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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (25 page)

BOOK: Odessa
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—Cierto periodista está haciendo indagaciones acerca del paradero y nueva identidad de uno de nuestros camaradas —dijo, a modo de preámbulo. El ejecutor asintió con gesto de comprensión. Ya había oído palabras semejantes en otras ocasiones, cuando empezaban a hablarle de algún trabajito—. En circunstancias normales, nos abstendríamos de intervenir, convencidos de que el periodista se cansaría al ver que no adelantaba nada, o bien porque el hombre objeto de su interés no merecía que nos expusiéramos a gastos y peligros para salvarle.

—¿Y esta vez es diferente? —preguntó Mackensen, con suavidad.

El
Werwolf
asintió con un gesto de pesar que parecía auténtico.

—Por desgracia, así es. Desgracia para ambas partes; para nosotros, por las molestias que nos acarreará; para él, porque le costará la vida. Tal vez, sin proponérselo, ha tocado un punto neurálgico. El hombre al que está buscando es para nosotros de importancia absolutamente vital. Y, por otra parte, el periodista parece ser un personaje inquietante: hábil, inteligente, tenaz y, al parecer, está firmemente decidido a tomar una especie de venganza personal del
Kamerad.

—¿Tiene algún motivo? —preguntó Mackensen.

El
Werwolf
frunció el ceño con evidente perplejidad. Antes de responder, sacudió la ceniza del cigarro.

—No parece lógico; pero sin duda lo tiene —murmuró—. El hombre al que está buscando tiene un pasado que podría suscitar el rencor de los judíos y sus simpatizantes. Mandaba un ghetto en Ostland. Hay personas, sobre todo los extranjeros, que se niegan a aceptar nuestra justificación por lo que allí se hizo. Lo curioso es que este reportero no es extranjero, ni judío, ni de tendencias izquierdistas, ni uno de esos
cowboys
generosos y justicieros que generalmente no pasan de las palabras.

»No; éste es diferente. Es un joven alemán, ario, hijo de un héroe de guerra, sin nada en su pasado que justifique ese odio contra nosotros ni su obsesión por perseguir a uno de nuestros camaradas, a pesar de nuestra advertencia de que abandone el asunto. Me causa cierto pesar ordenar su muerte, pero no hay alternativa. Tengo que hacerlo.

—¿Matarlo?

—Sí, matarlo —confirmó el
Werwolf
.

—¿Dónde está?

—Lo ignoro. —El
Werwolf
pasó a su interlocutor dos folios mecanografiados. —Este es el hombre: Peter Miller, reportero e investigador. Fue visto por última vez en el «Hotel Dreesen» de Bad Godesberg. Ya no está allí, desde luego; pero no es mal lugar para iniciar la búsqueda. También se podría preguntar en su domicilio. Allí está su amiga. Podría usted decir que lo envía una de las grandes revistas para las que él trabaja. Así, si sabe su paradero, tal vez ella se lo revele. Miller tiene un coche muy llamativo. Aquí encontrará todos los detalles.

—Necesitaré dinero —dijo Mackensen. El
Werwolf
, que había previsto la petición, le alargó un fajo de diez mil marcos—. ¿Y las órdenes? —preguntó el asesino.

—Localizar y liquidar —dijo el
Werwolf.

El 13 de enero recibía León, en Múnich, la noticia de la muerte de Rolf Gunther Kolb, acaecida, cinco días antes, en Bremen. Con la carta de su agente del norte de Alemania se acompañaba el permiso de conducir del difunto.

León buscó el número y graduación del individuo en su lista de antiguos miembros de la SS reclamados por la justicia, y comprobó que Kolb no figuraba en ella; luego estuvo un buen rato contemplando la fotografía del permiso de conducir, y tomó una decisión.

