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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (32 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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El jurado… Se trataba, pues, de una sala de lo criminal, y allí se va por asesinato.

Consulté otro artículo: «¿Se descubrirá algún día la verdad?» El periodista explicaba el giro que había tenido lugar en el proceso y se sorprendía de que un hombre presentado por la policía como un culpable evidente hubiese llegado a instilar la duda en la mente de todo el mundo.

Había varios artículos que decían más o menos lo mismo. Todos estaban fechados en los años setenta, casi treinta años antes… Los periódicos habían publicado sus hemerotecas en la red.

Encontré un artículo del diario
Le Monde
: «Freud, despierta, ¡se han vuelto todos locos!» Hice clic. Estaba firmado por un tal Jean Calusacq y fechado en 1976, un largo texto consagrado a una especie de denuncia de los métodos empleados por el psiquiatra Igor Dubrovski, que se calificaban de peligrosos. Me estremecí. Era él… El autor del artículo la tomaba con los modelos psicoterapéuticos procedentes de Estados Unidos, de los que, decía, Dubrovski era apóstol. Denunciaba con cierta virulencia lo bien fundado de su trabajo, y no dejaba muchas dudas acerca de su culpabilidad: parecía evidente que Dubrovski había empujado al joven François Littrec a quitarse la vida en circunstancias todavía misteriosas. Calusacq reclamaba su cabeza.

Estaba aterrado. Me había puesto en manos de un peligroso psiquiatra, evidentemente más loco que la gente a la que se suponía que debía tratar cuando todavía ejercía… Dios mío…

Encontré otros artículos. La palabra «Absuelto» me saltó a la vista de pronto. «Dubrovski, absuelto», titulaba
Le Parisien
. Hice clic: «La absolución de Dubrovski supone un problema para toda la profesión. ¿Cómo ha podido el tribunal dejar en libertad a un hombre cuya culpabilidad era tan flagrante?»

Otro artículo se preguntaba si el psiquiatra no habría hipnotizado al jurado para influenciar en su veredicto, e informaba de los inquietantes comentarios de las personas que habían asistido a la vista.

Otros dos titulaban sobre su expulsión del Colegio de Médicos, y denunciaban la opacidad de esa institución, que se negaba a comunicar a la prensa las razones de su sanción.

Había leído suficiente.

Apagué el ordenador con un nudo en el estómago. Debía protegerme, salir del avispero en el que me había metido. Pero ¿cómo? Sólo una cosa era segura: no iba a ser tratando de ejecutar la misión imposible que Dubreuil me había encomendado.

34

H
acía dos días que daba vueltas en mi cabeza a todas las posibilidades, pero ninguna de ellas me resultaba satisfactoria. Finalmente me vi obligado a rendirme a la evidencia: no había ninguna, ya que la policía se negaba a protegerme. Acabé por admitir que mi única esperanza era convencer a Dubreuil de que diese marcha atrás en su exigencia, renunciar a esa última misión. Era lo más sabio que podía hacer. Me aprovecharía de sus enseñanzas, utilizándolas contra él, para hacerle cambiar de opinión.

Construí un guión preciso, preparando una secuencia de actitudes, preguntas y argumentos, anticipando todas las objeciones posibles, imaginando todos los casos hipotéticos, las múltiples reacciones factibles.

Tardé varios días en pulir mi acercamiento, hasta que me di cuenta de que estaba listo desde hacía ya mucho: mis esfuerzos por prepararme exhaustivamente no encontraban justificación sino en mi voluntad de retrasar el paso a la acción. Dubreuil me daba miedo, y me angustiaba la idea de volver a su guarida para arrojarme deliberadamente en sus garras.

Acabé de planificar la acción y decidí plantarme por sorpresa en su casa una noche después de cenar, a la hora en que su energía estaría en lo más bajo, pero antes de la marcha de los criados.

Así, llegué a la avenida cerca de las 21.30. Bajé del autobús en la parada anterior a la de su casa. Quería oxigenar mi cerebro y deshacerme del nudo que me atenazaba el estómago caminando. Los tilos perfumaban la atmósfera. Sin embargo, el aire caliente y bochornoso olía sobre todo a tormenta.

En el barrio reinaba aún la tranquilidad, aunque ciertos veraneantes de julio habían regresado ya de sus vacaciones. Me repetía mentalmente los diferentes escenarios posibles. Mis oportunidades eran bastante escasas, pero conservaba la esperanza movido por la imperiosa necesidad de liberarme del dominio de Dubreuil.

La sombra del palacete se irguió lentamente ante mí mientras me acercaba. Me detuve delante de la alta verja negra adornada con las amenazantes picas. Las ventanas de la fachada estaban sumidas en la oscuridad. Un silencio sepulcral reinaba en el lugar, que parecía abandonado. De vez en cuando, algunos relámpagos rasgaban el cielo en silencio.

Esperé, titubeante, antes de llamar, escrutando la oscuridad. De pronto oí unos violentos gritos. Una voz de mujer. Se encendió la luz del vestíbulo.

—¡Estoy harta! ¡Hasta el gorro! —gritó.

