Eph y Nora tuvieron un romance fugaz después de que él se separara definitivamente de Kelly y ella iniciara los trámites del divorcio. Fue un asunto de una sola noche, seguido de una mañana embarazosa e incómoda que se prolongó durante algunos meses… hasta el segundo flirteo de unas pocas semanas atrás, más apasionado que el primero y lleno de intenciones para superar los obstáculos que los habían abrumado la primera vez, pero que no obstante los había conducido a hacer otra pausa prolongada e incómoda.
En cierto modo, él y Nora trabajaban muy de cerca: si hubieran tenido trabajos remotamente normales o convencionales, el resultado habría sido diferente; todo habría sido más fácil y casual, pero aquello era un «amor en la trinchera», y como cada uno de ellos se entregaba tanto al proyecto Canary, les quedaba muy poco para darse mutuamente, o al resto del mundo. Era una alianza tan demandante que nadie les preguntaba «¿cómo te fue hoy?» durante los tiempos de receso, porque éstos eran simplemente inexistentes.
Un ejemplo de esto se dio en ese instante: quedaron prácticamente desnudos el uno frente al otro de la forma menos sensual posible, pues ponerse un traje biológico es la antítesis de la sensualidad. Es lo contrario a la atracción: es un adentrarse en la profilaxis… en la esterilidad.
La primera capa consistía en un traje Nomex blanco y de una sola pieza, marcado por detrás con las iniciales del CDC. El cierre iba desde las rodillas hasta el mentón; el cuello y los puños se cerraban con velcro, y las botas negras les llegaban a la altura de las pantorrillas.
La segunda capa era un traje blanco y desechable elaborado con Tyvek, un material semejante al papel. Las medias elásticas iban sobre las botas, y los guantes Silver Shield para protegerse de sustancias químicas iban encima de una capa de nailon, sujetados en las muñecas y los tobillos. Luego estaban los equipos para respirar: un arnés SCBA, un tanque de titanio liviano, una máscara de oxígeno del tamaño de la cara, y un sistema de seguridad de alerta personal (PASS) con una alarma de bombero.
Vacilaron antes de ponerse las máscaras. Nora esbozó una sonrisa a medias y le tocó la mejilla a Eph con la mano. Le dio un beso y le preguntó:
—¿Estás bien?
—Ajá.
—No pareces… ¿Cómo estaba Zack?
—Malhumorado y molesto: no era para menos.
—No tienes la culpa…
—¿Y qué? Lo cierto es que el fin de semana con mi hijo se ha ido al diablo y nunca podré recuperarlo. —Se acomodó la máscara—. ¿Sabes qué? Hubo un tiempo en mi vida donde todo se reducía a mi familia o a mi trabajo. Creí escoger mi familia. Pero aparentemente no bastó con eso.
Hay momentos como éstos, que se dan sin previo aviso, generalmente en tiempos de crisis, cuando miras a alguien y comprendes que te dolerá estar sin esa persona. Eph vio lo injusto que había sido con Nora al aferrarse a Kelly —ni siquiera a ella, sino al pasado, a su matrimonio difunto, a lo que había sido alguna vez—, y todo por el bien de Zack. Nora quería al chico, y era obvio que él también la quería.
Sin embargo, no era el momento para profundizar en eso. Eph sacó su respirador y revisó el tanque. La capa exterior consistía en un traje «espacial» hermético de color amarillo canario, un casco sellado con una ventana de visualización de doscientos diez grados, y un par de guantes incorporados. Éste era el traje de contención de nivel A, el «traje de contacto» de doce capas, que, una vez selladas, aislaban por completo la atmósfera exterior.
Nora revisó que el traje de Eph estuviera debidamente cerrado, y él hizo lo mismo con el de ella. Los investigadores que trabajan con materiales peligrosos operan con un compañerismo semejante al de los buzos. Sus trajes se inflaron un poco debido al aire en circulación. Aislar los agentes patógenos implicaba acumular sudor y calor corporal, y la temperatura dentro de sus trajes podía ser treinta grados mayor que la temperatura ambiental.
—Lo siento bien apretado —dijo Eph a través del micrófono que había en el interior de su máscara.
Nora asintió, detectando su mirada a través de su máscara. Se miraron como si ella fuera a decirle algo. Pareció cambiar de opinión y le preguntó:
—¿Estás listo?
Eph asintió.
—Empecemos con esto.
J
im encendió su consola de comando en la pista de rodaje y conectó las cámaras que ambos tenían en sus respectivos monitores. Encendió las pequeñas linternas que llevaban en las solapas de los hombros; pero la destreza de sus movimientos se vio limitada por el grosor de las múltiples capas de los guantes.
Los agentes de la TSA se acercaron y les dijeron algo, pero Eph fingió estar sordo; sacudió la cabeza y se tocó el casco.
Se aproximaron al avión, y Jim les mostró a Eph y a Nora un plano que contenía una vista vertical de los asientos, con los números correspondientes a los pasajeros y los tripulantes listados en el respaldo. Señaló el punto rojo en el 18A.
