —dijo lord Orkh, presbítero de Hebrion, en su normanio sibilante y con fuerte acento extranjero.

—Y supongo que ya están fuera del alcance de nuestros contingentes aéreos, o esta conversación sería totalmente distinta.

Orkh se lamió la boca sin labios. En las tinieblas de la habitación, sus ojos amarillentos brillaban con luz propia, y su piel tenía una especie de lustre propio de un reptil.

—Sí, señor. Esperábamos que se dirigieran al golfo de Hebrion y tomaran la ruta directa a la costa de Astarac, pero…

—Fueron más listos que tú.

—Desde luego. El hombre que capitanea el
Liebre de mar
es un navegante de cierta fama, al que creo que conocéis. Richard Hawkwood, un nativo de Gabrion.

El simulacro con el que hablaba Orkh quedó en silencio. Era una imagen temblorosa y resplandeciente de Aruan, que tenía el ceño fruncido. Orkh inclinó la cabeza ante su mirada implacable.

—Hawkwood. —Aruan escupió la palabra. Luego se echó a reír bruscamente—. No temas, Orkh. Al parecer, he sido víctima de mi propio capricho. Tiene más coraje del que le atribuí en un principio. —Su voz bajó, convirtiéndose en algo parecido al ronroneo de un felino gigantesco—. Por supuesto, habrás preparado un plan alternativo para capturar a la reina de Hebrion.

—Sí, señor. Mientras hablamos, un barco muy rápido está a punto de zarpar de los astilleros reales.

—¿Quién está al mando?

—Mi lugarteniente.

—¿El renegado? Ah, sí, por supuesto. Una buena elección. Su mente está tan consumida por el odio irracional que cumplirá su misión al pie de la letra. ¿Cuántos días de ventaja le lleva Hawkwood?

—Una semana.

—¡Una semana! Supongo que hay brujos del clima entre los perseguidores.

Orkh vaciló un instante y luego asintió firmemente.

—Bien. Entonces daremos por atado ese cabo suelto. ¿Qué hay del tesoro hebrionés?

Orkh se relajó un poco.

—Lo capturamos prácticamente intacto, señor.

—Excelente. ¿Y la nobleza?

—Hoy hemos ejecutado a Hilario, el duque de Imerdon. Más o menos, eso acaba con la capa más alta de la aristocracia.

—Sin contar a tu lugarteniente renegado, por supuesto.

—Es enteramente nuestro, señor, respondo de él personalmente. Y su estatus nos será muy útil cuando las cosas se hayan calmado un poco.

—Sí, supongo que sí. Es una herramienta que puede servir para muchos usos. No lamento haberlo salvado, como sí lamento haber salvado a Hawkwood. Pero si hubiera dejado morir a Hawkwood en aquel momento, junto con Abeleyn, tal vez habría perdido a Golophin. —La sombra de Aruan bajó la cabeza con aire pensativo—. Me gustaría tener más hombres como tú, Orkh. Hombres en los que puedo confiar realmente.

Orkh se inclinó.

—Pero Golophin acabará dándome la razón, te lo garantizo. ¡Bien! Mete ese dinero en los bolsillos de aquéllos que sabrán apreciarlo. Compra todas las almas venales que puedas, y maneja Hebrion con guante de seda. Es una filigrana de plata en comparación con el hierro de Torunna. Tendremos que aplastar el reino de Corfe, pero Hebrion debe ser cortejada… ¿Cuándo podemos esperar la llegada de la flota a Cartigella?

—Mis capitanes me dicen que, con la ayuda de los brujos del clima, fondearán ante la ciudad dentro de ocho días.

—Muy bien. Creo que con eso bastará. Cartigella será invadida por tierra y mar, y tendrá que aceptar la realidad como lo ha hecho Hebrion.

—¿No creéis que la reina de Hebrion vaya a dirigirse a su tierra natal?

—Si lo hace, la flota la interceptará, pero lo dudo. No, percibo la mano de Golophin en este asunto. Supongo que curó a Hawkwood y obligó a la reina a huir. Él está ahora en Torunn, y creo que es allí Adónde ella se dirigirá. Se tienen un gran afecto, según me han dicho. ¡Tanta gente espléndida a la que debemos matar! Es una lástima. Pero si no valieran la pena, no valdría la pena matarlos. —Sonrió, aunque en su rostro no había humor—. Asegúrate de que nuestro noble renegado captura a esa Isolla, Orkh. Cuando ella desaparezca, Hebrion aceptará nuestro gobierno mucho más fácilmente. Y entregaré el reino a ese hombre cuando la haya matado. Saber cuál será su recompensa sin duda avivará su celo. A ti te instalaré en Astarac, porque creo que nos dará más problemas que Hebrion, y tendrás que tener un ojo puesto en Gabrion. ¿Te parece satisfactorio?

Por un instante, lo que podía haber sido una delgada lengua negra parpadeó entre los labios de Orkh.

—Vuestra confianza me honra, señor.

