Noche cerrada en Bergen (32 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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—Pero seguramente Erik Lysgaard no...

—Definitivamente, tenemos que olvidarnos de Erik. Es un
lost case.
Durante demasiado tiempo creí que él era la clave para saber más sobre la caminata misteriosa. Pero el tipo está totalmente cerrado. Lukas, por otro lado...

—Tampoco parece tener muchas ganas de colaborar, si me preguntas.

—Te doy la razón en eso. Y entonces debemos preguntarnos por qué un hombre que sufre abiertamente, y que con tanto placer vería cómo se aclara el asesinato de su madre, es tan hostil con la Policía. Ese tipo de cosas tienen, como regla, solamente una explicación.

Miró a Sigmund con las cejas levantadas, como invitándolo a seguir el razonamiento.

—Secretos de familia —dijo Sigmund con voz dramática.

—Bingo. Generalmente no tienen nada que ver con el caso, pero en esta ocasión no tenemos razones para suponer nada. Mi impresión es que Lukas no está del todo... —la pausa se alargó. Sigmund esperó con paciencia, el vaso no estaba todavía vacío—, del todo seguro acerca de su padre —terminó finalmente Yngvar.

—¿Qué quieres decir?

—Obviamente se quieren. Son muy parecidos, físicamente y en su forma de ser, y no veo ninguna razón para pensar que existe algo problemático en la relación entre padre e hijo. De alguna manera hay, sin embargo, algo entre ellos que no se pronuncia. Algo nuevo. Uno lo nota enseguida cuando está en la misma habitación con los dos. No es para nada una enemistad, sino una especie de... —otra vez tuvo que buscar la expresión correcta— falta de confianza.

—¿Sospechan el uno del otro?

—No lo creo. Pero algo va mal entre ellos, un tipo de desconfianza profunda que... —De nuevo, y casi como un reflejo, miró el reloj—. Lo digo en serio, Sigmund. Tengo que dormir. Te vas.

—Aguafiestas —murmuró su colega recogiendo las piernas.

Su habitación quedaba dos cuartos más allá y no se tomó el trabajo de ponerse los zapatos. Los agarró del talón con dos dedos de la mano derecha y cogió la botella de whisky con la otra.

—¿A qué hora nos encontramos para desayunar?

—Yo desayuno a las siete. Luego iré a Os. Espero pillar a Lukas antes de que se vaya al trabajo. Ahí es donde reside nuestra esperanza: en que Lukas, una vez que todo se ha dicho, nos quiera ayudar.

Bostezó con lentitud y se llevó despacio dos dedos a la frente. Sigmund se volvió en la puerta.

—Yo dormiré un poco más —dijo—. Iré directamente a la Central de Policía a eso de las nueve. Diré que tú te has ido otra vez a hablar con Lukas. La gente de Bergen piensa que está bien que te muevas de manera independiente. ¡Jamás hubiese funcionado así en casa!

—Excelente. Buenas noches.

Su amigo murmuró algo inaudible antes de que la puerta se cerrase tras él con un ruido apagado.

Mientras Yngvar se desvestía y se preparaba para la noche, recordó que se había olvidado de llamar a Inger Johanne. Maldijo en voz baja y comprobó su reloj de pulsera, a pesar de que hacía sólo dos minutos que había constatado que eran seis minutos después de las doce.

Era demasiado tarde para llamar, y se acostó.

Pero no logró dormirse.

Fue el número 19 lo que mantuvo despierta a Inger Johanne. Había pasado toda la noche leyendo acerca de Rashad Khalifa y su teoría sobre el origen divino del Corán. Sin importar lo que tratase de pensar para encontrar el sueño, el maldito número 19 se le aparecía otra vez más para despertarla totalmente.

Al cabo de una hora se rindió. Podía hallar algo insustancial en la televisión. Una serie policial o un drama ligero que le devolviese el sueño. Ya era la una pasada, pero TV3 también solía emitir alguna basura a esta hora.

Sobre el sofá reinaba un caos absoluto.

Papeles por todos lados, y todos eran impresos de artículos de la Red.

Inger Johanne amenazaba a sus propios estudiantes con el degüello u otra muerte terrible y súbita si alguna vez utilizaban Wikipedia como fuente para un trabajo científico. Por su lado, ella utilizaba la Red a menudo. La diferencia entre ella y los estudiantes, pensaba para sí, era que ella sabía ser crítica. Esta noche había sido complicada. La historia de Rashad Khalifa era una lectura fascinante, y todos los enlaces la habían hecho adentrarse cada vez más en el extraño relato.

Era demasiado fascinante.

Fue en silencio hasta la cocina y decidió seguir el viejo consejo casero de su madre. Leche en un cazo, dos cucharadas grandes de miel. Poco antes de que todo comenzase a hervir, echó dentro unas gotas de coñac. De niña, ella no había tenido idea sobre la posibilidad de añadir este último ingrediente. Como adulto, había confrontado a su madre con la total falta de responsabilidad que suponía dar alcohol a una criatura para hacerla dormir. Su madre le restó importancia a todo el asunto señalando que el alcohol se evapora y que, de todos modos, el alcohol era algo que cabía tener en cuenta como medicina. En todo caso, ante circunstancias similares. Por otro lado recibían la mezcla láctea muy de vez en cuando, agregó cuando Inger Johanne siguió sin parecer convencida.

