Me apoyé en la encimera de la cocina para no venirme abajo.
—Juro por Dios que alguien se lo ha llevado.
—
Ve en coche a casa de Keith Conner. Utiliza la entrada de servicio. El código es 1509. Aparca a medio metro de la maceta de cactus que hay junto al pabellón de invitados. Permanece sentado. Mantén subidos los cristales de las ventanillas, y no te muevas de tu sitio cuando nos acerquemos. Si hablas con la policía, ella morirá. Si no nos entregas el disco, ella morirá. Si no estás aquí a las cinco en punto, ella morirá
.
—¡No, espere! Escuche, yo no…
Había colgado.
Mis pensamientos giraban desbocados. Si la llamada era de Ridgeline, no podían ser ellos los que habían entrado en casa y recuperado el disco. ¿Quién, entonces? ¿La policía, en busca de pruebas? ¿Unos polis corruptos para chantajearme? ¿La Agencia de Seguridad Nacional? ¿El departamento de Defensa? ¿Los secuaces de un senador? ¿Qué papel jugaba yo en aquel asunto? Obviamente, el CD no estaba vacío como yo había creído. ¿Qué demonios habría allí escondido?
A las cinco en punto. Eso significaba: al cabo de treinta y siete minutos. Apenas me quedaba tiempo para llegar en coche; mucho menos para que se me ocurriera algo.
¿Cómo iba a localizar el disco si no tenía la menor idea de quién se lo había llevado?
Treinta y seis minutos.
Cogí el teléfono para llamar al detective Gable y averiguar si se lo había llevado él. Pero la hora fijada… Aun suponiendo que sí, era imposible alcanzar un acuerdo con él y llegar a casa de Keith en treinta y cinco minutos. Aporreé la horquilla con el auricular, errando el golpe y aplastándome los nudillos.
¿Estaría bien Ariana? ¿Le habrían hecho daño ya?
Me tiré del pelo, pero me aparté las lágrimas de las mejillas.
¡Un disco! Podía entregarles uno de mis CD vírgenes. Les diría que había intentado copiarlo y que se había borrado todo por sí solo, igual que los DVD. Un plan defectuoso, desde luego, pero al menos era algo. Quizá me serviría para ganar unos minutos y averiguar dónde estaba Ariana mientras ideaba otra cosa. Subí corriendo otra vez. Cogí un CD genérico de uno de los cajones y lo metí en el portátil de Ari para asegurarme de que estaba vacío.
Treinta y tres minutos.
Bajé de nuevo y eché a correr hacia la cerca con la camisa empapada. Me detuve a medio camino. Volví atrás y agarré el cuchillo más grande que encontré en el taco de madera de la cocina.
* * *
Tomé una curva muy cerrada sujetando con firmeza el volante y haciendo lo posible para no resbalar en el asiento. Si el cuchillo de carnicero que tenía bajo el muslo se desplazaba, me rajaría de arriba abajo la pierna. La hoja estaba en posición oblicua, de manera que el mango sobresalía hacia la guantera que hay entre los asientos, y me quedaba al alcance de la mano. El olor acre a caucho quemado se colaba por las rejillas de ventilación del salpicadero. Contuve el impulso de pisar a fondo de nuevo el acelerador; no podía arriesgarme a que me obligaran a detenerme en el arcén y no llegar a tiempo.
Crucé disparado la calleja. Notaba las manos resbaladizas en el volante, y el corazón me bombeaba tanta adrenalina por el cuerpo, que me faltaba el aliento. Miré el reloj, miré la calle, miré otra vez el reloj. Cuando apenas estaba a unas travesías, pegué el coche al bordillo, haciendo chirriar los neumáticos. Abrí la puerta justo a tiempo. Mientras vomitaba en la cuneta, un jardinero, parapetado tras un cortador de césped funcionando a toda potencia, me observó con expresión indescifrable.
Volví a incorporarme en mi sitio, me sequé la boca y continué ya más despacio por la empinada cuesta. Doblé por la vía de servicio como me habían indicado, y al cabo de unos segundos apareció ante mi vista el muro de piedra, y luego las verjas de hierro, a juego con las que ya conocía de la parte de delante. Bajé de un salto y pulsé los números del código. Las verjas retemblaron y se abrieron hacia dentro. Flanqueado de jacarandas, el sendero asfaltado discurría por la zona trasera de la propiedad. Por fin distinguí el pabellón de invitados: paredes de estuco blanco, tejado de tejas ligeramente inclinado y un porche elevado. Era más grande que la mayoría de las viviendas normales de nuestra calle.
Paré el coche junto a una maceta de cactus, al pie de la escalera, muy pegado al edificio; con las manos aún en el volante, hice un esfuerzo para respirar. No había la menor señal de vida. Al otro lado de la propiedad, apenas visible entre la enramada, el edificio principal se alzaba silencioso y oscuro. Me escocían los ojos a causa del sudor. La escalera, que quedaba justo al lado de la ventanilla del acompañante, era tan alta que no lograba ver el porche desde el asiento; no había gran cosa al alcance de la vista por ese lado, salvo los peldaños. Supuse que esa era, precisamente, la intención.
