¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (7 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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»—Es difícil que usted me ofenda, Santos —dijo ella iniciando lo que yo creía el monólogo que anunciaría mi despido—. Conozco de sobra a mi marido; sé lo que hacía y lo que no hacía; todo lo que puede esperarse de él —la mujer tomó un cigarrillo de la tabaquera y lo encendió sin prisa antes de seguir hablando—. Tal vez su pasado fuese oscuro; pero su presente era muy transparente. No se preocupaba mucho de ocultarme sus caprichos. Nada. Ni siquiera creía que pudieran afectarme en modo alguno. Él era así.

»La mujer quedó en silencio, fumando, apoyada una mano en la mesa, el otro brazo doblado hacia arriba, la mano en gesto elegante para sujetar el cigarrillo frente a su rostro. Yo, incapaz de decir más que nuevas imprudencias, hablaba demasiado:

»—Permítame la indiscreción, señora: ¿amaba usted a su marido?

»—¿Influirá ese dato en sus memorias? —respondió la viuda con firmeza, sin sorpresa alguna por mi pregunta, como si le hubiesen formulado la misma pregunta cientos de veces en los últimos meses, tal vez ella misma se lo preguntaría a su reflejo, en cada espejo.

»—Eso depende de usted, siempre.

»—Lo quería, supongo —habló ahora con una normalidad desconcertante, neutralizados del tiempo sus sentimientos—. No sé dónde terminaba la admiración y dónde comenzaba el amor. O el cariño. Tampoco importa. Usted no entendería nuestra relación. Era distinta. Simplemente distinta a la de otros matrimonios.

»Quedamos los dos callados, envueltos de la penumbra calmada, del humo tierno de los cigarrillos que acolchaba el espacio entre los dos, en silencio, incómodo para mí aunque sosiego para ella que me miraba desde detrás del humo y me veía sentado en el sillón, quizás como su marido con treinta años menos, poder decirle —decirme— tantas cosas.»

* * *

Para completar el teatral escenario que es la casa de la viuda, aumenta su aire de mansión de astracanada con la inevitable criada aniñada a la que el señor mete mano rijoso, con lo cual rozamos ya el terreno del puro vodevil: en la biblioteca, el señor sujeta la escalera mientras la criada pasa el plumero a los estantes superiores, y él se relame sudoroso ante la visión del origen del mundo oculto en braguitas de encaje infantil
.

Se acentúa en este capítulo, además, un riesgo en este tipo de novelas, y en el que caen muchas de las narraciones referidas a la guerra civil: el didactismo, la voluntad informativa (y algo educadora) que sobre la desinformada ciudadanía parecen tener los autores. Desde el momento en que un novelista se plantea hacer, desde la ficción, un ejercicio de reivindicación de este tipo, es difícil prescindir de ese didactismo, pero una cierta dosis de información no implica tropezar en los habituales ladrillos donde se hace pasar por novela lo que en realidad es una investigación, una crónica o un reportaje, donde la elección de la forma novelística tiene que ver más con la pretensión de una mayor difusión —e influencia sobre los lectores— que con un interés real por los territorios de la ficción. Por ahora el autor sólo bordea esa frontera. Lo hace en esos párrafos en los que, ofreciendo un perfil posible de Mariñas, traza la trayectoria seguida por buena parte de esa derecha reformista que, desde la inicial complicidad nacionalcatólica, evolucionó hacia la apertura desde dentro del franquismo, sin romper nunca del todo
.

Por otra parte, el autor insiste, por boca del protagonista (cuya voz en primera persona es idéntica a la del narrador), en subrayar la «idea fuerza» de cómo la investigación de un pasado ajeno se convierte en inmersión en el pasado propio no menos oscuro y etc., con reiteración de expresiones como «mi propia oscuridad doblegada», «llenarlo todo de mi propio pasado, igualmente oscurecido en la memoria y que empujaba por salir en cada momento —todo mi miedo, mi propia culpa...». Ya deben de ser mayoría los lectores que, escocidos, exclaman: «¡Que sí, pesado, que ya lo he pillado!»

