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Authors: Paulo Coelho

Once minutos (15 page)

BOOK: Once minutos
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—¿Y si no soporto el dolor?

—No existe el dolor, existe algo que se convierte en delicia, en misterio. Forma parte de la obra pedir «no me trates así, me estás haciendo mucho daño». Está permitido pedir: «¡Para, no aguanto más!». Para evitar el peligro... baja la cabeza, ¡y no me mires! María, arrodillada, bajó la cabeza y miraba al suelo.

—Para evitar que esta relación cause daños físicos serios, tendremos dos códigos. Si uno de nosotros dice «amarillo», eso significa que la violencia debe ser reducida un poco. Si decimos «rojo», hay que parar inmediatamente.

—¿Has dicho «uno de nosotros»?

—Los papeles se alternan. No existe uno sin el otro, y nadie sabrá humillar si no es humillado también.

Aquéllas eran palabras terribles, venidas de un mundo que no conocía, lleno de sombras, de fango, de podredumbre. Aun así, María deseaba seguir adelante, su cuerpo temblaba, de miedo y excitación.

La mano de Terence tocó su cabeza, con una ternura inesperada.

—Fin.

Le pidió que se levantase. Sin especial cariño, pero sin la agresividad seca que había demostrado. María se puso la chaqueta, todavía temblando. Terence notó su estado.

—Fúmate un cigarrillo antes de irte.

—No ha sucedido nada.

—No hace falta. Comenzará a suceder en tu alma, y la próxima vez que nos veamos estarás preparada.

—¿Esta noche ha valido mil francos?

Él no respondió. Encendió también un cigarrillo, terminaron el vino, escucharon música perfecta, saborearon juntos el silencio. Hasta que llegó el momento de decir algo, y María se sorprendió de sus propias palabras.

—No entiendo por qué tengo ganas de pisar este fango.

—Mil francos.

—No es eso.

Terence parecía contento con la respuesta.

—Yo también me pregunté lo mismo. El marqués de Sade decía que las experiencias más importantes del hombre son aquellas que lo llevan al límite; sólo así aprendemos, porque eso requiere todo nuestro coraje.

»Cuando un jefe humilla a un empleado, o un hombre humilla a su mujer, simplemente está siendo cobarde, o vengándose de la vida; son personas que jamás se han atrevido a mirar en el fondo de sus almas, que jamás han procurado saber de dónde viene el deseo de soltar la fiera salvaje, de entender qué el sexo, el dolor y el amor son experiencias límite del hombre.

»Y solamente aquel que conoce esas fronteras conoce la vida; el resto es simplemente pasar el tiempo, repetir una misma tarea, envejecer y morir sin saber realmente lo que se estaba haciendo aquí.

De nuevo la calle, de nuevo el frío, de nuevo el deseo de andar. Él estaba equivocado, no era necesario conocer sus demonios para encontrar a Dios. Se cruzó con un grupo de estudiantes que salían de un bar; estaban alegres, habían bebido un poco, eran guapos, llenos de salud, pronto terminarían la universidad y comenzarían aquello que llaman «la verdadera vida». Trabajo, matrimonio, hijos, televisión, amargura, vejez, sensación de haber perdido muchas cosas, frustraciones, enfermedad, invalidez, dependencia de los demás, soledad, muerte.

¿Qué estaba sucediendo? Ella también buscaba tranquilidad para vivir su «verdadera vida»; el tiempo pasado en Suiza, haciendo algo que jamás había soñado, era simplemente un período difícil, al que todo el mundo se enfrenta tarde o temprano. En ese período difícil, frecuentaba el Copacabana, salía con hombres por dinero, interpretaba a la Niña Ingenua, la Mujer Fatal y la Madre Comprensiva, dependiendo del cliente.

Era simplemente un trabajo, al cual se dedicaba con el máximo de profesionalidad, por las propinas, y el mínimo de interés, por miedo a acostumbrarse a él. Había pasado nueve meses controlando el mundo a su alrededor, y poco tiempo antes de volver a su tierra, se estaba descubriendo capaz de amar sin exigir nada a cambio, y sufrir sin motivo. Como si la vida hubiese escogido este medio sórdido, extraño, para enseñarle algo sobre sus propios misterios, su luz y sus tinieblas.

D
el diario de María, la noche en que salió con Terence por primera vez:

Él citó a Sade, del que yo nunca había oído nada, solamente los comentarios habituales sobre sadismo: «Sólo nos conocemos cuando conocemos nuestros propios límites», y eso es verdad. Pero también es un error, porque no es importante conocerlo todo de nosotros mismos; el ser humano no fue hecho sólo para buscar la sabiduría, sino también para arar la tierra, esperar la lluvia, plantar trigo, recoger el grano, hacer el pan.

Soy dos mujeres: una desea tener toda la alegría, la pasión, las aventuras que la vida me puede dar. La otra quiere ser esclava de una rutina, de la vida familiar, de las cosas que pueden ser planeadas y cumplidas. Soy el ama de casa y la prostituta, ambas viviendo en el mismo cuerpo, y una luchando contra la otra.

