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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia-Ficción, Terror

Nuestra Señora de las Tinieblas (12 page)

BOOK: Nuestra Señora de las Tinieblas
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Mientras dejaba detrás el bajo edificio y bajaba la falda de la colina y pasaba ante las pistas de tenis y alcanzaba por fin la calleja sin salida que era el límite de Corona Heights, sus nervios empezaron a tranquilizarse un poco y sus frenéticos pensamientos también, aunque se llevó un susto terrible cuando oyó en alguna parte un brusco chirriar de ruedas sobre el asfalto y pensó por un momento que el coche aparcado al otro lado de la calle se había puesto en marcha para abalanzarse contra él, guiado por sus dos reposacabezas en forma de tumbas.

Al acercarse a Beaver Street por un estrecho callejón entre dos edificios, tuvo otra rápida visión de un terremoto local tras él y de Corona Heights convulsionada pero intacta, alzando luego sus grandes hombros marrones y su cabeza rocosa, sacudiendo de su espalda el Josephine Randall Junior Museum, preparándose para irrumpir en la ciudad.

Mientras bajaba por Beaver Street, empezó a encontrar por fin a gente; no mucha, pero unas pocas personas al menos. Recordó, como si fuera algo procedente de otra vida, su intención de visitar a Byers (incluso lo había telefoneado), y decidió si debía seguir adelante con la idea o no. Nunca había estado aquí antes, sus reuniones anteriores con el hombre habían sido en la casa de un amigo mutuo en el Haight. Cal dijo que había oído que el lugar daba miedo, pero no lo parecía desde fuera con su pintura verde oliva y su marco dorado.

Se decidió cuando una ambulancia en Castro, que acababa de cruzar, hizo aullar su sirena al acercarse a Beaver, y el sonido se hizo insoportablemente fuerte mientras el vehículo atravesaba la calle, lo que prácticamente catapultó a Franz hacia los escalones de la entrada y la hizo llamar a la aldaba de bronce que tenía la forma de un tritón.

Advirtió que la idea de ir a otro sitio que no fuera su casa le atraía. Su casa era un lugar tan peligroso como Corona Heights, quizás incluso más.

Después de una pausa enloquecedoramente larga, el pomo de bronce pulido giró, la puerta empezó a abrirse, y una voz tan grandilocuente como la de Vincent Price en sus mejores momentos dijo:

—Eso sí que es llamar con ganas. Vaya, si es Franz Westen. Pasa, pasa. Pero pareces aturdido, mi querido Franz, como si te hubiera traído esa ambulancia. ¿Qué han hecho ahora las calles perversas e impredecibles?

En cuanto Franz estuvo razonablemente seguro de que el rostro barbudo y algo teatral era el de Byers, entró en la casa.

—Cierra la puerta. Estoy aturdido —dijo mientras observaba la entrada ricamente amueblada y la gran habitación a la que daba, así como la escalera alfombrada que conducía a un rellano iluminado suavemente por una vidriera, y el oscuro pasillo más allá de la escalera.

—Todo a su tiempo —dijo Byers a sus espaldas—. Ya está cerrado, e incluso he echado el cerrojo, si eso te hace sentir mejor. ¿Te apetece un poco de vino? Parece que tu estado lo requiere. Pero dime de inmediato si debo llamar a un médico, para no tener esa inquietud encima.

Ahora estaban uno frente al otro. Jaime Donaldus Byers tenía aproximadamente la misma edad de Franz, unos cuarenta y tantos, y era de estatura media, con el porte tranquilo y orgulloso de un actor. Llevaba una chaqueta estilo Nehru verde claro bordada en dorado, pantalones similares, sandalias de cuero y una larga bata violeta, abierta pero sujeta por un estrecho cinturón. El pelo rojizo y bien peinado le llegaba hasta los hombros. La barba a lo Vandyke y el fino bigote estaban bien recortados. Su tez pálida, su noble entrecejo y sus grandes ojos líquidos eran isabelinos, y sugerían a Edmund Spenser. Y era claramente consciente de todo eso.