Por último, añadimos a la colección de expresiones literaturizadas y cursis una «boca de leche» (de la criada, que como toda criada literaria tendrá los pechos pequeños y origen provinciano), y ese «humo tierno de los cigarrillos que acolchaba el espacio» y que hace cada vez más irrespirable la novela por la encadenación de cigarrillos fumados por todos —aún queda el que la criada se fuma a escondidas en el lavadero, ya llegará
.

IX

«Cualquier viernes, al salir del domicilio de Mariñas —el aire marchito de la noche como liberación tras las muchas horas de disimulo frente a legajos antiguos—, tomaba el coche, aparcado en las cercanías, y recogía a Laura en la esquina de Alcalá. La observaba desde lejos al acercarme, sus labios quebrados en enojo por mi habitual retraso. Al fin, una sonrisa de regalo y subía al coche para besarme sin demora e iniciar el intercambio de frases conocidas, la dulce rutina de los que se aman, qué tal el día, mucho trabajo, y tú qué tal, perdona que llegue tarde, vamos a tu casa o a la mía.

»A la mía finalmente, el apartamento en la calle Toledo esquina Segovia, apenas un salón grande donde cabe todo: la cama, la mesa de trabajo, las estanterías sobrepobladas de libros y papeles, la cocina americana en un rincón —inútil porque nunca como en casa—, las paredes empapeladas de fotografías, recortes de periódicos que amarillean a la luz, una lámina pequeña del
Guernica
que no puede faltar en el piso de ningún progresista —pretendido o cierto— en estos años. La cama, mal situada, en el centro de la habitación, molestando para todo, con las sábanas tiradas a un lado, música leve en el fondo, humo hasta el techo, Laura, con tan sólo una camisa encima, muestra sin pudor su pubis rizado, viniendo de la cocina con una bandeja y más café para prolongar la noche que se mete a bocados por la ventana abierta. Ella coloca la bandeja en el colchón y, tras encender un cigarrillo mal liado, se sienta entre mis piernas, yo desnudo, recostado contra la pared, un brazo que gotea hasta el suelo por el costado de la cama.

»Hablamos de cualquier cosa, de sus estudios y su tesis que nunca acabará, de la actualidad política que emociona a Laura y a mí me deja tristemente indiferente, una manifestación esta mañana que acabó con una breve carga policial más simbólica que efectiva; una reunión en la sede del partido y a la que prometí acudir con ella —y a la que una vez más falté—; una próxima pegada de carteles en la madrugada, vencidos todos por el aburrimiento de una clandestinidad cada vez menos clandestina, que día a día se convierte en un juego de salidas nocturnas y termos de bebida caliente, algunas risas y más compadreo que partido. Hablamos de cualquier cosa, de las elecciones venideras o de una película reciente, de sus clases de doctorado o de algún libro que hay que leer —porque así se crean en estos días los gustos, las tendencias: mediante consignas certeras que van de boca en boca por la ciudad, “este libro hay que leerlo”, “esa película hay que verla”, “este periodista es de los nuestros”, como secretas contraseñas que nos permiten continuar esta familiaridad de lo prohibido que se va perdiendo—; hablamos de cualquier cosa, de tantas cosas, excepto de nosotros y de mi trabajo. De nosotros no hablamos, porque no somos nada en realidad, porque desde hace casi cuatro años prolongamos una disciplina de citas semanales, tu casa o la mía, alguna tarde de cineclub, una escapada a la sierra si el tiempo lo permite, paseos cortos enlazados de la mano pero no hay nada entre nosotros, estamos enamorados o no lo estamos, somos novios o no, extraña liberación de la pareja tradicional, que parece obligatoria entre nuestros amigos, entusiastas todos del sexo libre y el fin de las represiones —o su sustitución por otras más sutiles—, y que nosotros practicamos sin convicción, sin saber en realidad si somos o no.

