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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (46 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¡Y todo en dos meses! —murmuró Bumble, presa de lúgubres ideas—. ¡Dos meses! ¡Dos meses atrás era yo dueño absoluto, no ya sólo de mi persona, sino también de todo aquel que tuviera algo que ver con el hospicio-asilo parroquial; y ahora ...!

¡Aquello era demasiado! El señor Bumble obsequió con un tirón de orejas brutal al muchacho que se adelantó a abrirle la puerta, y salió a la calle.

Nervioso, agitado, recorrió calle tras calle hasta que el ejercicio calmó la primera explosión de su dolor, después de lo cual, la revulsión de sus sentimientos despertó en él una sed rabiosa. Pasó sin detenerse frente a varias tabernas, y al fin encontró una en cuyo interior, según pudo observar mirando recatadamente por la ventana, no había más que un parroquiano. La lluvia, que principió a caer en aquel momento, acabó de decidirle. Entró; y al cruzar frente al mostrador, mandó que le sirviesen algo de beber y se dirigió a la sala que había reconocido desde la calle.

El individuo que allí encontró era moreno, alto y usaba capa. Tenía trazas de extranjero y parecía, a juzgar por el cansancio que revelaba su expresión y por el polvo que cubría su vestido, que acababa de hacer un largo viaje. Dirigió una mirada oblicua a Bumble al entrar éste, y apenas si se dignó contestar con una inclinación de cabeza al saludo que el ex bedel le dirigió.

La desatención no afectó gran cosa a Bumble, quien tomó asiento, bebió sin despegar los labios el vaso de ginebra mezclado con agua que le sirvieron, y comenzó a leer el periódico con aire de suprema dignidad.

Ocurrió, sin embargo, lo que casi siempre ocurre cuando se encuentran dos hombres desconocidos en circunstancias análogas, es decir, que el señor Bumble, de vez en cuando, sentía comezón irresistible de mirar furtivamente a su compañero de taberna, y cuantas veces cedía a la tentación, había de bajar los ojos con cierta confusión, porque encontraba fija en él la mirada del desconocido. Vino a aumentar la torpeza y azoramiento del señor Bumble la expresión peculiar de los ojos del desconocido, brillantes y de mirar perspicaz, pero a la par reflejando recelos y desconfianzas.

Varias veces se habían tropezado las miradas de entrambos, cuan el desconocido preguntó con voz dura y aguardentosa:

—¿Me buscaba usted por ventura cuando asomó las narices por la ventana?

—Que yo sepa, no; a no ser que sea usted el señor...

Bumble, que sentía curiosidad por conocer el nombre del desconocido calló, esperando que aquél, en su impaciencia, completaría la frase.

—Veo que no me buscaba a mí —contestó el desconocido con expresión irónica—; pues de buscarme mí, conocería mi nombre. Ignora usted quién soy, y le aconsejo que intente averiguarlo.

—No es mi intención hacer a usted daño alguno, joven —dijo Bumble con expresión de gran majestad.

—Ni sé que me haya hecho ninguno —replicó el desconocido.

Siguió una pausa, que al cabo un rato interrumpió otra vez el desconocido.

—Si no me equivoco, no es esta vez primera que le he visto a usted. Vestía usted otro traje y no le vi más que al paso en la calle, un segundo, pero no necesito más para recordarle. Era usted bedel; ¿es cierto?

—En efecto —respondió Bumble sin poder ocultar su sorpresa—; bedel del parroquial.

—Eso es; y ahora, ¿qué es usted?

—Director del hospicio-asilo —contestó Bumble con acento de solemnidad, a fin de poner coto a familiaridades posibles del desconocido—. Director del establecimiento joven.

—No dudo que velará por sus intereses con tanto celo como siempre —repuso el desconocido, dirigiendo a Bumble una mirada penetrante—. No tenga reparo en contestarme con franqueza absoluta, buen hombre que le conozco perfectamente.

—Siempre he creído que un hombre casado —contestó Bumble, colocando sobre los ojos una mano a guisa de pantalla y examinando con inquietud visible de pies a cabeza a su interlocutor—, debe estar tan atento a ganarse honradamente un chelín como cuando era célibe. No están tan bien retribuidos los funcionarios parroquiales para que desdeñen un sobresueldo, siempre que se les ofrezca ocasión de ganarlo decente y honradamente.

Sonrió el desconocido e hizo un movimiento de cabeza que parecía significar que no se había engañado, y llamó seguidamente.

—Llene usted ese vaso de algo que sea fuerte —dijo, alargando el de Bumble al mozo que acudió al llamamiento—. ¿No es así como le gusta?

—Demasiado fuerte no —contestó Bumble, tosiendo ligeramente.

—¿Me has oído, muchacho? —preguntó el desconocido con sequedad.

Sonrió el mozo, desapareció, y un momento después volvía con un líquido cuyo primer sorbo hizo saltar las lágrimas a Bumble.

