Piadosamente, interrumpió mis desvaríos.
—¿Limitar los daños? No creo que te hagas una idea del trastorno que todo cuanto ha sucedido representa para esta universidad.
—Haré el doble de horas. No me saltaré ninguna clase más.
—¿De veras? ¿Supones que puedes defenderte de una hipotética acusación de asesinato y, aun así, cumplir tus obligaciones con más regularidad?
Ni yo entendía qué me había creído. En vista de lo que me esperaba, mis palabras equivalían sin duda a una estupidez.
—Quizá podría tomarme una excedencia —insinué sin convicción.
—¡Qué gracioso! Se diría que es eso lo que has estado haciendo. —Volvió a ordenar los papeles de su escritorio, e hizo una anotación—. Nuestra sensación es que esta situación es insostenible.
Me dio la impresión de que los trabajos de los alumnos me miraban fijamente por la rendija del maletín. Llevaba dos semanas dándoles largas a aquellos chicos. Algunos, como Diondre, apenas podían costearse los estudios, y sin embargo, yo me había pasado ese tiempo tratando de defenderme de una amenaza tras otra. Inspiré hondo y traté de recuperar la compostura.
—Hemos reunido toda la documentación —continuó diciendo la doctora Peterson—. La cosa está bastante clara. Espero que no consideres la posibilidad de tomar…
Apenas logré reunir energías para alzar la cabeza.
—¿Qué?
—Acciones legales…
—¡Oh, no! Claro que no. Vosotros apostasteis por mí y yo la he pifiado. —Poniéndome de pie, le tendí la mano por encima del escritorio. Ella se incorporó a medias y me la estrechó con frialdad—. Gracias por la oportunidad.
—Lamento todos tus problemas, Patrick —añadió disimulando lo mejor que pudo su alivio—. De veras. Y siento presentarme como una directora inflexible cuando tú estás lidiando con…
Dejé los guiones en el borde de su escritorio y les di un golpe con los nudillos.
—Encuéntrales a alguien competente a mis alumnos.
Al salir, me asaltó una profunda tristeza. Me di cuenta de lo mucho que me gustaba mi trabajo, pero no era eso lo que más me dolía. Sobre todo, me apenaba advertir con qué poca frecuencia me había detenido a valorar el hecho mismo de estar allí, igual que me había sucedido en tantos otros aspectos de mi vida que no había sabido apreciar ni disfrutar.
Al salir de la oficina, me asomé al vestíbulo y comprobé que estaba vacío. Sintiéndome como un fugitivo, me apresuré por los pasillos. En la sala de profesores, Marcello fingía corregir exámenes, reclinado en el sofá a cuadros, y Julianne se peleaba con la cafetera. Como en los viejos tiempos.
—¡Os echaré de menos, chicos! —exclamé desde el umbral.
Levantaron la vista y cambiaron en el acto de expresión.
—¿De veras? —Julianne vino corriendo y me abrazó.
—Sí. Acabo de entregar todos los trabajos de mis alumnos.
—Maldita sea, Patrick. Vaya mierda. —Le olía el aliento a chicle de canela.
Marcello me tendió la mano. Yo dije «¡Venga ya!», y lo abracé.
Julianne rondaba, inquieta, de un lado para otro.
—¿Cómo está Ariana? ¿Qué puedo hacer por ti? Tiene que haber algo que pueda hacer.
—¿En serio?
—No, solo pretendía ser educada.
—Mira, necesito la dirección de un par de personas: una actriz de anuncios y una de las productoras del documental que iba a rodar Keith.
—¿Gente de la industria? —inquirió—. No creo que sea muy difícil.
—La policía no tuvo suerte con la primera; y a mí me está costando mucho dar con la segunda.
—Ni los polis ni tú tenéis un título de periodismo de investigación de Columbia.
—Ni tú tampoco —observó Marcello.
—Qué más da Columbia o la universidad estatal de California —replicó Julianne, encogiéndose de hombros.
Me senté y escribí: «Elisabeta, también conocida como Deborah B. Vance» y «Trista Koan,
Profundidades
».
Julianne cogió el trozo de papel, y me aseguró:
—Si no puedo localizarlas por mí misma, todavía me quedan buenos contactos en los periódicos.
—He de marcharme —anuncié—. Tengo… bueno, muchas cosas que aclarar. Gracias por todo. Por el puesto. Por ayudarme a ponerme otra vez en marcha. Ha sido una temporada estupenda.
Afuera, se oía ruido de puertas y un alboroto de alumnos que iba en aumento.
—He de irme —volví a decir. Pero seguí allí sentado.
—¿Qué pasa? —preguntó Marcello.
Inspiré hondo. Él siguió mi mirada hacia la salida.
—¿Asustado?
—Un poco.
—¿Quieres salir con la cabeza bien alta?
—Sí —afirmé.
Marcello se aclaró la garganta:
—UN NUEVO COMIENZO…
Me puse de pie.
—UN HOMBRE SOLO…
Me dirigí hacia la puerta.
