Ojos de agua (21 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: Ojos de agua
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El salón en penumbra olía a la madera que forraba las paredes.

—Tiene que hacer un esfuerzo, señora —el inspector Caldas la instó de nuevo a recordar.

—Ustedes no pueden venir aquí, después de arruinarme la vida, a pedirme esfuerzos —contestó la mujer, atropellándose al hablar—. ¿Qué clase de hombres sin alma son ustedes? Mi marido está en la cárcel por su culpa, va a ser juzgado por crímenes tan horribles que prefiero ni imaginarlos, y tienen el cuajo de venir aquí para refregármelo una y otra vez.

—Es posible que su marido no sea culpable de todos los crímenes de los que le acusan.

—Claro que no, inspector, no es culpable de ninguno de ellos —gimió Mercedes Zuriaga sentándose en un sofá y echándose a llorar desconsoladamente.

Los policías permanecieron en pie, en un respetuoso silencio, dejando que se desahogara. No les agradaba presenciar la transformación sufrida por la señora Zuriaga. No hallaron rastro de la mujer elegante que tan amablemente los había recibido días atrás. La mansión, en un efecto mimético, también había pasado de la actividad constante a una quietud lúgubre, de la luz a las tinieblas.

—Doña Mercedes —fue Rafael Estévez quien le habló—, intente recordar si su marido recibió la visita de Isidro Freire. Tenemos la convicción de que al menos mantuvieron contacto telefónico en días pasados. Puede ser importante para ayudar a su esposo.

—Ya les he explicado que no conozco a ningún Isidro Freire —dijo, mientras enjugaba con el dorso de las manos las lágrimas que le hinchaban los párpados—. Yo nunca he fiscalizado las llamadas de Dimas. No soy una secretaria, soy la esposa del doctor Zuriaga —añadió, en un arrebato de dignidad.

Estévez asintió. Ver a la mujer de Zuriaga en aquellas condiciones era demasiado para el agente. Caldas también sabía que hurgando en la memoria de esos días dolorosos y recientes le produciría un tormento excesivo, pero tenía la necesidad de no dejar resquicios a su conciencia.

—Tuvo que ver o escuchar algo. Freire era un representante de productos sanitarios, se comunicó por teléfono con su marido en varias ocasiones durante los días previos a nuestra visita —el inspector insistía en aquellas llamadas—. Debieron de hablar de productos médicos, probablemente de formol. ¿No oyó nada de esto?

La mujer negó con la cabeza.

—Pudo venir bajo otra identidad —añadió Caldas, buscando una nueva vía para que afloraran los recuerdos de la mujer. Su precipitación había arrastrado a Dimas Zuriaga a un infierno, y pretendía salir de la casa con una esperanza para él—. Alguien tuvo que pasar por aquí en las semanas pasadas.

Mercedes Zuriaga estalló en sollozos.

—Sí, ustedes. Ustedes dos que irrumpieron en nuestra casa para destrozarnos la vida a mi marido y a mí —necesitó una pausa para tomar aliento—. Han destruido una familia, agentes. ¿Saben lo qué es eso? ¿Tienen la menor idea de lo que la palabra familia significa? —la mujer volvía a gemir amargamente, ocultando el rostro desencajado entre sus largas manos abiertas—. Son ustedes unos cerdos.

Rafael Estévez le ofreció su pañuelo mientras con los ojos imploraba al inspector que dejase a la mujer tranquila. Leo Caldas se rindió y depositó su tarjeta sobre una de las mesas bajas del inmenso salón.

—Doña Mercedes, está bien. Vamos a volver a la comisaría. Le dejo aquí mi teléfono. Si recordase algo, haga el favor de llamarme.

—Les acompaño hasta la puerta —dijo Mercedes Zuriaga, secándose las lágrimas con el pañuelo del agente Estévez.

—No hace falta, doña Mercedes —le pidió el agente.

La mujer obvió la respuesta del policía, se puso en pie y los condujo por un corredor hasta la imponente puerta de la entrada.

—Adiós, inspector Caldas —musitó sin tenderle la mano—. Espero no volver a verle nunca más.

Mercedes Zuriaga abrió la puerta y por ella se coló, empapado de lluvia, un perro pequeño de pelaje negro y rizado. El animal echó a correr pasillo adelante para después dar media vuelta y embestir contra los pies de Rafael Estévez.

—¡Pipo, Pipo! ¡Sal de la casa ahora mismo! —le gritó al animal la mujer del doctor Zuriaga.

El agente Estévez, con los ojos tan sorprendidos que parecían ir a salírsele de las órbitas, contemplaba al perrillo de Isidro Freire afanándose en mordisquear los cordones de sus zapatos.

Leo Caldas se volvió hacia la esposa del doctor.

—¿Dónde está Isidro Freire, señora?

—No sé de quien me está hablando —respondió la mujer, sujetando la puerta para dejarles salir—. Ahora, si me disculpan…

—¿Dónde? —volvió a preguntar Caldas, sin moverse.

—¿Es que usted no respeta nada? —le recriminó ella, prorrumpiendo nuevamente en sollozos—. Ya le he dicho que no sé quién es ese hombre, inspector.