—Es el asiento del agente federal aéreo —dijo Jim por el micrófono—. Su apellido es Charpentier: fila de salida, asiento de la ventana.
—Entendido —dijo Eph.
Jim señaló otro punto rojo.
—La TSA mencionó a otro pasajero importante. Un diplomático alemán que iba en el vuelo: Rolph Hubermann. Clase ejecutiva, segunda fila, asiento F. Venía para hablar sobre la situación de Corea en el Consejo de la ONU. Es probable que llevara una de esas valijas diplomáticas que no son examinadas en la aduana. Quizá no se trate de nada, pero en estos momentos un contingente de alemanes viene en camino desde la ONU para reclamarla.
—Está bien.
Jim se fue a mirar los monitores. El interior del perímetro tenía más claridad que el día, y ellos se movían casi sin proyectar sombras. Eph subió por la escalera del camión de bomberos, y caminó sobre el ala hasta llegar a la puerta.
Fue el primero en entrar. La quietud era palpable. Nora entró después, y permanecieron de espaldas uno contra el otro a la entrada de la cabina central.
Los cadáveres estaban sentados frente a ellos en una hilera tras otra. Los rayos de luz proyectados por las linternas de Eph y Nora enfocaron sus ojos abiertos y sin brillo.
No tenían sangre en la nariz, los ojos desorbitados, la piel hinchada ni manchas negras; tampoco espumarajos ni restos de sangre alrededor de la boca. Todos permanecían sentados sin mostrar señales de pánico ni de resistencia. Sus brazos colgaban de los asientos o descansaban sobre sus regazos. No había señales de trauma evidentes.
Aquí y allá los teléfonos móviles —en regazos, bolsillos y bolsos de mano— emitían timbres de mensajes o sonaban con tonos vivaces. No se escuchaba ningún otro sonido.
Vieron al agente aéreo en el asiento de la ventana, muy cerca de la puerta. Era un hombre de unos cuarenta años, cabello negro y despoblado, vestido con una camiseta de béisbol de botones y ribetes azules y naranjas distintivos de los Mets, con Mr. Met, la mascota del equipo, y vaqueros azules. Su mentón descansaba sobre el pecho, como si estuviera echando una siesta con los ojos abiertos.
Eph se inclinó sobre una rodilla; el amplio pasillo de salida le daba espacio para moverse. Le tocó la frente, le echó la cabeza hacia atrás, y ésta se movió libremente sobre el cuello. Nora, que estaba a su lado, le alumbró los ojos con su linterna, pero las pupilas de Charpentier no reaccionaron. Eph le abrió la mandíbula y alumbró el interior de su boca, la lengua y la parte superior de la garganta, que tenía una tonalidad rosada, sin señales de sustancias tóxicas.
Eph necesitaba más luz. Se estiró para abrir la persiana de la ventana, y las fuertes luces retumbaron en el interior como un grito blanco e incandescente.
No había vómito ocasionado por inhalación de gases. Las víctimas envenenadas con monóxido de carbono, presentan decoloración y ampollas en la piel, lo cual les confiere un aspecto deslucido y macilento, como el del cuero secándose al sol. Su postura no denotaba incomodidad ni señal de resistencia agónica. A su lado estaba una mujer madura que vestía la típica ropa de hotel de vacaciones y lentes de lectura sobre la nariz, frente a sus ojos apagados. Estaban sentados como lo estarían los pasajeros normales, con los asientos completamente verticales, esperando a que se apagara la señal de
ABRÓNCHESE LOS CINTURONES
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Los pasajeros que estaban frente a la salida delantera tenían sus objetos personales en compartimentos empotrados en la pared de la cabina. Eph sacó una bolsa de Virgin Atlantic del bolsillo frente al asiento de Charpentier y abrió el cierre hasta arriba. Sacó una camiseta gruesa de Notre Dame, un puñado de libros de crucigramas desencuadernados, un audiolibro de terror y una bolsa de nailon pesada y con forma de riñón. Abrió el cierre y vio la pistola negra y forrada en caucho que había adentro.
—¿Ven esto? —preguntó Eph.
—Lo vemos —dijo Jim por la radio. Jim, los agentes de la TSA y todos aquellos cuyo rango les permitía estar cerca de los monitores veían todo lo que sucedía gracias a la cámara instalada en el hombro de Eph.
—Cualquier cosa que haya sido, lo cierto es que los tomó a todos por sorpresa, incluyendo al agente federal —añadió Eph.
Cerró la bolsa, la dejó en el suelo y avanzó por el pasillo. Se estiró sobre los cadáveres, levantando la persiana cada dos o tres filas, y la fuerte luz proyectó extrañas sombras, mostrando sus rostros en altorrelieve, como viajeros que hubieran perecido tras acercarse demasiado al Sol.
Los teléfonos seguían repicando y la disonancia se hizo cada vez más estridente, como si decenas de relojes despertadores sonaran simultáneamente. Eph procuró no pensar en la angustia de quienes los estaban llamando.
