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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (21 page)

BOOK: Necrópolis
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Por favor por favor por favor por favor por favor...

Después, el mismo lado de la cara se contrajo apenas un segundo, pero suficiente para revelar los dientes bajo los carrillos.

Entonces Aranda sacó la pistola y disparó contra él. La bala penetró limpiamente en plena frente y le arrancó un último estertor que sacudió todo su cuerpo. Permaneció todavía unos segundos con la mano levantada, la pistola en la mano, y un ligerísimo hilo de humo transparente como un espíritu saliendo del cañón del arma.

Y Aranda rompió a llorar, por primera vez en meses su cuerpo se liberaba de todo el horror acumulado. Y lloró por Kinea. Lloró por su madre. Lloró por su padre. Y lloró por la humanidad.

14. Amor y sirenas

El huerto, que había estado madurando desde el otoño con la inigualable paciencia de la Madre Tierra, mostraba al fin sus frutos. Casi todo eran berzas, coliflores, repollos, acelgas y espinacas; saludables verduras frescas que la comunidad de Carranque sin excepción apreciaba de buen grado. Hacían sopas, guisos calientes, y las cocinaban al vapor mezcladas con pasta o arroz. Sabían genuinamente bien, muy lejos del sabor triste de toda aquella comida enlatada que habían estado padeciendo desde que comenzó aquella situación. Todo había sido plantado según las indicaciones de Pablo, el antiguo encargado del huerto, un hombre afable que había vivido para sus plantas. Pero Pablo murió en aquella mañana fatídica en la que el Padre Isidro irrumpió en Carranque, y había sido devuelto a la tierra que tanto amó en vida. Era Isabel quien se ocupaba ahora de que todo estuviese en orden.

—Y mira... —le decía ahora al joven Alberto —si todo va bien, en Febrero añadiremos brécoles, berenjenas, remolachas y puede que hasta coles de Bruselas, aunque indagaremos primero para ver cuántos quieren comer en realidad semejante cosa —dijo satisfecha.

—¡Vaya! —exclamó Alberto, mirándose las manos manchadas de tierra. Aunque tenía apenas veinte años había pasado los últimos cinco pegado a la pantalla de un ordenador codificando su vida con caracteres y códigos que conformaban secuencias y programas que luego vendía a empresas interesadas en sus productos. Le había ido bastante bien, y cinco días antes de que el mundo se fuera a la mierda había entregado seis mil euros a cuenta de un piso en la calle Barcenillas. Era un cuarto sin ascensor y un cuchitril por añadidura, pero iba a ser
suyo,
y cuando el agente de la inmobiliaria le había enseñado la casa, la luz que entraba por el ventanal del dormitorio se le había antojado como la mejor del mundo.

—¿Y qué es eso de la rotación? —preguntó.

—Cada cultivo necesita unos nutrientes que coge del suelo —explicó Isabel— si siempre plantamos lo mismo, las necesidades serán también las mismas y la tierra se agotará.

—Entiendo —dijo Alberto, agachándose para meter la mano en la tierra. Estaba fría, pero al mismo tiempo el contacto granuloso le confería sensaciones sumamente placenteras. No hacía ni dos días que le habían asignado allí, suponía que porque era joven y podía ayudar a cargar los pesados sacos de fertilizantes y todos los otros enseres, pero aunque al principio había recibido la tarea con cierta reticencia resultó que el huerto estaba siendo todo un descubrimiento. Había pasado demasiado tiempo revoloteando por los mundos virtuales que Internet le ofrecía, y trabajar con las manos en cosas tangibles era todo un cambio.

—La rotación elimina también muchos de esos insectos perjudiciales. La mayoría de ellos tienen un ciclo vital de un año, así que si cambiamos el cultivo antes de que transcurra ese tiempo, nos ahorraremos muchos problemas —comentó con una sonrisa.

Alberto asintió, fascinado.

—¿Cómo sabes tanto? —quiso saber.

Isabel, sin dejar de sonreír, se acercó a una pequeña mochila negra donde siempre llevaba algunas cosas personales, entre ellas un botellín de agua y un objeto pequeño que levantó para que Alberto pudiera verlo.

—¡Ah! —dijo Alberto riendo.

Era un libro. En sus castigadas tapas manchadas se leía: CUIDADOS DEL HUERTO.

—¿Ves? Estas cosas primitivas que todos quisisteis sustituir por libros electrónicos y páginas web persisten.

Alberto rió de buena gana.

A sus espaldas, un grave carraspeo los sobresaltó. Era Moses, vestido con un mono de trabajo. Cuando no andaba trasteando como jefe de seguridad ayudaba con las pequeñas reparaciones del complejo, un banco de madera que cedía bajo el peso de alguien, un generador que de repente soltaba un exabrupto en forma de nube de humo negro y se negaba a arrancar de nuevo, alguna tubería que empezaba a gotear. Era bueno con todas esas cosas.

—¿Qué os traéis entre manos? —preguntó afable.

Isabel se acercó para rodearlo por la cintura con ambas manos. A su lado, ella parecía delicada.

