Oda a un banquero (15 page)

Read Oda a un banquero Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: Oda a un banquero
8.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Le dije a Mario que fuera a rescatar a
Nux
del dormitorio; si la perra daba a luz cachorros vivos, le había medio prometido uno de ellos. Enseguida volvió con
Nux
y se sentó tranquilamente mientras la acariciaba y le hablaba en voz baja. Al cabo de un rato, la perra se enderezó y lo lamió con su brillante lengua rosada. La cara del niño se iluminó. Maya, que se oponía a la idea del cachorro, me miró con el ceño muy fruncido.

Se mordió el labio.

—Dejo lo de esa caupona. Tendré que encontrar otra cosa.

—En cualquier caso, ve a ver a Gémino —sugirió Helena—. Puede que la taberna no fuera la única ocupación que Flora tenía.

—Ése es el problema —dijo Maya—. Él está metido en un magnífico lío sin ella. Flora llevaba todas las cuentas del almacén. Se encargaba del diario de ventas, organizaba los encargos para que papá fuera a mirar los artículos, llevaba un seguimiento de las deudas incobrables y, prácticamente, lo dirigía todo.

—Allí lo tienes entonces —Helena sonrió a mi hermana—. Decide si vale la pena y luego ofrécete a ser su secretaria. —Parecía estar bromeando, pero se rió en silencio—. Me gustaría ser una araña metida en una ranura cuando Junia vaya a repartirse con Gémino la recaudación semanal de la caupona y descubra que, mientras ella está rascando las escamas de pescado de los sucios cuencos fríos, tú, muy amablemente, estás a cargo del trabajo de oficina.

—Detesto a mi padre —dijo Maya.

—Por supuesto que sí —le respondí yo—, pero quieres una oportunidad para engañar a Junia.

—¡Ah! Hay algunos sacrificios que te suplican que los lleves a cabo —asintió Maya. Y al cabo de un rato añadió—: Conociendo a papá, no creo que lo consienta.

Así que eso ya estaba organizado.

Petronio se pasó por casa para que le hiciera un informe del caso de Crísipo y juntos pasamos una tarde despreocupada hasta que Maya tuvo que irse para recoger a sus otros hijos en casa de una amiga. Petro desapareció al mismo tiempo, así que nos perdimos lo que ocurrió después. Helena y yo estábamos recogiendo tranquilamente cuando se presentó uno de los vigiles que estaban en casa de Lisa. Pero no fue preciso que me adentrara en la noche con él. Esa mujer y su hijo habían pensado en una manera todavía mejor de estropearme la tarde: venir ellos hasta mí.

XVII

De acuerdo con las convenciones, se habría podido predecir que Lisa, la ex esposa que Crísipo había rechazado por un suave cordero, sería un miserable becerrillo. No era así como funcionaba. Crísipo debía de tener el mismo gusto respecto a las mujeres en los últimos tiempos que treinta años antes. En estos momentos, Lisa podía ser la madre de un hombre hecho y derecho de veintitantos años; con media vida de experiencia a sus espaldas en los negocios y en la casa, pero también tenía una espalda erguida y bonitas facciones.

Era más morena que Vibia y menos propensa a pintarse como una prostituta de dos servicios por noche, pero tenía presencia. Tan pronto como entró, me preparé para tener problemas. Me di cuenta de que a Helena Justina se le habían erizado los pelos antes que a mí. Para ser una mujer pequeña, Lisa llenaba una habitación. Podría ser una de mis parientes; el desasosiego era su elemento natural.

