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Authors: Dan Simmons

Olympos (3 page)

BOOK: Olympos
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Helena no iba a escapar. El balcón de la muralla del templo de Zeus sólo tenía una escalera que condujera a ese patio. Ella podía entrar en el templo, pero él podía seguirla, acorralarla allí. Menelao sabía que la mataría antes de ceder al ataque de docenas de airados troyanos, incluido Héctor, que dirigía la procesión funeraria que aparecía en aquel momento. Luego aqueos y troyanos se enzarzarían de nuevo en una guerra entre sí, olvidando su loca lucha contra los dioses. Naturalmente, Menelao perdería sin ninguna duda la vida si la guerra de Troya recomenzaba en aquel mismo lugar, aquel mismo día, como la perderían Odiseo, Diomedes y tal vez incluso el invulnerable Aquiles, ya que sólo había treinta aqueos en el funeral del cerdo de Paris, y miles de troyanos en el patio y las murallas y agrupados entre los aqueos y las puertas Esceas que tenían detrás.

«Merece la pena.»

Este pensamiento cruzó la mente de Menelao como la punta de una lanza. «Merece la pena, cualquier precio merece la pena por matar a esa perra infiel.» A pesar del clima (era un día de invierno, fresco y gris), el sudor le corría por debajo del casco, chorreaba por su corta barba roja y le goteaba sobre el peto de bronce. Había oído ese goteo, ese sonido de las salpicaduras contra el metal muchas veces, por supuesto, pero siempre era de sangre de sus enemigos manchando su armadura. La mano derecha de Menelao agarraba la empuñadura de su espada repujada de plata con ferocidad.

«¿Ahora?»

«Ahora no.»

«¿Por qué no ahora? Si no ahora, ¿cuándo?»

«Ahora no.»

Las dos voces que discutían dentro de su dolorido cráneo (ambas suyas, puesto que los dioses ya no le hablaban) estaban volviendo loco a Menelao.

«Espera a que Héctor encienda la pira funeraria y actúa entonces.»

Menelao parpadeó para apartarse el sudor de los ojos. No sabía qué voz era ésta, si la que lo urgía a la acción o la que cobardemente lo instaba a la contención, pero estuvo de acuerdo con la sugerencia. La procesión funeraria acababa de entrar en la ciudad por las enormes puertas Esceas. Traían el cadáver calcinado de Paris (oculto ahora bajo una mortaja de seda) al patio central de Troya, donde esperaban filas y filas de dignatarios y héroes, mientras las mujeres, Helena incluida, lo observaban todo desde el balcón superior. En cuestión de minutos, el hermano mayor del muerto, Héctor, prendería fuego a la pira y toda la atención se desviaría hacia las llamas que devorarían el cuerpo ya quemado. «Un momento perfecto para actuar: nadie reparará en mí hasta que mi hoja esté a un palmo del traicionero pecho de Helena.»

Tradicionalmente, los funerales por miembros de la familia real, como Paris, hijo de Príamo, uno de los príncipes de Troya, duraban nueve días. Muchos de esos días se dedicaban a los juegos funerarios: carreras de carros, competiciones atléticas y competiciones de tiro de lanza. Pero Menelao sabía que los nueve días de rigor desde que Apolo había convertido a Paris en un tizón se habían invertido en el largo viaje de carros y leñadores hacia los bosques que todavía quedaban en el monte Ida, a muchos kilómetros al sureste. Los pequeños seres-máquina llamados moravecs habían sido requeridos para acompañar con sus moscardones y artilugios mágicos a los leñadores y proporcionarles campos de fuerza como defensa contra un eventual ataque de los dioses. Y los dioses habían atacado, naturalmente. Pero los leñadores habían hecho su trabajo.