—No, nada de médicos —dijo Franz, cuya atención estaba centrada en otra parte—. Y nada de alcohol esta vez, Donaldus. Pero si pudieras servirme un poco de café solo…

—Mi querido Franz, de inmediato. Pasa conmigo al salón. Todo está allí. Pero ¿qué es lo que te ha impresionado tanto? ¿Qué te persigue?

—Tengo miedo —dijo Franz brevemente, y entonces añadió—: de los paramentales.

—Oh, ¿es así como llaman a la gran amenaza hoy en día? —dijo Byers a la ligera, pero sus ojos se habían entornado bruscamente antes—. Siempre creí que era la Mafia. O la CIA. O algo de tus propias
Profundidades extrañas
, alguna novedad. Y siempre se puede contar con Rusia. Sólo me pongo al día de tarde en tarde. Vivo
firmemente
en el mundo del arte, donde realidad y fantasía son una.

Y se volvió y guió a Franz hacia el salón. Mientras entraba en él, Franz advirtió una mezcla de aromas: café recién hecho, vinos y licores, denso incienso y un perfume más fuerte. Pensó en la historia de Saul sobre la Enfermera Invisible y miró hacia la escalera y el negro pasillo, que ahora estaban a su espalda.

Byers indicó a Franz que eligiera un asiento, mientras se entretenía ante una gran mesa donde había varias botellas y dos humeantes recipientes de plata. Franz recordó el verso de Peter Viereck, «El arte, como el camarero, nunca se emborracha», y los años en que los bares fueron para él lugares donde refugiarse de los terrores y agonías del mundo exterior. Pero esta vez el miedo venía de dentro de él.

17

La habitación estaba amueblada con exquisito gusto, y aunque no era específicamente árabe, contenía mucha más ornamentación que retratos. El papel de la pared era de un tono cremoso, donde finas líneas doradas creaban una pauta de arabescos en forma de laberinto. Franz se sentó en un gran cojín colocado contra una pared, desde donde podía ver fácilmente el pasillo, la galería trasera y las ventanas cuyas cortinas levemente iluminadas transmitían la luz amarillenta e imágenes doradas del exterior. La plata brillaba en dos estanterías negras colocadas tras el cojín, y la mirada de Franz fue retenida contra su voluntad (su miedo) por un conjunto de pequeñas estatuillas de jóvenes enzarzados con gran entusiasmo en diversas actividades sexuales, principalmente perversas, con un estilo entre pompeyano y art déco. Bajo cualquier otra circunstancia les habría concedido más que un escrutinio de pasada. Parecían increíblemente detalladas y diabólicamente caras. Sabía que Byers procedía de una familia adinerada y producía un considerable volumen de exquisita poesía y artículos de prosa cada tres o cuatro años.

Byers depositó ante Franz una fina taza blanca llena hasta la mitad de humeante café y también un cuenco de plata sobre una mesita baja que contenía un cenicero de obsidiana. Luego se acomodó en un sillón, sorbió el vino blanco que se había servido y dijo:

—Cuando telefoneaste dijiste que tenías algunas preguntas que hacerme. Sobre ese diario que atribuyes a Smith y del que me enviaste una fotocopia.

—Eso es —respondió Franz, su mirada todavía escrutando sistemáticamente—. Tengo algunas preguntas para ti. Pero primero déjame contarte lo que acaba de pasarme.

—Por supuesto. Adelante. Estoy ansioso por saberlo.

