No acaba la noche (13 page)

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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: No acaba la noche
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Cuando salí, ya había decidido que me iba a tomar aquella noche y el día siguiente de asueto, nada de muertas, duelos ni investigaciones. Dos días antes me había quedado con las ganas de revisitar a fondo el Chino con el amigo Ros, y ya que había sido tan amable de venir con todo lo necesario, no pensaba privarme de nada. Dejé a las muertas haciéndole compañía a Eddy hasta la hora de cierre, hacia la una de la madrugada, cuando había quedado en unirse a nosotros.
Ciao, belli
, descansad y dadme tiempo para que se pose todo lo que no sé que sé.

29 de abril. 18.10 horas

Inés está sentada en una silla de tijera ante una pequeña mesa de madera pintada de añil situada contra el único balcón del modesto piso de pescadores modelo Barceloneta, un cuchitril. Entra el sol de la tarde y su figura desnuda se recorta mostrando un perfil que engaña a la edad. Tiene treinta y cinco años, pero por la forma en la que los pechos se mantienen firmes y el vientre dibuja una ligerísima curva morena se le podrían echar diez menos. Se ha sentado a corregir unos exámenes que debe entregar al día siguiente. Juan Santos la contempla desde un orejero desmedido para la reducida sala, consciente de estar compartiendo de nuevo con ella un rato demasiado doméstico y de que no debería permitírselo. Sabe que sentarse a esperar a que termine equivale a confirmarle que pasarán el resto del día juntos y no puede evitar que le guste. Fuma un cigarro con la cabeza recostada en el respaldo y las piernas colgando sobre uno de los brazos, él también desnudo, después de comer y de haber hecho el amor dulcemente durante casi tres horas. Lo embarga la emoción del enamoramiento, el sobrealiento lo obliga a ahogar de vez en cuando el suspiro que lleva ocupándole el pecho desde que ha entrado en el piso e Inés se le ha metido en la boca y, a través de la boca, en todo el cuerpo. Coge la lata de cerveza, echa un trago e inmediatamente la deja en el suelo para llevarse disimuladamente los dedos de la mano derecha a la nariz. El olor de ella es intenso, permanente. Juan piensa que le gustaría quedarse allí, así, para siempre, y vuelve a rondarle la cabeza una idea que ya ha desechado un par de veces: decirle a Inés eso mismo, que se junten definitivamente, que sea su novia en el sentido más tradicional de la palabra, como si fueran adolescentes, para ser jóvenes. Es con ella con quien quiere levantarse y luego, por la noche, ir al cine y viajar en coche sin destino fijo, como acostumbran. Siente que la mujer lo salva de una vida insatisfactoria, mate, y muy distinta de como la esperaba. Ella es lo único que se parece a una existencia única, extraordinaria, la que él creía que iba a llevar.

Se levanta, y en tres zancadas se le coloca detrás. Se agacha para besarle el cuello bajo la mata de pelo color miel. Va a decírselo. «Inés…» Dando por hecho que no es llamada sino suspiro, la mujer sigue enfrascada en sus torpes folios. Pero él insiste: «Inés.» Hasta que se vuelve resuelta, sonriente, llegando de otros pensamientos, y Juan opta por ofrecerse a traerle una cerveza como cogido en falta y sintiéndose cobarde. Soy un completo hijo de puta, además de un gallina, es el miedo a estar solo, porque ¿y si con Inés no funciona, y si ella resulta veleidosa y se cansa dentro de un año o dos? ¿Qué garantías ofrece, en el fondo? ¿Cómo podría entonces recuperar a Estrella? La habría perdido para siempre y Estrella es su vida, es la vida que tiene, pero, ay, Inés es la que quiere, la vida que desea más que nada en el mundo en ese momento, demasiado preciosa para creerla cierta. Abre la puerta de la nevera. Dentro sólo hay varias latas de cerveza, una botella de champán, chocolate y una bolsa de pan de molde. De repente se ve a sí mismo ante Inés, Inés y la nevera como una misma cosa, ante una mujer que todavía tiene el frigorífico de una adolescente, una vida que no conoce los viajes al súper, improvisada a salto de mata, la nevera de una mujer que no sabe todavía si mañana seguirá utilizando aquella cocina o estará muy lejos o vivirá quién sabe si cerca, pero en una casa diferente, de otra manera, una mujer sin previsiones domésticas, y vuelve a sentir una punzada de pánico por haber pensado en la posibilidad de proponerle dejarlo todo y unirse a ella.

De vuelta al salón, le sugiere, y de nuevo se salva, sacar la papela que le quedó entera la noche anterior, comprada con el cuerpo en movimiento pero la cabeza ya inconsciente, y ella cabecea con aire recriminatorio pero accede. Así vuelven a empezar, esta vez con furia, los ejercicios de amor y desamor que habían dejado colgados, ya con la botella de whisky a los pies de la cama, como un remo.