Se rio y sacudió la cabeza al pensarlo.

Lo sirvió en un tazón grande.

Estaba demasiado caliente como para tomarlo.

Lo dejó sobre la mesa de la sala e hizo lugar en el sofá. Encendió el televisor y recorrió los canales hasta encontrar TV3. Era difícil entender de qué iba la película. Las escenas eran oscuras y mostraban árboles que caían durante una terrible tormenta. Cuando un vampiro surgió de pronto en uno de los troncos, ella apagó el aparato.

Sin realmente quererlo, tomó una pila de hojas que reposaba al lado del tazón de leche. A pesar de que era una idiotez en relación con el día que le esperaba mañana, se acomodó mejor para leer más acerca de Rashad Khalifa y sus extrañas teorías sobre el número 19.

El egipcio había llegado a los Estados Unidos en su juventud y allí se había formado como bioquímico. Una vez que encontró insuficiente la traducción inglesa del Corán, lo tradujo nuevamente de su propia mano. A mitad del trabajo, a fines de los años sesenta, se le ocurrió la idea de que el libro sagrado precisaba un análisis. Puramente matemático. La idea había sido comprobar que el Corán era un texto divino. Algunos años y mucho trabajo después, apareció con su teoría sobre el número 19 como una especie de combinación divina y directa hacia la palabra de Alá.

Inger Johanne no tenía ningún antecedente para seguir los enormes saltos de pensamiento de aquel extraño musulmán. Por algunos momentos parecían matemáticas relativamente avanzadas, pero en otros lugares hacía observaciones totalmente banales, como resaltar que el primer verso del Corán,
Basmalah,
se menciona 114 veces, un número divisible por 19. En ciertos lugares era más textual en su aproximación, como cuando decía que el sura 74:30 dice: «Allí se encuentran diecinueve».

Bebió con cuidado de la leche caliente. La teoría de su madre no era válida: el alcohol le quemó la lengua y le picó la nariz.

Encontró nuevamente información acerca de que Rashad Khalifa hacía innumerables cálculos. El más absurdo era sumar todos los números que se mencionan en el Corán y demostrar que también esa suma es un múltiplo de 19. Al principio ella no entendió para nada dónde estaba lo espectacular de eso, pero una vez que comprendió que 19 era un número primo y, por lo tanto, solamente divisible por sí mismo y por la unidad, se le hizo más fácil admitirlo.

—Pero existen infinitos números primos —murmuró para sí.

Hacía frío en la sala.

Habían instalado interruptores cronométricos en todos los radiadores en un intento de ahorrar dinero y preservar el ambiente. Mientras que Yngvar incrementaba constantemente la gradación para mantener el calor durante la noche, ella la reducía para hacer que el sistema funcionase de acuerdo con su propósito. Ahora se arrepintió. Por un momento consideró encender el horno, pero, en cambio, fue hasta el dormitorio y buscó la colcha.

La leche había comenzado a enfriarse. Bebió un trago largo antes de dejar la taza y comenzar a leer nuevamente.

Al principio, el mundo musulmán estaba encantado con el hallazgo de aquel excéntrico. Su trabajo fue tomado seriamente. Musulmanes de todo el mundo abrazaron la idea de la prueba matemática de la existencia de Alá. Hasta el conocido escéptico Martin Gardner, en uno de sus artículos en
Scientific American,
alabó el hallazgo matemático de Khalifa como asombroso e interesante.

A partir de allí, comenzó a irle peor al egipcio americano Rashad Khalifa.

Se incluyó en el Corán.

No fue suficiente que se creyese un profeta al mismo nivel que el Profeta; fundó una nueva religión. Conforme a los sumisos, todas las otras religiones, incluido el corrupto islam, debían, simplemente, perecer, ahora que el profeta anunciado tanto en el Corán como en la Biblia había llegado, y el islam podía resucitar de manera pura y auténtica.

Se Je cerraban los ojos. Inger Johanne dejó los papeles.

Quizá podía dormir en el sofá.

No quería pensar más en Rashad Khalifa.

«No es extraño que de todas maneras encuentre seguidores», pensó intentando acomodarse al pensamiento. Muchos musulmanes modernos daban la bienvenida a su ataque al sacerdocio musulmán. Por otro lado, el misticismo de los números sería siempre tentador para todos aquellos con disposición al fanatismo; extremistas de todas las formas y modos. Las teorías de Khalifa se mantendrían, a pesar de que el hombre fue asesinado en 1990. El asesino fue un musulmán fanático que siguió una fatua, declarada en la misma reunión en que se lanzara una en contra de Salman Rushdie.