La puerta se abrió de golpe y su silueta apareció a contraluz. Me quedé petrificado, sobrecogido por la sorpresa y la incomprensión. La joven que bajaba corriendo los peldaños de la escalinata no era otra que… Audrey. Mi amada Audrey. Antes de que pudiera moverme, la puerta pequeña de la verja se abrió violentamente y se topó de frente conmigo. Vi el estupor en su rostro, los ojos como platos.

—Audrey…

No respondió pero me miró de un modo desgarrador, el rostro transido de dolor.

En el cielo oscuro, los rayos se multiplicaron, siempre en silencio.

—Audrey…

Brotaron lágrimas de sus ojos mientras retrocedía para escapar.

—Audrey…

Di un paso en su dirección desbordado por mis emociones, torturado entre mi atracción por ella y el insoportable dolor que me había provocado su rechazo.

Me detuvo con un gesto de la mano y me dijo entre sollozos:

—No… no puedo.

Luego echó a correr sin mirar atrás en ningún momento.

Mi dolor se transformó rápidamente en una violenta ira. Olvidándome de mis miedos, me abalancé contra la puerta de la verja. Cerrada. Llamé como un poseso al interfono, pulsando el botón docenas de veces, y manteniendo luego el dedo fijo en él.

Nadie respondía.

Empuñé la verja con las dos manos y la sacudí tanto como pude descargando mi ira, gritando con todas mis fuerzas, mi voz cubriendo el torrente de ladridos de
Stalin
.

—¡Sé que está ahí! —chillé.

Llamé de nuevo, pero en vano. La tormenta estalló por fin. Se oyó un trueno sordo y empezaron a caer las primeras gotas; primero, dispersas y cálidas; luego muy pronto se intensificaron y la lluvia cayó en tromba.

Sin pensarlo, me lancé al asalto de la verja. Los barrotes verticales, mojados y resbaladizos, no ofrecían ningún asidero, pero la ira me dominaba y duplicaba mi energía. Subí a pulso y llegué como pude a lo alto, los pies atrapados entre las picas. Luego salté del otro lado.

Los arbustos amortiguaron mi caída. Me levanté de nuevo y me precipité hacia la pesada puerta de entrada casi sin aliento. Penetré en el frío vestíbulo y vi que la luz procedía del gran salón. Eché a andar a grandes zancadas, mis talones martilleando el mármol, el ruido resonando en el espacio desmesurado. Entré en el salón. Las suaves luces tamizadas contrastaban con mi estado de cólera. En seguida vi a Dubreuil. Me daba la espalda, sentado, inmóvil frente al piano, las manos sobre las rodillas. Yo estaba calado hasta los huesos; el agua chorreaba todavía sobre mi cara y mis ropas y caía luego sobre la alfombra persa.

—Estás enfadado —dijo con toda la calma del mundo, sin volverse—. Eso es bueno. Uno no debe guardarse para sí la frustración o el rencor… Vamos, exprésate. Grita si quieres.

Se me había adelantado. Tenía previsto gritarle pero, si no lo hacía estaría obedeciendo su requerimiento. Me sentí en una trampa, quebrado mi impulso. Tenía la odiosa impresión de ser un títere cuyas emociones y cuyos actos son manipulados tirando delicadamente de unos hilos invisibles. Finalmente, sin embargo, decidí burlar su influencia y dejé estallar mi ira.

—¿Qué le ha hecho a Audrey? —inquirí.

Él no respondió.

—¿Qué estaba haciendo ella en esta casa?

Silencio.

—¡Le prohíbo que se inmiscuya en mi vida amorosa! ¡Nuestro pacto no le da derecho a jugar con mis sentimientos!

Todavía no me respondía. Vi a Catherine, sentada en uno de los canapés en una esquina del salón.

—Sé que desprecia usted el amor —añadí—. En realidad, es incapaz de amar. Acumula aventuras con mujeres que podrían ser sus hijas porque teme dejarse llevar y amar realmente a alguien. Está bien saber obtener lo que uno quiere en la vida, tener el valor de afirmar su voluntad y de llevar sus sueños hasta el final. A usted le debo saber eso, y reconozco que es algo muy valioso, pero no sirve de nada si uno no es capaz de amar, amar a una persona, amar a los demás en general… Usted fuma en lugares públicos, conduce por el carril bus, aparca sobre las aceras. Desprecia el bienestar ajeno. Pero ¿de qué sirve saber conseguir lo que uno quiere, si por otra parte, uno se aparta de los demás? No se puede vivir tan sólo para uno mismo, de lo contrario, la vida no tiene sentido. Todo el lujo del mundo no podrá jamás reemplazar la belleza de una relación, la pureza de un sentimiento, ni siquiera la sonrisa de un vecino que nos sujeta la puerta abierta o la mirada conmovedora de un desconocido. Sus hermosas teorías son perfectas, eficaces, geniales incluso, sin embargo, se olvida usted de una cosa, sólo de una, pero es una cosa esencial: se olvida de amar.