—Hola, cielo —dijo sonriente, imprimiéndole un sonoro beso en sus labios delgados.

—Me preguntaba si tendrías tiempo para dar un pequeño paseo —comentó Moses mirándole a los ojos. Cuando se asomaba en ellos, la lúgubre presión que atenazaba su alma se desprendía como la brea mojada con gasolina blanca. En su mirada limpia no había rastro de muertos vivientes, la Pandemia
Zombi
era algo que ocurría en sitios remotos y los fuegos fatuos del terror que habían vivido en el pasado titilaban al borde de la extinción, les ocurría lo mismo a los dos. Cada uno había tenido sus pérdidas y habían vivido sus pequeños dramas personales desde que aquella situación empezó, pero el amor que habían descubierto el uno en el otro había sido como un bálsamo para ambos.

—¡Vale! —dijo Alberto frotándose las manos para sacudirse la tierra que las impregnaba— yo seguiré por aquí un rato todavía.

Moses le guiñó un ojo, y todavía sonriendo cogió a Isabel de la mano y se alejaron despacio.

—¿Cómo estás hoy? —preguntó Isabel.

—Bien. Muy bien —dijo el marroquí, inspirando profundamente el aire frío de la mañana. —¡Ah! Te he traído esto —comentó sacando una barra de
muesli
con frutas del bolsillo del peto.

—Hmmm... ¡gracias, guapísimo! —exclamó Isabel golosa, cogiendo la barra con rapidez. Rasgó la cobertura y le dio un pequeño bocado.


¡Hmmpf!
Como siga atiborrándome con estas cosas voy a ponerme como una vaca.

—Lo dudo —contestó Moses mientras echaba una mirada de soslayo a sus formas femeninas no sin cierta picardía. Isabel llevaba esa mañana una sencilla camiseta de licra sin mangas y un pantalón beige, y su vientre plano realzaba su busto. Divertida, le respondió dándole un pequeño empellón con la cadera.

—Y dime ¿Aranda se ha ido ya? —preguntó con la boca llena de
muesli.

—Sí. Esta mañana, muy temprano.

Isabel asintió brevemente. Por encima de ellos, tres gaviotas silenciosas planeaban perezosamente mecidas por un viento invisible mientras, en la distancia, dos depredadores vigilaban toda la escena con prismáticos.

—Pero tú no apruebas eso —dijo ella entonces.

Moses suspiró.

—No lo sé, desde luego es arriesgado. Aunque no las he visto, supongo que ahí fuera hay bandas de gente organizada. Gente que se ha hecho fuerte y han pateado más culos y meado más alcohol que ninguno de nosotros juntos.

Isabel tosió, súbitamente atragantada por un inesperado trozo de su barra de frutas con cereales.

—Lo siento. Es como el mundo de Mad Max. ¿Has visto esa película?

—Me suena.

—Ya, es antigua. Bueno, es igual. Es la vieja Ley del Más Fuerte. Tiene que haber gente así, lo dice el sentido común. Y allí va nuestro Juan con su pelo al viento y un par de pistolas en el bolsillo... ah, y a caballo de una moto que hace más ruido que una convención de ancianos en un concurso de comer fabada.

Isabel soltó una sonora carcajada.

—¡Mo! —protestó, con un carrillo inflado.

—Lo siento otra vez —contestó con una expresión astuta en el rostro— pero, en serio, me preocupa.

Caminaban ahora por un ancho sendero de tierra que recorría el perímetro este de la ciudad deportiva, con árboles a su izquierda. Les encantaba pasear por allí porque era como volver a la normalidad, a los antiguos días en los que los enamorados paseaban cogidos de la mano y podían entregarse a sus atenciones y carantoñas sin sentir el influjo de la muerte. Allí, ni los muertos eran visibles ni les llegaban sus alaridos inhumanos, lo que para ellos que habían sobrevivido en angustiosos pisos pequeños en el centro de Málaga antes de encontrar Carranque, representaba un remanso de paz.

—Pero será excitante de veras —dijo Isabel, soñadora.

—¿A qué te refieres?

—A eso, a la inmunidad. Cuando los muertos nos ignoren a todos y podamos reconquistar Málaga poco a poco, devolviendo esas cosas a sus tumbas.

—Ya —contestó Moses, ceñudo.

—¿Ya, qué te preocupa?

Moses suspiró largamente.

—Ya lo sabes, lo dijo el doctor. Hay que esperar a ver cómo le afecta a Juan la vacuna. Ésa es otra razón por la que me inquieta que se haya ido.

Isabel adelantó un par de pasos y se encaró con él apretándose contra su pecho. Tuvo que ponerse de puntillas para pasar sus brazos alrededor de su cuello.

—¡Mente positiva, gruñón! —dijo de pronto—, ¡ya verás cómo dentro de poco estamos tomando el Sol en la playa!

Moses sonrió brevemente, y centró su mirada en el envoltorio de la barra de cereales, ahora vacía, que quedaba cerca de su rostro. Isabel se percató de ello.