—Pero ahora hay que preparar la guerra en el este. El asalto a Gaderion empezará pronto, y el ejército de Perigraine está a punto de avanzar sobre Rone. Entraremos en Torunna por la puerta trasera mientras llamamos a la delantera. A ver si ese famoso rey soldado consigue estar en dos sitios a la vez. —De nuevo aquella sonrisa peligrosa y triunfante. El simulacro empezó a desvanecerse—. No me falles, Orkh —dijo con tono ligero, y se apagó por completo.

El
Hibrusida
era una esbelta goleta que desplazaba unas seiscientas toneladas, con una tripulación de cincuenta hombres. De aparejo redondo en el trinquete, llevaba velas de cuchillo en el palo mayor y el de mesana, y estaba diseñado para ser manejado por una tripulación reducida. La armada hebrionesa lo había construido según los diseños experimentales de Richard Hawkwood, y su quilla había sido terminada apenas un año atrás. Había sido concebido como una especie de enorme yate real, para transportar al rey y a su séquito en las visitas oficiales al extranjero, y su equipamiento era lujoso en todos los sentidos. Los himerianos lo habían encontrado en el dique seco, y lo habían botado de inmediato por orden de Orkh. Alguien con un sentido del humor bastante negro lo había rebautizado como
Espectro
y, en aquel momento, se encontraba fondeado a poca distancia de la costa, en las Radas Exteriores. Su tripulación se había triplicado con la adición de toda clase de tropas himerianas, y aguardaba la señal de la torre del Almirante para levar anclas y empezar la cacería.

La señal llegó. Tres cañones disparados a intervalos breves, tres burbujas de humo gris en las almenas que precedieron al estruendo distante de la detonación. El
Espectro
levó anclas, izó los foques y las velas de cuchillo de los palos mayor y de mesana, y empezó a trazar una brillante estela a través del mar embravecido, con el viento de través por estribor. En el alcázar, el ser que una vez había sido lord Murad de Galiapeno sonrió cruelmente al horizonte meridional, con un homúnculo apoyado en su hombro que reía suavemente en su oído.

Capítulo 13

—Mantén este rumbo hasta las cuatro campanadas —ordenó Hawkwood al timonel—. Luego vira un punto a babor. ¡Arhuz!

—¿Capitán?

—Prepárate para izar la gavia de mesana cuando cambiemos de rumbo. Si el viento vira, avísame al momento. Voy abajo.

—Sí, señor —replicó rápidamente Arhuz. Comprobó el rumbo del jabeque en la brújula, y recorrió las cubiertas con la mirada, observando el ángulo de las vergas, la cantidad de viento en las velas y el estado de los aparejos móviles. Luego se concentró en el viento y el mar, estudiando la dirección de las olas, la posición de las nubes cercanas y lejanas, y todos esos detalles casi indefinibles que un buen navegante absorbía y almacenaba sin voluntad consciente. Hawkwood le palmeó un hombro, sabiendo que el
Liebre de mar
estaba en buenas manos, y se dirigió abajo.

Estaba exhausto. Había permanecido en cubierta continuamente durante varios días, dormitando ocasionalmente en una hamaca de lona fijada a los obenques de mesana, y comiendo de pie en el estrecho alcázar del jabeque, con un ojo en el viento y otro en las velas. Había exigido mucho de su tripulación y del
Liebre de mar
, esforzándose por sacar del esbelto barco todos los nudos de velocidad posibles, y manteniendo a los timoneles en tensión constante con diminutos cambios de rumbo para aprovechar las brisas errantes. La corredera había estado continuamente en las cadenas delanteras, y una docena de veces al día (y también por la noche), el encargado arrojaba la barquilla al mar, mientras su segundo controlaba la arena que caía por el reloj de treinta segundos, gritando «¡ya!» al acabarse el tiempo. Y la soga se recogía para contar los nudos recorridos por el paso del barco. Hasta el momento, con el viento de través por estribor, el aparejo de cuchillo del jabeque se estaba comportando bien, y habían alcanzado una media de siete nudos. Siete largas millas marinas por hora. En el espacio de seis días, con rumbo siempre hacia el sur, habían puesto una distancia de casi ciento noventa leguas entre ellos y la pobre Abrusio y, según los cálculos de Hawkwood, habían dejado atrás la latitud del norte de Gabrion, aunque aquella isla se encontraba aún a trescientas millas al este. Hawkwood había decidido evitar las aguas angostas del estrecho de Malacar, y dirigirse al sur de la propia Gabrion, entrando en el Levangore por el oeste de Azbakir. El estrecho estaba demasiado cerca de Astarac, y era demasiado fácil de patrullar. Pero muchas cosas dependían del viento. Aunque había retrocedido y virado uno o dos puntos en los últimos días, se había mantenido firme y constante. Cuando el barco pusiera rumbo al este, como tendría que hacer muy pronto, Hawkwood tendría que pensar en instalar las velas redondas, al menos en los palos trinquete y mayor. Las velas latinas funcionaban peor con el viento en la popa que las redondas. Los hombres también se alegrarían. Las enormes velas latinas, que daban al
Liebre de mar
el aspecto de una mariposa fantástica, eran pesadas de manejar e incómodas a la hora de bracear y tomar rizos.

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