Read Necrópolis Online

Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (27 page)

BOOK: Necrópolis
12.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—De acuerdo. Vamos.

Otra vez se pusieron en marcha, cruzando por un enorme patio de armas hacia un edificio basto y achaparrado que quedaba a su izquierda. Juan miraba en todas direcciones mientras caminaba, buscando señales de vida. Sin embargo, las ventanas estaban casi todas cerradas y el suelo del patio estaba lleno de hojarasca traída por el viento, como si nadie cuidase del lugar. O bien el lugar era enorme, o no contaban con mucha gente allí porque no parecía haber nadie a la vista. No vio ningún centinela, ni mujeres ocupadas en sus quehaceres andando de un lado para otro, ni familias, ni niños.

Cuando llegaron al edificio sin embargo, encontraron a otro hombre sentado tras una mesa. Estaba leyendo un libro cuando irrumpieron a través de la puerta abierta, y se sorprendió visiblemente al ver a Aranda aparecer.

—¿Hostia? —comentó.

—Qué hay colega. Fíjate, uno nuevo.

—¿Pero qué...? —dijo, poniéndose en pie— ¿cómo que uno nuevo?

—Hola —saludó Aranda con cara de circunstancias.

Sombra le puso una mano sobre el hombro.

—Ha entrado por la carretera, el
jodío.
Dice que va solo por ahí. Paco ha dicho que lo mire Jukkar para ver si está bien, ya sabes la paranoia que tiene.

El hombre lo examinó de arriba abajo, como si llevase muchísimo tiempo sin ver a un desconocido. Su boca formaba una o minúscula de sorpresa.

—No me jodas.

—¿Está ahí, no? —preguntó Sombra.

—Coño, claro que está ahí —contestó el hombre.

—Pues ea.

Se despidieron brevemente, y cuando avanzaban por el pasillo Juan sintió los ojos del centinela clavados en su nuca. Al final del corredor, atravesaron una puerta y Juan se encontró en una especie de enfermería que inmediatamente le trajo recuerdos del improvisado laboratorio del doctor Rodríguez. Allí, sentado en un escritorio y concentrado en unos libros de notas estaba un hombre alto de cabellos grises, cara redonda y sonrosada y gafas pequeñas. Al sentir la puerta abriéndose levantó la vista con la nariz arrugada. El gesto le trajo un inesperado recuerdo de su madre, quien solía hacer eso mismo para evitar que los anteojos resbalasen.

—Qué hay, doctor —saludó Sombra.

—Hola, Marcelo —dijo despacio. Tenía un acento extranjero muy marcado.

—Le presento a Juan Aranda.

Juan ya había echado un rápido vistazo a la habitación, que ahora se le presentaba como una mezcla entre enfermería, despacho y biblioteca. Había demasiados enseres personales por todas partes, incluso restos de un fugaz desayuno en una de las mesas, lo que indicaba que Jukkar, probablemente no salía mucho de la habitación. ¿Y qué había dicho el centinela que pasaba su tiempo leyendo un libro?
Coño, claro que está ahí,
es lo que había dicho. Si sabía algo de simples operaciones aritméticas, todo apuntaba a que Jukkar era un obseso del trabajo. O un prisionero.

Un doctor. Un médico,
pensó. Eso bastaría a cualquier mercenario en un mundo destruido y hostil para mantenerlo con vida, ¿acaso Rodríguez no había sido esencial en Carranque? No se le ocurría una profesión más imprescindible en el nuevo orden mundial.

—Profesor —saludó Juan tendiéndole la mano— es un placer conocerle.

Por unos momentos Jukkar pareció sorprendido, pero después se adelantó para devolverle el saludo con una pequeña sonrisa bajo las mejillas.

—Es un placer, señor.

Se ha sorprendido. Se ha sorprendido y complacido de que se le salude cordialmente,
pensó Aranda sumando puntos a la teoría del prisionero mentalmente.