Al décimo día la madera estaba ya en Troya, lista para la pira, aunque Menelao y muchos de sus amigos, incluso Diomedes, que estaba de pie junto a él formando parte del contingente aqueo, pensaban que quemar el putrefacto cadáver de Paris en una pira funeraria era un absoluto desperdicio de buena leña, ya que tanto la ciudad de Troya como los muchos campamentos aqueos situados a lo largo de la orilla llevaban muchos meses sin troncos para encender las hogueras, tan agotados estaban los matorrales y antiguos bosques que rodeaban a la propia Ilión después de diez años de guerra. El campo de batalla estaba lleno de tocones. Incluso las ramitas habían sido saqueadas hacía mucho. Los esclavos aqueos cocinaban para sus amos con hogueras de estiércol, cosa que no mejoraba ni el sabor de la carne ni el agrio estado de ánimo de los guerreros aqueos.

Abriendo el cortejo funerario hacia Ilión iba una procesión de carros troyanos en fila de a uno. Los cascos de los caballos, forrados de fieltro negro, apenas hacían ruido sobre las anchas losas de la vía y la plaza de la ciudad. Montando aquellos carros, en silencio junto a sus aurigas, iban algunos de los más grandes héroes de Ilión, guerreros que habían sobrevivido a más de nueve años de la guerra original y a ocho meses de la guerra aún más terrible contra los dioses. El primero, Polidoro, también hijo de Príamo, iba seguido por el otro hermanastro de Paris, Méstor. El siguiente carro traía a Ifeo, el aliado troyano, y luego venía Laodoco, hijo de Antenor. Detrás, en su propio carro con incrustaciones de piedras preciosas iba el viejo Antenor en persona, entre los guerreros, como siempre, en vez de estar en la muralla, con los ancianos; lo seguían el capitán Polifetes y el famoso auriga de Sarpedón, Trasmelo, en lugar del propio Sarpedón, comandante de los licios, muerto a manos de Patroclo meses antes, cuando los troyanos todavía combatían a los griegos en vez de a los dioses. Luego venía el noble Pilartes; naturalmente, no el troyano a quien mató Áyax
el Grande
justo antes de que empezara la guerra contra los dioses, sino el otro Pilartes, el que tan a menudo combatía junto con Elaso y Mulio. En la procesión iban también el hijo de Megas, Perimo, además de Epistor y Melanipo.

Menelao reconoció a todos esos hombres, esos héroes, esos enemigos. Había visto sus rostros contorsionados y ensangrentados bajo los cascos de bronce un millar de veces al otro lado del letal espacio formado por las lanzas y las espadas que lo separaba de sus dos objetivos: Ilión y Helena.

«Está a quince metros de distancia. Y nadie espera mi ataque.»

A la cola de los silenciosos carruajes, algunos jóvenes conducían los animales para sacrificar: diez de los segundos mejores caballos de Paris y sus perros de caza, docenas de gruesas ovejas (un sacrificio considerable, ya que la lana y la carne escaseaban bajo el asedio de los dioses) y algunos toros viejos y tambaleantes de cuernos torcidos. El ganado no iba a ser sacrificado a los dioses (¿a quién había que sacrificarlos ahora que los dioses eran enemigos?), sino para que la pira funeraria ardiera más y mejor con su grasa.

Tras los animales para el sacrificio desfilaba la infantería de Troya, millares de hombres con pulidas armaduras en aquel oscuro día de invierno, fila tras fila de ellos desde las puertas Esceas hasta las llanuras de Ilión. En medio de esta masa de hombres avanzaba el catafalco de Paris, transportado por doce de sus camaradas más íntimos, hombres que hubiesen dado su vida por el segundo hijo de Príamo y que lloraban mientras llevaban el enorme palanquín.