»De mi trabajo tampoco hablamos —de mi trabajo de
negro
, se entiende—, porque ella no quiere saber —aunque en verdad sabe, y a veces no aguanta más y me lo demuestra, molesta—. Ella normalmente prefiere fingir que mi trabajo no existe, que yo no me dedico ocasionalmente a lo que para ella —y para todos sus compañeros de partido— resultaría inmoral si supieran —pero no saben o no quieren saber, prefieren conservar mi amistad al precio de la ignorancia—. Yo sigo siendo para todos ellos un compañero más, un profesor de instituto que vive dignamente de su sueldo mensual. Aunque en verdad todos comentarán a mis espaldas (“cómo es posible que él haga eso, deberíamos decirle algo, es inaceptable que colabore con el régimen de esa manera”). ¿Y Laura? En realidad no sé si ella me defiende ante los demás cuando no estoy presente y pronuncia mis propios argumentos exculpatorios (“en realidad sólo escribo discursos inocuos, temas culturales, obras públicas, celebraciones sin trascendencia, libros que nadie lee...”); o si ella es como los demás, si también ella me niega cuando no estoy y comparte con otros la idea de que soy una especie de traidor consentido,
cómo es capaz de escribir esas cosas, si al menos aceptara introducir en los discursos mensajes subliminalmente subversivos
, qué tontería, no se dan cuenta de que no hay diferencia, que yo sostengo (o sostenía) al régimen con mis trabajos en la misma medida que ellos lo sostienen (o sostenían) con su oposición de papel, su insumisión tan discreta, su acción clandestina que da apariencia de libertad.

»—¿En qué piensas? —me pregunta Laura en la inercia del momento, comenzando así un diálogo de los que integran la rutina de los amantes: él o ella silencioso, hasta provocar en la pareja la pregunta imposible, ¿en qué piensas?, queriendo tal vez atrapar al amante en su totalidad, incluido su pensamiento, que el amado no se aleje de nosotros, evitar el adulterio de la imaginación; pero siempre respondemos que no pensamos en nada, como si fuese posible no pensar en nada, dejar el cerebro en reposo y no saber ni recordar nada.

»—¿Qué? No, nada.

»—Cuéntamelo —insiste ella.

»—Nada, ya te he dicho.

»—Estás muy tonto desde que empezaste eso... —protesta, alejando su cuerpo de mi alcance.

»—¿Qué? —disimulo.

»—Lo del cacique ese, el fascista, Gonzalo Mariñas.

»—No está tan claro que fuese un fascista.

»—¿No? Vamos, Julián. Tú mismo lo decías, antes incluso de que toda esa mierda apareciese en los periódicos. Un fascista y un oportunista, ésas eran tus palabras, ¿recuerdas?

»—Siempre hablo sin saber. Es mi defecto, soy un bocazas...

»—¿Qué dices? ¿Te das cuenta? Tengo razón, estás muy tonto desde que empezaste eso.

»Al principio, Laura —que entonces era sólo una chiquilla para quien la acción opositora era una diversión estudiantil entre otras, las ya poco emocionantes carreras con los grises en la facultad, las pegadas de carteles— consideraba mi trabajo como algo sin verdadera importancia, incluso como algo divertido —cuando veíamos juntos la televisión y ocasionalmente aparecía algún personajillo oficial, y yo me adelantaba a cada palabra de su discurso que era mío—, y hasta algunas veces ella me ayudaba a escribir, e introducíamos giros gramaticales imposibles o maldades encubiertas que mis clientes —algún alcalde, cierto director general, muchos segundones del régimen— ni siquiera notarían, satisfechos como quedaban de la retórica vacía y barroca, llena de frases ingeniosas que ellos harían propias y repetirían en cada oportunidad. Con el tiempo, y con notable intoxicación política de tanto frecuentar la sede del partido, Laura dejó de creer en la inocuidad o la diversión de mi labor mercenaria, y prefería callar, no preguntar nunca, no querer saber lo que yo hacía, apagar la radio cuando alguien leía unas palabras y ella comprendía, por mi rostro, que yo era el autor. Últimamente, sin embargo, cada vez con más frecuencia, Laura estallaba en una rabia deliciosa, una indignación que parecía infantil y que deshacía en reproches contra mí, siempre con los mismos argumentos llenos de la ortodoxia lingüística del partido, hasta que, después de unos gritos sin convicción, quedaba encharcada en un silencio culpabilizador, un enojo breve.