—Juan viene de fuera, se nos ha colado por la puerta de la carretera. Pensamos que era un
zombi.
Casi le pegamos un tiro, ¿verdad? —rió brevemente, y la risa brotó como la de un burro demasiado cansado—, Paco quiere que lo examine doctor, ya sabe, como hace con todos.

Jukkar, que no había dejado de mirar a Juan durante todo el monólogo, asintió y pidió a Aranda que se desnudase. Le miró los ojos, la garganta, lo auscultó y le examinó el cuerpo en busca de heridas y cardenales, sin hallar nada que le preocupara. Sombra, mientras tanto permaneció en la habitación, aparentemente más interesado en un libro de Anatomía de
Testut-Latarjet.
Pasaba las páginas y leía de atrás para delante y luego al revés, y de vez en cuando se detenía en algún párrafo que le llamaba la atención. Leía moviendo los labios sin pronunciar palabra, como quien tiene poco hábito.

Jukkar, que estaba preparando el tensiómetro alrededor del brazo de Juan lo miró de reojo y comentó:

—Entonces, señor, ¿es prisionero también, usted?

De repente, Sombra levantó la vista del libro con una expresión extraña en el rostro. Parecía a punto de decir algo, pero era incapaz de decidir si hacerlo o no. Aranda, aunque lo había sospechado sintió una repentina pesadumbre al recibir el sutil mensaje de Jukkar. No había lugar para prisioneros en Carranque, como no fuera el padre Isidro.

Tampoco vagabundeaban todos con armas, porque se demostró lo que Nietzsche ya escribió en sus días, que si miras el abismo, el abismo siempre devuelve la mirada. Y las armas se dejaron para un grupo selecto de gente dedicada a esas tareas. Aquél era sin género de duda, un campamento diferente.

Sin embargo, celebró en silencio que Jukkar hubiera decidido enviarle ese aviso. Se dijo que tenía que conseguir hablar con él en privado.

—No lo sé —contestó al fin, con sencillez—, ¿por qué está usted prisionero?

Entonces, Sombra dejó caer el libro y se acercó a ellos.

—Bueno venga, ¿cuánto le queda, doctor?

—No mucho, no mucho —comentó Jukkar.

El cerebro de Aranda funcionaba a toda máquina. Se sentía como si estuviese en el arcén de una estación rodeado de trenes a punto de partir. El humo de los frenos y los pitidos de las locomotoras lo rodeaban, apremiándole a tomar la decisión de qué tren tomar. Tenía que hablar con Jukkar en privado, y si salía de allí y le llevaban con el líder, quizá no tuviera otra oportunidad.

—He estado vomitando, doctor —soltó entonces, atendiendo a un repentino destello en su mente.

—Niinkö?
—preguntó Jukkar, expresándose en su lengua materna— ¿tiene fiebre?

Sombra retrocedió un par de pasos.

—Sí. He tenido fiebre también.

Jukkar asintió, tomó una silla y se sentó enfrente de Juan para palparle los ganglios del cuello.

—¿Qué tiene? —preguntó Sombra. En su cara se podían leer los versos del miedo. Inconscientemente había levantado el fusil, y Aranda experimentó un súbito deje de incertidumbre.

Me he pasado. Esta gente no tiene ni puta idea, apuesto a que fusilan a cualquiera que se despierte con un puto resfriado. Apuesto a que por eso son tan pocos. Creen que Necrosum te pilla a la hora de comer y por la tarde eres un zombi. Me meterá un balazo entre los ojos y me tirarán a una zanja llena de cadáveres y gusanos gordos como mazorcas de maíz.

—Este hombre no es peligro —comentó Jukkar al fin— pero tengo que tener a él en...
valvonta... surveillance...
vigilancia.

—Jooooder —dijo Sombra— no sé cómo va a tomarse eso Paco.

—Puedes avisar a él. Voy a examinar ahora mejor.

Sombra asintió y escudriñó a Aranda. Éste era aún joven y tenía además la cara aniñada, y en algún momento pareció decidir que no representaba un peligro.

—De acuerdo —soltó al fin. —De todas formas, por su seguridad doctor.