El encuentro de una mujer consigo misma es un juego con riesgos serios. Una danza divina. Cuando nos encontramos somos dos energías divinas, dos universos que chocan.

Si el encuentro no tiene la reverencia necesaria, un universo destruye al otro.

S
e encontraba de nuevo en la sala de estar de la casa de Ralf Hart, el fuego en la chimenea, el vino, los dos sentados en el suelo, y todo lo que había experimentado el día anterior, con aquel ejecutivo inglés de la compañía discográfica, no pasaba de un sueño o de una pesadilla, dependiendo de su estado de ánimo. Ahora volvía a la búsqueda de su razón de vivir, mejor dicho, a la entrega más disparatada posible, aquella en la que uno ofrece su corazón y no pide nada a cambio.

Había crecido mucho mientras esperaba ese momento. Había descubierto, por fin, que el amor real nada tenía que ver con lo que imaginaba, o sea, una cadena de acontecimientos provocados por la energía amorosa: enamoramiento, compromiso, matrimonio, hijos, espera, cocina, parque de atracciones los domingos, más espera, vejez juntos, la espera acaba y en su lugar llega el retiro del marido, las enfermedades, la sensación de que ya es muy tarde para vivir juntos lo que soñaban.

Miró al hombre a quien había decidido entregarse, y a quien había decidido no contar jamás lo que sentía, porque lo que sentía ahora estaba lejos de cualquier forma, incluso la física. Él parecía más cómodo, como si estuviese empezando un período interesante de su existencia. Sonreía, contaba historias de su reciente viaje a Munich, para reunirse con un importante director de museo. Me preguntó si el lienzo sobre los rostros de Géneve estaba acabado. Le dije que había encontrado a una de las principales personas a las que me gustaría pintar; una mujer llena de luz. Pero no quiero hablar de mí, quiero abrazarte. Te deseo.

Deseo. ¿Deseo? ¡Deseo! Eso, ése el punto de partida para aquella noche, porque era algo que ella conocía muy bien.

Por ejemplo: despertar el deseo sin entregar ya su objeto.

—Entonces, deséame. Es lo que estamos haciendo, en este momento. Estás a menos de un metro de mí, fuiste hasta una discoteca, pagaste por mis servicios, sabes que tienes derecho a tocarme. Pero no te atreves. Mírame. Mírame, y piensa que tal vez yo no quiera que me mires. Imagina lo que está escondido bajo mi ropa.

Siempre usaba vestidos negros para trabajar, y no entendía por qué las demás chicas del Copacabana intentaban ser provocativas con sus escotes y sus colores agresivos. Para ella, excitar a un hombre era vestirse como cualquier mujer que él puede encontrar en la oficina, en el tren, o en casa de una amiga de su mujer.

Ralf la miró, María sintió que él la desnudaba, y le gustó ser deseada de aquella manera, sin contacto, como en un restaurante o en la cola del cine.

—Estamos en una estación —continuó María—. Estoy esperando el tren junto a ti, tú no me conoces. Pero mis ojos se cruzan con los tuyos, por casualidad, y no se desvían. Tú no sabes qué intento decir, porque aunque seas un hombre inteligente, capaz de ver la «luz» de la gente, no eres lo suficientemente sensible como para ver lo que la luz ilumina.

Se había aprendido el «teatro». Quiso olvidar rápidamente la cara del ejecutivo inglés, pero él estaba allí, guiando su imaginación.

—Mis ojos están fijos en los tuyos, y puedo estar preguntándome a mí misma: «¿Lo conozco de algún sitio?». O puedo estar distraída. O puede que tema ser antipática, tal vez tú me conozcas, voy a darle el beneficio de la duda por algunos segundos, hasta concluir que es un hecho, o un malentendido.

»Pero también puede que quiera la cosa más simple del mundo: encontrar a un hombre. Puedo estar intentando huir de un amor que sufrí. Puedo estar procurando vengarme de una traición que acaba de suceder, y he decidido ir hasta la estación en busca de un desconocido. Puedo desear ser tu prostituta sólo por una noche, sólo para hacer algo diferente en mi vida aburrida. Puedo, incluso, ser una prostituta de verdad, que está allí buscando trabajo.

Un rápido silencio; María se había distraído de repente. Había vuelto al hotel, la humillación, «amarillo», «rojo», dolor y mucho placer. Aquello perturbaba su alma de una manera que no le estaba gustando.

Ralf lo notó e intentó empujarla de nuevo hacia la estación de tren:

—¿En este encuentro tú también me deseas?

—No lo sé. No nos hablamos, no lo sabes.

Otros segundos de distracción. En cualquier caso, la idea de «teatro» ayudaba mucho; hacía surgir al verdadero personaje, apartaba a muchas personas falsas que habitan en nosotros mismos.

—Pero el hecho es que yo no desvío mis ojos, y tú no sabes qué hacer. ¿Debes acercarte? ¿Serás rechazado? ¿Llamaré a un guardia? ¿O te invitaré a tomar un café?

—Vuelvo de Munich —dijo Ralf Hart, y su tono de voz era diferente, como si realmente se estuviesen viendo por primera vez. Estoy pensando en una colección de cuadros sobre las personalidades del sexo. Las muchas máscaras que usa la gente para no vivir jamás el verdadero encuentro.