Franz intentó condensar su narrativa, pero pronto descubrió que no podía hacerlo sin perder significado, y terminó ofreciendo una versión completa y cronológica de los sucesos acaecidos en las últimas treinta horas. Como resultado, y con la ayuda del café, que necesitaba, y de sus cigarrillos, que había olvidado fumar desde hacía casi una hora, empezó poco después a sentir una catarsis considerable. Sus nervios se apaciguaron bastante. No cambió de opinión sobre lo que había sucedido o sobre su importancia vital, pero tener compañía humana que le escuchara con atención creaba emocionalmente una gran diferencia.

Pues Byers prestaba atención, ayudándose sólo con pequeños movimientos de cabeza y entornando los ojos o arrugando los labios y dando voz a breves comentarios o muestras de acuerdo.

Cierto, los comentarios no eran tanto prácticos como estéticos (incluso un poco frívolos), pero eso no molestó a Franz, tan inmerso estaba en su historia. Y Byers, a pesar de su frivolidad, parecía profundamente impresionado y mucho más que amablemente crédulo ante lo que Franz le decía.

Cuando Franz mencionó su ronda burocrática, Byers captó el humor de la situación de inmediato.

—¡La danza de los funcionarios, qué exquisito!

Y cuando se enteró de los logros musicales de Cal, observó:

—Franz, sí que tienes gusto con las chicas. ¡Toca el clavicordio, nada menos! ¿Qué podría ser más perfecto? Mi actual amiga—del—alma—secretaria—compañera—de—juegos—ama—de—llaves— amante—diosa—lunar es china, enormemente erudita, y trabaja los metales preciosos. Hizo esas tallas de plata deliciosamente pícaras, siguiendo el proceso de vaciado en cera de Cellini. Te habría servido el café hoy, pero es uno de sus días personales, cuando nos divertimos por separado. La llamo Fa Lo Suee (la hija de Fu Manchú, uno de nuestros chistes semiprivados), porque da la impresión de poder dominar el mundo si se le antoja hacerlo. La conocerás esta noche si te quedas. Discúlpame, por favor, continúa.

Cuando Franz mencionó las pintadas astrológicas en Corona Heights, Byers silbó suavemente.

—¡Qué apropiado! —dijo, con tanto énfasis que Franz le preguntó por qué—. Por nada —respondió—. Me refiero al enorme alcance de nuestros incansables mutiladores. Lo próximo será una pirámide de latas de cerveza en la cima mística de Shasta. Este vino de aguja es delicioso, tendrías que probarlo, una creación suprema de los viñedos San Martin en el soleado Valle de Santa Clara. Por favor, continúa.

Pero cuando Franz mencionó
Megapolisomancia
por tercera o cuarta vez e incluso citó algún párrafo de la obra, alzó una mano para interrumpirle y se dirigió a una alta estantería, la abrió y sacó de detrás del cristal oscuro un fino libro encuadernado en cuero negro y bellamente grabado con arabescos plateados. Lo tendió a Franz, quien lo abrió.

Era un ejemplar del feo libro de De Castries, idéntico al suyo, excepto por la encuadernación. Franz alzó la cabeza.

—Hasta esta tarde no había imaginado que poseías una copia, mi querido Franz —explicó Byers—. Me mostraste sólo el diario escrito con tinta violeta aquella noche en el Haight, según recordarás, y más tarde me enviaste una fotocopia de las páginas. Nunca mencionaste la compra de otro libro junto a él. Y esa noche estuviste, bueno… bastante confuso.

—En aquellos días estaba borracho todo el tiempo —dijo Franz llanamente.

—Comprendo…, pobre Daisy…. no digas más. El tema es el siguiente:
Megapolisomancia
no es sólo un libro raro, sino también, literariamente, un libro secreto. En sus últimos años, De Castries cambió de opinión sobre él y trató de localizar todos los ejemplares y quemarlos. ¡Y lo hizo! Casi. Se sabe que se portó vengativamente con las personas que se negaron a entregarle sus copias. Era, de hecho, un hombre bastante desagradable, y yo añadiría que maligno, excepto que aborrezco los juicios morales. En cualquier caso, no me pareció en ese momento conveniente decirte que poseía lo que creía era el único ejemplar superviviente.