—AHORA DEBE DESCUBRIR QUE NADA VOLVERÁ A SER IGUAL.
El pasillo estaba lleno de ruido y movimiento. Cuando salí, los estudiantes de alrededor se quedaron de piedra. Su reacción se propagó a toda velocidad: caras que se volvían en oleadas, manos y bocas que se detenían a medias, hasta que todo el pasillo quedó en completo silencio. No se oía nada más que el chirrido de una zapatilla deportiva sobre las baldosas, el timbre de una BlackBerry sonando en algún bolsillo, una tos aislada… En cuanto di un paso, el corrillo más cercano se abrió en dos y los alumnos retrocedieron como autómatas con la boca abierta.
Me salió una voz ronca y grave:
—Disculpa… disculpa…
Los chicos del fondo se habían puesto de puntillas, una profesora se asomó a la puerta de su aula, varias estudiantes me sacaron fotos con sus teléfonos móviles…
Avancé entre la multitud. Una estrepitosa conversación resonó de pronto en el tenso silencio, mientras se abrían las puertas del ascensor y salían dos chicas. Enseguida captaron la situación y disimularon la risa tapándose la boca. Pasé junto a ellas con estoicismo, como dirigiéndome al patíbulo.
El ascensor ya se había ido, de modo que me quedé frente a las relucientes puertas metálicas. Pulsé el botón, volví a pulsarlo. Eché un vistazo nervioso entre aquel mar de rostros. Al fondo, Diondre se había subido a una silla que había sacado de la clase. Alcé una mano a modo de silenciosa despedida, y él sonrió con tristeza y se golpeó el pecho con un puño.
Por suerte, el ascensor llegó y desaparecí en su interior.
Deslucida bajo una capa de polvo, la cinta amarilla de la policía aleteaba sobre la puerta. La manija colgaba un poco torcida —la habían roto al forzar la cerradura—, y se me quedó en la mano nada más tocarla. Abrí de un empujón, me agaché y, pasando por debajo de la cinta, entré en la solitaria casita prefabricada que yo todavía veía como el hogar de Elisabeta.
Me asombró lo vacía que estaba. Se habían llevado la mayor parte del mobiliario: ni cuenco de anacardos, ni pieles de plátano, ni gatos de porcelana ni estante de mimbre. La mesita de café había quedado vertical. Recordé lo limpio que estaba todo la otra vez. Yo lo había entendido como un reflejo de la callada dignidad de la mujer; no se me ocurrió que si no había polvo en los muebles era porque, seguramente, los habían alquilado. Otra falsa interpretación que me habían inducido a adoptar.
Me habían embaucado como a un palurdo en un garito de billar de Chicago.
Me puse en cuclillas, abochornado, apoyando las puntas de los dedos en la raída moqueta para mantener el equilibrio. No era rabia lo que sentía, sino vergüenza. Vergüenza por lo transparente que me había mostrado, por lo rematadamente vulgares que debían de haberles parecido mis esperanzas y necesidades a aquella pandilla de jugadores. Por lo ordinario que habían demostrado que era.
Con noble indignación, Elisabeta había cruzado aquel mismo espacio para dirigirse a la habitación de su nieta. La volví a ver ante mí: la cara tensa de dolor, la mano en el pomo de la puerta: «Venga a ver a esta niña preciosa. La despertaré. Venga a verla y diga cómo yo explico a ella que esta es su historia».
Y yo, el angustiado gilipollas: «No, por favor. No la moleste. Déjela dormir».
Ahora hice el mismo trayecto que ella y abrí la puerta.
Era un armario empotrado.
Dos perchas de alambre y un cubo de basura donde habían tirado los globos de nieve de Elisabeta. Resquebrajados y goteantes, todavía tenían pegadas en la base las etiquetas del precio. Accesorios de atrezo. Debajo de los globos, la foto de la niñita de pelo rizado y castaño. El marco tenía el cristal rajado. Lo recogí, sacudiendo las esquirlas. La foto salió con facilidad; no era papel fotográfico, sino una fotocopia en color.
Venía con el marco.
Sentí un escalofrío en el cuero cabelludo y luego en la nuca. Tiré otra vez el marco a la basura.
Cuando salí, el viento levantaba nubes de polvo y me agitó violentamente los pantalones. Recorrí la parte de delante de la casa y encontré por fin lo que andaba buscando: un hoyo en la tierra apelmazada de un macizo de flores donde debía de haber estado clavado el cartel indicador de que la vivienda estaba en alquiler. Conduciendo lentamente por la zona, fui telefoneando a los números que aparecían en los carteles plantados frente a algunas de las construcciones prefabricadas, hasta que di con la agente inmobiliaria que administraba también la de Elisabeta. Cuando le dije que estaba interesado en la casa, pero que me había llamado la atención la cinta amarilla, ella se apresuró a repetir lo que ya le había contado a la policía y probablemente a todo el mundo: se la habían alquilado un mes, pagando mediante giro postal y haciendo toda la transacción por e-mail. Ella nunca había visto a nadie: ni siquiera se habían molestado en pasar a recoger el depósito. Naturalmente, nunca se habría imaginado…
No había nada que vinculase aquella casa conmigo, excepto mi palabra y mi memoria, y ambas gozaban de poco crédito.