»El enojo breve se intensificó desde que supo lo de Mariñas, mi nuevo trabajo.

»—No lo veas así, niña. Es sólo un trabajo más, como muchos otros. Sabes que no estoy muy bien de dinero últimamente... No comprendo del todo tus escrúpulos... No estoy haciendo nada tan indignante... Nada al menos que no haya hecho antes.

»—No te lo crees ni tú... Lo que estás haciendo por ese fascista es lo más sucio que has hecho nunca. Una cosa es escribir discursitos para la inauguración de una escuela o un pregón de fiestas; o escribir libros para tipos que en verdad no son nadie y que en su puta vida han escrito una frase completa. Pero esto es otra cosa, y tú lo sabes.

»—¿Otra cosa? Tú dirás.

»—Ese tipo, Mariñas, está sucio de la cabeza a los pies, y tú lo sabes bien. Todo eso que se cuenta de él es repugnante. Se trata de un asesino, que puede haber mandado al paredón o a la cárcel a muchísima gente con falsas denuncias, para quedarse con sus propiedades e incrementar su fortuna, y tú le vas a limpiar el pasado, le vas a dejar el expediente inmaculado, todo un luchador por la libertad.

»—Son sólo rumores... No hay nada demostrado... —dije yo con un gesto vago, tratando de llevar a término la discusión.

»—¿Rumores? No trates de confundirme... Conmigo no sirve; más bien me parece que eres tú el que quieres limpiar tu propio expediente.

»—¿Qué quieres decir?

»—Que no es sólo ese tipo el que está sucio. Tú te pringas irremediablemente.

»—Llevo mucho tiempo manchándome. Para mí, este trabajo es igual que cualquier otro. Sólo soy un legionario de las letras, nada más. Yo no pienso lo que escribo, yo no creo esas cosas. Son los que lo firman, quienes lo dicen; no yo.

»—Es la primera vez que pones tanto énfasis en justificarte, en disculpar tu trabajo. Será porque sabes cuánto te has pringado ya. De alguna manera eres cómplice de lo que ese tipo hizo o dejó de hacer. Es un insulto para tantas personas que...

»—Estás sacando las cosas de quicio, niña —dije con forzada dulzura, pasando una mano por su nuca con intención apaciguadora.

»—No me llames niña, estoy hablando en serio. Lo que pasa es que ni tú mismo soportas ya tu cinismo, tu bicefalia; por delante un perfecto socialista o lo que coño seas, que ni tú mismo lo sabes, y por detrás un oscuro falsificador de pasados más oscuros todavía. No son tus ideas, vale. Pero si tú no las escribieras, tal vez esas ideas, esas mentiras, no tendrían el éxito que en la práctica tienen gracias a tu jodida retórica.

»—Siempre habría otro que hiciese el trabajo —respondo yo, creándome un escudo en los lugares comunes.

»—Pero lo haces tú. Eso es lo que debería importarte.

»Laura enciende con vehemencia un cigarrillo, y agacha la cabeza mientras aprieta los dientes. La miro con un sentimiento indefinido, algo parecido a la pena, la pena que tal vez, si ella tiene razón, debería sentir por mí, pero que proyecto sobre ella.