Llamó a
Motti
, que estaba de servicio en la centralita telefónica de su lugar de trabajo. Cuando terminó su turno, el ayudante se presentó a él. León le mostró el permiso de conducir de Kolb. —Ese es nuestro hombre —dijo—. Era sargento a los diecinueve años; fue ascendido poco antes de que terminara la guerra. Seguramente andaban ya muy escasos de gente. Kolb y Miller no se parecen en nada. Ni siquiera maquillando a Miller podríamos conseguir un ligero parecido. De todos modos, es un recurso que no me gusta. De cerca, siempre se nota. Sin embargo, la estatura y peso se ajustan a los de Miller. Así, pues, necesitaremos una nueva foto. Eso puede esperar. Para estampillar la foto, nos hará falta una réplica del sello del Departamento de la Policía de Tráfico de Bremen. Encárgate de ello.

Cuando
Motti
hubo salido, León marcó un número de Bremen y dio más instrucciones.

—Muy bien —dijo Alfred Oster a su discípulo—. Ahora empezaremos con las canciones. ¿Sabes la de
Horst Wessel
?

—Sí —dijo Miller—. Era la marcha de los nazis.

Oster tarareó las primeras notas.

—Sí, ahora la recuerdo. Pero no sé la letra.

—Bueno —dijo Oster—. Tendré que enseñarte una docena de canciones, por si te preguntan. Pero ésta es la más importante. Es posible que cuando estés con los
Kameraden
tengas que corearla. Ignorarla, supondría la sentencia de muerte. Vamos, repite:

Las banderas están izadas, las filas, apretadas…

Era el 18 de enero.

Mackensen saboreaba su cóctel en el bar del «Hotel Schweizer Hof» de Múnich, mientras cavilaba acerca de la causa de sus quebraderos de cabeza: Miller, el periodista cuyo rostro y señas personales llevaba grabados en la mente. Mackensen, hombre minucioso, incluso se había puesto en contacto con los principales agentes de «Jaguar» en Alemania Occidental y obtenido folletos de propaganda del «Jaguar XK 150» deportivo, de modo que ya sabía lo que buscaba. Lo malo era que no podía encontrarlo.

La pista que había empezado a seguir en Bad Godesberg lo llevó al aeropuerto de Colonia, donde pudo averiguar que Miller había hecho una visita de treinta y seis horas a Londres en Año Nuevo. Después, él y su coche desaparecieron.

Acudió a su piso, y tuvo ocasión de hablar con la simpática y bonita compañera de Miller, la cual sólo pudo mostrarle una carta, fechada en Múnich, en la que a la informaba de que estaría allí unos cuantos días.

Mackensen llevaba una semana en Múnich, sin haber podido averiguar nada más. Había preguntado en todos los hoteles, aparcamientos públicos y privados, talleres de servicio y surtidores de gasolina. Nada. El hombre al que estaba buscando había desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra.

Al terminar su copa, Mackensen bajó de su banqueta y fue al teléfono para dar su informe al
Werwolf
. Aquél no lo sabía, pero se encontraba a mil doscientos metros del «Jaguar» negro de la raya amarilla, guardado en el garaje de la casa en que León tenía su tiendecita de antigüedades y dirigía su pequeña organización de fanáticos.

En la oficina de registro del Hospital General de Bremen entró un hombre vestido con chaqueta blanca. Llevaba un estetoscopio al cuello, lo cual podía considerarse emblema del interno recién llegado.

—Tengo que ver la ficha médica de un paciente: Rolf Gunther Kolb —dijo a la recepcionista y encargada del archivo.

La mujer no conocía al interno; pero ello no significaba nada. Había docenas de ellos en el hospital. Fue recorriendo los nombres del archivador, hasta encontrar la carpeta en cuya pestaña se leía el nombre de Kolb. La sacó del cajón y la entregó al interno. En aquel momento sonó el teléfono, y la mujer fue a contestar.

