—¡Sí que lo eres! —Sus ojos soltaban destellos—. ¡Eres estupendo!
—Además, está Mrs. Winroy —le dije—. Me parece que sospecha algo. Si se enterase de que habría algo entre nosotros, probablemente te despediría en el acto.
—Oh —dijo, temblándole un poco la voz—. Yo no… ¿Ha dicho algo? ¡Yo no debo perder mi trabajo, Carl! Si yo…
—Entonces has de ser precavida —dije—. Por eso me vengo comportando contigo de esta forma, Ruthie. Ésa es la única razón. Tú me gustas mucho.
Permaneció ruborosa y temblando, con la mano oblicua asida a la riostra de su muleta.
—Ésa es la pura verdad, Ruth. No lo olvides. Me gustas mucho. Si no lo demuestro, es porque no puedo.
Asintió con la cabeza, como si fuera un perro y yo su dueño.
—Y ahora hazme un pequeño favor —dije—. Si tú quieres. Me siento un poco débil, pero no quiero volver a casa y que todos se estén preocupando por mí. Así que…
—¿De verdad, Carl? ¿No crees que deberías quedarte en cama un día más?
—Estoy bien —dije—, pero no me siento con ganas de ir a clase esta tarde. Si le cuentas a Kendall, o a cualquiera que te pregunte, dile que me quedo a comer en la cafetería…, ya sabes, no les reveles que no todo marcha bien…
—Son cosas que pasan, Carl. Ya te irás acostumbrando.
—Claro que me acostumbraré —dije—. Pero por hoy ya he tenido bastante. Creo que andaré paseando por la población durante un par de horas, serenándome un poco hasta que entre a trabajar.
Ella dudó, frunciendo el ceño con muestras de inquietud.
—Carl…, ¿no estarás desanimado? ¿No pretenderás abandonar los estudios y…?
—Ni lo pienses —le dije—. Peardale no podrá librarse de mí, ni yo librarme de él. Pero no tengo ganas de ir esta tarde.
Ella continuó su camino calle arriba y yo tomé la dirección contraria hacia un bar tranquilo que había localizado con Kendall el día antes. Me acomodé en un reservado del fondo y no salí de allí hasta las tres.
No me hubiera importado gran cosa que el sheriff o cualquier otra persona me hubiera encontrado allí; les habría resultado muy difícil sacar alguna conclusión del hecho de que yo me tomara las cosas con tanta indolencia el primer día que abandonaba la cama. Pero, que yo sepa, nadie me vio allí. Nada de extraño tenía que no me vieran, si a eso vamos. Por tanto, seguí sentado, sintiéndome más relajado y tranquilo a medida que pasaba el tiempo, sumido en mis pensamientos, fumando y bebiendo.
Cuando salí del bar, me sentía estupendamente.
Es decir, sentía estupendamente lo que quedaba de mí.
Concluí mi turno de trabajo en la fábrica. Al día siguiente, sábado, hice un turno completo de ocho horas, y también llegué al final de ellas estupendamente. Así que lo superé muy bien. Pero me sobró muy poco. Porque, como he dicho, era muy poco lo que quedaba de mí.
Me preguntaba qué ocurriría si tuviera que enfrentarme a algún trabajo penoso, verdaderamente penoso de realizar. Algo que yo no fuera capaz de hacer por mis propios medios, como lo que de vez en cuando surgía en mi trabajo.
Y entonces llegó el domingo, y empecé a descubrirlo.
El sheriff Summers eructó y se retrepó en su asiento.
—Magnífica comida, Bessie —dijo—. No sé cuánto tiempo hace que…
uag
, no había comido tanto.
—En el desayuno —dijo Mrs. Summers, mirándole con la frente arrugada—. ¿Más café, Carl? Creo, por el sonido de las cosas, que Su Alteza tendrá que recurrir al bicarbonato.
—Vamos, Bessie. ¿Por qué…?
—No, señor. Ni una gota más. ¡Y deja de picar merengue de ese pastel!