Capítulo X

Lo que iba a ser una tranquila noche por el barrio Chino con Tito se convirtió en veinte horas desenfrenadas, y, en cierto modo, para muchos de los que las compartieron con nosotros era una despedida. Por lo visto, no era yo el único que necesitaba un buen meneo. Con mi inmersión en el mundo de las muertas, se me había olvidado por completo que mucha, muchísima gente en la ciudad, en el reducido cosmos de los vivos, llevaba una semana llorándolas con distintos grados de sinceridad. Parecía que todos habían esperado hasta aquel jueves, aguantando la respiración, para soltarse de repente. Yo, entre que iba por la segunda borrachera tremenda y que Ros puso lo suyo de parte del taxista, recupero los recuerdos de aquella jornada apartando nieblas, pero los recupero. Recuerdo que la costumbre de cruzarte con algún conocido a lo largo de la noche aquel día llegó al extremo de provocar la risa. Todos los locales estaban abarrotados, y todo el mundo parecía ir ciego. Se vivió una sensación parecida a la de los festivales de verano con la gente lanzándose a la calle y los taxis que no daban abasto. Porque ésa es otra, en cuanto salimos de donde Eddy, me di cuenta de que se nos había echado el verano encima. Ese olor que aparece de repente para indicar el cambio de estación, que el minuto anterior no estaba allí y al siguiente flota en el aire. El aroma y la densidad húmeda del ambiente.

Entre los periodistas de la ciudad existe la costumbre de citarse en algún lugar después de cada campaña electoral, justo cuando acaba el recuento de votos y se cierran las últimas crónicas con el nombre de los ganadores en los titulares. Al principio acudían sólo aquellos profesionales que habían cubierto la campaña, pero la cosa se fue extendiendo hasta el punto de reunir redacciones enteras, políticos en ejercicio, militantes y demás, una ficción de catarsis tras la tensión acumulada de tres semanas de locura. Aquel jueves parecía haberse llevado a cabo una llamada semejante, sólo que festiva en lugar de electoral, una convocatoria no explícita que lanzó a la calle a periodistas, a miembros de asociaciones, a jóvenes empresarios, a escritores con aires de futuro, a sus jóvenes editores, a modelos, a artistas y a otros rostros populares de la pequeña Catalunya, todo el que había tenido algo que ver con las mujeres muertas, y no era poca gente. En cada bar que pisábamos nos recibía algún grupete conocido con el que compartir copas y demás, las chicas coqueteaban como si les fuera el honor en ello, saltábamos detrás de las barras a poner música de otros tiempos y nos acabábamos citando con todo el mundo, esta vez sí, tras el cierre de las discotecas en el Wild Horses, el único
after
que quedaba junto al parque del antiguo matadero, un agujero residual y triste.

Al amanecer de aquel viernes, su dueño, un calvo viejo malcarado y taleguero, no daba crédito. Coincidimos allí más de medio centenar de enloquecidos de todas las edades y explotaron las causas.

La primera en reventar fue Paula Redondo, una redactora local de
ABC
, grande y aparatosa en todo, íntima por lo visto de Amalia de Pablos, que pidió al calvo la conexión de un viejo karaoke fuera de servicio. Con un gemido que sonó entre sexual y doloroso, agarrada al micro con ambas manos, consiguió la atención de la mayoría de los asistentes: «¡Joder, en este momento hace exactamente una semana que las mataron! Joder, joder, tíos, ¿es que no os dais cuenta? Era un sitio como éste, ¡podríamos haber sido cualquiera!», y se derramó en un llanto impúdico a micro abierto que nos dejó sin habla. No, claro que no nos habíamos dado cuenta hasta ese instante, aunque de golpe se hacía evidente que por eso estábamos allí, y en ese momento la multitudinaria reunión cobró un sentido extraño, como se descubren las cosas a esas horas y en ese estado: catastróficamente.

Recuerdo que sonaba de fondo el
Fever
de Elvis Presley y que Margarita Tura, modelo y contertulia de programas de sexo en la radio, que se había quedado con el sujetador al aire durante su tórrida danza, corrió a buscar la chaqueta abrochándose la blusa, avergonzada. Algunas chicas se abrazaron a sus amigas con cara de funeral, muchos se abalanzaron hacia la barra a reponer sus copas para darse tiempo a digerir la noticia, y alguien gritó que subieran la música, pero el calvo parecía haber desaparecido. Busqué con la mirada a Tito Ros por la pequeña sala atestada y lo localicé al borde de la tarima desde donde la Redondo acababa de arrojarnos a la pena. Abrazaba a una jovencita rubia a la que, de espaldas como estaba, con la cabeza hundida en su sobaco, no pude identificar. Él también me miró para lanzarme un gesto de «ya ves en lo que estoy, espera un poco», y no sé cómo, un instante después, yo también tenía a una mujer entre los brazos, «invítame a algo, sácame de aquí, bésame, joder, haz algo», e hice lo más fácil en ese momento, comérmela a besos sin ni siquiera pararme a mirarle la cara. Luego vi que era una chica dura, y que cuando no estuviera tan desencajada podría resultar incluso guapa. En cuanto al sentir general, conseguí mantener mi decisión primera de no pensar en ellas ni sufrir durante las siguientes horas, y creo que fue esa frialdad serena la que mantuvo pegada a mí a la chica que besaba con el alma en vilo.