—¡Gracias a Dios! —dijo Franz—. Esperaba que supieras algo sobre De Castries.

—Sé bastante. Pero primero termina tu historia. Estabas en Corona Heights, en la visita de hoy, y acababas de mirar a través de tus binoculares la Transamérica Piramid, que te hizo citar «nuestras pirámides modernas … ».

—Lo haré —dijo Franz, y acabó la historia rápidamente, pero se trataba de la peor parte; le hizo recordar la visión del hocico marrón triangular y su huida de Corona Heights, y cuando terminó de hablar sudaba y miraba otra vez hacia la calle.

Byers dejó escapar un suspiro, y luego dijo, aliviado:

—¡Y así llegaste hasta mí, perseguido hasta mi propia puerta! —y se volvió en su silla para mirar con algo de duda las ventanas doradas tras él.

—¡Donaldus! —dijo Franz, enfadado—. Te estoy contando lo que pasó, no un cuento que haya inventado para entretenerte. ¡Sé que todo se basa en una figura que he visto varias veces a más de tres kilómetros de distancia y con binoculares, y por eso cualquiera es libre de hablar de ilusiones ópticas y el poder de la sugestión, pero sé algo sobre óptica y psicología, y no se trataba de nada parecido! Investigué bastante el asunto de los platillos volantes, y ni una sola vez oí ni vi nada sobre un solo OVNI que fuera convincente, y he visto luces en aviones que eran ovaladas y brillaban y latían exactamente igual que en la mitad de los avistamientos de platillos volantes. Pero no tengo dudas de lo que he visto ayer y hoy.

Pero mientras lo decía, sin dejar de comprobar intranquilo las ventanas, las puertas y la penumbra, Franz advirtió que en su interior empezaba a dudar de sus recuerdos sobre lo que había visto: quizás la mente humana era incapaz de contener un miedo como este durante más de una hora a menos que fuera reforzado por la repetición, pero no estaba dispuesto a decírselo a Donaldus.

—Por supuesto —terminó de decir con frialdad—, es posible que me haya vuelto loco, temporal o permanentemente, y que esté «viendo cosas», pero hasta que esté seguro de eso no voy a comportarme como un idiota temerario, ni como un imbécil del que hay que reírse.

—Mi querido Franz —dijo Donaldus, que había estado haciendo gestos suplicantes y de protesta mientras tanto—, ni por un momento he dudado de tu seriedad ni he tenido la más leve sospecha de que estés loco. Vaya, me he sentido inclinado a creer en entidades paramentales incluso desde que leí el libro de De Castries, y especialmente después de oír varias historias muy curiosas sobre él, y ahora tu narración ha barrido mis últimas dudas. Pero no he visto ninguna todavía, y si lo hiciera, estoy seguro de que sentiría todo el terror que tú sientes y aún más, pero hasta entonces, y quizás en cualquier caso, y a pesar del horror que evocan en nosotros, esas entidades son
fascinantes
, ¿no te parece? En cuanto a considerar tu narración un cuento, mi querido Franz, que sea una buena historia es para mí la mayor prueba de la verdad que existe. No hago ninguna distinción entre realidad y fantasía, ni entre lo objetivo y lo subjetivo. Toda vida y consciencia son una, incluyendo el dolor más intenso y la propia muerte. No toda la obra tiene que gustarnos, y el final nunca es hermoso. Algunas cosas encajan con armonía y belleza y con sorpresa y emoción (ésas son verdad) y otras no, y ésas son simplemente arte malo. ¿No crees?

Franz no hizo ningún comentario inmediato. Desde luego, no había dado al libro de De Castries el más mínimo crédito por su parte, pero… Asintió pensativo, aunque aquello apenas era una respuesta a la pregunta. Deseó tener allí las agudas mentes de Gun y Saul… y de Cal.

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