Nora se acercó a un cadáver.
—No tiene ninguna señal de trauma —señaló.
—Lo sé —replicó Eph—. Es jodidamente aterrador. —Observó la galería de muertos y pensó. Entonces dijo—: Jim, alerta a la OMS en Europa. Informa de esto al ministro de Sanidad alemán, y ponte en contacto con los hospitales. Si se trata de algo contagioso, seguramente también habrá brotes allí.
—Lo haré —respondió Jim.
En la cocina situada entre la primera clase y la ejecutiva, cuatro auxiliares de vuelo —tres mujeres y un hombre— estaban sentados en sus asientos con los cinturones abrochados y con el cuerpo hacia delante, presionando las correas de los cinturones de seguridad. Eph pasó frente a ellos y tuvo la sensación de flotar sobre un naufragio.
Escuchó la voz de Nora:
—Eph, estoy en la parte trasera. No hay novedades. Vuelvo en un momento.
—De acuerdo —dijo Eph mientras regresaba a la cabina iluminada gracias a la luz que entraba por las ventanillas, abriendo las cortinas del separador de los amplios asientos de la clase ejecutiva. Localizó a Hubermann, el diplomático alemán, sentado al lado del pasillo. Tenía sus manos rollizas cruzadas sobre el regazo, la cabeza desplomada y un mechón canoso sobre los ojos.
La valija diplomática que había mencionado Jim estaba en la maleta debajo de su asiento. Era de vinilo azul y tenía un cierre en la parte superior.
Nora se acercó.
—Eph, no estás autorizado para abrir eso…
Eph abrió el cierre; sacó una barra de Toblerone a medio consumir y un frasco de plástico lleno de pastillas azules.
—¿Qué es eso? —preguntó Nora.
—Creo que es Viagra —dijo Eph, introduciendo el recipiente en la bolsa y ésta en la maleta.
Se detuvo frente a una madre y a una niña que viajaban juntas. La pequeña tenía su mano enlazada en las de su madre. Ambas tenían un aspecto tranquilo.
—No hay señales de pánico; de nada—señaló Eph.
—Es absurdo —comentó Nora.
Los virus requieren de la propagación, y ésta toma tiempo. Los pasajeros que empezaran a contagiarse o aquellos a un paso de desmayarse habrían entrado en pánico y no habrían respetado las señales encendidas de
ABRÓCHENSE LOS CINTURONES
. Si se trataba de un virus, éste era diferente a cualquier patógeno que Eph hubiera observado en los años que llevaba como epidemiólogo en el CDC. Más bien, todos los indicios apuntaban a un veneno letal introducido en el ambiente hermético de la cabina del avión.
—Jim, quiero que hagan otra prueba de gas —dijo Eph.
—Ya tomaron muestras del aire y las midieron en partículas por millón —respondió Jim—. No encontraron nada.
—Lo sé, pero… es como si estas personas hubieran sido atacadas súbitamente, sin la menor advertencia. Tal vez las sustancias tóxicas se esfumaron al abrir la puerta. Quiero que inspeccionen la alfombra y cualquier otra superficie porosa. Examinaremos los tejidos pulmonares cuando estas personas estén en la morgue.
—De acuerdo, Eph. Entendido.
Eph avanzó con rapidez por los espaciosos asientos de cuero de la primera clase y llegó a la cabina de mando. La puerta tenía barrotes, un marco de acero a ambos lados y una cámara en el techo. Estaba cerrada y Eph agarró la manija.
Escuchó la voz de Jim en el interior de su casco:
—Eph, me están diciendo que sólo se abre con una llave. No podrás…
La puerta se abrió frente a él.
Eph permaneció inmóvil en el marco de la puerta. Las luces provenientes de la pista de rodaje brillaron a través del parabrisas oscuro de la cabina, iluminando la cubierta de vuelo. Todos los tableros de los sistemas estaban apagados y oscuros.
—Eph, me están diciendo que debes tener mucho cuidado —le advirtió Jim.
—Diles que gracias por su experto consejo —dijo Eph antes de entrar.
Los tableros de los sistemas alrededor de los interruptores y los reguladores estaban oscuros. Un hombre en traje de piloto estaba sentado al lado derecho. Dos más, el capitán y el primer oficial, estaban sentados en los asientos gemelos frente a los controles. El primer oficial tenía las manos entrelazadas sobre su regazo, la cabeza caída sobre el hombro izquierdo y la gorra puesta. El capitán tenía la mano izquierda sobre una palanca, mientras el brazo derecho le colgaba del asiento, rozando la alfombra con sus nudillos. Tenía la cabeza echada hacia delante, y su gorra en el regazo.
Eph se inclinó sobre la consola de control entre los dos asientos para levantarle la cabeza al capitán. Le examinó los ojos con su linterna; tenía las pupilas fijas y dilatadas. Luego le asentó la cabeza sobre el pecho con suavidad.
Eph se estremeció al sentir algo; era una presencia.