Los transeúntes que pasaban aquel mediodía de viernes por la calle de Vilamarí, frente al parque, de camino a sus casas a comer, se pararon a contemplar el desfile de zombis que la persiana entreabierta del Wild Horses vomitaba lentamente a la acera. Es lo que me contaron después, porque a esas alturas yo, de nuevo, había perdido la conciencia tras veinticuatro horas, desde las cervezas compartidas con Pilar Serra, sin parar de beber. Por lo que dicen, no parecíamos la típica panda de fiesteros reenganchados que abandonan los
after
los domingos a la hora de comer, pálidos, con las mandíbulas desencajadas y los ojos asimétricos, tampoco cuadrábamos con ellos en edad ni indumentaria, sino más bien una procesión, la comitiva de velatorio conjunto que las tres muertas no habían tenido. Tito Ros, que nunca ha pecado de poético, aseguraba que la estampa era más bien la de las víctimas de un terremoto saliendo de los escombros de un hotel tres estrellas venido a menos, pero él estaba demasiado enfadado por la desaparición de su chupa como para ser objetivo en el retrato. Precisamente fueron sus improperios los que me despertaron.

Me encontraba acostado en una habitación que no reconocía, por la ventana entreabierta se colaba la luz amarilla de una farola casi adosada al edificio y alguien dormía al lado. Ejercicio de conciencia número 1: el pulso me golpeaba el cráneo desde el cerebro con intención de echarlo abajo, tenía todos los músculos del cuerpo peor que si hubiera corrido una maratón, y en las piernas esa sensación de las resacas duras, que parecen llenártelas de arena, como si por las venas circulara lodo y cada muslo fuera un
punching hall
. Ejercicio de conciencia número 2: abrí los ojos sólo una ranura para echar una ojeada a la situación sin ser descubierto por mi acompañante de cama, en caso de que no durmiera, y pude ver una preciosa pierna larga de señora saliendo del barullo de sábanas y colcha. Inmediatamente se activaron el cerebro y los sentidos, que en un visto y no visto centraron mi desconcierto. Era de noche, y deseé que se tratara de la noche del viernes y no de la del sábado. Estaba en casa de Tito Ros, lo supe por el fuerte olor a pintura fresca que casi más de un año después de inaugurar el piso no había manera de eliminar, él decía que porque en esa casa no se cocinaba. La chica que ya ronroneaba a mi derecha tenía que ser aquella en cuya boca me había instalado por la mañana, no sabía cuál, una mañana, todavía dentro del Wild Horses, sólo que no podía recordar su nombre, si es que lo había sabido, ni siquiera su cara, y tampoco me atrevía a mirarla. Agradecí mentalmente al amigo el haberse hecho cargo de mí y a la chica haberme acompañado, o quizá su estado a la salida había sido el mismo que el mío, y entonces había que agradecerle a Tito doblemente la labor. Meter a un tío beodo en un taxi suele resultar trabajoso; para una pareja, hace falta lo peor: que el taxista te eche una mano.

Dudé. Podía intentar un avance con la propietaria de los labios hospitalarios o salir a apoyar con mi presencia los improperios que Tito no dejaba de lanzar contra los ladrones de chupas. Opté por una cerveza. Me hacía mucha falta, y además no tenía claro si mi papel en el camino había sido lo bastante desastroso como para recibir un rechazo para el que no estaba ni física ni anímicamente preparado.

—Qué pasa, tío. Vaya dormidita, ¿eh? —Ros fumaba envuelto en una bata de cuadros fuera de lugar y de año que parecía sacada del remate de un geriátrico—. Alguno de los hijos de puta modernos de ayer me robó la chupa, ¿entiendes? La chupa, no tengo otra ni quiero otra, mi chupa naranja de cuero, la perdición de todas las guapas de la noche. —Me pareció que ya, o todavía, estaba un poco bebido.

—¿Cómo me porté?

—Como un hombre, no te preocupes. Esperaste a estar en casa para morir en la cama, pero no me atreví a facturarte con la compañía que llevabas, por si las moscas. Ya me di cuenta de que se te había ido el santo mucho antes de coger el taxi. A propósito, no tuve alma para mandarla a paseo. No sé qué os lleváis entre manos, pero se empeñó en meterse en la cama contigo a llorar y ahí la dejé, hecha un mar de lágrimas. ¿Qué tal?

Yo qué sabía. Lo más seguro es que la mujer se hubiera pasado un rato derramando lágrimas sobre mi cadáver y luego se hubiera quedado dormida harta de esperar alguna respuesta. Nada olía a que hubiera habido sexo, así que me encogí de hombros y fui hasta la cocina en busca de un par de botellas de cerveza. Encontré, además, una lata de berberechos y un poco de queso, lo necesario para empezar.

—¿De qué conoces tú a esa fiera? —hizo un gesto con la cabeza hacia el dormitorio desde el que ya empezaban a llegar sonidos de vida, y le indiqué con la mano que bajara la voz.

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