Se acercó entonces a la silla, juntó las manos de Aranda por detrás y le puso unas esposas que extrajo de un bolsillo del chaleco.

—De veras, no es necesario —dijo Aranda.

—Ya oíste a Paco —comentó Sombra. —La confianza hay que ganársela, amigo. No es nada personal, pero son tiempos difíciles.

Esperaron expectantes a que Sombra saliera por la puerta y cuando ésta estuvo otra vez cerrada, Jukkar empezó a hablar precipitadamente, visiblemente nervioso. El sudor empezaba a aflorar en su frente.

—Tenemos muy poco de tiempo —dijo—, ¿quién es usted?

—Pertenezco a una comunidad de supervivientes en Málaga, doctor Jukkar. Somos unos treinta, estamos en Málaga y nos va bien.

—Bien, ¡bien! —contestó Jukkar, asintiendo vigorosamente con la cabeza—, ¿y usted ha viajado solo hasta aquí?

—Sí, quería ir a los estudios de Canal Sur para comunicarme por radio con todos los supervivientes que queden y puedan escucharme.

—¡Ésa es muy buena idea! Pero, ¿solo? —interrumpió Jukkar.

—Sí, pero escuche, por el camino encontré un soldado que me habló de usted. Me dijo que usted estaba relacionado con la comunidad científica y que estaba trabajando en el virus Necrosum.

Jukkar abrió mucho los ojos.

—Mitä vittua?
Hacía mucho tiempo que yo no escucha ese nombre.

—Doctor, yo podría ayudarle —contestó Aranda hablando con rapidez— si pudiera llevarle conmigo. Tenemos a un médico en nuestro campamento que ha hecho asombrosos avances. Doctor si usted supiera, tiene que saber que yo soy inmune.

—¿Qué es...? —preguntó Jukkar agitando la cabeza como si hiciese grandes esfuerzos por comprender.

—Los muertos vivientes, ¡no pueden verme! Puedo caminar entre ellos, puedo golpearlos, empujarlos, y ellos me ignoran.

Jukkar le miraba ahora con su rostro a escasos centímetros, escrutándole con sus ojos verdes. Por un segundo, le pareció que había perdido la conexión con él, como si se retrajese. Aranda empezó a ponerse aún más nervioso y se maldijo por haber soltado ese conocimiento tan directamente. Era con probabilidad, algo difícil de creer para un científico.

—Es broma, por supuesto —dijo en un susurro.

—¡No, no! —exclamó Aranda. Las esposas tintinearon a su espalda a medida que él se agitaba en su silla. —Tiene que creerme. Nuestro doctor investigó los cadáveres de los
zombis
y extrajo bastante información sobre el virus. No recuerdo la explicación completa, pero dijo que Necrosum era un extremófilo... un agente patógeno que puede sobrevivir a las condiciones más adversas, y que se apodera de las funciones vitales. Encontramos a un hombre que tenía el virus sometido en su interior, ¿sabe? como en una vacuna. Verá, algo le ocurrió mientras le practicaban una plasmaféresis completa, hubo complicaciones y el hombre estuvo muerto unos instantes. Necrosum empezó a actuar. Pero cuando terminaron de cambiarle toda su sangre consiguieron recuperarlo, y Necrosum quedó reducido. Él era inmune también. De alguna forma, es algo que los
zombis
pueden detectar. Creo que nos ven como si fuéramos uno de ellos, ya sabe que es inútil disfrazarse de muerto viviente: ellos siempre ven, siempre huelen. Siempre saben quién está vivo y quién no.

Jukkar le escuchaba con la boca abierta, intentando digerir el torrente de información que Juan le había soltado.

—Mucho tiempo que yo no escucha ese nombre,
Necrosum
—dijo Jukkar algo apesadumbrado, como si el mismo nombre estuviera cargado de un poder oscuro e invisible. —El nombre no recuerda muy bien quién pensó, cuando colegas y yo trabajamos en él era todavía el H1N9, el más fabuloso de todos. Pero... no... no entiendo muy bien... ¿dos persona inmune?