El vigil debía de haber pasado un rato difícil con ella. Tras presentarnos de una manera superficial, se escapó. Helena Justina echó una rápida mirada a Julia, que estaba jugando tranquila mientras consideraba cómo poner a prueba el horrible comportamiento que había presenciado del joven Marco Baebio. A salvo de cualquier interrupción inmediata, Helena se desplomó en un banco con los brazos cruzados. Se enderezó las faldas de un tirón y anunció en silencio que era una matrona respetable que no dejaba a su marido solo frente a los engaños de mujeres desconocidas en su propia casa. Lisa simuló que se le había ofrecido asiento en el mismo banco y se acomodó en él como si la casa le perteneciera. Las dos mujeres se acariciaron los collares de una manera inconsciente. Se estaba perfilando la afirmación de la posición social. El ámbar báltico de Helena se impuso, por su origen exótico, sobre la esmeralda de Lisa, que colgaba de una cadena de oro y que era cara aunque un poco ordinaria.

Diómedes y yo nos quedamos de pie. Él tenía toda la presencia de un chico de los que llevan la linterna. Otro don nadie, una copia de su padre si no fuera por la barba; y yo sospechaba que, ahora que su progenitor había muerto, en las próximas semanas le brotaría una barba a su descendiente. El hijo tenía la misma cara y postura ordinarias y la misma frente cuadrada, sólo que con las cejas y el pelo un poco menos ralos. Tenía alrededor de unos veinticinco años, como Vibia Merula había calculado, y era obvio que le gustaban los caprichos de la vida. Se distinguía un bordado multicolor alrededor del cuello de su túnica de buen tejido y en su manga descubierta. La gomina que llevaba se olía a doscientos metros de distancia. Iba afeitado y enfundado en una toga, de manera formal. Yo iba sin las botas, sin el cinturón, y definitivamente sin pasar por el barbero; eso me hacía sentir rudo.

—Estás investigando la muerte de mi marido —empezó Lisa, sin esperar que yo estuviera o no de acuerdo—. Diómedes, cuéntale dónde estuviste hoy.

—Estuve ocupado en el templo de Minerva todo el día —recitó el hijo, de manera obediente.

—Gracias —dije con frialdad. Ellos esperaron.

—¿Eso es todo? —preguntó Diómedes.

—Sí. Por ahora. —El pareció confundido; pero miró a su madre, se encogió de hombros y se dio la vuelta para irse. Cuando Lisa hizo un movimiento para seguirle, yo levanté la mano para detenerla.

Su hijo miró hacia atrás. Ella le hizo un gesto impaciente para que siguiera adelante.

—Espera fuera al lado de la silla de manos, querido. —Él se fue, claramente acostumbrado a que le dieran órdenes.

Esperé hasta que estuviera lo bastante lejos como para no oír nada y luego caminé hasta el atrio, lo inspeccioné y cerré la puerta exterior.

Lisa me contemplaba con curiosidad.

—Debes de estar interesado en los movimientos de las personas. —¡Por los dioses que era mandona!

—Lo estoy.

—¡No estarás poniendo en tela de juicio a mi hijo!

—No sirve de nada, señora. Tú ya lo has hecho ensayar más que a conciencia. —No pude percibir si se ruborizaba—. No te preocupes; demostraré cómo se entretenía tu hijo mientras a su padre lo apaleaban hasta morir. Para empezar, otra gente vendrá corriendo para informar sobre él.

—¡Vibia! —dijo con un bufido—. Me gustaría saber qué es lo que estaba haciendo ella esta mañana.

—No estaba matando a Crísipo —respondí—. Bueno, no en persona. De todos modos me han dicho que eran una pareja unida —ante eso, Lisa estalló en una ronca carcajada— ¿Ah sí? ¿Tenía la joven viuda alguna razón para deshacerse de él? —Lisa, con buen criterio, se quedó callada, así que contesté yo mismo—: Conseguiría el scriptorium. Podría sacar un buen dinerillo.

Lisa pareció sorprendida.

—¿Quién te ha contado eso? No se gana dinero con los pergaminos.

Se suponía que esta mujer había ayudado a Crísipo a establecer su negocio. O sea que era de imaginar que ella lo sabría.

—Tu marido era un hombre acaudalado, ¿no? Debía de tener mucho dinero si era un importante mecenas.

—Nunca provenía del scriptorium. Y eso es todo lo que conseguirá esa pequeña arpía. Vibia también lo sabe.

