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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (75 page)

BOOK: Nueva York
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—Me da igual —contestó Mary riendo, antes de servirse una segunda porción de tarta de manzana y proponer otra a Gretchen.

Luego se sentaron un rato en los sillones de mimbre que había delante de la posada. La brisa había cesado y se habían protegido del sol con sombreros de paja.

—Tengo otra sorpresa para ti —anunció al cabo de un poco Gretchen.

—¿Qué es? —preguntó Mary.

—Sube a la habitación y te lo enseñaré.

Tenían un dormitorio encantador, con dos camas de colchas rosa y una ventana orientada al mar. Las habitaciones estaban pintadas de blanco, pero encima de cada una de las camas había colgado un precioso cuadro con flores y un pequeño retrato de un anciano vestido con una chaqueta azul encima de la chimenea. Un asombroso reloj de péndulo y la bonita alfombra del suelo acababan de aportar un toque de elegancia a la habitación. Por eso Mary dedujo enseguida que, pese a que Gretchen había dicho que iban a compartir a medias el precio de la estancia, su marido debía de ser el que pagaba casi todo.

Gretchen abrió su maleta. Luego sacó dos paquetes envueltos en papel y le entregó uno de ellos a Mary.

—Yo tengo el mío; éste es para ti. ¿No vas a mirarlo?

Al desenvolver el bulto, Mary advirtió que era algo de ropa.

—No sé qué es —dijo, una vez lo hubo sacado.

—Es un traje de baño, Mary —explicó, riendo, Gretchen.

—Pero ¿qué voy a hacer con esto?

—Te lo vas a poner y te vas a bañar en el mar —anunció Gretchen, mientras blandía el suyo con aire triunfal—. Mira, iremos combinadas.

Cada traje de baño se componía de dos piezas: la inferior consistía en unos bombachos que se ataban con cintas a la pantorrilla; encima caía un vestido de manga larga que llegaba hasta las rodillas. Las prendas eran de lana, para que no se enfriara el cuerpo. Gretchen estaba, por lo visto, muy orgullosa de su adquisición. Los bombachos tenían volantes y los vestidos, encaje en los bordes. El de ella era de color azul claro y el de Mary, de un azul más oscuro: parecían hermanas.

Cuando salieron de la posada y tomaron el camino de la playa, Mary aún seguía dubitativa. Ambas llevaban los vestidos playeros, medias y zapatos a fin de protegerse los pies frente a los imprevistos peligros del suelo marino. También iban provistas de toallas y de los sombreros de paja.

Theodore Keller se bajó del transbordador. Iba vestido con una holgada chaqueta de lino y un sombrero de ala ancha y en una mano llevaba una pequeña maleta de cuero. Tras preguntar a alguien, echó a andar muy animado en dirección a la posada. Hacía años que no había estado en Coney Island.

Había decidido efectuar el viaje aquella misma mañana, al despertarse. Se había dejado llevar por un antojo… Hacía un día espléndido y era como si el transbordador lo llamara para que saliera de la ciudad. Aparte estaba, claro, la perspectiva de pasar un buen rato con su hermana. Y también con Mary O’Donnell.

¿Por qué iban los hombres en pos de las mujeres? Theodore suponía que había muchas razones para ello. La lujuria, la tentación, el deseo carnal eran, desde luego, fuertes. Él mismo sentía tanta lujuria como cualquier joven y aunque era bastante sensual, no le hacía ascos a los placeres de la carne, pero su constante búsqueda de las mujeres tenía por motor principal la curiosidad. Éstas le interesaban. Cuando él conocía a mujeres que le gustaban, no hablaba de sí mismo, como hacen ciertos hombres, sino que les hacía preguntas. Quería saber cómo era su vida, qué opiniones y sentimientos tenían. Ellas lo encontraban halagador. No hacía distinciones de clase: tanto le interesaban las damas distinguidas que acudían al estudio como las pobres criadas que encontraba en la calle. Las valoraba como individuos y una vez que alguien suscitaba su curiosidad, no paraba. Quería descubrir todos sus secretos y poseerlos, hasta el último.

Él tenía sus tácticas de seducción, desde luego. Su estudio fotográfico le aportaba, además, excelentes oportunidades. Cuando tenía a una elegante dama posando, ya fuera de pie o sentada, la observaba intensamente un momento con sus ojos azules antes de ajustar la posición de una luz y luego la taladraba de nuevo con la mirada. A continuación le pedía que mirase hacia uno u otro lado y luego emitía un tenue gruñido de aprobación, como si acabara de efectuar un interesante descubrimiento. Eran pocas las mujeres que no quedaban intrigadas y le preguntaban qué había visto.

Su técnica era siempre la misma. Si la mujer en cuestión no destacaba por su belleza, le decía algo del estilo de: «Tenéis un bonito perfil. ¿Lo sabíais?». Si, por otra parte, resultaba evidente que la dama estaba acostumbrada a los halagos físicos, comentaba: «Seguro que a menudo os dicen que sois guapa —como si aquello careciera de importancia—. Pero hay algo más. —Callaba un segundo, como si tratara de analizarlo—. Algo que tiene que ver con la manera como posáis la mirada en los objetos. No pintaréis a la acuarela, ¿verdad? —Casi siempre la respuesta era afirmativa—. Ah —exclamaba entonces—, entonces debe de ser eso. Tenéis una mirada de artista. Eso no se ve con frecuencia, ¿sabéis?».