Él conocía el «teatro». Milan había dicho que también era un cliente especial. La alarma sonó, pero ella necesitaba tiempo para pensar.

—El director del museo me dijo: ¿en qué pretendes basar tu trabajo? Yo respondí: en mujeres que se sienten libres para ganar dinero haciendo el amor. Él comentó: no puede ser, llamamos a esas mujeres prostitutas. Yo respondí: bueno, son prostitutas, voy a estudiar su historia y haré algo más intelectual, pero al gusto de las familias que visitarán el museo. Todo es cuestión de cultura, ¿sabes? De presentar de una manera agradable aquello que cuesta digerir.

»El director insistió: pero el sexo ya no es tabú. Es algo tan explorado, que es difícil hacer un trabajo sobre él. Yo respondí: ¿y tú sabes de dónde viene el deseo sexual? Del instinto, dijo el director. Sí, del instinto, pero eso todo el mundo lo sabe. ¿Cómo hacer una bonita exposición, si simplemente estamos hablando de ciencia? Yo quiero hablar de cómo un hombre explica esa atracción. Cómo un filósofo, por ejemplo, lo contaría. El director me pidió que pusiese un ejemplo. Yo dije que, cuando tomase el tren de vuelta a casa y alguna mujer me mirase, hablaría con ella; diría que, por ser una extraña, podríamos tener la libertad de hacer todo lo que habíamos soñado, vivir todas nuestras fantasías, y después irnos a nuestras casas, nuestras mujeres y nuestros maridos, y no volver a vernos jamás. Y entonces, en esa estación de tren, te veo.

—Tu historia es tan interesante que está matando el deseo. Ralf Hart rió y estuvo de acuerdo. El vino se había acabado, él fue hasta la cocina a buscar otra botella, y ella se quedó mirando el fuego, sabiendo ya cuál sería el siguiente paso, pero al mismo tiempo saboreando aquel ambiente acogedor, olvidando al ejecutivo inglés, volviendo a entregarse.

Ralf llenó los dos vasos.

—Simplemente por curiosidad, ¿cómo acabarías esta historia con el director?

—Citaría a Platón, ya que estaría ante un intelectual. Según él, al principio de la creación, los hombres y las mujeres no eran como son hoy; había sólo un ser, que era bajo, con un cuerpo y un cuello, pero cuya cabeza tenía dos caras, cada una mirando en una dirección. Era como si dos criaturas estuviesen pegadas por la espalda, con dos sexos opuestos, cuatro piernas, cuatro brazos.

»Los dioses griegos, sin embargo, eran celosos, y vieron que una criatura que tenía cuatro brazos trabajaba más, dos caras opuestas estaban siempre vigilantes y no podían ser atacadas a traición, cuatro piernas no exigían tanto esfuerzo para permanecer de pie o andar durante largos períodos. Y lo que era más peligroso: la criatura tenía dos sexos diferentes, no necesitaba a nadie más para seguir reproduciéndose en la tierra.

»Entonces dijo Zeus, el supremo señor del Olimpo: «Tengo un plan para hacer que estos mortales pierdan su fuerza».

»Y, con un rayo, partió a la criatura en dos, y así creó al hombre y a la mujer. Eso aumentó mucho la población del mundo, y al mismo tiempo desorientó y debilitó a los que en él habitaban, porque ahora tenían que buscar su parte perdida, abrazarla de nuevo, y en ese abrazo recuperar la antigua fuerza, la capacidad de evitar la traición, la resistencia para andar largos períodos y soportar el trabajo agotador. A ese abrazo donde los dos cuerpos se confunden de nuevo en uno lo llamamos sexo.

—¿Esa historia es cierta?

—Según Platón, el filósofo griego.

María lo miraba fascinada, y la experiencia de la noche anterior había desaparecido por completo. Ella veía a aquel hombre lleno de la misma «luz» que él había visto en ella, al contar aquella extraña historia con entusiasmo, con los ojos brillándole, ya no de deseo, sino de alegría.

—¿Puedo pedirte un favor?

Ralf respondió que podía pedirle cualquier cosa.

—¿Puedes enterarte de por qué, después de que los dioses dividiesen a la criatura de cuatro piernas, algunas de ellas decidieron que ese abrazo podía ser simplemente una cosa, un negocio como otro cualquiera, que en vez de enriquecer, absorbe toda la energía de la gente?

—¿Te refieres a la prostitución?

—Eso. ¿Puedes enterarte de cuándo el sexo dejó de ser sagrado?

—Lo haré si quieres —respondió Ralf—. Pero nunca he pensado en ello, y no creo que nadie más lo haya hecho.

María no aguantó la presión:

—¿Y se te ha ocurrido pensar que las mujeres, principalmente las prostitutas, son capaces de amar?

—Sí, se me ha ocurrido. Se me ocurrió el primer día, cuando estábamos en la mesa del café, cuando vi tu luz. Entonces, cuando pensé en invitarte a un café, escogí creer en todo, incluso en la posibilidad de que tú me devolvieses al mundo de donde partí hace mucho tiempo.

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