»—Mira, niña... Laura... Le das demasiada importancia a lo que no la tiene... En realidad, ese libro, las memorias falsas de Mariñas, no servirán para nada. Tienes razón: ese tipo está sucio. Y está tan sucio que de nada serviría toda la limpieza que yo le hiciera. Y te diré más: aunque en realidad sólo fuesen rumores, aunque Mariñas fuese realmente inocente, mi trabajo no serviría para nada. De aquí a un año, cuando haya terminado y la viuda publique las memorias, nadie se acordará de Mariñas, a nadie le importará si fue o no un criminal más en aquel tiempo de criminales. El olvido es rápido, y frecuente, y permite la condena para siempre a partir de sólo un rumor. Un rumor que, apoyado en la amnesia, adquiere certeza.

»—Entonces... ¿Por qué lo haces? ¿Sólo por dinero? ¿Y tus principios?

»—No se trata de principios. El dinero, sí, lo necesito. Supongo que es eso.

»—Claro que se trata de principios, de dimensión moral. ¿Y si el olvido no actúa esta vez como tú dices? ¿Y si en verdad tu trabajo fuese útil, y sirviera para encubrir a un bastardo como ése?

»—Aun así... Piénsalo bien... Mi trabajo es equivalente a la pasividad de otros... Me explico: tú, y como tú muchos compañeros, muchos ciudadanos, conocéis no pocos
Mariñas
entre los que ahora se arrogan un currículum democrático. Lo que pasa es que no queréis saber o recordar, y calláis, callamos todos. Si se ha denunciado lo de Mariñas no ha sido por su pasado fascista, común a muchos otros demócratas de ahora, sino por el hecho de que se valiera de la represión para enriquecerse; como si la denuncia y el crimen por motivos pecuniarios fuesen más indignantes que los cometidos por motivos ideológicos. ¿Qué diferencia hay entonces entre lo que yo hago y vuestro olvido o vuestra ceguera? Vuestro silencio, el no denunciar la inmoralidad o incluso el crimen de otros, permite la misma impunidad que puedo facilitar yo con mi trabajo.

»—No puedo creer que seas tan cínico, Julián. De verdad, siempre me sorprendes. Te concedo una parte de razón: a mí tampoco me gusta cómo estamos llevando este tiempo, estos años que transcurren entre un pasado que todos queremos olvidar, y un futuro próximo que no se adivina aún. Yo no estoy de acuerdo con estos ejercicios de catarsis, esta desmemoria colectiva que permite que sigan los mismos, que los que ayer lloraban a Franco mañana son rían en sus escaños de diputados protodemocráticos. Pero, ¿qué hacer contra eso? ¿Denunciarnos todos, los unos a los otros? Si empezamos no terminamos... ¿Quién no tiene algo que ocultar? ¿Quién no tiene oscuridad en ciertos años de su vida? Es inevitable que muchos, casi todos, en algún momento hayan sido colaboradores o cómplices, cuando no verdugos. Cuarenta años son muchos años. Incluso los que no colaboran pero callan, son cómplices a su manera. ¿Íbamos a denunciar también al noventa por ciento de la población, a todos esos hombres y mujeres que no han colaborado con el régimen pero tampoco han hecho nada contra él? Así no vamos a ninguna parte. Pero no pienses que te disculpo con esto. Ya te he dicho que me parece una cuestión de principios, de integridad moral.

»—Entonces soy un inmoral, ¿de acuerdo?

»—Y un cínico, un grandísimo cínico.

»—Un grandísimo cínico —repito musicalmente, enojándola a propósito.

»—Un jodido cabezota. Al menos dame la razón.

»—Tienes razón, cielo. Siempre la tienes —y en sus ojos se enciende un brillo de indignación.

»—Vete a la mierda... Y no me llames cielo, sabes que me jode.

»—¿Siempre tenemos que discutir?

»—Vale, ya me callo. Sé que te importa una mierda lo que te digo.

»—Cada vez hablas peor, cariño. Te estás volviendo una ordinaria —bromeo intentando enlazarla, aunque ella me rechaza levemente.

»—¿Sí? ¡Qué lástima! Tendrás que escribir tú mis intervenciones en público a partir de ahora. Así utilizaré un lenguaje exquisito... Jodidamente exquisito, si lo prefieres.

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