Para cuando terminaba la sesión, casi siempre volvían a citarse en el estudio.

¿A qué venía, pues, su interés por Mary? Aún no estaba seguro. En el estudio se había llevado una buena sorpresa cuando de repente se dio cuenta de lo hermosa que era. En el momento en que aquella cascada de pelo oscuro había caído sobre la pálida piel del cuello, había observado que tenía una tez perfecta. ¿Cómo era posible que no se hubiera percatado hasta entonces? Se había puesto a imaginar qué aspecto tendría sin ropa y se le habían ocurrido todo tipo de posibilidades. Estaba intrigado.

La amiga de su hermana, la joven a la que conocía desde niño, resultaba ser una beldad céltica. Siempre parecía muy remilgada y correcta, pero las apariencias a veces eran engañosas. ¿Qué pensaría en el fondo?

Aun cuando ella le diera una oportunidad de descubrirlo, había dificultades. Además de los riesgos habituales, no estaba seguro de cómo se lo iba a tomar Gretchen. Además, Mary tenía un hermano… un tipo bastante peligroso, según tenía entendido. Theodore había asumido riesgos con maridos iracundos, pero, de todas maneras, tenía que obrar con cuidado.

En cualquier caso, no había nada malo en pasar un agradable día, o dos, en compañía de su hermana en Coney Island. La cuestión con Mary podía, o no, desembocar en algo. Sólo tenía que esperar y ver qué ocurría.

—Hoy en día mucha gente se ha aficionado a los baños —aseguró Gretchen.

—Los médicos dicen que el agua salada es mala para la piel —objetó Mary.

—No estaremos mucho rato —prometió Gretchen.

Junto a una duna, había unas casetas con ruedas, donde uno se podía cambiar. Después de inspeccionar una y constatar que no olía muy bien, se felicitaron de haber dejado su ropa a buen recaudo en la posada. En la playa, Mary vio a una docena de personas plantadas cerca de la orilla, aquejadas seguramente por la misma incertidumbre que ella frente a aquella moderna costumbre. Respiró hondo y luego, aceptando la mano que le ofrecía Gretchen, dejó que la condujera por la playa hasta el mar.

El repentino contacto del frío del agua en los tobillos le hizo contener la respiración.

—Vamos —la animó Gretchen—, que no te va a morder.

Mary dio unos pasos más; el agua le llegaba ya hasta las rodillas. En ese momento preciso, el agua se elevó con una suave ola, que le cubrió la parte inferior de los muslos por espacio de unos segundos y provocó un grito contenido. Luego sintió los bombachos cargados de agua y después la tela que se le pegaba a la piel y se estremeció un poco.

—Camina conmigo —dijo Gretchen—. Al cabo de un momento ya no notarás el frío.

—Seguro —replicó Mary riendo.

De todas maneras, siguió adelante, venciendo con las piernas el obstáculo del agua, hasta que ésta le rodeó la cintura. Enseguida se dio cuenta de que Gretchen tenía razón. Una vez que uno se acostumbraba, ya no sentía fría el agua, aunque sí tenía la sensación de que el traje de baño era tan pesado que hasta podría arrastrarla hacia el fondo, si perdía pie.

Por ello agradecía tener a su derecha el apoyo de una mano, para cuando lo necesitara. Desde la orilla, se sucedían hacia mar adentro unos postes, dispuestos a intervalos de tres metros, que, unidos por una cuerda, formaban una especie de rompeolas. Si se sujetaban a la cuerda, los bañistas podían adentrarse en el mar, sin temor a perder el equilibrio. Más lejos, la hilera de postes corría en paralelo a la playa y rodeaba a los bañistas como en una especie de amplio redil. Mary no le vio la utilidad hasta que, cuando el agua le llegaba casi al pecho, una ola más potente le hizo perder pie. Mientras luchaba por mantener la cabeza por encima del agua, advirtió con sorpresa que la corriente la alejaba de la playa y entonces se dio cuenta de que la barrera estaba puesta allí para impedir que la arrastrara mar adentro.

—Dame la mano —ofreció Gretchen. Luego tiró de ella hacia la parte menos profunda—. He dicho que íbamos a bañarnos, no a nadar —advirtió con una sonrisa.

Al observar la línea de la costa, Mary reparó en que la mayoría de la gente se conformaba con quedarse allí cerca, donde el agua apenas le llegaba a la cintura.

Eso fue lo que hicieron ellas dos. Era bastante agradable sentir el frescor del agua en las piernas y en la cara, el sol y la salobre brisa del mar. Lo único que no le gustaba era la sensación de pesadez de la lana mojada del bañador, que le provocaba un leve picor en la piel. Después se sentaron en el borde de la playa, con las piernas en el agua. Combinadas con las diminutas conchas y la arena, las olillas que venían a morir en ellas les producían un curioso hormigueo cada vez que se alejaban y que suscitaba sus risas.