El interno se sentó en una de las sillas y hojeó la carpeta. De su contenido se deducía que Kolb sufrió un desmayo en la calle, y una ambulancia lo condujo al hospital. Tras el primer reconocimiento, se diagnosticó cáncer de estómago en fase avanzada y virulenta. Con posterioridad, se decidió no intervenir. Se había aplicado al paciente un tratamiento a base de drogas y, más tarde, calmantes. La ultima hoja de la carpeta decía simplemente:

«El paciente falleció la noche del 8 al 9 de enero. Causas de la muerte: carcinoma del intestino grueso. Sin personas allegadas.
Corpus delicti
entregado al cementerio municipal el 10 de enero.»

Estaba firmado por el médico encargado del caso.

El interno sacó la última hoja de la carpeta y puso en su lugar una que llevaba preparada. Esta decía:

«A pesar del grave estado en que llegó el paciente, el carcinoma respondió a la quimioterapia. El 16 de enero pudo ser trasladado. Por su propia voluntad se le llevó, en ambulancia, a la clínica "Arcadia" de Delmenhorst, para convalecencia.»

La firma era un garabato ilegible.

El interno devolvió la carpeta a la empleada, le dio las gracias con una sonrisa y se fue. Era el 22 de enero.

Tres días después, León recibía un informe que constituía la última pieza de un particular rompecabezas. Un empleado de una agencia de viajes del norte de Alemania le comunicó que cierto panadero de Bremerhaven acababa de confirmar reserva de plazas en un crucero de invierno, para él y su esposa. El matrimonio navegaría por el Caribe durante cuatro semanas y zarpaba de Bremerhaven el 16 de febrero. León sabía que, durante la guerra, aquel hombre había sido coronel de la SS, y después, miembro de ODESSA. Pidió a
Motti
que saliera a comprar un manual de panadería.

El
Werwolf
estaba perplejo. Hacía casi tres semanas que sus agentes en las principales ciudades de Alemania buscaban a un hombre llamado Miller y un «Jaguar» negro deportivo. Se vigilaba el piso y el garaje de Hamburgo, y se había visitado a una señora de Osdorf, que sólo había podido decirles que no sabía dónde estaba su hijo. Se hicieron varias llamadas telefónicas a una muchacha llamada Sigi, en nombre de una importante revista ilustrada que deseaba encargar a Miller un trabajo urgente y remunerador; pero la muchacha tampoco pudo decirles dónde se encontraba su amigo.

También se había preguntado en el Banco de Hamburgo; pero Miller no había cobrado ningún cheque desde el mes de noviembre. En resumidas cuentas, que había desaparecido. Era ya 28 de enero y, muy a su pesar, el
Werwolf
decidió hacer una llamada telefónica. Cogió el auricular y marcó un número.

Media hora después, lejos de allí, en un lugar de alta montaña, un hombre colgó su teléfono y estuvo varios minutos jurando entre dientes. Era la última hora de la tarde del viernes, y acababa de llegar a su residencia de los fines de semana cuando recibió la llamada.

El hombre se acercó a la ventana de su elegante estudio y miró afuera. La luz del interior iluminaba la gruesa capa de nieve que cubría el prado y los primeros abetos del bosque, que se extendía por la mayor parte de la finca.

Siempre había deseado vivir así, en una hermosa casa de las montañas, desde que, siendo niño, durante las vacaciones de Navidad, veía las casas de los ricos en las montañas de los alrededores de Graz. Ahora la había conseguido y le gustaba.

Era mejor que la casa del maestro cervecero en la que se había criado; mejor que la casa que ocupara en Riga durante cuatro años; mejor que la casa de huéspedes de Buenos Aires y mejor que el hotel de El Cairo. Era lo que siempre había querido.

Aquella llamada lo alarmó. No, no había visto a nadie rondar la casa ni la fábrica, y nadie había preguntado por él. ¿Miller? ¿Quién diablos sería Miller? Las seguridades que le habían dado por teléfono, en el sentido de que cierta persona se encargaría del periodista, no acababan de tranquilizarlo. La preocupación de sus colegas ante la amenaza que representaba Miller se manifestaba claramente en su decisión de enviarle un guardaespaldas que le hiciera de chófer y viviera con él hasta nuevo aviso.