El sheriff sonrió tímidamente y me hizo un guiño.
—¿No le parece terrorífica, hijo? Apuesto a que no ha visto usted en su vida una mujer tan mandona como ésta.
—Yo no diría eso —contesté, riendo.
—Desde luego que no. Sólo Su Alteza es capaz de hablar así.
—Si lo hace es por cortesía. —El sheriff volvió a hacerme un guiño.
—Cosa que a ti te falta, ¿verdad? Cállate. Carl y yo no nos hablamos contigo, ¿verdad, Carl?
—No, señora —contesté, sonriendo.
Y los dos se echaron a reír y me dirigieron una sonrisa.
Hizo un día agradable, de cualquier forma que lo mirase. Algo frío pero soleado, con la brisa justa para que tremolaran las hojas verde-oscuras de los árboles. Y tuvo un buen comienzo. Kendall me había dejado preparadas el día antes gran parte de las cochuras del domingo en lugar fresco, e insistió en que hoy lo dejara todo y me marchase. Había insistido realmente en ello, pero no de la forma en que lo hace la gente cuando quiere quedar bien.
Yo estaba empezando a sentirme con el sheriff y su esposa casi tan en mi propia casa como me había sentido con aquel viejo matrimonio de Arizona.
El sheriff dijo que estaba pensando en echarse una siestecita y Mrs. Summers le recomendó que lo hiciera. Subió donde tenían el dormitorio, en la parte delantera de la casa. Ella y yo continuamos un buen rato sentados a la mesa, tomando café y charlando. Luego me llevó afuera para enseñarme el patio.
Su casa era una de esas viejas cabañas laberínticas que no parecían pasar nunca de moda a pesar de sus años. El patio tenía casi media manzana de ancho y una de profundidad, y ella trataba de embellecerlo con macizos de flores y piedras multicolores en la parte de atrás.
Le expliqué cómo había arreglado mi casita de Arizona. Me dijo que se lo imaginaba, y sus palabras me sonaron maravillosamente. Eso nos llevó a hablar de su jardín, en el cual vi un montón de posibilidades. Le hice algunas sugerencias, cosa que la entusiasmó enormemente.
—¡Eso es maravilloso, Carl! ¿Querrá venir por aquí de vez en cuando a ayudarme algún fin de semana? Pagándole, claro.
—No, señora —le dije—. Si me paga no vendré.
—Oh. Pero realmente…
—Yo disfruto haciéndolo. Me gusta que las cosas estén bonitas. En casa de los Winroy ya empecé a hacer algún trabajito. Ya sabe, allí hay algunas cosillas que necesitan…
—Ya lo sé. ¡Sí, es cierto!
—Pero no me parecía que lo apreciaran, ni les importara si interrumpía los trabajos. Así que reparé la cancela exterior y dejé correr las otras cosas.
—¡Menuda gente! Apuesto a que no le dieron ni las gracias, ¿verdad?
Sacudí la cabeza y dije:
—Si a eso vamos, creo que quería hacer el trabajo más por mí mismo que por ellos. La cancela estaba muy mal, pero las escaleras de la puerta también me tienen preocupado. Alguien podría romperse en ellas la crisma.
Eso era cierto. Se encontraban en condiciones pésimas, y alguien
podría
encontrar allí la muerte sin remedio. Pero me sentí arrepentido por haberlo mencionado. Mi problema era que me costaba trabajo dejar de decir algo —decir o hacer algo— que luego podía volverse en mi contra.
—Y hablando de trabajo —dije—, ya es hora de que me ponga a trabajar afanosamente con los platos de la comida.
Mientras charlábamos, estuvimos sentados en los escalones. Me puse en pie y le tendí la mano para ayudarla a levantarse. Ella la aceptó y me condujo escaleras abajo.
—Carl…
—Sí, señora —dije.