Leo Caldas no se inmutó.

—Lo sabe perfectamente, señora Zuriaga: Isidro Freire es el vendedor de Riofarma, el dueño de ese perro —dijo, señalando al pequeño Pipo.

—Eso no es posible —balbuceó ella, entre lágrimas.

—Acabe ya con esta farsa —le ordenó secamente Caldas—. Puede que el doctor no sea un marido ejemplar, pero no es un asesino —dijo, acercándose a ella—. Por favor acompáñenos a comisaría, tiene usted muchas cosas que explicar.

Mercedes Zuriaga dejó de gemir, y Leo Caldas vio sus ojos volverse de hielo al clavarse en él.

Cuando, de camino al coche, insistió en conocer el paradero de Isidro Freire, la mujer señaló en dirección a la mar.

—Abajo, en el barco, muerto de miedo.

El inspector indicó a Estévez que fuese a buscarlo, y Mercedes Zuriaga añadió con desprecio:

—Es otro blando, como Dimas. Todos son unos blandos.

Motivo:

1. Que mueve o es capaz de mover. 2. Causa que determina la existencia de una cosa o la manera de actuar de una persona. 3. Forma o figura que se repite como elemento decorativo. 4. Melodía o idea fundamental de una composición musical que se va repitiendo y desarrollando de distintas formas a lo largo de toda la composición.

Durante el interrogatorio, Mercedes Zuriaga relató como, tras un noviazgo breve, había abandonado su trabajo de enfermera para convertirse en la esposa del doctor Zuriaga, viéndose súbitamente rodeada de mayor opulencia de la que nunca había soñado.

Sin embargo, después de unos comienzos apasionados, las interminables jornadas en la fundación fueron diluyendo el ardor de su marido hasta que su matrimonio quedó convertido en poco más que una convivencia amable. Mercedes se resignaba a las ausencias de Dimas y a su falta de afecto, pues, pese no disfrutar un amor pleno, persistía en ella una profunda admiración por su esposo.

Narró como, a lo largo de dos décadas, siempre había respetado que el doctor prefiriese el disfrute intelectual al físico. Pero comenzó a recelar cuando, tres años atrás, advirtió que él cuidaba más su aspecto y que, sin ella demandárselo, excusaba sus demoras al regresar del trabajo. Mercedes sospechó entonces que podía estar viéndose con otra mujer y decidió averiguar si sus recelos eran fundados. Sin embargo, descubrió con sorpresa que el motivo de aquellos pretextos era un hombre: Luis Reigosa, un saxofonista que vivía en la isla de Toralla.

Ella se mantuvo a la expectativa durante meses, hasta que comprobó que Dimas no pretendía abandonarla. Entonces resolvió continuar adelante como si nada sucediese, pues, en cierto modo, ya había perdido a su marido mucho tiempo atrás. Sin embargo, se prometió que no se vería desplazada de su vida después de tantos años de renuncias.

Pasada la primera etapa de conmoción, Mercedes comenzó a navegar más a menudo, y así conoció a Isidro Freire, un apuesto joven aficionado a la vela al que, como bálsamo para su frustración, convirtió en su amante. Utilizando su influencia, le proporcionó un trabajo en Riofarma, un laboratorio cercano proveedor del hospital de su marido.

El tiempo fue pasando hasta que, unas semanas atrás, encontró en el ordenador portátil del doctor un mensaje que contenía fotografías extorsionadoras. Al leer el correo electrónico comprendió que cabía la posibilidad de que su esposo se viese obligado a elegir y la abandonase por Reigosa.

Desde que había conocido la relación de su marido con el músico, en muchas ocasiones había especulado con el modo de ponerle fin en caso de que las circunstancias lo hiciesen necesario. Se convenció de que, para protegerse, la mejor solución era hacer desaparecer a Reigosa y que todos los indicios señalasen a Dimas como autor del crimen. Para ello el asesinato tendría que realizarse con el ensañamiento de un crimen pasional y, al mismo tiempo, parecer obra de un médico. Una tarde, tumbada con su amante en la cubierta del barco, hojeando el catálogo de Riofarma encontró la manera en las precauciones que exigía uno de los productos.

Con voz fría, explicó que su primer movimiento fue seguir a su marido el día que debía pagar el chantaje, decidida a no permitir que la extorsión precipitase los acontecimientos. Vio a Dimas dejar entre unos arbustos la bolsa con la cantidad demandada. Ella aguardó escondida y abordó al joven que se acercó a recoger el dinero, Orestes Rial, haciéndole saber que estaba al tanto de la extorsión y que podía denunciarlo en cualquier momento. El joven, tremendamente asustado, se comprometió a no enviar más mensajes a cambio del silencio de Mercedes Zuriaga, así como a avisarla en el caso de que alguien se le acercase interesándose por el doctor o por su amante.