—El doctor fabricó un suero a partir de la sangre de aquel hombre y me la inoculó. Funcionó.

—¿Pudo... pudo reproducir ese fenómeno en otra persona? —preguntó Jukkar— pero es imposible, ¿cómo?

Aranda no contestó, quizá porque se daba cuenta de que el doctor formulaba la pregunta como para sí mismo. Dejó que asimilara la información que le acababa de proporcionar.

—Pero ¿se da cuenta? —continuó Jukkar. —Usted y el otro hombre son clave de todo, batalla contra los muertos es acabado si sacamos esa información
kemisti
de usted, ¿puede imaginarse siquiera, usted ha pensado?

—Lo sé. Por eso le pido que venga conmigo y hable con nuestro doctor. ¡Estoy seguro de que se entenderán muy bien!

Jukkar suspiró súbitamente desanimado.

—Ellos nunca dejan que yo salga de aquí. Yo voy con usted al peor lugar de esta planeta si ellos dejan, pero yo estoy prisionero con ellos —dijo mirándose las manos con una expresión de impotencia.

—Pero ¿por qué, y los militares?

—Militares fueron muertos todos, por ellos —explicó Jukkar recordando—. Vinieron de aeropuerto civil, donde ellos estaban fuertes. Eran muchos... muchos. Pero la comida terminó, y cuando ya ni agua, cruzaron las pistas y se acercaron aquí. Aquí hacíamos un muy importante trabajo de investigación. Los almacenes eran muy grandes, llenos de alimento y agua; segura que nosotros pudimos estar viviendo mucho mucho tiempo. Pero ellos piden comida y los soldados los acogen, porque base es muy grande y tienen sitio para todos. Pero ¡ay! no todos buenos, una noche ellos atacan almacén de armas y explotan el... ¿cómo se dice? donde duermen soldados.

—¿Los barracones?

—Sí, explotan el barracón y mueren casi todos. Muchas semanas después todavía es fácil encontrar manos y un pie muy lejos —dijo con amargura— hubo disparos toda la noche. Soldados muy bien entrenados, pero eran muy pocos, muy insuficiente, y antes que el Sol sale todo estaba acabado. Ese hombre, Paco, es el líder de ellos. Muy listo y muy cruel, es él. Nos dejaron a mí y otros tres colegas científica con vida porque ¡claro! nosotros primero médicos, luego especialidad, y muchos de ellos tenían heridas muy feas que necesitaba curar. También hubo
zombis
dentro de base, los soldados muertos se levanta cuando no es ni mediodía y matan algunos de ellos. Otros morían cuando nosotros queríamos curar, y mataron a uno colega. Días terribles, días terribles. Por eso Paco muy asustado de gente enferma con heridas dentro de base. ¡Tu plan, muy arriesgado! Si él piensa que tú enfermo, entonces tú muerto.

Aranda asintió.

—Es como había pensado —exclamó al fin— pero, ¿cómo saldremos de aquí?

Permanecieron en silencio unos breves instantes reflexionando sobre ese problema. Aranda forcejeaba moviendo los brazos. Por fin, Jukkar levantó la cabeza con los ojos brillantes.

—¿Ellos saben que usted puedes mover sin problema con
zombis?
—preguntó.

—En absoluto, no saben nada. Creen que voy solo y que siempre he estado solo.

Jukkar sonrió complacido.

—Brillante, ¡muy inteligente! Pues escuche, yo siempre muy bueno con ellos nunca intenta nada. Porque de todas maneras, ¿dónde ir? Así que ellos ya no miran tanto por mí por de noche, ¿comprende?

BOOK: Necrópolis
12.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Beguiling the Beauty by Sherry Thomas
Fat Chance by Julie Haddon
Jayne Doe by jamie brook thompson
Saint Maybe by Anne Tyler
Red Hots by Hines, Yvette
Feynard by Marc Secchia
The Glass Shoe by Kay Hooper
Accelerando by Charles Stross