Yo pensaba en eso cuando Helena preguntó con toda tranquilidad.

—Ya oímos dónde ha estado hoy tu hijo. ¿Qué me dices de ti, Lisa?

Esta declaración jurada sonó más auténtica: a diferencia de Diómedes, con su historia del templo que fue de un solo punto, Lisa aportó un complicado catálogo de visitas a viejas amistades, otras amistades que la visitaron a ella, una reunión de negocios con un liberto de la familia y una excursión a la modista. Un día ajetreado; y si las personas mencionadas confirmaban todas lo que ella había dicho, Lisa ya habría dado cuenta de sus actos. Era un tapiz intrincado, con una horrible escala de tiempo y un gran número de personas involucradas. Comprobarlo sería tedioso. Quizás ella contaba con eso.

Helena cruzó una rodilla sobre la otra y se inclinó para agitarle un muñeco a Julia.

—Te acompañamos en el sentimiento por tu pérdida. Me han dicho que tú y Aurelio Crísipo estuvisteis juntos durante años, Y que tu apoyo fue inestimable para él… ¿no solamente en casa?

—¡Hice de ese hombre lo que era, querrás decir! —gruñó Lisa entre unos dientes que era evidente tenía apretados. Estaba orgullosa de su logro. Por lo pronto, yo creí en él.

—Eso es lo que dicen —respondió Helena—. El problema es que los vulgares chismosos murmurarán que cuando perdiste el control del negocio que tú ayudaste a crear, eso pudo conducirte a la violencia.

—Calumnias. —Lisa descartó la sugerencia con calma. Me pregunté si pondría una demanda, ¿o era tan obstinada que ignoraría esa clase de chismes? Obstinada, decidí. Podía hacer más daño la publicidad de un caso en los tribunales que la dignidad silenciosa. Y de esa manera, nadie podría probar si las habladurías eran verdad o sólo patrañas.

—Desde luego se supone que somos una sociedad paternalista —reflexionó Helena—, pero nuestra historia está escrita por hombres y quizás ellos subestiman el papel que juegan las mujeres en la vida real. Es bien sabido que la emperatriz Livia fue un puntal para Augusto a lo largo de las décadas de su reinado, incluso le dejaba usar su sello en documentos de estado. Y en la mayoría de negocios familiares, marido y esposa juegan un papel idéntico. ¡Incluso en el nuestro, Falco!

Helena podía sonreír, pero el nuestro era un negocio familiar donde el marido sabía cuándo parecer sumiso.

Lisa no dijo nada ante este discurso filosófico.

—Así que —Helena saltó sobre ella con el mismo tono tranquilo en apariencia—, si Vibia hereda el scriptorium, ¿quién se queda con el resto?

Lisa estaba muy enterada de lo que le concernía.

—Oh, bueno, eso se tendrá que confirmar cuando se lea el testamento.

—Una excusa inteligente —dije con sorna—. Estoy seguro de que tú sabes lo que dice.

Lisa sabía cómo ser un junco ante el viento.

—Oh, no puede haber ninguna necesidad para mantenerlo en secreto. El negocio principal se dividirá. A uno de los libertos de mi marido, un sirviente devoto durante muchos, muchos años, en quien confiábamos plenamente para dirigir nuestros asuntos, se le lega una parte.

—Necesitaré su nombre —dije. Lisa hizo un ademán cortés, aunque no se ofreció voluntaria para decírmelo—. ¿Eso dónde deja a Diómedes? —pregunté entonces.

—Mi hijo recibirá algún dinero. Lo suficiente para poder vivir bien.

—¿Según sus aspiraciones? —inquirí con aspereza. Apuesto a que tenían un montón de palabras duras acerca de sus gastos, pero su madre parecía ofendida de que yo lo comentara. Imaginé que sería un holgazán, y ella podía haber deducido lo que yo pensaba—. ¿Está contento con su parte?

—Diómedes ha sido educado para esperar lo que mi marido haya estipulado.

—¿Y tú, Lisa?

—Se reconocerá mi contribución al negocio.