—¡Oh!, ¿querías un poco? —dijo con cierta sorna— un diminuto grano de
muesli
adornaba la comisura de sus labios curvados por una sonrisa maliciosa. Y Moses la besó, devorando no solo el cereal pringoso de fruta confitada sino todo su amor.

* * *

Un buen rato más tarde, la pareja había avanzado apenas unos metros. No iban mucho más al sur, pues allí permanecía encerrado el padre Isidro y a Isabel no le gustaba andar cerca. Una vez tuvo quehaceres por los alrededores y el sacerdote se asomó bruscamente al pequeño ventanuco con barrotes mirándola fijamente con sus grandes ojos blancos. Su corazón casi se detiene. Su expresión era animal, y sus manos huesudas palidecían por la presión con la que asían los barrotes que le encerraban. Isabel se quedó paralizada, y aunque más tarde se maldijo por ello no puedo mover sus piernas ni un ápice. Eran sus pupilas. En ella vio a sus viejos amigos Mary, Roberto, Josué
el Cojo...
todos muertos por obra de aquél asesino despiadado que creía tener las Tablas de la Ley en una mano y el mismísimo poder de Dios en la otra. Pero cuando creía que iba a desfallecer, el padre Isidro se retiró lentamente a las tinieblas de su celda sin dejar de mirarle a los ojos, y allí dentro, muy suavemente, empezó a cantar una vieja canción que ya escuchó antes, no hacía tanto tiempo.

En el barranco del Lobo

hay una fuente que mana

sangre de los españoles.

Hay pobrecitas madres, cuánto llorarán

al ver a sus hijos que a la muerte van.

Málaga ya no es un pueblo

Málaga es un matadero

donde se matan a los hombres

como si fueran corderos

Entonces rompió a llorar, y mientras corría hacia el edificio principal de la ciudad deportiva, se juró a sí misma que jamás volvería a verlo, a tenerlo delante.

—Volvamos —pidió entonces Isabel, sombría.

Moses siguió la dirección de su mirada.

—Oh... sí, claro. Perdona.

Caminaron juntos de vuelta, saludando a su paso por la torreta al vigía que tenía turno aquella mañana. En la pista de atletismo la actividad diaria había comenzado y el Escuadrón de la Muerte se entregaba a su entrenamiento diario. A lo lejos, cerca del edificio, las primeras figuras empezaban también a distinguirse, cada una dispuesta a acometer sus tareas; unos acarreando cajas de los almacenes a las cocinas, otros con útiles de limpieza.

Y entonces, inequívocamente, todos escucharon la sirena.

Sonaba lejana, pero llenaba todo el aire como si aquel fuera el único sonido que pudiera escucharse en toda Málaga aquella mañana. Sonó aguda primero, con un sonido capaz de despertar una profunda emoción y después más grave, más apagada, como un lamento en la distancia.

Se detuvieron levantando las cabezas sin proponérselo para escuchar mejor aquél sonido que traía el aire. En la pista de atletismo, Susana detuvo su carrera en seco. Los portadores de cajas pararon sus pasos como hormigas que pierden su rastro de feromonas. Moses dejó escapar una exclamación de franca sorpresa.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó, a nadie en particular.

—Parecía como...

—Una sirena, ¿no?

—¿Una sirena de barco? —preguntó Isabel, confusa.

Moses se giró en redondo, en dirección sur hacia la playa. Había sonado en efecto, lánguido y monótono como los barcos cuando se llaman a través de la niebla, un sonido que recordaba demasiado bien de aquellos días de infancia casi olvidados en las playas de Marruecos.

—No puede ser —dijo en voz baja.

Unos cuantos hombres más habían salido del edificio y desde la distancia les oyó gritar.

—¡Los barcos! ¡Vuelven los barcos!

* * *

Corrieron entonces hacia el edificio principal donde esperaban ya una docena de personas. Alberto había abandonado el huerto y hablaba animadamente con Dozer, quien se había acercado con el resto de su Escuadrón. Unas manchas oscuras adornaban las axilas de su camiseta de entrenamiento.

—¡Era una sirena de barco! —decía uno.

—¡Espera! Pensemos esto —comentaba otro más dubitativo.

—Estamos a unos... ¿tres kilómetros de la entrada marítima al puerto de Málaga? En línea recta —dijo alguien.

—Sí, más o menos —confirmó José.

—Y a dos kilómetros y medio de la playa más cercana probablemente —apuntó Susana.

—¿No es demasiada distancia? —preguntó Moses, con cierta falta de aliento. —Las sirenas de barco son un aparato sencillo, pueden instalarse en cualquier lado.

—Y están esas bocinas que venden por todas partes.

—Como las de los camiones —apuntó alguien más.

—Las de los camiones no suenan tan... ominosas —cortó Moses.

—Demasiada distancia —comentó Susana pensativa. —Puede que así fuera cuando la ciudad era bulliciosa, y el sonido del tráfico se lo tragaba, pero ahora que Málaga duerme el sueño de los muertos, ¿quién sabe a qué distancia puede propagarse un sonido en este ambiente diáfano?

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