Mientras permanecían así sentadas, se llevaron una gran sorpresa al ver aparecer a Theodore.

Mary se quedó tan estupefacta que soltó una exclamación contenida y se ruborizó.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Gretchen, casi con hostilidad, aunque Mary estaba segura de que debía de ser porque Theodore las había tomado desprevenidas.

—En la posada me han dicho que os encontraría en la playa —contestó alegremente Theodore, mientras se quitaba el sombrero—. Hacía un día tan bonito cuando he despertado que se me ha ocurrido salir de la ciudad y venir a veros.

Miró a Mary y sonrió. De improviso ella tomó conciencia de que él estaba completamente vestido mientras que ella se encontraba sentada en el suelo con las piernas a la vista. Se sintió bastante incómoda, pero él parecía relajado. Luego observó a los bañistas de la playa.

—Después quizá me dé un chapuzón —dijo.

—Nosotras vamos a volver a la posada ahora mismo —anunció Gretchen.

Theodore las acompañó.

Al llegar a la habitación, Mary se desvistió con cuidado. Había hecho lo posible por quitarse la arena afuera, y Gretchen la había cepillado, pero todavía tenía bastante prendida y no quería ensuciar el suelo. Quitándose despacio los bombachos y las medias, logró mantener buena parte de la arena en su interior, con la intención de llevarlos luego a colgar en los tendederos de abajo para luego sacudirlos una vez estuvieran secos.

Mary siempre había sido bastante púdica. Pese a que conocía a Gretchen de toda la vida, cuando se había puesto el bañador, lo había hecho deprisa y de espaldas. Ahora se planteaba cómo hacerlo para quitárselo con recato cuando vio que su amiga se quitaba el suyo tranquilamente y se iba caminando, desnuda, hasta el aguamanil, donde vertió un poco de agua en la palangana de porcelana para a continuación empezar a lavarse, como si fuera lo más natural del mundo.

Nunca había visto a Gretchen sin ropa. Tenía un cuerpo bonito, prieto, sin grasa. Aparte de un par de estrías, nada hacía pensar que hubiera tenido dos hijos. Todavía tenía el rubio pelo recogido con pinzas en la cabeza cuando se volvió sonriendo hacia Mary.

—Tal como vine al mundo —señaló—. No te importa, ¿verdad? Al fin y al cabo, así es como me ve mi marido.

—¿Sí?

—Ya sé que algunas esposas siempre se tapan… al menos en parte —contestó, con una carcajada, Gretchen—. Mi madre sí lo hacía, según me contó; a mí no me importa que mi marido me vea.

—Ha sido una sorpresa que viniera Theodore —comentó Mary.

—A mí ya no me sorprende nada de lo que haga mi hermano —contestó su amiga.

Puesto que Gretchen se había quitado el bañador, Mary pensó que lo mejor sería seguir su ejemplo. ¿Qué pensaría Theodore, se preguntó, si me viera así? Después de quitarse lo más deprisa que pudo la arena pegada, se vistió.

En la posada servían la cena a las cinco. Se trataba de una comida de ambiente familiar, donde los niños comían bajo la atenta mirada de los padres.

El menú fue excelente: una ensalada fría, pan recién horneado y un magnífico guiso de pescado. El posadero se jactaba de ofrecer el mejor pescado y marisco del estrecho de Long Island, que servía regado con vino blanco fresco. De postre, presentó los primeros melones de la temporada, acompañados de un pastel de gelatina con fruta y nata.

Theodore estaba muy distendido.

—¿Cuándo sale el último transbordador, Theodore? —le preguntó Gretchen al principio de la cena—. No sea que lo pierdas.

—No hay de qué preocuparse —repuso—. Dormiré aquí. Les quedaba una habitación libre; es bastante pequeña, pero da igual.

—Ah —dijo Gretchen.

Mary se alegró.

Theodore habló mucho y les contó anécdotas divertidas. Mary habría preferido charlar de las cosas que le interesaban a él, pero no sabía cómo llevar la conversación por ese lado y, en todo caso, él parecía satisfecho hablando de trivialidades. Ella le reía los chistes y él le sonreía; en suma, se sentía bastante a gusto en su compañía.

—¿No te alegra que me haya quedado? —preguntó con malicia a su hermana, al final de la comida.

—Me sorprende que no hayas ido por ahí con algunas de esas damas amigas tuyas —replicó con causticidad ella—. Tiene muchas amigas —comentó a Mary.

—Eso son exageraciones —protestó Theodore, dedicando una sonrisa a Mary—. Yo soy un artista, que lleva una vida monacal.

—Pues diría que no le creo, señor Keller —replicó Mary, con una carcajada—. Aunque tampoco me escandaliza.

Al fin y al cabo, si tenía en cuenta a todas las chicas con las que había estado su hermano Sean, y lo que le había tocado ver cualquier día de la semana en Five Points, tampoco tenía por qué juzgar lo que hiciera el joven Theodore.

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