—¿Qué pasa ahora con él? —insistí. Lisa daba rodeos y yo estaba decidido a doblegar su reticencia.

—Crísipo se ha encargado de eso. —La mujer habló como si lo hiciera por Crísipo, el futuro de su negocio era más importante que hacer de la gente felices herederos—. Se transmitirá de una manera que es tradicional en Grecia.

—¿De qué tipo de negocio estamos hablando? —pregunté. Debía de ser algo bueno para referirse a ello con la reverencia que usaba Lisa.

—Del
trapeza
, por supuesto.

—¿El qué? —Reconocí el griego. Sonaba como algo doméstico. Por un segundo se me escapó el significado.

Lisa me miró, con los ojos muy abiertos, como si yo tuviera que saberlo. Tuve una mala sensación que no se desvaneció cuando ella respondió.

—¡Vaya! El Banco Aurelio.

XVIII

Más tarde, en la cama, le dije a Helena:

—¿Alguna vez has ansiado ser una «mujer con independencia» como Junia?

—¿Y dirigir una caupona? —se rió entre dientes—. ¿Con la solemne aprobación de Cayo Baebio?

Moví los pies, no sin esfuerzo. A
Nux
, que debía de dormir en nuestra tercera habitación y vigilar a Julia, le gustaba entrar a hurtadillas y tumbarse a los pies de nuestra cama. Algunas veces la mandábamos de vuelta, pero en la mayor parte de las ocasiones Julia se empinaba por la cuna hasta salir de ella y venía caminando con paso inseguro detrás de la perra, con lo cual acabábamos cediendo.

—Dirigir cualquier cosa. Seguro que podrías igualar a Lisa y fundar tu propio banco.

—¡Nunca tendremos tanto dinero como para eso, Marco!

—¡Ah! Para citar a un excelente filósofo griego: «¿Por qué los banqueros carecen de dinero aunque lo tengan? ¡Sólo tienen el de otra gente!». Ese es Bion.

—Tu favorito, por supuesto. Bion, que dijo: «Todos los hombres son malos». No creo que tuviera razón con eso de que a los banqueros les falta dinero… Así que… un pequeño negocio propio —cavilaba Helena. En la oscuridad no podía distinguir la expresión de su cara—. No; yo ya tengo una vida plena dirigiendo tus asuntos.

—Dicho así da la impresión de que soy como mi padre, con una secretaria que a cada momento lo mantiene donde debe estar.

—Flora regentaba su propia caupona al mismo tiempo. Y no lo hacía mal. Tienes que admitir, Marco, que la taberna tiene su propio carácter truculento. Ha durado muchos años. La gente vuelve de forma habitual.

—A los perros les gusta mearse siempre en la misma columna.

—No creas que tu padre no se da cuenta de tu vida ordenada —dijo Helena, que ignoró mi ordinariez como si supiera que a los informantes no valía la pena reprenderlos—, a pesar de que tú haces todo lo posible para librarte de mis esfuerzos.

—Yo sólo soy un pedazo de arcilla húmeda en tu torno de alfarera… ¿Qué hay de mi padre?

—Fui a verle hoy. Me pidió que me hiciera cargo de los inventarios y las cuentas de Flora. Le dije que no… pero me trajo a la cabeza a Maya. A ella no le dije que tu padre me lo había pedido primero porque a ambos les gustará creer que tomaron la iniciativa. Gémino no explicará que me lo pidió, no es su estilo. Es tan zorro como tú.

—¡Oh, gracias!

—Maya no quiere ser la segunda en dirigir nada, en la medida en que incluso ella pueda saber lo que quiere.

Other books

Master's Flame by Annabel Joseph
3 A Reformed Character by Cecilia Peartree
Intercourse by Andrea Dworkin
Save Riley by Olson, Yolanda
To Love, Honour and Disobey by Natalie Anderson
Tomorrow, the Killing by Daniel Polansky
Sims by F. Paul Wilson
The Live-Forever Machine by Kenneth Oppel