El cadáver de Paris estaba cubierto por una mortaja azul, que a su vez ya cubrían miles de mechones de pelo, símbolo de duelo por parte de los hombres de Paris y sus parientes, ya que Héctor y sus familiares más cercanos se cortarían el pelo cuando encendieran la pira. Los troyanos no les habían pedido a los aqueos que contribuyeran con mechones al duelo, y si lo hubieran hecho (y si Aquiles, el principal aliado de Héctor en esos días de locura hubiera transmitido la petición, o peor aún, hubiera dado a sus mirmidones la orden de acatarla) Menelao habría liderado en persona la revuelta.

Menelao deseaba que su hermano Agamenón estuviera presente. Agamenón siempre parecía acertar el curso de acción. Agamenón era su auténtico líder argivo, no aquel usurpador, Aquiles; mucho menos ese bastardo troyano, Héctor, que presumía de dar órdenes a argivos, aqueos, mirmidones y troyanos por igual. No, Agamenón era el verdadero jefe de los griegos, y si hubiese estado allí, hubiera impedido a Menelao que atacara a Helena o se hubiese unido a él en la muerte llevando a cabo el intrépido ataque. Pero Agamenón y quinientos de sus leales habían dirigido sus negras naves de vuelta a Esparta y las islas griegas hacía siete semanas, y se esperaba que estuviesen fuera otro mes por lo menos, en teoría para buscar nuevos reclutas para la guerra contra los dioses, pero, en realidad, para reclutar en secreto nuevos aliados para una revuelta contra Aquiles.

Aquiles. Allí estaba aquel monstruo traidor, caminando apenas un paso por detrás del lloroso Héctor, que caminaba tras el catafalco sosteniendo en sus dos enormes manos la cabeza del hermano muerto.

Al ver a Héctor y el cadáver de Paris, un gran gemido escapó de las gargantas de los miles de troyanos congregados en las murallas y la plaza. Las mujeres que estaban en las terrazas y la muralla (las plebeyas, no las de la familia real de Príamo ni Helena) dieron comienzo a un agudo aullido. A su pesar, Menelao sintió que se le ponía la carne de gallina. Los gritos funerarios de las mujeres siempre lo afectaban de esta forma.

«Mi brazo roto y torcido», pensó Menelao, avivando su ira como se aviva una hoguera que se apaga.

Aquiles, el hombre-dios que pasaba de largo mientras el catafalco de Paris desfilaba solemnemente ante el contingente honorario de capitanes, le había roto el brazo a Menelao ocho meses antes, el día en que el asesino de los pies ligeros había contado a todos los aqueos que Palas Atenea había matado a su amigo Patroclo y se había llevado el cadáver al Olimpo para burlarse. Aquiles anunció entonces que griegos y troyanos ya no guerrearían entre sí, sino que asediarían el monte Olimpo.

Agamenón se había opuesto a aquello, se había opuesto a todo: a la arrogancia de Aquiles y a que le usurpara el poder como rey de reyes de todos los griegos reunidos en Troya; a la blasfemia de atacar a los dioses, no importaba de quién fuera el amigo asesinado por Atenea (eso en el caso de que Aquiles dijera la verdad), y a que miles y miles de combatientes aqueos quedaran bajo el mando de Aquiles.

La respuesta de Aquiles aquel aciago día había sido breve y sencilla: combatiría a cualquier hombre, cualquier griego, que se opusiera a su liderazgo y su declaración de guerra. Lucharía en combate singular o con todos a la vez. Y que el último hombre que quedara en pie liderara a los aqueos de esa mañana en adelante.

Agamenón y Menelao, los orgullosos hijos de Atreo, habían atacado juntos a Aquiles, con lanza, espada y escudo, mientras centenares de capitanes aqueos y miles de soldados de infantería observaban en pasmado silencio.