Aguardé y agucé el oído.
Al fin oí cómo se abría rechinando una puerta. Un paso. Después otro. Una bota masculina descendió el escalón más alto que alcanzaba mi campo de visión. Luego la bota derecha, y a continuación las rodillas, los muslos y la cintura del hombre. Llevaba unos gastados pantalones vaqueros de operario, un cinturón negro vulgar, tal vez una camiseta gris.
Deslicé la mano derecha hacia la empuñadura del cuchillo, y la apreté tanto que sentí un hormigueo en la palma. También noté que algo cálido me goteaba en la boca: me había mordido un carrillo.
Él se detuvo en el último escalón, a un paso de mi ventanilla; el techo del coche lo partía por la mitad. Deseaba agacharme para verle la cara, pero me habían advertido que no lo hiciera. Lo tenía demasiado cerca, en todo caso.
Alzó el puño y golpeó la ventanilla una vez con los nudillos.
Pulsé el botón con la mano izquierda, y el cristal descendió produciendo un zumbido. Notaba el frío de la hoja del cuchillo bajo mi muslo. Escogí un punto del pecho del individuo, justo debajo de las costillas. Pero sobre todo debía averiguar lo que necesitaba saber.
De pronto su otra mano surgió veloz ante mis ojos, y lanzó un objeto del tamaño de un puño por la rendija de la ventanilla, que todavía seguía descendiendo. Al caer sobre mi regazo, advertí que era una cosa sorprendentemente pesada.
Bajé la vista: una granada de mano.
Se me cortó el resuello, pero me apresuré a agarrarla.
Antes de que mis dedos extendidos lograran atraparla, estalló.
Mis párpados parecían de hormigón. Se entornaron apenas y volvieron a cerrarse para evitar la luz abrasadora. Me dolían las costillas. Me zumbaban los oídos. Sentía como si me faltara piel en la mejilla derecha y en la comisura de los labios. Intenté alzar la mano hacia mi palpitante cabeza. Inútilmente.
Fue un lento proceso, pero al fin abrí los ojos. Me dio la impresión de que los fluorescentes lo blanqueaban todo, aunque tras unos parpadeos más descubrí que la habitación era deslumbrante por sí misma: baldosas blancas, paredes blancas, un gran espejo redoblando la cegadora blancura. Estaba vacía en absoluto, aparte de una silla en un rincón. Durante un instante, abrigué la idea de que me hallaba en una sala de espera divina. Luego, por la ranura de la puerta del fondo, identifiqué el póster del Departamento de Policía de Los Ángeles, clavado detrás de una mesa.
Una sala de interrogatorios.
¿Me habían detenido?
Estaba tumbado en un banco de metal, y tenía la muñeca derecha esposada a una barra de seguridad atornillada a la pared. No me había dado cuenta al principio de que era eso lo que me impedía levantar el brazo.
El recuerdo de Ariana provocó que me sentase de golpe, y la cabeza casi me estalló. Sentía pinchazos por todo el brazo derecho. Me levanté la camiseta y me la sujeté con la barbilla: me vi el pecho en carne viva. Me puse de pie y traté de separarme del banco lo suficiente para mirarme en el espejo polarizado y observarme las heridas de la cara, pero la esposa me mantenía sujeto a unos centímetros del marco.
Notaba la garganta demasiado reseca para articular palabra; pese a ello, proferí un grito afónico para pedir ayuda. No acudió nadie.
Examiné la habitación. Había una gruesa puerta metálica con cerradura de seguridad en la misma pared a la que estaba atado, aunque fuera de mi alcance. El zumbido no sonaba únicamente en mi cabeza: el aire acondicionado trabajaba a tope, aunque solo renovaba el aire a temperatura ambiente. En la habitación contigua, un reloj junto al póster del departamento de policía marcaba las siete en punto (¿de la mañana?, ¿de la tarde?); al lado de la atestada bandeja de documentos, vi un cubo de plástico transparente, donde se hallaban mi billetera, mis llaves y el móvil desechable. Reparé en que tenía un bolsillo vuelto del revés.
Una idea atroz irrumpió en medio de la confusión: «Está muerta». Pero mi mente retrocedió y se apresuró a buscar otras posibilidades.
Tal vez la habían soltado. O quizá la policía la había rescatado cuando había dado conmigo. Sentía una necesidad desesperada de creerme cualquier cosa.
Di cuatro pasos siguiendo la pared; la esposa se deslizó hasta el extremo de la barra y me detuvo en seco. No podía alcanzar nada desde ahí. Tragué varias veces y al fin conseguí que me saliera la voz. Miré el espejo polarizado.
—¿Dónde estoy? —Más ronco que Marlon Brando.
Oí una puerta que se abría y se cerraba, y enseguida entró desde la habitación contigua un detective con una chapa de identificación colgada del cuello. Era tan corpulento que al principio casi no vi al otro, al compañero que venía detrás de él.
El rubio grandullón se pasó la mano por el pelo, rematado con un tupé plano, e hizo un gesto hacia el espejo.