—¡Por Dios! —murmuró
tratando
de cerrar los ojos—. ¡Las religiones!

Detrás de sus párpados bailaban números 19.

Eran las dos y diez de la madrugada.

El día siguiente sería terrible si no lograba dormirse pronto. Se irguió con brusquedad, y con la colcha bajo el brazo fue hasta el baño y buscó una pastilla para dormir. Normalmente le bastaba con pensar que existían. Ahora se tomó una y medía; se las tragó con agua corriente del grifo.

Quince minutos más tarde dormía pesadamente en su cama, sin soñar en nada.

Lukas Lysgaard esperó a que todos estuvieran durmiendo. Una vez más dejó un mensaje para Astrid, en el que le decía que estaba preocupado por su padre y que quería verificar que todo estuviese en orden, pero que regresaría más tarde durante la noche. Había dejado el coche en la calle de forma que el motor de la puerta del garaje no despertase a nadie.

El paseo le sentó bien. Mientras que su madre había sido siempre una amante de la luz, Lukas era un hombre que disfrutaba con las noches. De niño, siempre se había sentido seguro en la oscuridad. La noche era su amiga y lo había sido siempre desde que era pequeño y vivía en la casa grande en Nubbebakken. Desde que tenía seis o siete años, a menudo se despertaba y se fascinaba con las sombras que bailaban sobre la pared del dormitorio. El roble grande que arañaba el vidrio de la ventana quedaba iluminado desde atrás por la luz solitaria y amarilla de un farol de la calle y trazaba las figuras más bellas sobre su cama. Así, cuando no lograba dormir, se escabullía de puntillas del dormitorio y subía la empinada escalera del altillo. En la penumbra, entre baúles de viaje y muebles viejos, ropas apolilladas y juguetes que eran tan antiguos que nadie sabía bien a quién habían pertenecido originariamente, podía sentarse durante horas y perderse en ensoñaciones.

Lukas Lysgaard condujo desde Os hacia un Bergen transido de sueño a través de la húmeda oscuridad invernal. Había tomado una decisión.

Cuando recordaba su propia infancia, pensaba que tenía poco de qué quejarse.

Era un hijo amado y lo sabía. La fe religiosa de sus padres le había hecho bien cuando era pequeño. Adoptó el Dios que ellos tenían, tan fácilmente como todos los niños hacen suyos los ideales de sus padres hasta que crecen y pueden rebelarse. Su insurrección había sido silenciosa. Al principio vio al Señor como una figura paternal sólida, misericordiosa, vigilante y omnipresente, pero a los doce años comenzó a dudar.

Y en la casa de Nubbebakken no había lugar para la duda.

La fe religiosa de su madre había sido absoluta. Su dulzura frente a otras personas independientemente de su credo o sus convicciones, así como su generosidad y su especial indulgencia hacia los pecadores débiles, se cimentaban en su certidumbre del Salvador como Hijo de Dios. Cuando Lukas entró en su adolescencia, descubrió que, en realidad, su madre no era creyente. Ella sabía. Eva Karin Lysgaard estaba segura, y él nunca se animó a confrontarla con su propia incertidumbre. Dios dejó de escuchar sus plegarias. La cristiandad se le hizo cada vez más cerrada y él comenzó a buscar en otros lados la respuesta a los misterios de la vida.

Después del servicio militar, comenzó a estudiar Física y abandonó la religión. Todavía sin decir nada. Se había casado por la Iglesia, por supuesto. Todos los niños estaban bautizados. Ahora se alegraba de eso; su madre había estado tan contenía cada vez que sostenía a un nieto frente a la congregación después de haberle dado ella misma los sacramentos del bautismo.

Cuando se acercaba a la casa de su padre, pensó que algo en su hogar había sido siempre distinto.

Cuando era un chiquillo no lo había notado. Tras la muerte de su madre trató de recordar cuándo había aparecido esta sensación velada de que su madre escondía algo. Quizás había llegado gradualmente, en paralelo con su propia fe declinante. Pese a que ella había sido una madre atenta, siempre en lo psíquico y a menudo en lo físico, a medida que él crecía le quedó cada vez más claro que la compartía con alguien. Era como una sombra sobre la casa. Algo que faltaba.

El tenía una hermana. No podía ser otra cosa.

Era difícil comprender por qué o de qué manera, pero de algún modo debía de tener algo que ver con la redención de su madre a los dieciséis años. Quizá se había quedado embarazada. Tal vez Jesús le había hablado cuando quiso abortar. Eso podía aclarar esa área en donde era intransigente y en ocasiones casi fanática: no le estaba dado a las personas poner fin a una vida creada por Dios.

Calculó que su madre tenía dieciséis años en 1962.

No debía de ser fácil estar embarazada siendo soltera en 1962, especialmente para una jovencita.

La mujer del retrato se le parecía mucho; él lo recordaba, pese a que las pocas veces que prestó atención especial a la foto había sentido rechazo, casi aversión, contra aquella mujer sin nombre de dientes bellos y un poquito torcidos.

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