Me interrumpí, y mi voz, cuya fuerza se había duplicado por la ira, se extinguió en la inmensa habitación dando paso a un silencio absoluto. Dubreuil siguió de espaldas, Catherine permaneció con los ojos bajos, ambos completamente inmóviles.

Di media vuelta y al llegar al umbral me volví de nuevo.

—¡Y no toque a Audrey! —le advertí.

Mucho rato después de irse, las palabras del joven parecían resonar todavía en el vasto salón. Luego, un silencio profundo se abatió sobre el lugar.

Catherine estaba conmocionada por la escena que acababa de presenciar. Poco acostumbrada a los desbordamientos emocionales, odiaba ser testigo de ellos.

Se mantuvo en su sitio, sin decir una palabra, esperando la reacción de Igor.

Él permanecía aún inmóvil, con aire preocupado, la mirada todavía fija en el suelo.

El silencio duró una eternidad, y al cabo Catherine lo oyó murmurar con una tristeza infinita:

—Tiene razón.

35

A
l día siguiente mi rabia se desdibujó poco a poco en favor de la incomprensión que me minaba.

Cuanto más avanzaba, más acontecimientos inexplicables sucedían, volviendo enigmática mi relación con Dubreuil, o más bien debería decir Dubrovski. ¿Cómo podía haberse infiltrado hasta ese punto en mi vida? Y, sobre todo, ¿qué maquinaba? No era sólo un viejo loquero con pocos pacientes. Era un depravado peligroso, un manipulador capaz de todo.

Pensaba, sin embargo, que había tocado su punto débil, y el de sus teorías sobre las relaciones humanas. Para que suceda algo realmente mágico en una relación hay que permitirse amar. Amar al otro, ésa era la clave, evidentemente. La clave de todas las relaciones, ya fuesen amistosas o profesionales. La clave que le faltaba a Dubrovski. Y que me faltaba a mí también cuando se trataba de convencer a mi jefe. No me gustaba y, por fuerza, él lo sentía… Todos mis esfuerzos eran vanos, inútiles. Habría sido necesario que encontrara el medio de perdonar su odioso comportamiento para conseguir quererlo un poco, sólo un poco… Y, entonces, solamente bajo esa condición, podría haberse abierto a mí, a mis ideas, a mis propuestas… Pero ¿cómo encontrar el valor de amar a su peor enemigo?

Concluida mi jornada, llegué a mi calle, y la cercanía de ese entorno familiar me llevó a relajarme un poco. Montmartre era un barrio tan acogedor que casi me olvidaba de que me hallaba en una gran ciudad.

Todavía estaba sumido en mis pensamientos y mis consideraciones sobre el amor cuando vi a mi vieja casera que avanzaba en mi dirección, como siempre vestida de negro de la cabeza a los pies. Desde su última visita a mi casa, evitaba dirigirme la palabra.

Nuestras miradas se cruzaron pero ella volvió la vista fingiendo interesarse por el escaparate más cercano. Por desgracia para ella, se trataba de una tienda de ropa interior especialmente provocativa, y se encontró de pronto mirando maniquís con poses sugerentes ataviados con tangas y ligueros. En el centro del escaparate, enfrente de ella, no podía faltar el consejo de una gran marca de lencería en un inmenso cartel que revelaba los encantos de una criatura escultural: «Lección n.° 36: suavizar las formas.» Volvió la cabeza con brusquedad y prosiguió su camino mirando al suelo.

—¡Buenas tardes, señora Blanchard! —la saludé alegremente.

Levantó lentamente la mirada.

—Buenas tardes, señor Greenmor —dijo enrojeciendo levemente, recordando sin duda nuestro último encuentro.

—¿Cómo está usted?

—Bien, gracias.

—¡Qué buen día hace hoy! Cómo ha cambiado el tiempo desde anoche, ¿eh?

—Sí, es verdad. Aprovechando que lo veo a usted, le comunico que voy a presentar una queja contra nuestro vecino del cuarto. Su gato se pasea por la cornisa y entra en los apartamentos. El otro día me lo encontré tumbado en mi canapé. Es intolerable.

—¿Su gatito gris?

—Sí. En cuanto al señor Robert, estoy harta de los olores que emanan de su cocina. Por lo menos podría cerrar la ventana cuando prepara la comida. Ya he hablado al menos tres veces con el administrador, pero soy la única que se queja…

«Bueno, cambiemos de tema…»

Tenía tantas ganas de llevarla a algo positivo…

—¿Va a comprar?

—No, voy a la iglesia.

—¿Entre semana?

—Voy todos los días a la iglesia, señor Greenmor —dijo con cierto orgullo.

—Todos los días…

—¡Por supuesto!

—Y… ¿por qué va todos los días?

—¿Por qué va a ser?… Para decirle a Nuestro Señor el amor que le tengo.

—Ah, ya veo…

—Jesús es…

—¿Va todos los días a la iglesia para decirle a Jesús que lo ama?

—Sí…

Dudé un momento.

—¿Sabe, señora Blanchard? Tengo que decirle…

—¿Qué?

—Tengo…, ¿cómo decirlo?…, una duda…

—¿Una duda, señor Greenmor? ¿Sobre qué?

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