Elisabeta era mi única conexión viva con los que habían matado a Keith y me habían inculpado. Solamente ella podía corroborar mi versión, o al menos una parte clave de esta, que contribuiría a limpiar mi nombre en buena medida. Pero además, se encontraba en grave peligro. Valentine no había podido localizarla, y dudaba mucho que en Robos y Homicidios se estuvieran matando para conseguir mejores resultados.
Pensé en las cárceles, en las películas que había visto y las historias horribles que se explicaban. Pensé en el preso tatuado con el que me había cruzado, cuyos músculos apenas parecían contener las cadenas, y recordé cómo me había estremecido en ese momento: una hormiga ante una ola gigante. ¿Qué podría hacerle un hombre como aquel, con las manos libres, a un tipo como yo?
Si no conseguía encontrarla por mí mismo, Elisabeta acabaría igual que Doug Beeman.
Y lo más probable era que yo también.
* * *
Salté la cerca trasera, puse un pie en el techo del invernadero, me dejé caer sobre el tiesto de barro volcado, y de ahí al blando mantillo del suelo. El trayecto inverso del salto que había dado el intruso aquel día, cuando lo descubrí en el jardín. Había dejado el coche en la calle de atrás para ir y venir sin verme hostigado por los últimos reporteros apostados frente a nuestra casa. Como nunca llevaba la llave de la puerta trasera, di la vuelta hacia el garaje. Al abrir de golpe la verja lateral, a punto estuve de chocar con un tipo agazapado junto a los cubos de basura. Los dos gritamos sobresaltados. Él tropezó mientras huía, y entonces vi la cámara que oscilaba a su lado.
Apoyado en la pared, tomé aliento en la oscuridad.
Ariana estaba sentada en cuclillas en un hueco despejado del suelo de la cocina, con un abanico de notas delante. Nos abrazamos mucho rato: mi rostro se inclinaba sobre su cabeza, y sus manos me aferraban una y otra vez la espalda, como si estuviera reconociéndola. Aspiré su fragancia, pensando que durante seis semanas podría haberlo hecho cuando hubiese querido y que no lo había hecho ni una vez.
La seguí a su improvisado rincón de trabajo (nunca era tan productiva como cuando se acomodaba en el suelo), y nos sentamos los dos. La falsa y ubicua cajetilla de tabaco reposaba junto al portátil; un grueso cable de Ethernet serpenteaba hasta el módem, que se había traído a la cocina porque la conexión inalámbrica no funcionaba con el inhibidor encendido.
—Me he pasado todo el día al teléfono hablando con abogados —dijo repasando unos mensajes de su correo electrónico—. Y cada uno te remite a otro, y a otro, y a otro.
—¿Y?
—Y luego a otro, y a otro… Vale, ya paro. La conclusión es que para conseguir a alguien que valga la pena vamos a necesitar al menos cien mil dólares como provisión de fondos si llega a producirse el arresto. Y en este punto, según los chismes judiciales que la mayoría de ellos me han transmitido con gran entusiasmo, la cuestión no es «si», sino más bien «cuándo». —Me observó mientras asimilaba la noticia, con una expresión muy parecida a lo que yo sentía—. También he hablado con el banco —prosiguió—, y al parecer podríamos estirar al máximo el valor de nuestras propiedades, lo cual, teniendo en cuenta nuestros ingresos…
—Me han despedido —dije en voz baja.
Ariana parpadeó. Y volvió a parpadear.
—No sé qué decir, salvo seguir disculpándome —musité.
Me preparé para un estallido de cólera o de resentimiento, pero ella se limitó a decir:
—Tal vez podría vender mi parte de la empresa. Había varios candidatos husmeando el terreno hace algún tiempo.
Me quedé sin habla, totalmente humillado.
—No quiero que hagas eso.
—Entonces tendremos que vender la casa.
En su día, cuando ya habíamos depositado la entrada para comprarla, subíamos en coche hasta allí y aparcábamos en la acera de enfrente para contemplarla. Esas excursiones tenían un sabor vagamente ilícito, como salir de noche a hurtadillas para merodear bajo la ventana de tu novia de secundaria. Luego, cuando nos mudamos, gracias al buen ojo de Ari, gracias a mis músculos y gracias al sudor de ambos, la redecoramos de arriba abajo. Pintamos los techos con pintura granulada, cambiamos las bisagras de latón por otras de níquel cepillado y reemplazamos la moqueta rojiza con baldosas de pizarra. Observé cómo recorría con la vista las paredes, los cuadros, las encimeras y armarios, y deduje que experimentaba los mismos sentimientos que yo.
—No —dijo—. No voy a vender esta casa. Mañana iré al trabajo y veré qué se me ocurre. Quizá un crédito avalado con mi parte. No sé… no sé.