Mercedes volvió a casa y, con la promesa de compartir la inmensa fortuna del doctor, convenció a Isidro Freire para que sedujese al saxofonista. Decidieron intentarlo en cuanto hubiese una noche de lluvia, y les salió bien a la primera. Ella sabía que a veces Reigosa buscaba relaciones rápidas con hombres, a los que sus ojos color de agua resultaban irresistibles. La noche señalada fue una de ellas, el músico buscaba compañía e Isidro Freire estaba en el Idílico, dejándose querer y haciéndose llevar al apartamento de la isla de Toralla.

Ya en el dormitorio, fingiendo pasión, Freire ató al músico al cabecero de la cama, le tapó la boca y bajó a abrir la puerta a Mercedes Zuriaga, quien había accedido a la isla por mar.

Ella entró en el dormitorio con las manos protegidas por guantes e inyectó formol en el pene del músico, al que Freire, pese a la turbación que le producía la escena, hubo de sujetar las piernas para impedir que se moviese. Luego, siguiendo con su minucioso plan, Mercedes Zuriaga dejó un libro de Hegel, con una frase referida al dolor y al arrepentimiento subrayada levemente, junto al lecho del agonizante Reigosa, que se retorcía por el sufrimiento atroz que le causaba el formol al extenderse en el interior de su cuerpo.

Isidro Freire, reprimiendo las náuseas, se aplicó en borrar todas las huellas del dormitorio. Su cómplice se encargó de las del piso superior del dúplex, pero deliberadamente dejó sin limpiar las copas de ginebra en las que habían bebido Reigosa y Freire. Mercedes Zuriaga se aseguraba así el control sobre su amante en el caso de dudas, traiciones futuras o, simplemente, cuando ella decidiera reemplazarlo por otro.

La mujer se alejó de la isla de Toralla en su velero, amparada en la oscuridad de la noche. Él lo hizo en el coche de Reigosa, que abandonó en un monte solitario tras prenderle fuego.

Al día siguiente, en su visita diaria por motivos profesionales a la Fundación Zuriaga, Isidro Freire llamó a Onda Vigo desde uno de los teléfonos del vestíbulo con la intención de participar en
Patrulla en las ondas
. En cuanto estuvo en antena, leyó en dos ocasiones la frase que había sido subrayada en el libro de Hegel. Después colgó.

Sólo había que esperar a que, una vez examinado el libro, Leo Caldas, el famoso patrullero, recordara aquella llamada enigmática a su programa, atara cabos, y relacionase el crimen con la Fundación Zuriaga, y a su esposo con el saxofonista. Luego, con Reigosa muerto y su marido preso y repudiado por la sociedad, podría disfrutar de la fortuna de los Zuriaga.

Sin embargo, una tarde Isidro Freire telefoneó en varias ocasiones a su domicilio. Estaba asustado porque dos policías le habían visitado en el laboratorio haciéndole preguntas acerca del formol. A la mañana siguiente, cumpliendo su parte del pacto, Orestes Rial dio aviso de que dos agentes habían tratado de averiguar si conocía al doctor y a Reigosa. El chantajista había conseguido quitárselos de encima posponiendo su charla hasta la tarde siguiente.

Los perros no habían encontrado el cebo, por el contrario seguían una pista demasiado peligrosa.

Después de la visita de esos mismos policías a su propio hogar, Mercedes Zuriaga se convenció de la necesidad de callar para siempre a Orestes Rial. No podía dejar que el pinchadiscos la comprometiera, y se presentó en su casa con la excusa de entregarle una gratificación por la confidencia.

El chico, que a esas horas aún dormía, tras levantarse a abrir la puerta se excusó para ir a orinar. Mercedes Zuriaga buscó una almohada con la que amortiguar el disparo y siguió a Orestes en su camino adormilado hasta el cuarto de baño. Se cubrió la mano que empuñaba la pistola con un guante de látex y encima de éste se colocó otro, uno usado que había recogido en la papelera del despacho de su marido. Al salir a la calle, antes de volver a casa, dejó el guante con los restos orgánicos de su esposo allí donde pensó que la policía buscaría en primer lugar.

La semilla estaba en el suelo. Sólo faltaba el agua para que el árbol se desarrollara y ella pudiese gozar para siempre de sus frutos.

—Lástima de perro —dijo Leo Caldas, recordando que nada habría descubierto sin la aparición del pequeño Pipo.

—No, inspector Caldas —le corrigió Mercedes Zuriaga—, lástima de hombres.

Claro:

1. Bañado de luz. 2. Limpio, puro, desembarazado. 3. Transparente y terso. 4. Más ensanchado o con más espacios e intermedios de lo regular. 5. Dicho de un color: no subido o no muy cargado de tinte. 6. Dicho de un sonido: neto y puro y de timbre agudo. 7. Inteligible, fácil de comprender. 8. Evidente, cierto, manifiesto.

Caldas caminó bajo la lluvia impenitente. Pasaban de las once de la noche cuando concluyeron las declaraciones de la señora Zuriaga e Isidro Freire.

El inspector decidió acudir al bar del casco viejo por tercera vez. No quería acercarse a la soledad de su casa. Necesitaba olvidar el rostro desconcertado de Dimas Zuriaga cuando, con los ojos turbios, había aceptado sus disculpas.

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