—Présteme usted atención —dijo el desconocido, después de haber cerrado la puerta y la ventana de la estancia—. Vine hoy a esta población con objeto de buscarle a usted, y por una de esas casualidades que el diablo depara algunas veces a sus amigos, llega usted a esta taberna cuando más pensaba yo en su persona. Necesito que me facilite usted unos datos que, aun cuando apenas si tienen importancia, estoy dispuesto a pagarle. Tome usted esto para hacer boca.

Acompañando la acción a la palabra, alargó a su interlocutor dos soberanos en forma recatada, cual si deseara que el retintín de las monedas no llegase fuera. Luego que Bumble las hubo examinado diligentemente para cerciorarse de que eran de buena ley y guardado en el bolsillo, prosiguió el desconocido:

—Dirija usted una mirada retrospectiva... evoque recuerdos pasados... ¡A ver!... ¡A ver!... Doce años hizo el invierno pasado...

—Larga es la fecha —contestó Bumble—; pero no importa.

—La acción tiene lugar en un hospicio-asilo.

—Muy bien.

—Es de noche.

—Adelante.

—Y la escena, esas huroneras repugnantes donde mujeres sin ventura dan vida y salud... de que ellas carecen las más de las veces, echando al mundo niños destinados a pesar sobre la parroquia y yendo a ocultar su vergüenza... ¿para qué servirá la vergüenza? yendo a ocultar su vergüenza a la sepultura.

—Si no entiendo mal, se refiere usted a la sala de partos.

—Sí. En esa sala nació un niño.

—En esa sala han nacido muchos niños —replicó Bumble.

—¡Me importa un comino todos los diablillos que allí hayan nacido! —exclamó con impaciencia el desconocido—. Hablo de uno determinado, de un cachorro de aspecto manso y cara pálida, que fue aprendiz de un fabricante de ataúdes... ¡Lástima que no hubiera fabricado uno para el aprendiz y encerrado dentro su maldito cuerpo!... y de quien se supone que al cabo de algún tiempo huyo a Londres.

—¡Habla usted de Oliver... de Oliver Twist! —exclamó Bumble—. Le recuerdo perfectamente, claro. ¡Pillete! más testarudo no lo he visto en los días de mi vida!

—Tampoco me interesa saber nada de lo que usted pueda decirme a su propósito, pues he oído hablar de él más de lo que quisiera —replicó el desconocido interrumpiendo la letanía de atrocidades que se disponía a decir del pobre Oliver.

—Se trata de una mujer: de la bruja que cuidó a su madre. ¿Dónde está?

—¿Qué dónde está? —preguntó con aire socarrón Bumble—. Ha debido quedar cesante, pues en el lugar al que fue no ejercen funciones las parteras.

—¡Hable usted claro! —¿Qué quiere decirme?

—Que murió el invierno pasado.

Clavó el desconocido sus miradas en Bumble al oír la respuesta anterior, y aunque sus ojos persistieron un buen rato sin variar de dirección, la mirada fue perdiendo gradualmente expresión hasta quedar como perdida. El interlocutor de Bumble pareció sumirse en hondas cavilaciones, sin que de su expresión fuera fácil colegir si la noticia le alegraba o le contrariaba, pero al fin respiró con mayor libertad, animóse su mirada, dijo que aquello era demasiado poco y se levantó como con ánimo de marcharse.

Era Bumble sobrado ladino para comprender que se le venía a las manos una ocasión de sacar buen partido del secreto que poseía su cara mitad. Recordó inmediatamente la noche en que murió la vieja Sara, y a fe que tenía motivos poderosos para recordarla, pues fue la de feliz recordación en que declaró sus ansias amorosas a la señora Corney. Nunca había llevado la dama su confianza hasta el punto de alzar el velo que ocultaba una escena de la que fuera ella el único testigo, pero sí dicho algunas palabras que indicaban que la vieja enfermera del establecimiento había revelado algo relacionado con la madre de Oliver Twist. Para Bumble fue obra de un momento acoplar los datos y reunir los recuerdos, hecho lo cual, manifestó con aire misterioso al desconocido que conocía a una mujer que estuvo encerrada con la bruja en cuestión momentos antes de su muerte y que casi se atrevía a asegurar que la referida mujer podría arrojar alguna luz sobre el punto que deseaba investigar.

—¿Cómo puedo encontrar a esa mujer? —preguntó el desconocido, olvidando su reserva y evidenciando palpablemente que la noticia había despertado de nuevo su temor.

—Únicamente por mediación —contestó Bumble.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—A las nueve de la noche puso el desconocido, sacando pedazo de papel y escribiendo unas señas con mano agitada—. A las nueve de la noche tráigala usted al sitio indicado en este papel. No necesito recomendar a usted el secreto pues se lo recomienda su propio interés.

Dichas las anteriores palabras, encaminóse a la puerta, después detenerse frente al mostrador tiempo necesario para pagar el consumo hecho, y seguidamente, luego que manifestó a Bumble que los caminos que debían seguir respectivamente eran diferentes, marchó sin más ceremonias.