—Me…, me gustaría que supiera cuánto… —Se puso a reír de manera un tanto excéntrica, como si se estuviese reprendiendo a sí misma—. ¡Oh, escuche una cosa! Me parece que me he vuelto como Bill, he perdido completamente el hábito de la cortesía. Pero…, ¿sabe usted a lo que me refiero, Carl?
—Espero que sí —dije—. Lo que quiero decir es que disfruto tanto estando con usted y el sheriff, que espero que ustedes…
—Es cierto, Carl. No hemos tenido hijos, nadie en quien pensar sino en nosotros mismos. Tal vez eso haya sido…, bueno, eso no importa ya. A lo hecho, pecho. Y he pensado… Desde el domingo pasado creo que no he parado de acordarme de usted, y he llegado a pensar que si las cosas hubieran sido diferentes, si hubiéramos tenido un hijo, sería ahora aproximadamente de su misma edad. Sería como…, si era como lo he imaginado siempre, sería como usted. Sería un muchacho educado y servicial, y no pensaría que yo era la mujer más aburrida del mundo y…
No se me ocurrían palabras que decir. No me fiaba de mi propia voz. ¡Yo, su hijo! ¡
Yo
…! ¿Y por qué no había sido de aquella forma, y no de ésta?
Ella estaba hablando de nuevo. Estaba diciendo que «no se habría enfadado tanto por la manera en que Bill se comportó el domingo pasado».
—A mí no me pareció mal —dije—. Su trabajo le obliga a comportarse de ese modo.
—¡Tonterías! —saltó—. No estuvo nada bien. Jamás me he enfadado tanto en mi vida. ¡Carl, me enfadé mucho con él! Le dije: «Bill Summers, si vas a inclinarte del lado de esos Fields, alguien que es obviamente malicioso y mezquino, en vez de guiarte por lo que ven tus ojos y escuchan tus oídos, yo…»
—¿Los Fields? —Me volví a mirarla—. ¿Qué Fields? Los únicos Fields que yo conozco están muertos.
—Estoy hablando de su hijo, de la familia de éste. De los parientes con quienes ella vivió cuando volvió a Iowa. ¿Sabe?, Bill les puso un telegrama, al mismo tiempo que telegrafió a…
—No —le dije—. No lo sabía. Y será mejor que no me hable usted de ello, Mrs. Summers. Si el sheriff no me lo contó, no creo que deba usted hacerlo.
Se quedó dudando. Luego dijo a media voz:
—¿Lo dice en serio, Carl?
—Sí —contesté.
—Me alegra oír eso. Estaba segura de que lo diría. Pero él sabe que yo pensaba hacerlo y no puso ningún reparo. ¡Todo ello, en primer lugar, resultaba enteramente ridículo! Aun en el caso de que él no viera en un principio la clase de joven que es usted, también recibió aquellos telegramas favorables remitidos por el juez, el jefe de Policía y…
—No lo comprendo —dije—. No entiendo por qué este hijo iba a decir nada contra mí, habiéndome portado tan bien como me porté con sus padres. Precisamente, Mrs. Fields me estuvo escribiendo hasta que falleció, y…
—Me temo que ahí radica el problema. Por celos. Ya sabe lo que son los deudos cuando se trata de gente mayor. Hagas lo que hagas, pensarán siempre que has estado abusando de ellos, que los has engatusado, estafado u otra cosa peor.
—Pero no puedo comprender cómo…
—¡Sinceramente, Carl! Aun sin conocerle a usted, yo sabía que aquello era absurdo. Enviaron un telegrama de quinientas palabras, plagado de las peores cosas que… Naturalmente, Bill no se tragó todo lo que ponía allí, pero no creyó que debiera descartarlo por completo. Así… Oh, supongo que no debí mencionarlo siquiera. Pero resulta tan injusto, Carl, me enfadó tanto aquello…
—Quizá fuera mejor que me lo contase —dije—. Si es que no le importa.
Me lo contó todo. Yo la fui escuchando, dolido al principio y luego sintiendo asco. Cada vez sentía más asco.