—De acuerdo. Lo tenemos, gracias. ¿Ya estáis grabando? —Su rostro, de rasgos recios y apuestos, se concentró en mí. Tenía un aire típicamente americano, como un jugador de fútbol pintado por Norman Rockwell—. Soy el teniente DeWitt; este es el teniente Verrone.
Tenientes. Me habían ascendido.
Verrone tenía tez de fumador y bebedor: amarillenta, tosca y enfermiza, todo a la vez. Vista su talla, daba la impresión de que habría cabido en una pernera de los pantalones de DeWitt. El bigote se le retorcía un poco en las puntas, insinuando un mostacho daliniano, aunque lo llevaba pulcramente recortado, sin duda para atenerse al reglamento.
—Mi esposa —grazné.
—¿Qué le pasa? —preguntó DeWitt.
Verrone se dejó caer en la silla del rincón. Llevaba la camisa muy ceñida y se le marcaba un torso sorprendentemente fibroso. Parecía un alfeñique al lado de DeWitt.
—¿Está bien? —quise saber.
—No sé —respondió DeWitt—. ¿Es que le ha hecho daño?
—¡No, yo no! —Tenía un cerco de piel enrojecida en la muñeca. La cabeza todavía no me funcionaba correctamente; todo parecía tan brutal, tan desconcertante—. Ustedes… ¿no la han visto?
DeWitt se acuclilló ante mí sobre las blancas baldosas. A pesar de ser un tipo de tal corpulencia, sus movimientos poseían gracia y precisión.
—¿Por qué deberíamos haberla visto? —cuestionó.
Desde su silla, Verrone seguía estudiándome. No era una mirada ceñuda, sino desapasionada; el matiz amenazador estaba en su persistencia de reptil. No había dejado de mirarme ni tampoco movido un músculo, al menos por lo que había apreciado en las ojeadas que le lanzaba a mi vez.
Sacudí la cabeza para despejarme, aunque solo sirvió para exacerbar el dolor.
—¿Cómo es que yo…? —El resto no conseguí trasladarlo desde el cerebro a los labios.
DeWitt respondió de todos modos:
—Una granada aturdidora de fabricación militar. Contando la presión añadida por hallarse dentro de un coche, estamos hablando de una onda expansiva de diez mil kilos por centímetro cuadrado. Tiene suerte de no haber quedado malherido de verdad.
¿Aquel había sido desde el principio el plan de mi atacante? ¿O había visto el cuchillo y había decidido lanzarme una granada? Me habían dejado con vida. Lo cual significaba que aún les servía. Como era obvio, se habrían dado cuenta de que el CD que les había llevado era falso, pero quizá creían que todavía los ayudaría a encontrar el auténtico. La esperanza renació en mi pecho; en ese caso, mantendrían viva a Ari para asegurar mi colaboración.
«Si hablas con la policía, ella morirá.»
Ahuyenté el recuerdo de la amenaza y procuré concentrarme. Tenía que salir de allí sin revelar nada y ponerme a disposición de los secuestradores de mi mujer. Nada de lo cual iba a resultar fácil. Lo primero era conseguir que me trasladasen a un lugar con menos medidas de seguridad como, por ejemplo, a un hospital.
—Podr… ¿podría ver a un médico?
—Ya lo han examinado en el lugar de los hechos. Usted estaba consciente… ¿recuerda?
—No.
—Lo hemos traído aquí, y se ha quedado dormido.
—¿Aquí?
—Parker Center.
La central de la policía de Los Ángeles. Fantástico.
—Debería estar en un hospital. Me he quedado inconsciente. No me acuerdo de nada.
DeWitt miró a Verrone arqueando una ceja.
—Será mejor que le volvamos a leer sus derechos, entonces.
—No. Lo tenemos grabado. Y él ha firmado. —Los labios de Verrone apenas se habían movido, y me pregunté si habría llegado a hablar; seguía misteriosamente inmóvil.
Intenté ponerme de pie, pero la esposa me devolvió al banco dándome un tirón.
—No pueden detenerme. No puedo… estar en la cárcel ahora.
—Me temo que es un poco tarde para eso —dijo DeWitt.
—¿Puedo hablar con la detective Richards?
—Ella ya no lleva el caso.
—¿Y Gable?
—Nosotros —pronunció la palabra con más firmeza— estamos por encima de él.
—Sexta planta —añadió Verrone.
Mi cerebro giraba y giraba en vano, como unos neumáticos al aire. Ahora que Ariana corría peligro, ¿me habría quedado fuera de juego?
—Hace unas horas un vecino avisó de la explosión. —DeWitt fijó la mirada en la esposa que me sujetaba, e inconscientemente se ajustó el reloj sumergible en su propia muñeca—. En casa de Keith Conner, ¿sabe? —Dio un silbido—. Así que salimos a escape. Y lo encontramos allí. Mírelo desde nuestra perspectiva: he de ponerme duro y sacarle unas cuantas respuestas.
Notaba fija en mí la mirada impasible de Verrone: aquellos ojos férreos planteando un silencioso desafío. Me percaté de que me daba miedo.
—No creo disponer de ninguna respuesta —aseguré.