Menelao era veterano de guerra pero no un héroe de Troya de primera fila. Su hermano mayor, sin embargo, estaba considerado (al menos mientras Aquiles estuvo recluido en su tienda durante semanas) el más feroz luchador de todos los aqueos. Sus lanzas alcanzaban casi siempre el objetivo, su espada se abría paso a través de los escudos reforzados de los enemigos como una aguja a través de la tela, y no tenía piedad alguna ni siquiera con los más nobles enemigos que suplicaban por sus vidas. Agamenón era tan alto y musculoso y divino como el rubio Aquiles, pero su cuerpo soportaba una década más de cicatrices de batalla y sus ojos ese día estaban ensombrecidos por una furia demoníaca. Aquiles por su parte se mantuvo frío, con una expresión casi distraída en el rostro aniñado.

Aquiles desarmó a ambos hermanos como si fueran chiquillos. La poderosa lanza de Agamenón se desvió de la carne de Aquiles como si el hijo de Peleo y la diosa Tetis estuviera rodeado por uno de los invisibles escudos de energía de los moravecs. El salvaje mandoble de Agamenón (capaz, pensó Menelao en su momento, de atravesar un bloque de piedra) se estrelló en el hermoso escudo de Aquiles.

Luego Aquiles los desarmó a ambos, arrojó al océano las lanzas de repuesto y la espada de Menelao, los derribó sobre la arena y los despojó de la armadura con la facilidad con que un águila arranca la ropa de un cadáver indefenso. El de los pies ligeros le rompió primero a Menelao el brazo izquierdo (el círculo de capitanes y soldados de infantería jadeó al oír el chasquido del hueso) y luego la nariz a Agamenón de un empujón, aparentemente sin esfuerzo, con la palma de la mano. Luego le pateó las costillas al rey de reyes y puso su sandalia sobre el pecho del quejoso Agamenón mientras Menelao yacía gimiendo junto a su hermano.

Sólo entonces desenvainó Aquiles la espada.

—Jurad rendiros y obedecerme este día y os trataré a ambos con el respeto debido a los hijos de Atreo y os honraré como capitanes y aliados en la guerra que se avecina —dijo Aquiles—. Vacilad un segundo y enviaré al Hades vuestras almas de perro antes de que vuestros amigos puedan parpadear, y arrojaré vuestros cadáveres a los buitres para que nunca encuentren sepultura.

Agamenón, jadeando y gimiendo, casi vomitando la bilis que lo llenaba, se rindió y prometió obediencia a Aquiles. Menelao, sufriendo la agonía de una pierna herida, las costillas rotas y el brazo partido, lo imitó un segundo más tarde.

En total, treinta y cinco capitanes aqueos decidieron oponerse a Aquiles ese día. Todos fueron derrotados en menos de una hora. Los más valientes fueron decapitados cuando se negaron a rendirse y sus cadáveres arrojados a las aves y los peces y los perros, tal como Aquiles había amenazado con hacer, pero los otros veintiocho juraron lealtad y se rindieron. Ninguno de los grandes héroes aqueos de la talla de Agamenón (ni Odiseo, ni Diomedes, ni Néstor, ni los dos Áyax, ni Teucro) desafió al de los pies ligeros ese día. Todos juraron en voz alta, después de escuchar más sobre el asesinato de Patroclo a manos de Atenea y los detalles sobre el asesinato de Astianacte, el hijo de Héctor, cometido por la misma diosa, declarar la guerra a los dioses esa misma mañana.

Menelao notaba el brazo dolorido, porque los huesos no se habían soldado adecuadamente, a pesar de las atenciones de su famoso médico, Asclepio, y todavía le molestaba en los días húmedos y frescos como aquél, pero contuvo las ganas de frotárselo mientras el catafalco funerario de Paris y Apolo desfilaban lentamente ante la delegación aquea.

Ahora colocan el catafalco amortajado y cubierto de mechones de pelo junto a la pira funeraria, justo bajo el balcón de la muralla del templo de Zeus. La infantería se detiene. Los gemidos de las mujeres y los aullidos de las murallas cesan. En medio del súbito silencio, Menelao oye la áspera respiración de los caballos y ve luego el vapor de un animal que orina sobre una piedra.

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