Corrió las cortinas del estudio frente a aquel paisaje de invierno. La puerta tapizada impedía que penetraran en la habitación los ruidos de la casa. Sólo se oía el chisporroteo de los troncos de pino en el hogar. El vivo fulgor de las llamas estaba enmarcado por una gran chimenea de hierro con verja en forma de hojas de parra y volutas, uno de los accesorios que había conservado cuando compró y modernizó la casa.

Se abrió la puerta, y su mujer asomó la cabeza.

—La cena está lista —dijo.

—Ya voy, cariño —respondió Eduard Roschmann.

A la mañana siguiente, sábado, la llegada de un grupo procedente de Múnich interrumpió el trabajo de Oster y Miller. En el coche venían León,
Motti,
el chófer y otro hombre que llevaba una maleta negra.

Cuando entraron en la sala, León dijo al de la maleta:

—Sube al cuarto de baño y empieza a preparar tu equipo.

El hombre asintió y se dirigió hacia la escalera. El chófer se había quedado en el coche.

León se sentó a la mesa e invitó a Oster y a Miller a que tomaran asiento frente a él.
Motti
estaba junto a la puerta, con una cámara provista de flash en la mano.

León pasó el permiso de conducir a Miller. El lugar correspondiente a la fotografía estaba en blanco.

—Este es el hombre en el que va usted a convertirse —dijo León—. Rolf Gunther Kolb, nacido el 18 de junio de 1925. Esto significa que cuando terminó la guerra tenía usted diecinueve o veinte años. Y que ahora tiene treinta y ocho. Nació y se crió en Bremen. En 1935, a los diez años de edad, ingresó en las Juventudes Hitlerianas y, en enero de 1944, a los dieciocho, en la SS. Sus padres murieron en Bremen, en 1944, durante un bombardeo.

Miller miraba el permiso de conducir.

—¿Y qué hizo en la SS? —preguntó Oster—. En estos momentos, no sé qué más puedo enseñarle.

—¿Cómo va? —preguntó León, como si Miller no existiera.

—Bastante bien —dijo Oster—. Ayer lo sometí a un interrogatorio de dos horas, y salió airoso. Lo malo es si alguien empieza a hacerle preguntas concretas acerca de su carrera. De eso no sabe nada.

León asintió y estudió unos papeles que había sacado de su cartera.

—No sabemos nada de la carrera de Kolb en la SS —dijo.

No debió ser extraordinaria, ya que no figura en ninguna lista de reclamados, y nadie ha oído hablar de él. En cierto modo, es mejor así, ya que en tal caso es posible que ODESSA tampoco sepa nada. Pero lo malo es que, al no estar perseguido, no tiene motivo para buscar la protección de ODESSA. Por ello hemos tenido que inventarle una carrera. Aquí está.

Pasó las hojas a Oster. Este las leyó y movió la cabeza afirmativamente.

—Está bien —dijo—. Todo se ajusta a los hechos que se conocen. Y sería suficiente para que lo arrestaran si fuese descubierto.

León emitió un gruñido de satisfacción.

—Eso es lo que debe usted enseñarle. A propósito: hemos encontrado a un fiador. Un antiguo coronel de la SS que reside en Bremerhaven embarca para un crucero el 16 de febrero. Ahora es propietario de una panadería. Cuando Miller se presente, que será después del 16 de febrero, llevará una carta firmada por este hombre, en la que se hará constar que Kolb, su empleado, es un auténtico SS y que se encuentra en verdadero peligro. Para entonces, el dueño de la panadería estará en alta mar y no podrá establecerse contacto con él. A propósito —se volvió hacia Miller y le alargó el libro—: Tendrá que aprender el oficio de panadero. Eso ha sido usted desde 1945: oficial panadero.

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