El funcionario parroquial vio que se le citaba en un paraje solitario, en una casa sita a orillas del río pero sin que en las señas que en mano conservaba constase el nombre del sujeto de quien acababa despedirse. Como éste se había alejado poco, corrió en su alcance.

—¿Qué quiere usted? —preguntó el desconocido, volviéndose bruscamente al sentir que Bumble le tocaba en un hombro—. ¡Me está siguiendo!

—Para hacerle una pregunta, —contestó Bumble mostrando el pedazo de papel—. ¿Por quién he preguntar?

—¡Por Monks! —respondió desconocido, alejándose precipitadamente.

Capítulo XXXVIII

Hace historia de lo que pasó entre el matrimonio Blumble y Monks en la entrevista nocturna

Era una noche de verano calurosa, obscura, nublada. Las nubes, que durante el día habían amenazado tormenta, esparcidas por el cielo en forma de espesas y pesadas masas de vapor, enviaban a la tierra resecada anchas gotas de agua que parecían presagio de una tormenta deshecha. No convidaba a pasear la noche; pero, esto no obstante, el matrimonio Bumble se había lanzado a la calle y se dirigía, después de dejar la calle principal de la población, hacia un caserío ruinoso, distante sobre milla y media del núcleo de aquélla, emplazado en un terreno pantanoso y malsano, a orilla del río.

Ambos vestían trajes muy usados y deteriorados que quizá obedecían al objetivo doble de defenderse contra la lluvia y de burlar la observación de que pudieran hacerles objeto. Llevaba el marido una linterna, de la que no salía un solo hilo de luz, y caminaba delante, sin duda para preparar el camino a su mujer, pues, como más que camino, parecía lodazal inmundo, no dejaba de ser una ventaja poder sentar sus pies sobre las anchas pisadas que aquél iba dejando. Caminaban sin pronunciar palabra. De tanto en tanto moderaba el paso el señor Bumble y volvía la cabeza para asegurarse de que su cara mitad le seguía, y al ver que la llevaba pegada a los talones, aumentaba la velocidad de la marcha. Ambos se aproximaban por momentos al término de su expedición.

No era el objetivo de su viaje uno de esos lugares de reputación dudosa, pues desde antiguo se le conocía generalmente como cuartel general de los rufianes de más baja ralea, guarida de los criminales más peligrosos y centro de las gentes de pésima condición que, pretextando vivir de su trabajo, tenían como principal recurso el robo y el crimen. El caserío lo formaban una colección de míseras barracas, construidas unas a la ligera con ladrillos sueltos, y con maderas viejas otras, sin orden alguno, y emplazadas, en su mayor parte, a muy pocos pies de distancia de la orilla del río. Algunos botes averiados, medio hundidos en el fango y sujetos a la especie de muelle que bordeaba el lodazal, juntamente con algún que otro remo o cable, parecían indicar a primera vista, que los moradores de aquellos parajes tenían sus ocupaciones en el río; pero bastaba dirigir una mirada a los diversos objetos allí expuestos para adivinar, sin grandes esfuerzos de imaginación, que aquellos utensilios inútiles y fuera de servicio, más que para ser empleados en algo, estaban allí para salvar las apariencias.

En el centro de aquella agrupación monstruosa de covachas, a la orilla misma del río, alzábase un gran caserón, fábrica de algo en tiempos mejores, donde probablemente encontrarían ocupación los habitantes del caserío. Su estado ruinoso databa ya de mucho tiempo. Las ratas, los gusanos y la acción de la humedad habían debilitado y podrido los pies derechos de madera que al edificio servían de cimientos, y gran parte de aquél se habían venido abajo y estaba sumergida en el agua. La que conservaba su posición... bastante modificada, pues presentaba una inclinación decidida sobre el río, parecía no esperar más que una ocasión favorable para seguir el ejemplo de la parte desaparecida, compartiendo su suerte.

Frente a este edificio en ruinas es donde fueron a detenerse los dignos paseantes nocturnos, precisamente cuando el trueno comenzaba a retumbar a lo lejos y la lluvia a caer con fuerza.

—Debe ser por aquí —dijo Bumble, consultando el pedazo de papel que llevaba en la mano.

—¿Quién va? —preguntó una voz.

Bumble alzó la cabeza y vio a un hombre asomado a una ventana del segundo piso.

—¡Esperen un momento! —repuso la voz—. Bajo enseguida.

El hombre desapareció por la ventana cerrando las maderas de la misma.

—¿Es ése el que buscamos? —preguntó la dulce compañera de Bumble.

—Sí.

—Entonces, ten muy presente lo que voy a recomendarte —dijo la dama—. Habla todo lo menos que te sea posible, pues de lo contrario, vas a vendernos a las primeras palabras.

Bumble, que no cesaba de dirigir al edificio miradas de inquietud, se disponía probablemente a manifestar sus dudas acerca de la conveniencia de seguir la aventura, cuando se lo impidió la presencia de Monks, quien apareció en la puerta y les indicó que pasaran.

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