Ellos —este sujeto, Fields— dijeron que yo había estado robando a su madre y a su padre, sin que se dieran cuenta, durante todo el tiempo que trabajé para ellos, y que luego le compré a su madre la gasolinera por la mitad de lo que valía. Dijo que me fui a vivir con ellos, me hice el amo de todo y los asusté tanto que ni siquiera se atrevían a quejarse. Me acusaba —o lo daba a entender— de que yo había matado realmente a Mr. Fields; de que le había obligado a hacer los trabajos más duros hasta que le falló el corazón. Decía que yo tenía pensado hacer lo mismo con la anciana, pero que ella aceptó lo que quise ofrecerle y la dejé marchar «con la salud completamente rota». Decía…
De todo. Todas las cosas más abyectas que se le podían ocurrir a un mal bicho de pacotilla.
Por descontado que todo era un embuste, hasta la última palabra. Trabajé para aquellas personas por un puñado de cacahuetes, y antes hubiera sido capaz de robarme a mí mismo que a ellos dos. Cuando Mrs. Fields lo puso a la venta, le pagué el doble de lo que le ofrecieron los demás. Incluso realizaba gran parte de las faenas de la casa para que ella no trabajara. Incluso hice que Mr. Fields guardara cama, le atendí y realicé además otros trabajos. Antes de fallecer estuvo un año casi todo el tiempo postrado en cama y ella apenas tuvo que mover una mano…
¡Y aquel individuo diciendo semejantes cosas de mí!
Aquellas acusaciones me ponían enfermo. Precisamente sobre las dos personas de las que más he cuidado en el mundo… Y éste era el pago que recibía.
Mrs. Summers me tocó el brazo.
—No se atormente más, Carl. Sé que no pudo portarse mejor de lo que se portó con aquellas dos personas, y que lo que
él
diga no cambia los hechos.
—Lo sé —respondí—. Yo… —le confesé lo mucho que yo había pensado en los Fields y cómo había tratado de demostrarlo. Ella seguía sentada asintiendo, llena de comprensión, murmurando ocasionalmente «por supuesto», «qué duda cabe que lo hizo» y frases por el estilo.
Y al cabo de un instante me pareció que no estaba hablando con ella, sino conmigo mismo, que estaba sosteniendo una disputa interior. Porque yo sabía lo que había hecho, pero no estaba seguro de por qué lo hice. Pensé que lo había hecho yo, pero ahora no lo sabía.
Por supuesto que él estaba mintiendo. De la forma que contaba las cosas, eran inciertas. Pero una mentira y una verdad no están demasiado lejos entre sí; basta comenzar con una para llegar a la otra, y ambas encuentran un camino de coincidencia.
Ustedes pueden decir que fui yo quien buscó a los Fields. Ellos no necesitaban realmente ninguna ayuda, y si hubieran sido más jóvenes y menos benévolos probablemente no me hubieran dado trabajo. Ustedes pueden decir que les obligué a trabajar duramente. Dos personas podían arreglárselas bien con los escasos beneficios de su gasolinera, pero tres no. Y que a pesar de ahorrarles todo el trabajo que pude, en cambio tuvieron que trabajar más duramente de lo que habían trabajado antes de que yo llegara. Ustedes podrían decir que me acerqué a ellos sólo para robarles. Ustedes podrían decir que estafé a Mrs. Fields en el precio. Porque todo lo que yo poseía procedía de ellos, y que aquel sitio tenía para mí mucho más valor que para cualquier extraño. Ustedes podrían decir…
Podrían decir que lo planeé todo de la forma en que se produjo; tal vez sin saber que lo estaba planeando.
Yo no podía estar seguro de que no lo hubiera planeado. De lo único que estaba seguro era de que luchaba por subsistir, y de que había encontrado el lugar perfecto —el único lugar— para instalarme. Me veía obligado a adquirir lo que tenían ellos. O ellos o yo, por decirlo de alguna forma.